Nuestra nueva casa significó una nueva vida para todos los que la habitábamos, puesto que todos teníamos mucho trabajo que hacer. Zyanya continuó muy ocupada en la interminable y necesaria tarea de visitar los puestos del mercado y los talleres de los artesanos, en busca de «exactamente el diseño correcto del pétlatl, alfombrilla, para el cuarto de los niños» o «una figurita preciosa, de alguna diosa, para el nicho de arriba de la escalera» o alguna otra cosa que parecía que siempre se le escapaba.
Mis contribuciones para la casa no siempre fueron recibidas con aclamaciones de júbilo, como por ejemplo, cuando llevé a casa una pequeña estatua de piedra, para el nicho de la escalera y Zyanya dijo que era «horrible». Bueno, sí lo era. Pero la compré porque me di cuenta de que era exactamente igual al viejo pardusco-cacao, arrugado y encorvado; el disfraz que había usado Nezahualpili cada vez que me encontraba. De hecho, era la figurita que representaba a Huehuetéotl, el Viejo Más Viejo de los Dioses, que eso era lo que él era. Aunque ya no era adorado en demasía, el viejo y arrugado Huehuetéotl, de sonrisa enigmática, era todavía venerado como el primer dios reconocido por estas tierras y conocido desde tiempos inmemoriales, mucho antes que Quetzalcóatl o de cualquier otro dios adorado posteriormente. Como Zyanya no me dejó ponerlo en un lugar en donde lo vieran los invitados, lo coloqué a un lado de nuestra cama.
Nuestros tres sirvientes, en los pocos meses que llevaban con nosotros, asistieron a la escuela de Cózcatl para tomar lecciones en sus ratos libres, con notables adelantos. La pequeña criada Cosquillosa, dejó de reírse tontamente cada vez que alguien le hablaba, y sólo sonreía modesta y servicial. Estrella Cantadora se volvió tan atento que casi todo el tiempo, cuando me sentaba, me tenía listo un poquíetl para fumar, y, para no rechazar su solicitud, fumé mucho más de lo que deseaba.
Mis negocios consolidaban mi fortuna. Caravanas de pochteca habían ido llegando, desde hacía un tiempo, a Tenochtitlan desde Uaxyácac, trayendo recipientes con el colorante púrpura y madejas de algodón púrpura, que habían comprado legítimamente al Bishosu Kosi Yuela. Por supuesto, habían pagado un precio exorbitante por ello, y, por supuesto, ellos pedían un precio mucho mayor cuando lo distribuían entre los mercaderes de Tlatelolco. Sin embargo, los nobles mexica, especialmente sus esposas, estaban tan ávidos de poseer ese colorante único, que pagaban lo que les pidieran. Y, una vez que el púrpura adquirido legítimamente fue puesto en el mercado, pude, discretamente y sin ningún peligro, introducir el mío, poco a poco, dentro del mercado.
Vendí lo que tenía atesorado por una moneda mucho más fácil de esconder: jade labrado, unas cuantas esmeraldas y otras gemas, joyería de oro y cañas de polvo de oro. Pero Zyanya y yo guardamos el suficiente para nuestro uso, tanto que creo que teníamos más trajes bordados de púrpura que el Venerado Orador y todas sus esposas. Por lo menos, sé que nuestra casa era la única en todo Tenochtitlan que tenía en las ventanas cortinas con púrpura fijo, aunque éstas eran solamente admiradas por nuestros invitados, puesto que las que daban hacia la calle estaban hechas con un material menos suntuoso.
Nos visitaban con frecuencia los viejos amigos: Cózcatl, entonces ya conocido apropiadamente por el maestro Cózcatl; mis socios de la Casa de los Pochteca; uno o varios de los compañeros de Glotón de Sangre, quienes me habían ayudado a conseguir el púrpura. Sin embargo, también habíamos hecho muchos amigos entre nuestros vecinos de la clase alta, en nuestra zona de Ixacualco y entre los nobles que habíamos conocido en la corte, muy en particular cierto número de mujeres nobles que se sintieron cautivadas por el encanto de Zyanya. Una de ellas era la Primera Señora de Tenochtitlan, o sea la primera esposa de Auítzotl. Cuando venía de visita, muy a menudo traía consigo a su hijo mayor, Cuautémoc, Águila Que Cae Sobre Su Presa, el joven señor que sería el último sucesor al trono de su padre. Aunque los mexica no consideraban la sucesión de padres a hijos como en algunas otras naciones, el primer candidato considerado por el Consejo de Voceros en la muerte de un Uey-Tlatoani, era el hijo mayor cuando no le sobrevivía ningún hermano. Así es que Zyanya y yo tratábamos a Cuautémoctzin y a su madre con la debida deferencia; no daña en lo absoluto estar en buenas relaciones con alguien que, quizás algún día, sea llamado Venerado Orador.
De tiempo en tiempo durante aquellos años, un mensajero militar o el portador de un mercader llegaba desde el sur y desviándose a nuestra casa, nos traía algún mensaje de Beu Ribé. El mensaje siempre era el mismo; que todavía no se casaba, que Tecuantépec seguía siendo Tecuantépec, que la hostería seguía progresando, y mucho más ahora, por el aumento de tráfico de ida y vuelta al Xoconochco. Pero esas escasas noticias eran por demás deprimentes, pues Zyanya y yo sólo podíamos asumir que si Beu permanecía soltera, no era por inclinación, sino por falta de pretendientes.
Y al pensar en eso, siempre venía a mi mente el exilado Motecuzoma, porque yo estaba seguro de que él había sido el oficial mexica, de extrañas propensiones, que había destruido la vida de Beu; aunque nunca mencioné esto a nadie, ni siquiera a Zyanya. Sólo por lealtad familiar, supongo que debía sentir animosidad hacia ese Motecuzoma El Joven. Sólo por lo que me habían dicho Beu y Auítzotl, debía sentir desdén por un hombre que había estropeado tanto sus partes privadas como sus apetitos. Pero ni yo, ni ningún otro, podría negar que él hizo el trabajo de guarnición, para acrecentar y sostener el Xoconochco, para nosotros.
Colocó a su guarnición armada casi prácticamente en la frontera con Quautemalan y vigiló personalmente el proyecto y la construcción del fuerte, que los vecinos quiché y lacandón observaron desalentados, sin duda, conforme se iban levantando sus muros, y las patrullas comenzaban a hacer sus rondas. Esa gente desgraciada, nunca más volvió a salir de sus selvas para otras correrías, nunca más volvió a amenazar o a echar bravatas o a demostrar de alguna otra manera otro signo de ambición. Volvieron a ser lo que habían sido, gente escuálida y apática, y, hasta donde yo sé, siguen siendo así.
Sus primeros soldados españoles, que viajaron dentro del Xoconochco, se sorprendieron al encontrar allí, a una distancia tan lejana de Tenochtitlan, tantas gentes que sin ninguna relación con nosotros los mexica —los mame, mixe, comiteca y demás— hablaban nuestro náhuatl. Sí, ésa fue la tierra más lejana en la que uno se podía parar y decir: «Ésta es tierra mexica». Era también, a pesar de la distancia entre ella y El Corazón del Único Mundo, quizá la provincia más leal, y eso se debía al hecho de que muchos mexica se habían ido a vivir al Xoconochco después de su anexión.
Mucho antes de que la guarnición de Motecuzoma estuviera terminada, otros empezaron a establecerse en aquella área, y a construir casas, puestos de mercado, hosterías rudimentarias e incluso auyanicaltin, casas de placer. Eran inmigrantes mexica, acolhua y tecpaneca en busca de horizontes más amplios y de oportunidades que nunca podrían encontrar en las tierras atestadas de la Triple Alianza. Para cuando la guarnición estuvo totalmente construida, armada y organizada, ésta dejó caer su sombra protectora sobre un pueblo de considerables dimensiones. El pueblo tomó el nombre náhuatl de Tapachtlan, Lugar de Coral, y aunque nunca se aproximó en tamaño y esplendor a Tenochtitlan, la ciudad que le dio su origen, es todavía una de las comunidades más grandes y de más tráfico al este del istmo de Tecuantépec.
Muchos de los que llegaron del norte, después de haber estado un poco de tiempo en Tapachtlan o en cualquier otra parte del Xoconochco, se fueron todavía más lejos. Nunca he viajado tan lejos, pero sé que más al este de la selva de Quautemalan hay unas tierras altas muy fértiles y tierras costeras. Y más allá de ellas, hay otro istmo, mucho más angosto que el de Tecuantépec, en un recodo entre los océanos del norte y del sur, aunque nadie puede decir qué lejos está. Algunos insisten en que en algún lugar de ésos hay un río que conecta a los dos océanos. Su Capitán General Cortés fue a buscarlo, mas en vano, pero quizás algunos otros españoles puedan encontrarlo todavía.
Aunque los inmigrantes fueron llegando progresivamente, eran sólo exploradores individuales o a lo mucho grupos de familias que se esparcieron por esas tierras lejanas; sin embargo, me han contado que dejaron huellas indelebles entre los nativos de esos lugares. Tribus que jamás, y ni remotamente, se hubieran emparentado con nosotros, ahora tienen nuestros mismos rasgos; hablan nuestro lenguaje náhuatl, aunque en dialectos adulterados; han adoptado y perpetuado muchos trajes y artesanías mexica; han vuelto a darles nombres náhuatl a sus aldeas, sus montañas y sus ríos.
Varios españoles que han viajado muy lejos, me han preguntado: «¿Era verdaderamente tan vasto, el imperio azteca, como para que sus confines llegaran hasta el imperio inca, en el gran continente hacia el sur?». Aunque no comprendía totalmente su pregunta, siempre les decía: «No, mis señores». No estoy muy seguro de lo que quiere decir un imperio, o un continente, o un inca, pero sé que nosotros los mexica —o aztecas, si así lo desean ustedes— nunca llevamos nuestras fronteras más allá del Xoconochco.
Sin embargo, en aquellos años, no todos nuestros ojos e intereses estaban puestos hacia el sur. Nuestro Uey-Tlatoani no ignoraba los otros puntos del compás. Me sentí muy contento de poder romper la rutina diaria doméstica, cuando un día Auítzotl me mandó llamar a su palacio para preguntarme si podía hacerme cargo de una misión diplomática en Michihuacan. Él dijo: «Usted trabajó tan bien para nosotros en Uaxyácac y en el Xoconochco, que, ¿cree que podría conseguirnos una relación mejor que la actual con la Tierra de los Pescadores?». Le dije que podría intentarlo. «Pero ¿por qué, mi Señor? Los purémpecha permiten a nuestros viajeros y mercaderes paso libre través de sus tierras. Comercian libremente con nosotros. En cuanto a relaciones, ¿qué más podemos pedirles?». «Oh, piense en algo —dijo alegremente—. Piense en algo que pueda justificar su visita a su Uandákuari, el viejo Yquíngare». Debí de mirarlo con perplejidad, porque me explicó: «Sus supuestas negociaciones diplomáticas sólo serían una máscara para encubrir su verdadera misión. Queremos que nos traiga el secreto de cómo consiguen ese soberbio y duro metal, con el cual destruyen nuestras armas de obsidiana».
Respiré profundamente y tratando de parecer razonable en lugar de aprensivo, dije: «Mi señor, probablemente los artesanos que saben cómo forjar ese metal deben de estar a buen recaudo, lejos del encuentro con cualquier extranjero que pudiera hacerles traicionar su secreto». «Y las armas han de estar guardadas, con toda seguridad, lejos de la vista de cualquier curioso —dijo Auítzotl con impaciencia—. Nosotros sabemos eso, pero también sabemos que hay una excepción dentro de esa política. Los consejeros más cercanos y la guardia personal de Uandákuari, siempre van armados con esas armas de metal para protegerlo contra cualquier atentado. Vaya a su palacio y tendrá la oportunidad de hacerse de una espada, un cuchillo, o algo parecido. Eso es todo lo que necesitamos. Si nuestros forjadores de metales pudieran tener una muestra para su estudio, podrían encontrar la composición de éste. Le hemos dado nuestras órdenes directas, Campeón Águila Mixtli». Yo suspiré y dije: «Como mi señor lo ordene. Un campeón Águila debe hacerlo». Y pensé en las dificultades que me esperaban con esa tarea y luego sugerí: «Si sólo voy allí para robar, en verdad que no necesito la complicada excusa de negociaciones diplomáticas. Podría ser sólo un enviado, llevando un regalo de amistad del Venerado Orador Auítzotl al Venerado Orador Yquíngare». Auítzotl también pensó en eso, enfurruñado. «Pero ¿por qué? —dijo—. Hay tantas cosas preciosas en Michihuacan como las hay aquí. Tendría que ser algo invaluable para él, algo único».
Yo dije tímidamente: «Los purémpecha son muy dados a extrañas diversiones sexuales. Pero, no. El Uandákuari es un hombre viejo. Sin duda ya ha probado todos y cada uno de los placeres sexuales e indecentes y está más allá de…». «¡Ayyo! —gritó Auítzotl triunfante—. Hay un dulce que no es posible que él haya probado, uno que no podrá resistir. Un nuevo tequani que nosotros acabamos de comprar para nuestro zoológico humano». Estoy seguro de que yo me tambaleé a simple vista, pero él no pareció darse cuenta, ya que estaba enviando a un criado a traer eso, lo que fuera.
Traté de imaginarme qué clase de monstruo humano podría hacer que se levantara el tepule del viejo más licencioso y sinvergüenza, cuando Auítzotl dijo: «¡Mire esto, Campeón Mixtli! Aquí están». Y yo levanté mi topacio.
Eran dos muchachas tan comunes en sus rostros como las que siempre había visto, así es que difícilmente podía llamarlas monstruos, sin faltar a la caridad. Quizás fueran una cosa poco usual, sí ya que eran gemelas idénticas. Calculé que debían tener unos catorce años y que debían de pertenecer a alguna tribu olmeca pues las dos estaban mascando tzictli tan plácidamente como un par de rumiantes manatíes. Estaban paradas hombro con hombro, ligeramente vueltas una hacia la otra, y cada una dejaba descansar su brazo alrededor del hombro de la otra. Llevaban una simple manta drapeada, alrededor de sus cuerpos, desde sus pechos hasta el piso.
«Todavía no han sido mostradas al público —dijo Auítzotl— porque nuestra costurera de palacio aún no ha terminado las blusas y faldas especiales que ellas requieren. Mozo, quíteles la manta».
Él lo hizo así, y mis ojos se abrieron por la sorpresa cuando vi a las muchachas desnudas. No eran solamente gemelas; parecía como si algo las hubiera pegado juntas de sus entrañas. Desde sus sobacos hasta sus caderas, las dos estaban unidas por una piel mutua y tan apretadamente, que era obvio que no podían pararse, sentarse, caminar o acostarse más que dando media cara la una a la otra. Por un momento pensé que sólo tenían tres pechos, pero cuando me acerqué, vi que el pecho de en medio era en realidad dos pechos normales, pero apretadamente juntos, pues podía dividirlos con mi mano. Miré a las muchachas por todos lados; cuatro pechos enfrente, dos pares de nalgas atrás. Excepto porque no tenían rostros bellos ni inteligentes, no podía ver alguna otra deformidad a excepción hecha de la parte de piel que compartían.
«¿No podrían ser divididas? —pregunté—. Cada una de ellas tendría una cicatriz, pero podrían vivir separadas y normales». «¿Con qué objeto? —gruñó Auítzotl—. ¿Qué uso mundano se les podría dar a estas hembras olmeca, mascadoras de tzictli y de caras feas? Juntas son una novedad valiosa y pueden gozar de la vida de tequani, placenteramente ociosa. De todas formas, nuestros tíciltin, cirujanos, las han examinado y han llegado a la conclusión de que no pueden ser separadas. Por dentro de esa tira colgante de piel, comparten venas y arterias vitales y quizás hasta uno o dos órganos. Sin embargo, y esto es lo que seducirá al viejo. Yquíngare, cada una de las muchachas tiene su propio tepili y ambas son vírgenes». «Es una lástima que no sean bonitas —dije pensativo—. Pero tiene usted razón, mi señor. La única novedad que ellas ofrecen se debe a esa tira de piel. —Me dirigí entonces a las gemelas—: ¿Tenéis nombres? ¿Podéis hablar?». Ellas dijeron en lengua coatlícamac y casi al unísono: «Yo soy Izquierda». «Yo soy Derecha». Auítzotl dijo: «Teníamos la intención de presentarlas al público como la Señora Pareja. El nombre de la diosa Omecíuatl. Una clase de broma, como ve».
Yo dije: «Si un regalo poco común puede hacer que el Uandákuari sea más amigable con nosotros, la Señora Pareja sería ese regalo y yo estaré muy contento de llevarlo. Sólo una recomendación, mi señor, para hacerlo todavía más atractivo. Mande que les afeiten, a las dos, todo el vello, el cabello y las cejas. Ésa es la moda purempe». «Una moda muy singular —dijo Auítzotl admirado—. El cabello es lo único atractivo que tienen éstas, pero así se hará. Esté listo para partir cuando hayan terminado el guardarropa de ellas». «Estaré listo en el lugar señalado, Señor Orador. Y tengo la esperanza de que la presentación de la Señora Pareja cause la suficiente excitación en la corte como para que pueda hurtar una de sus armas de metal en la conmoción, sin que ellos se den cuenta». «No quiero solamente la esperanza —dijo Auítzotl—. ¡Hágalo!».
«¡Ah, pobres muchachas!», exclamó Zyanya próxima a llorar, cuando le presenté a la Señora Pareja. Me sorprendí de que alguien expresara piedad por ellas, ya que todos los que estaban implicados con Izquierda y Derecha, o se reían o bostezaban de ellas, o como Auítzotl, las miraban como un lujo puesto a la venta en el mercado, como la carne de un animal raro. Sin embargo, Zyanya maternalmente las trató con ternura a todo lo largo de la jornada a Tzintzuntzaní y continuamente les estuvo asegurando —como si ellas tuvieran el suficiente cerebro como para darse cuenta— que viajaban al encuentro de una nueva vida maravillosa, de libertad y lujo. Bueno, supongo que estarían mucho mejor en la libertad comparable de un palacio, aunque fueran una especie de concubina doble, que siendo un objeto al que siempre se apunta y se ríe, confinadas en el zoológico de la ciudad.
Zyanya había venido conmigo, porque cuando le conté de esa última y rara embajada que había caído sobre mí, había insistido en ir también. En un principio dije un fuerte no, porque sabía que ninguno de los que me acompañaran podrían vivir por mucho tiempo en el momento en que me cogieran tratando de robar una de las sacrosantas armas de metal, como sería lo más probable. Sin embargo, Zyanya me probó persuasivamente que, si podíamos disipar las sospechas de nuestro anfitrión con anticipación, tendría una gran oportunidad para irme acercando a tal arma y llegarla a poseer sin ser descubierto. «¿Y qué puede ser menos sospechoso —preguntó— que un hombre y su esposa viajando juntos? Y yo quiero ver los paisajes de Michihuacan, Zaa». Su idea del hombre y su esposa, tenía cierto mérito, reflexioné, aunque no exactamente el mérito que ella le daba. Para ellos, el ver a un hombre viajando con su propia compañera, la compañera común y corriente de cada día, en una nación en donde con sólo preguntar uno podía tener otra compañera u otra clase de compañía o cierto número de compañías, eso en verdad enmudecería a los purémpecha. Me desdeñarían y me mirarían como demasiado impotente, tonto, sin imaginación y letárgico como para ser un ladrón, un espía o cualquier otra cosa peligrosa. Así es que le dije que sí a Zyanya y ella empezó inmediatamente a preparar el equipaje para el viaje.
Auítzotl me mandó llamar, cuando las gemelas tuvieron listo su guardarropa para partir, por lo que me presenté en el palacio. ¡Ayya!, me quedé horrorizado cuando vi por primera vez cómo habían rapado a las muchachas. Sus cabezas se parecían a sus pechos desnudos —cónicas, rematadas en una punta— y me preguntaba si mi recomendación no habría sido un espantoso error. Una cabeza rapada podría ser la cumbre de la belleza para un purempe pero ¿lo sería una punta de cabeza rapada? Ellos conservaban la punta con pelo. Bien, era muy tarde para poner remedio; tenían que quedarse rapadas como estaban.
También fue entonces cuando descubrimos que una silla de manos ordinaria no serviría para Izquierda y Derecha y que se necesitaba construir una especial para sus peculiares necesidades, lo que retrasó nuestra partida unos cuantos días. Sin embargo, Auítzotl estaba determinado a no ahorrar gastos en esa expedición y así, cuando al fin salimos, éramos una gran caravana.
Dos guardias de palacio iban al frente, desarmados visiblemente, aunque yo sabía que los dos eran expertos en combate mano a mano. Yo sólo llevaba el escudo emblasonado que me identificaba como un campeón Águila y una carta de presentación, firmada por el Uey-Tlatoani Auítzotl. Caminaba al lado de la silla de Zyanya, sostenida por cuatro hombres, actuando en mi papel de marido domesticado, llamando la atención de ella, hacia algún que otro paisaje. Detrás de nosotros venía la silla de manos de las gemelas, cargada por ocho hombres, y seguían a estos otros que los reemplazarían en cargar la pesada silla, puesta sobre pértigas. Esa silla de manos había sido construida en una forma especial, así es que no era un simple asiento, sino que estaba techada como una pequeña choza y tenía cortinas que se podían recorrer en dos lados. Cerraban nuestra caravana numerosos tamemime que cargaban nuestros fardos, canastos y provisiones.
Después de tres o cuatro días de camino, llegamos a un pueblo llamado Zitákuaro, en donde en un lugar custodiado, de sus orillas, estaba marcada la frontera con Michihuacan. Allí hicimos un alto, mientras los guardias purémpecha de la frontera examinaban cuidadosamente y con respeto la carta que les presenté, y luego con precipitación, pero sin abrirlos, pincharon varios de nuestros fardos. Parecían sorprendidos cuando vieron la silla de manos, demasiado grande y dentro de ella a las dos muchachas rapadas e idénticas, sentadas lado a lado, en una posición que parecía la más incómoda. Sin embargo, no hicieron ningún comentario. Se hicieron a un lado cortésmente para dejarnos pasar a través de Zitákuaro a mí, a mi esposa y a toda la comitiva.
Después de eso ya no nos volvieron a detener o a provocar, pero ordené que las cortinas del entoldado de la silla de manos de la Señora Pareja fueran corridas para que ellas no fueran visibles a ninguno de los nativos, a nuestro paso. Sabía, para entonces, que un mensajero-veloz estaría en aquellos momentos informando al Uandákuari de nuestra llegada, pero deseaba que su regalo se mantuviera en el misterio y sin descripción, el mayor tiempo posible, hasta nuestra llegada a palacio. Zyanya pensó que eso era una crueldad por mi parte: dejar que las gemelas recorrieran todo el camino sin poder ver nada, sobre el nuevo país en el que iban a vivir. Así es que cada vez que le mostraba a ella algo de interés, detenía toda la caravana y cuando no se veía ningún viajero en el camino, iba personalmente a ver a las gemelas y descorriendo las cortinas les mostraba lo que hubiera despertado mi interés. Siguió haciendo eso a través de todo nuestro camino por Michihuacan, para mi más grande exasperación, ya que Izquierda y Derecha eran totalmente apáticas e indiferentes acerca de lo que les rodeaba.
La primera cosa que excitó la curiosidad de Zyanya en la gente fue, por supuesto, la preponderancia de cabezas lustrosas por falta de cabello. Ya le había hablado sobre esa costumbre, pero no es lo mismo decir que ver. Cuando poco a poco se acostumbró a ello se quedaba mirando fijamente a algún joven y murmuraba: «Ése es un muchacho. No, una muchacha…». Y yo debo admitir que ellos la miraban con la misma curiosidad. Los purémpecha estaban acostumbrados a ver a otras gentes con pelo —viajeros extranjeros, su gente de clase baja y quizás algunos excéntricos—, pero nunca antes habían visto a una bella mujer con un cabello tan largo y abundante, y que partiendo de su frente tenía un vívido mechón blanco, así es que también ellos la miraban fijamente y luego murmuraban.
Había otras maravillas, aparte de la gente. La parte de Michihuacan que por aquel entonces estábamos cruzando, tenía montañas, como cualquier otra tierra, pero éstas parecían estar asentadas en el horizonte, siendo un simple marco a las llanuras o a la nación suave y ondulante que encerraban. Algunas partes de ese territorio eran florestas, algunas otras praderas cubiertas de zacate y flores silvestres. Pero la mayor parte consistía en generosas tierras de labranza, anchas y extendidas, y granjas productivas. Allí había campos inmensurables de maíz, frijol, chile, huertos de ahuácatin y de frutos dulces. Aquí y allá se levantaban en medio de los campos los graneros de adobe, en donde se almacenaban la semilla y el producto. Éstos estaban hechos en forma cónica, como una reminiscencia de las cabezas puntiagudas de la Señora Pareja.
En esas regiones, hasta las casas más humildes se veían agradables. Todas estaban hechas de madera, ya que ésta abundaba allí, sus tablas y vigas estaban puestas ingeniosamente sobre apretadas muescas, todas juntas, sin mortero o cuerdas que las amarraran. Cada casa tenía un alto tejado puntiagudo, cuyas alas caían circundando la casa, pues ese tipo de construcción era la mejor para dar sombra durante la estación caliente y para dejar caer el agua en la estación húmeda, y algunos de los tejados estaban hechos con imaginación, de tal manera que sus cuatro esquinas quedaran levantadas en puntas ornamentales. Ésa era la estación de las golondrinas y en ninguna parte había tantas como en Michihuacan —volando, revoloteando, aleteando, deslizándose por todas partes—, sin duda porque esos amplios aleros eran muy adecuados para hacer sus nidos.
Con sus bosques y sus corrientes de agua, Michihuacan era un hogar hospitalario para toda clase de pájaros. Los ríos reflejaban los colores centelleantes y brillantes de los papagayos, los papamoscas y los pájaros pescadores. En las florestas, los pájaros carpinteros hacían constantemente su ruido peculiar de clavar y tamborilear. En el lago, las golondrinas se posaban sobre las garzas blancas y azules, e incluso sobre el gran pájaro kuinko. El kuinko tiene un pico en forma de cuchara; su cara es tan fea que causa risa, sus patas y su forma son desmañadas, pero el kuinko es soberbio en su plumaje de colores de crepúsculo y cuando una bandada de ellos levanta el vuelo al mismo tiempo, es como si el viento se hiciera visible y en un color rosa.
La única concentración humana de Michihuacan, en aquellos días, estaba en la multitud de aldeas que bordeaban el gran Lago de Juncos, Pátzkuaro, o asentadas en las muchas islas pequeñas del lago. Aunque cada una de las aldeas de los alrededores vivían de la caza de aves y de la pesca, cada una tenía, por órdenes de su Uandákuari, que proveer localmente algún producto en especial o algún servicio que pudiera ser cambiado entre las demás. Una comunidad trabajaba la madera, otra tejía ropa, otra trenzaba los juncos para convertirlos en alfombrillas pétlatin, otra se dedicaba al lacado y así todas. En la aldea que llevaba el nombre del lago, Pátzkuaro, estaba el mercado en donde se ofrecían todas esas cosas. En una isla en medio del lago, llamada Xarákuaro, se habían construido todos los templos, altares y plazas, y era el centro ceremonial para todos los habitantes de las aldeas. Tzintzuntzaní, que quiere decir En Donde Hay Colibríes, era la capital, el centro y el corazón de toda esa actividad. Por sí misma no producía otra cosa más que las decisiones, acciones y órdenes con que se gobernaba a la nación entera. Estaba construida a base de palacios y totalmente habitada por sus nobles y sus familias, por cortesanos, sacerdotes y sirvientes.
Conforme se iba aproximando nuestra caravana, el primer objeto hecho por el hombre que podíamos ver, sobre el camino, desde varias largas-carreras, era la anciana iyákata, como se le dice en poré a una pirámide, que se alzaba sobre las alturas, al este de los palacios de los nobles. Más allá de toda imaginación, esa iyákata, no muy alta pero extravagantemente alargada, era una curiosa mezcla de plazas y de edificios redondos, que se habían llegado a convertir en un majestuoso montón de piedras, pues hacía ya mucho tiempo que habían perdido toda su cubierta de yeso y colorido; se estaban rompiendo en partes y la hierba crecía por todos lados.
Los numerosos palacios de En Donde Hay Colibríes estaban todos construidos de madera, y aunque pudieran ser mucho menos impresionantes que los de piedra de Tenochtitlan, eran totalmente diferentes, así es que tenían su propia grandeza. Bajo los aleros desplegados de sus altos techos puntiagudos, terminados en un rizo, había dos pisos y el alto estaba totalmente circundado por una galería exterior. Los poderosos troncos de cedro que sostenían esos edificios, las columnas, los remates y los pilares, las innumerables vigas visibles bajo sus aleros, todos ellos estaban trabajados laboriosamente y tallados con rizos y filigranas. Sus puertas eran más a menudo tablas que se deslizaban, que las familiares para nosotros sostenidas sobre pivotes. Cualesquiera que fueran los artistas que los consiguieron, y en algunos palacios debieron de haber utilizado mano de obra importada, los ricos lacados debieron de haber sido trabajados a mano. Cada palacio tenía bellos ornamentos que brillaban de color y de oro batido, pero por supuesto el palacio del Uandákuari hacía que los otros parecieran insignificantes.
Los mensajeros-veloces habían tenido a Yquíngare informado de nuestra aproximación, así es que nuestra llegada era esperada, una multitud de nobles con sus esposas nos estaba aguardando para recibirnos. Un poco antes de nuestra llegada, la comitiva se había desviado hacia el lago, y buscando un lugar solitario, todos nos bañamos y nos pusimos nuestros trajes más finos. Llegamos a la entrada del palacio, sintiéndonos frescos y altivos; ordené que dejaran las sillas de manos, junto a una pared que tenía un jardín colgante, sombreado por altos árboles. Despedí a nuestros guardias y cargadores, quienes fueron conducidos a las habitaciones de los criados. Sólo Zyanya, la Señora Pareja y yo fuimos a través del jardín hacia el gran edificio del palacio. En la confusión general que provocaron los que nos daban la bienvenida, la manera singular de caminar de las gemelas pasó desapercibida.
Entre la alegría y los murmullos de bienvenida, aunque no pude comprender todo lo que decían, fuimos conducidos a través de los portales de troncos de cedro dentro de una terraza también de cedro, luego atravesamos una gran puerta abierta y pasamos por un corredor al salón de recepciones de Yquíngare. Era inmensamente largo y ancho y con dos pisos de alto: como el patio interior del palacio de Tenochtitlan, pero cubierto. A cada lado había unas escaleras que terminaban en un pasillo circular interior, sobre el que se abrían los cuartos superiores. El Uandákuari estaba sentado sobre su trono, que no era otra cosa más que una icpali, silla baja, sin embargo, de la entrada del salón al lugar en donde él se encontraba, la distancia era tan grande que claramente se veía que había sido proyectada en esa forma para que el visitante se sintiera como un pedigüeño.
A pesar de lo grande que era el vestíbulo, éste estaba completamente lleno de señoras y señores vestidos elegantemente, pero se hicieron hacia atrás, a ambos lados, para que pudiéramos pasar cómodamente, primero yo, luego Zyanya y después la Señora Pareja. Caminamos despacio en procesión, solemnemente, hacia el trono y yo levanté mi topacio sólo el tiempo suficiente como para echarle una buena mirada a Yquíngare. Antes, solamente lo había visto una vez, en la dedicación a la Gran Pirámide, y en aquellos días no lo había podido ver con claridad. Ya entonces era viejo y ahora lo era más: un manojito arrugado de hombre. Debió de haber sido su calvicie la que había inspirado esa moda entre su pueblo, aunque él no necesitaba usar una hoja de obsidiana para raparse. Era tan desdentado como pelón y casi sin voz: nos dio la bienvenida con un susurro desmayado, como el sonido que hace un pomito de semillas al ser agitado. Aunque me sentía contento de desembarazarme de la lerda Señora Pareja, sentí cierto remordimiento al ponerla, aunque fuera rara, dentro de los dedos como tijeretas de aquella vieja semilla retorcida y marchita.
Le extendí la carta de Auítzotl y el Uandákuari a su vez se la dio a su hijo mayor, ordenándole con impertinencia que la leyera en voz alta. Siempre había concebido a los príncipes como hombres jóvenes, pero si ese Príncipe Heredero Tzímtzicha se hubiese dejado crecer el cabello, éste hubiera sido gris, sin embargo, su padre todavía le jadeaba órdenes, como si él no llevara un taparrabo bajo su manto. «Un regalo para mí, ¿eh? —graznó el padre cuando el hijo acabó de leer la carta en poré. Fijó sus ojos legañosos sobre Zyanya, que estaba parada a un lado de mí, y se relamió las encías—. Ah. Puede ser una novedad, sí. Que la rapen toda, menos el mechón blanco…». Zyanya, horrorizada, se puso atrás de mí. Rápidamente le dije: «Éste es el regalo, mi Señor Yquíngare», y me acerqué a la Señora Pareja. Las hice detener exactamente enfrente del trono y les arranqué su vestidura de una sola pieza, color púrpura, que las cubría del cuello a los pies. La multitud allí reunida lanzó un grito por haber destruido esa pieza hecha de un material tan fino y luego dieron otro de sorpresa, cuando la tela cayó al piso y las mellizas quedaron desnudas. «¡Por los huevos emplumados de Kurkauri!», resolló el viejo, usando el nombre poré de Quetzalcóatl. Él continuó diciendo algo, pero su voz se perdió entre el parloteo de sus cortesanos, que seguían con sus exclamaciones de sorpresa, y de lo único que me pude dar cuenta era de que le estaba babeando la barbilla. Obviamente el regalo había tenido mucho éxito.
A todos los presentes, incluyendo a las diversas esposas coronadas y concubinas del Uandákuari, se les dio la oportunidad de acercarse a empujones, para ver de cerca a la Señora Pareja. Algunos hombres y también unas pocas mujeres se acercaron descaradamente y con sus manos hicieron caricias en alguna parte de la Señora Pareja. Cuando la curiosidad de todos quedó satisfecha, Yquíngare graznó una orden que dejó vacío todo el salón de recepciones, con excepción de él, de nosotros, del Príncipe Heredero y de unos cuantos guardias impasibles, parados en los rincones. «Ahora, aliméntenme —dijo el viejo, restregándose sus manos secas—. Debo prepararme para darme un buen agasajo, ¿eh?». El príncipe Tzímtzicha pasó la orden a uno de los guardias, quien salió.
En un momento, empezaron a llegar sirvientes trayendo un mantel para la comida, que depositaron allí mismo y después de que Zyanya terminó de vestir a las gemelas, con su vestido desgarrado, nos sentamos los seis. Yo inferí que de ordinario no se le permitía al Príncipe Heredero comer al mismo tiempo que su padre, pero como él hablaba correctamente el náhuatl, se le podría utilizar como intérprete cuando el viejo y yo ni pudiéramos entendernos. Mientras tanto, Zyanya ayudaba a comer a la Señora Pareja con una cuchara, ya que de otra manera, ellas hubieran tomado aun la espuma del chocólatl con sus dedos y a manos llenas, masticando con sus bocas abiertas y provocando náuseas a todos los presentes en general. Sin embargo, sus modales no eran peores que los del viejo.
Cuando nos sirvieron a nosotros el delicioso pescado blanco, que sólo se puede encontrar en el lago de Pátzkuaro, él nos dijo con su sonrisa desdentada: «Coman, disfruten. Yo sólo puedo tomar leche». «¿Leche? —repitió Zyanya, preguntando cortésmente—: ¿Leche de gacela, mi señor?». Entonces ella levantó sus cejas de la sorpresa. Una mujer muy larga y muy rapada, llegó, se hincó a un lado del Uandákuari, se levantó la blusa y le presentó un pecho muy, muy grande, que si hubiera tenido rostro habría podido ser su cabeza rapada. Durante el resto de la comida, cuando Yquíngare no estaba haciendo preguntas acerca de las peculiaridades de la Señora Pareja, su origen y su adquisición, estaba succionando ruidosa e indistintamente de un pezón al otro.
Zyanya evitaba el verlo, lo mismo que el Príncipe Heredero; ellos simplemente movían su comida de un lado a otro, en sus platos lacados de oro. Las gemelas comían hasta por los codos porque siempre lo hacían así, y yo comía abundantemente porque estaba prestando muy poca atención a las vulgaridades que estaba haciendo Yquíngare, ya que estaba viendo algo atrás de él. Cuando por primera vez entré en la habitación, me pude dar cuenta de que los guardias llevaban lanzas, cuyas puntas eran de cobre, pero de un peculiar cobre oscuro. En esos momentos, pude percibir que tanto el Uandákuari como su hijo, llevaban dagas cortas del mismo metal, colgadas de sus cinturas y aseguradas con unas presillas de cuero.
El viejo me estaba endilgando un discurso, dándole vueltas con el claro objeto de que al llegar al final me preguntaría si también le podría conseguir un par de adolescentes varones unidos, cuando Zyanya, como si ya no pudiera seguir escuchando más, lo interrumpió para preguntarle: «¿Qué es esta bebida deliciosa?». El Príncipe Heredero pareció muy contento por esa interrupción, e inclinándose a través del mantel, le dijo que era chápari, un producto hecho de la miel de abeja, muy, muy potente y que sería bueno que no bebiera demasiado, esa primera vez. «¡Qué maravilloso! —exclamó, empinando la taza lacada—. Si la miel puede emborrachar tanto, ¿por qué las abejas no están siempre ebrias?». Ella hipó y se quedó pensativa, evidentemente acerca de las abejas, porque para cuando el Uandákuari trató de resumir la cháchara de su pregunta, Zyanya dijo en voz alta: «A lo mejor lo están. ¿Quién puede saberlo?». Y se sirvió otra taza, y luego otra a mí, tirando un poco de su contenido.
El viejo suspiró, chupó por última vez la teta baboseada de su nodriza y le dio un sonoro manotazo en una nalga, en señal de que la horrorosa comida había terminado. Zyanya y yo nos apresuramos a beber nuestras segundas tazas de chápari. «Bien», dijo Yquíngare, mascando con su boca, de tal manera que su nariz y su barbilla se juntaban varias veces. Su hijo saltó detrás de él, para ayudarlo a ponerse en pie. «Un momento, mi señor —dije—, sólo un momento; voy a dar algunas instrucciones a la Señora Pareja». «¿Instrucciones?», dijo él con suspicacia. «Para que cumplan —dije sonriendo como lo haría un alcahuete—. Como son vírgenes, pueden ser rudas al acariciar». «¿Ah? —dijo roncamente, sonriéndome también—. ¿Son también vírgenes? Sí, que cumplan, por todos los medios que cumplan».
Tanto Zyanya como Tzímtzicha me lanzaron por un igual una mirada de desprecio, cuando me llevé a las gemelas aparte y les di instrucciones, instrucciones urgentes que en ese momento se me ocurrieron. Fue bastante difícil, porque tenía que hablar muy bajo y en una mezcla de náhuatl y de coatlícamac y ellas eran tan estúpidas, pero al fin, las dos asintieron aunque con cierta clase de lerda comprensión, y encogiéndome de hombros, de esperanza y desesperación, las llevé hacia el Uandákuari. Sin protestar, ellas lo acompañaron escalera arriba ayudándolo a subir y de hecho parecía como si un cangrejo ayudara a una araña. Un poco antes de alcanzar el piso alto, la araña se volvió y gritó algo a su hijo en poré, tan carrasposamente que no pude entender una palabra. Tzímtzicha asintió obedientemente, luego se volvió y me preguntó que si yo y mi señora estábamos listos para retirarnos. Ella sólo hipó, así es que yo contesté que pensaba que sí lo estábamos, pues había sido un día muy largo. Seguimos al Príncipe Heredero escaleras arriba, al otro lado del vestíbulo.
Así como pasó todo, allí en Tzintzuntzaní, por primera y única vez en nuestra vida de casados, Zyanya y yo nos acostamos con otras gentes. Sin embargo, les suplico que recuerden, reverendos frailes, que tanto ella como yo, estábamos un poco borrachos por el chápari. De todas formas, no fue exactamente como suena, y lo explicaré de la mejor manera posible.
Antes de salir de casa, traté de explicarle a Zyanya la predilección de los purémpecha, por inventar prácticas sexuales voluptuosas y aun perversas. Así es que estuvimos de acuerdo en no demostrar sorpresa o disgusto ante cualquier tipo de hospitalidad de esa naturaleza que nos pudiera ofrecer nuestro anfitrión, sino declinarla de la mejor manera posible. O por lo menos eso fue lo que habíamos determinado, pero cuando esa hospitalidad nos fue brindada y cuando nos dimos cuenta de lo que se trataba, ya estábamos tomando parte en ella. Si nosotros no reculamos ante ello, fue porque, aunque no pudimos decidir después qué había sido perverso y qué inocuo, fue innegablemente delicioso.
A medida que nos guiaba por el piso superior, Tzímtzicha se volvió e imitando mi sonrisa de alcahuete, preguntó: «¿Querrán el señor campeón y su señora habitaciones separadas? ¿Camas separadas?». «Naturalmente que no», dije y lo dije fríamente, antes de que me preguntara: «¿Quieren otros amantes?», o alguna otra indecencia. «Entonces, una cámara conyugal, mi señor —me dijo estando de acuerdo—. Pero, algunas veces —volvió sobre lo mismo, casual, como conversando—, después de un día agotador de viaje, hasta la pareja más bien avenida puede estar fatigada. La Corte de Tzintzuntzaní, se juzgaría negligente si sus huéspedes se sintieran demasiado fatigados, como para poderse complacer el uno al otro. Por lo tanto, les ofrecemos un servicio llamado atanatanárani. Éste engrandece al hombre adecuadamente y a la mujer la hace más receptiva, quizás hasta un extremo del que ninguno de ustedes ha disfrutado jamás».
La palabra atanatanárani, hasta donde pude desenmarañar sus elementos, sólo significaba «juntarse a un mismo tiempo». Antes de poder averiguar acerca de cómo se puede engrandecer cualquier cosa, juntándola a un mismo tiempo, él se había inclinado ante nosotros, dentro de nuestras habitaciones y dándose la vuelta cerró tras de sí la puerta lacada.
La habitación alumbrada por lámparas, tenía una de las camas más grandes, más suaves y con más gran profusión de cobijas que yo nunca había visto antes. También nos estaban esperando dos esclavos ya de edad: un hombre y una mujer. Yo los miré con cierta aprensión, pero sólo me pidieron permiso para preparar nuestros baños. Junto a la recámara había dos baños completos, para cada uno de nosotros, incluyendo su bañera y su cuarto de vapor, ya listo. Mi sirviente me ayudó a bañarme con esponja y luego me frotó vigorosamente con piedra pómez, en el cuarto de vapor, pero no hizo nada más, nada que me molestara. Pensé que los esclavos, el baño de agua y de vapor, era lo que el Príncipe Heredero había querido decir por: «un servicio llamado atanatanárani». Si era eso, no era sino una cosa agradable y civilizada, nada obscena y que había funcionado muy bien. Me sentía fresco, con la piel hormigueante y mucho más «adecuado» para, como dijo Tzímtzicha, poder «satisfacer» a mi mujer.
Su esclava se inclinó al mismo tiempo que mi esclavo, antes de salir y ella y yo salimos de los baños para encontrar que la cámara principal estaba completamente oscura. Los cortinajes estaban corridos y las lámparas de aceite apagadas, así es que nos tomó algún tiempo encontrarnos en ese inmenso cuarto, y otro momento más para encontrar la inmensa cama. Era una noche calurosa; sólo la cobija de encima había sido doblada. Nos deslizamos en ella y descansamos uno junto al otro, sobre nuestras espaldas, contentos de momento con poder disfrutar de una suavidad de nube bajo de nosotros.
Zyanya murmuró adormilada: «Sabes, Zaa, todavía me siento borracha como una abeja. —Entonces, súbitamente dio un pequeño respingo y jadeó—: ¡Ayyo, estás muy ardiente! Me cogiste por sorpresa». Yo estuve a punto de exclamar lo mismo. Me toqué abajo, donde una manita me manoseaba con gentileza suavemente; había supuesto que era su mano y exclamé asombrado: «¡Zyanya!». Casi al mismo tiempo ella dijo: «Zaa, puedo sentirlo… es un niño que está aquí abajo. Jugando con mi… jugando conmigo». «También yo tengo uno —dije todavía muy sorprendido—. Nos estaban esperando bajo los cobertores. ¿Qué vamos a hacer ahora?». Yo esperaba que ella dijera: «¡patear!» o «¡gritar!» o que hiciera ambas cosas, pero en lugar de eso, dio otro pequeño respingo, rió sofocada y repitió mi pregunta: «¿Qué vamos a hacer? ¿Qué está haciendo el tuyo?». Le dije lo que estaba haciendo. «El mío, lo mismo». «No es desagradable». «No, decididamente no». «Deben de estar adiestrados para esto». «Pero no para su propia satisfacción. Esté, por lo menos, parece demasiado joven». «No. Lo hacen sólo para aumentar nuestro placer, como dijo el príncipe». «Ellos pueden ser castigados, si nosotros los rechazamos».
Ahora, yo hago estos comentarios con voz fría y desapasionada, pero no fue así. Estábamos hablándonos con voces roncas y frases entrecortadas por involuntarios jadeos y movimientos. «El tuyo, ¿es niño o niña? No puedo estirarme lo suficiente como para…». «Yo tampoco. ¿Tiene importancia?». «No. Pero estoy palpando un rostro que me parece bello. Las pestañas son lo suficientemente largas como para… ¡ah!, ¡sí!, ¡con las pestañas!». «Están bien adiestrados». «Oh, exquisitamente. Me pregunto si cada uno de ellos fue enseñado especialmente para… quiero decir…». «Cambiémoslos y veremos».
Los dos niños no objetaron nada por cambiar de lugar y su ejecución no disminuyó en lo más mínimo. Quizás la boca juguetona de éste, era más caliente y mojada, acabando de hacer lo que…
Bueno, no quiero entretenerme mucho en este episodio; Zyanya y yo pronto caímos en un frenesí, besándonos cada vez más apasionadamente, agarrándonos y arañándonos; haciendo otras cosas arriba de la cintura, mientras los muchachos estaban más ocupados que nunca abajo. Cuando ya no me pude contener más, nos apareamos como jaguares copulando y los muchachos, apretándose fuera de nosotros, bullían sobre nuestros cuerpos, deditos aquí, lengüecitas allá.
Esto no sucedió sólo una vez, fueron más veces de las que me puedo acordar. Después de cada eyaculación, los niños descansaban un ratito contra nuestros cuerpos jadeantes y sudorosos, y luego, muy delicadamente, se nos volvían a insinuar y empezaban a importunarnos y a acariciarnos. Se movían hacia atrás y hacia adelante de Zyanya a mí, algunas veces individualmente y otras juntos, de tal manera que entonces podía ser atendido por los dos y por mi esposa y luego, ambos muchachos y yo podíamos concentrarnos en ella. No terminó esta actividad, hasta que ella y yo ya no pudimos más y nos hundimos en un sueño profundo. Nunca averiguamos ni el sexo, ni la edad o apariencia de nuestros atanatanárani acompañantes. Cuando despertamos muy temprano en la mañana, ya se habían ido.
Lo que me despertó fue un arañazo en la puerta. Estando sólo medio consciente, me levanté y abrí. No vi nada más que la oscuridad que precede a la aurora a través del balcón, y la gran fuente que estaba más allá del vestíbulo, hasta que un dedo arañó mi pierna. Sentí un estremecimiento y miré hacia abajo y allí estaba la Señora Pareja, tan desnudas como yo. En ellas todo se veía doble, todo cuatros, o más bien debería de decir ochos. Las dos estaban sonriendo lascivamente, engurruñadas entre mis piernas. «Cosa muy agradable», dijo Izquierda. «La de él, también», dijo Derecha, sacudiendo su cabeza en dirección a la recámara del viejo, según supuse. «¿Qué hacéis aquí?», les pregunté tan ferozmente como se podía hacer en un susurro.
Una de sus ocho extremidades se levantó y puso en mi mano la daga de Yquíngare. Investigué el oscuro metal, mucho más oscuro en las tinieblas y dejé correr mi pulgar a lo largo de su filo. En verdad que era afilado y puntiagudo. «¡Lo hicisteis!», dije, sintiendo una intempestiva gratitud, casi afecto, por ese monstruo agachado a mis pies. «Fácil», dijo Derecha. «Él puso ropas a un lado cama», dijo Izquierda. «Él puso eso en mí —dijo Derecha, picando mi tepule y haciéndome saltar otra vez—. Agradable». «Yo me aburrí —dijo Izquierda—. Nada que hacer. Sólo vaivén. Yo busqué entre ropas, sentí algo redondo, encontré cuchillo». «Ella sostuvo cuchillo mientras yo tenía diversión —dijo Derecha—. Yo sostuve cuchillo mientras ella tenía diversión. Ella sostuvo cuchillo mientras…». «¿Y ahora?», la interrumpí. «Él ronca al fin. Nosotras trajimos cuchillo. Ahora nosotras despertarlo. Tener más diversión».
Como si les hubiera sido muy difícil esperar, antes de que pudiera darles las gracias, las gemelas se fueron a paso acelerado como lo haría un cangrejo, a lo largo del pasillo oscuro. En lugar de darles las gracias a ellas, se las di a las propiedades aparentemente fuertes de la leche mamada y entré otra vez a la recámara, para esperar la salida del sol.
Los cortesanos de Tzintzuntzaní no parecían ser muy madrugadores. Sólo el Príncipe Heredero Tzímtzicha se nos unió en el desayuno a Zyanya y a mí. Le dije al viejo príncipe que mi cortejo y yo debíamos de ponernos en camino. Que parecía obvio que su padre estaba gozando de su regalo, así es que no deseábamos haraganear por los alrededores y hacer que él interrumpiera su placer, sólo para entretener a unos huéspedes que no habían sido invitados. El príncipe dijo con suavidad: «Bien, si ustedes sienten que deben de partir, no los detendremos, excepto por una formalidad. Un registro de sus personas, de sus posesiones, fardos y de cualquier cosa que ustedes se lleven. Puedo asegurarles que no intentamos insultarlos; yo también tengo que sufrir esto cada vez que viajo a cualquier parte». Me encogí de hombros con tanta indiferencia como cuando uno lo rodea un grupo de guardias armados. Discretamente y con respeto, pero también cabalmente, ellos golpearon ligeramente todas las partes de nuestras vestiduras, tanto mías como de Zyanya; después nos pidieron que nos quitáramos por un momento nuestras sandalias. En el jardín que estaba enfrente de palacio hicieron lo mismo con nuestros guardias y cargadores, deshicieron todos nuestros fardos, incluso tocaron todos los cojines y las cortinas de las sillas de manos. Para entonces, otras gentes ya se habían levantado y andaban por los alrededores, la mayoría eran niños del palacio que observaban todos esos procedimientos con ojos brillantes y conocedores. Miré a Zyanya. Estaba mirando de cerca a los niños, tratando de saber cuál de ellos… Cuando me vio sonriéndole, se puso tan colorada como la pequeña hoja de metal que ya sin su mango de madera llevaba escondida en mi cuello bajo mi cabello.
Los guardias le dijeron a Tzímtzicha que no llevábamos nada que no hubiéramos traído. Su mal humor cambió inmediatamente, y mostrándose amigable, dijo: «Entonces, por supuesto que nosotros insistimos en que usted le lleve algo, como un regalo recíproco, a su Uey-Tlatoani. —Él me alargó un pequeño saco de piel, y más tarde vi que contenía una cantidad de las más finas perlas, corazones-de-ostiones—. Y —continuó él— algo todavía más precioso, que podrá caber en esa litera tan grande que ustedes traen. No sé lo que hará mi padre sin ella, ya que es su posesión más preciada, pero ésa ha sido su orden». Y diciendo eso nos dio a la tremenda mujer rapada que había alimentado al viejo en la cena de la noche anterior.
Era por lo menos dos veces más pesada que las gemelas juntas, y en todo el camino de regreso a casa, los cargadores se tuvieron que turnar continuamente para poder sobrevivir, y toda la comitiva se detenía más o menos cada larga-carrera y esperábamos impacientes, mientras la nodriza sin ninguna vergüenza se sacaba la leche con los dedos para aliviar la presión. Zyanya rió todo el camino de regreso y siguió riendo aun cuando Auítzotl mandó que me dieran garrote allí mismo, cuando le presenté su regalo. Entonces, rápidamente, le expliqué lo que aparentemente podía hacer por el viejo marchito de Yquíngare; él la miró apreciativamente y canceló la orden de estrangularme, y Zyanya siguió riendo tanto que al Venerado Orador y a mí no nos quedó más remedio que unirnos a su risa.
Si Auítzotl consiguió tener un vigor mayor con ella, la mujer-lechera fue el botín más valioso que lo que llegó a ser la daga de metal asesino. Nuestros forjadores de metales mexica la estudiaron ansiosamente, raspándola profundamente, tomando limaduras de ella y por último llegaron a la conclusión de que estaba hecha con una mezcla de cobre y estaño. Pero por más que trataron, nunca pudieron encontrar las proporciones adecuadas, las temperaturas o algo por el estilo, así es que nunca tuvieron éxito en copiar la aleación del metal.
Sin embargo, como el estaño no existía en estas tierras, a excepción hecha de los pedacitos cruciformes que usábamos como moneda corriente para canjear y ya que éstos nos llegaban a través de las rutas comerciales del sur, desde algún país lejano y desconocido, pasando de mano en mano, Auítzotl pudo por lo menos ordenar una confiscación inmediata y continua de todos ellos. Así es que el estaño desapareció como moneda circulante y ya que no teníamos otro uso que darle, supongo que Auítzotl solamente lo apiló en algún lugar, fuera de la vista.
En cierto modo ése fue un gesto interesado: si nosotros los mexica no podíamos tener el secreto del metal, nadie más lo podría tener. Pero para entonces los purémpecha ya tenían suficientes armas como para que Tenochtitlan jamás se sintiera animado a declararles la guerra, y al detener los envíos de estaño, por lo menos preveníamos que siguieran haciendo más armas adicionales, las suficientes como para que se envalentonaran y nos declararan la guerra. Así es que supongo que puedo decir que mi misión en Michihuacan no fue del todo inútil.
Más o menos por el tiempo en que regresamos de Michihuacan, Zyanya y yo cumplimos los siete años de casados, y me atrevería a decir que mis amigos nos miraban como una vieja pareja, y tanto ella como yo veíamos nuestra vida en común fija en su curso, no susceptible de cambios o rompimientos, y éramos lo suficientemente felices el uno con el otro, que nos sentíamos satisfechos de estar así. Pero los dioses lo quisieron de un modo diferente y Zyanya me lo dejó saber de la siguiente manera:
Una tarde habíamos estado de visita con la Primera Señora en sus alcobas de palacio. Cuando ya nos íbamos, vimos en el corredor a ese animal-lechero de mujer traído de la Corte de Tzintzuntzaní. Sospecho que Auítzotl simplemente la dejaba vivir en palacio, como una sirvienta en general, pero en aquella ocasión hice un comentario jocoso acerca de la «nodriza mojada», esperando que Zyanya se riera. En lugar de eso, ella me dijo en un tono demasiado cortante para ella: «Zaa, no debes hacer bromas vulgares acerca de la leche. Acerca de la leche de las madres. Acerca de las madres». «No si eso te ofende. Pero ¿por qué habría de ofenderte?». Tímida, ansiosa y aprensivamente ella dijo: «En algún tiempo, al término de este año, yo… yo seré… yo seré un animal de leche».
Me la quedé mirando. Me tomó un tiempo comprender y antes de que pudiera responder, ella añadió: «Lo había sospechado desde hace poco tiempo, pero hace dos días que nuestro tícitl, físico, me lo confirmó. He estado tratando de pensar de qué manera te lo podía decir con palabras suaves y dulces. Y ahora —lloriqueó sintiéndose infeliz— sólo sé soltártelo así. Zaa, ¿adónde vas? ¡No me dejes, Zaa!».
Me fui corriendo, sí, y de una manera poco digna, pero sólo para conseguir una silla de manos de palacio, para que ella no caminara de regreso a casa. Ella rió y dijo: «Eso es ridículo —cuando insistí en levantarla para ponerla sobre los cojines de la silla—. Pero ¿quiere decir esto, Zaa, que estás contento?». «¡Contento! —exclamé—. ¡Contentísimo!». Y me solté hablando mientras caminaba saltando a un lado de su silla. Ya olvidé cuáles fueron exactamente mis palabras, pero ellas expresaban placer, deleite y preocupación por ella.
Al llegar a nuestra casa, Turquesa abrió la puerta y miró preocupada cómo asistía a Zyanya que protestaba, a subir los pocos escalones. Pero le grité: «¡Vamos a tener un bebé!», y ella lanzó un grito alegre. A tanto ruido, Cosquillosa vino corriendo de algún lado y yo ordené: «¡Cosquillosa, Turquesa, id en este instante a dar una buena limpieza al cuarto de los niños! Haced todos los Preparativos necesarios. Comprad todo lo que necesitamos. Una cuna. Juguetes. Flores. ¡Poned flores por todas partes!». «Zaa, ¿quieres callarte? —dijo Zyanya, medio divertida, medio apenada—. Todavía faltan meses. El cuarto puede esperar».
Sin embargo, las dos esclavas ya habían corrido escalera arriba, obedientes y bulliciosas. Y, a pesar de haber reanudado sus protestas, también ayudé a Zyanya a subir la escalera, e insistí que descansara un poco, después del esfuerzo hecho en su visita a palacio. Al fin ella accedió —me imagino que solamente para poderse librar de mí— y yo fui escaleras abajo para felicitarme a mí mismo con un brindis de octli y una fumada de picíetl y a sentarme en el crepúsculo, satisfecho en mi soledad.
Poco a poco, mi eufórica satisfacción cayó dentro de una meditación seria y empecé a percibir las razones por las cuales Zyanya había vacilado al comunicarme este acontecimiento. Ella había dicho que eso ocurriría en el término de ese año. Yo conté con los dedos hacia atrás, y me di cuenta de que nuestro bebé debió de haber sido concebido durante aquella maravillosa noche en el palacio del viejo Yquíngare, cuando nosotros habíamos disfrutado con la colaboración de los atanatanárani. Yo cloqueé de gusto por eso. Sin duda Zyanya estaba un poco turbada por ese hecho; hubiera preferido concebir al niño en unas circunstancias más sosegadas. Bien, pensé, es mucho mejor concebir un hijo en el paroxismo del éxtasis, como nosotros lo habíamos hecho, que en una adormecida conformidad, por obligación o inevitablemente, como la mayoría de los padres lo hacen. Pero no pude cloquear cuando me vino a la mente el siguiente pensamiento. El niño podría tener una deficiencia desde el momento de su nacimiento, porque era casi seguro que heredaría mi mala visión. Aunque él no tendría que ir dando traspiés y andar a tientas como yo lo hice por muchos años, antes de haber descubierto el cristal para ver, me daría mucha lástima un niño que tendría que aprender a sostener un topacio ante su ojo, antes de aprender cómo llevar la cuchara a su boca, y que sin ese objeto sería patéticamente incapaz de caminar con pasos seguros por los alrededores, en sus excursiones infantiles, y que sería llamado cruelmente Ojo Amarillo o algo parecido por sus compañeros de juegos…
Si el bebé era una niña, esa visión corta no sería mucha desventaja. Ni los juegos de su infancia, ni sus ocupaciones como adulta serían vigorosas y osadas o tendrían que depender de la agudeza de sus sentidos físicos. Las mujeres no competían entre ellas hasta que llegaban a la edad de merecer, entonces lo harían por los maridos más deseables y entonces sería mucho menos importante, como vería mi hija a cómo ella se vería. Sin embargo, me atormentaba un pensamiento, ¡la suposición de que viera como yo, y que se pareciera a mí, ambas cosas! Un hijo estaría contento de heredar mi estatura de cabeza inclinada. Una hija estaría desolada y ella podría odiarme y yo probablemente renegaría al verla. Me imaginaba que nuestra hija se veía exactamente igual a esa mujer-lechera tan tremenda…
Ese pensamiento me trajo una preocupación mayor. Durante muchos días antes de la noche en que concebimos al niño, ¡Zyanya había estado íntimamente cerca de la monstruosa Señora Pareja! Estaba bien probado que incontables niños habían nacido deformados o deficientes cuando sus madres se vieron afectadas bajo el influjo de horrorosas influencias. Pero eso no era todo, lo peor era que Zyanya había dicho: «más o menos al terminar el año». ¡Y precisamente en ese momento serían los cinco días nemontemtin! Un niño nacido durante esos días sin vida y sin nombre, sería de tan mal agüero como sus padres lo esperaran, aun dejándose persuadir a dejarlo morir de hambre. No era tan supersticioso como para hacer eso, cualesquiera que fueran las presiones que me trajera. Pero entonces, ¿qué carga, o monstruo o malhechor llegaría a ser ese niño cuando creciera…?
Fumé picíetl y bebí octli hasta que Turquesa llegó y al verme en la condición en que estaba me dijo: «¡Qué vergüenza, mi señor amo!», y llamó a Estrella Cantadora para que me ayudara a llegar a mi cama.
«Seré una ruina temblorosa antes de que llegue el momento —dije a Zyanya, a la mañana siguiente—. Me pregunto si todos los padres pasan por estas molestas preocupaciones». Ella sonrió y dijo: «Creo que no tanto como las que tiene una madre. Pero una madre sabe que no puede hacer absolutamente nada más que esperar». Suspiré y dije: «Tampoco veo otra salida para mí. Sólo puedo dedicar cada uno de mis momentos a cuidarte, atenderte y ver que no tengas ni la más pequeña desgracia o aflicción…». «¡Haz eso y yo seré una ruina! —gritó ella y lo decía de verdad—. Por favor, querido, encuentra alguna otra cosa en que ocuparte».
Molesto y empequeñecido por el rechazo, fui cabizbajo a darme mi baño matutino. Sin embargo, después de haber bajado la escalera y de haber desayunado, una desviación del asunto se hizo presente, en la persona de Cózcatl, que me llamaba. «Ayyo, ¿cómo pudiste enterarte tan pronto? —exclamé—. Ha sido muy amable por tu parte venir a vernos tan pronto». Mi saludo pareció sorprenderlo. Él dijo: «¿Enterarme de qué? De hecho he venido a…». «¡Pues de que vamos a tener un niño!». Su rostro se ensombreció por un momento, antes de decir: «Estoy muy contento por ti, Mixtli, y por Zyanya. Le pido a los dioses que os bendigan con un niño bien favorecido. —Luego él murmuró—: Es sólo que esta coincidencia me sorprendió por un momento, porque he venido a pedirte permiso para casarme». «¿Para casarte? ¡Pero si ésa es una noticia maravillosa como la mía! —Yo moví la cabeza reminiscente—. Increíble… el muchachito Cózcatl ya está en edad de tomar esposa. Muchas veces no me doy cuenta de cómo pasan los años. ¿Pero qué quieres decir con pedir mi permiso?». «Mi futura esposa no es libre para casarse, es una esclava». «¿Sí? —Yo seguía sin entender—. Seguro que puedes comprar su libertad». «Sí puedo —dijo él—. Pero ¿me la venderás? Quiero casarme con Quequelmiqui y ella se quiere casar conmigo». «¿Qué?». «Fue por ti que la conocí y confieso que muchas de mis visitas aquí han sido en parte un pretexto, así ella y yo podíamos estar un poco de tiempo juntos. Mucho de nuestro noviazgo ha tenido lugar en tu cocina». Yo estaba pasmado: «¿Cosquillosa? ¿Nuestra criadita? ¡Pero si es casi una adolescente!». Él me recordó con suavidad: «Ella lo era cuando la compraste, Mixtli. Los años han pasado».
Pensé en ellos. Cosquillosa podría ser uno o dos años más joven que Cózcatl, y él tenía, déjenme pensar, andaba por los veintidós. Le dije magnánimamente: «Tienes mi permiso y mis felicitaciones. ¿Pero comprarla? Ciertamente que no. Ella será uno de nuestros primeros regalos de boda. No, no, no escucharé ninguna protesta; insisto en ello. Si ella no hubiera sido enseñada por ti, la muchacha nunca hubiera llegado a considerarse lo suficientemente valiosa como para ser una esposa. La recuerdo cuando por primera vez llegó aquí. Riéndose». «Entonces te doy las gracias, Mixtli, como también lo hará ella. También quería decirte —se sonrojó otra vez— que por supuesto le he hablado de mí mismo. Acerca de la herida que sufrí. Ella comprende que nosotros nunca podremos tener niños, como tú y Zyanya».
Entonces me di cuenta de que con mi abrupta noticia debió de haber decaído mucho su entusiasmo. Sin saberlo y sin mala intención lo había herido, pero antes de que yo le pudiera decir algunas palabras de disculpa, continuó: «Quequelmiqui me jura que me quiere y que me acepta como soy, pero quiero estar seguro de que ella lo comprende perfectamente bien, en toda su capacidad. Nuestras caricias, en la cocina, nunca llegaron hasta el punto de…». Como se sentía tan incómodo y se interrumpía mucho, traté de ayudarlo: «Quieres decir que vosotros todavía no habéis…».
«Ella nunca me ha visto desnudo —me dijo abruptamente—. Y es virgen, inocente en cuanto a todo lo relacionado entre un hombre y una mujer». «Es responsabilidad de Zyanya, como su ama, de sentarse con ella y tener una conversación de mujer a mujer. Estoy seguro de que Zyanya podrá instruirla en los aspectos más íntimos del matrimonio». «Eso será muy bondadoso de su parte —dijo Cózcatl—. Pero después de eso, ¿podrías hablar también con ella, Mixtli? Tú me has conocido por mucho tiempo y… más bien que Zyanya. Tú podrías especificarle a Quequelmiqui, qué es lo que ella realmente puede esperar de mí, como cónyuge. ¿Harías eso?». Dije: «Haré por ti todo lo que pueda, Cózcatl, pero quiero prevenirte. Una muchacha virgen e inocente sufre dudas y miedos aun para tomar un esposo común, con los atributos físicos ordinarios. Cuando le diga llanamente lo que ella puede esperar de este matrimonio y lo que no puede esperar, es muy probable que se asuste». «Ella me ama —dijo Cózcatl sonoramente—. Ella me ha dado su promesa. Yo conozco su corazón». «Entonces, tú eres único entre los hombres —le dije secamente—. Yo sólo sé esto. Una mujer piensa del matrimonio en términos de flores, cantos de pájaros y mariposas revoloteando. Cuando le hable a Cosquillosa en términos de carne, órganos y tejidos, será una desilusión para ella. Lo peor que podría pasar es que huyera sintiendo pánico de casarse contigo o con cualquier otro. No me darás las gracias por eso». «Sin embargo, lo haré —dijo él—. Quequelmiqui merece algo mejor que una sorpresa espantosa en su noche de bodas. Si ella rehúsa a casarse conmigo, es mejor que sea ahora y no después. Oh, eso me destruirá, sí. Si la buena y amante Quequelmiqui no me tiene por esposo, jamás me tendrá ninguna otra mujer. Me alistaré en la tropa de algún ejército e iré a la guerra a algún lugar y pereceré en ella. Pero cualquier cosa que pase, Mixtli, no lo tendré en tu contra. Todo lo contrario, te ruego que me hagas este favor».
Así, cuando él partió, informé a Zyanya acerca de esta noticia y de lo que él nos pedía. Ella llamó a Cosquillosa que estaba en la cocina y la muchacha vino colorada, temblando y retorciéndose sus dedos en la bastilla de su blusa. Nosotros la abrazamos y la felicitamos por haber sabido conquistar el cariño de un joven tan fino. Luego Zyanya, tomándola maternalmente por la cintura, la llevó escaleras arriba mientras yo me sentaba abajo, con mis pomos de pinturas y papel de corteza. Cuando terminé de escribir el papel de manumisión, fumé nerviosamente una poquíetl… varias de ellas, antes de que Cosquillosa volviera a bajar.
Si ella había estado colorada antes, ahora relucía como un brasero y temblaba visiblemente. Su agitación quizás la hacía verse mucho más bonita que lo usual, pero en verdad que ésa era la primera vez que yo me daba cuenta de ese hecho; era una muchacha muy atractiva. Supongo que uno nunca le presta mucha atención a los muebles de su casa hasta que otro viene de fuera y le halaga esa pieza en particular.
Le alargué el papel doblado y ella dijo: «¿Qué es esto, mi señor amo?». «Un documento en el que dice que la mujer libre Quequelmiqui nunca más volverá a llamar a nadie amo. Trata, en su lugar, de ver en mí a un amigo familiar, porque Cózcatl me ha pedido que te explique algunas cosas. —Fui derecho al asunto y temo que no con mucha delicadeza—. La mayoría de los hombres, Cosquillosa, tienen una cosa llamada tepule…». Ella me interrumpió, aunque sin levantar su cabeza inclinada. «Sé lo que es eso, mi señor. Tengo hermanos en mi familia. Mi señora ama dice que el hombre pone eso dentro de una mujer… aquí. —Ella apuntó modestamente en su falda—. O lo hace si él tiene uno. Cózcatl me explicó cómo había perdido el suyo». «Y con eso perdió para siempre su capacidad de hacerte madre, también está privado de algunos de los placeres del matrimonio, Pero no quiere decir eso que él no tenga el deseo de que tú goces de esos placeres o la habilidad para dártelos. Aunque él no tiene tepule para que os unáis, hay otras maneras de hacer el acto de amor».
Me retiré un poco de ella, con el objeto de ahorrarnos a ambos la molestia de verla sonrojarse y traté de hablar con voz llana y en tono aburrido, como un maestro de escuela, cuando le describí las numerosas cosas estimulantes y satisfactorias que se pueden hacer en los pechos, tepili y especialmente en el sensitivo xacapili de una mujer utilizando los dedos, la lengua, los labios y aun las pestañas. Bien las instrucciones básicas las pude decir con una voz de maestro de escuela, pero no pude evitar el recordar todas aquellas que yo había empleado y gozado, en tiempos recientes y pasados, y mi voz tendió a ser inconsecuente, por lo que me apresuré a concluir: «Una mujer puede encontrar esos placeres casi tan satisfactorios como el acto normal. Muchos de ésos serán mucho más placenteros que el solo hecho de ser penetrada. Algunas mujeres lo hacen incluso con otras mujeres, y ni siquiera piensan en la ausencia del tepule».
Cosquillosa dijo: «Eso suena… —y lo dijo con una voz tan trémula, que me giré para mirarla—. Eso se debe sentir… —Ella se sentó con su cuerpo tenso y rígido, sus ojos y puños fuertemente cerrados—. Eso debe de ser… —su cuerpo entero se sacudió— ¡ma-ra-vi-llo-so!». La palabra fue dicha así, largamente, como si la estuvieran atormentando. Pasó un poco de tiempo antes de que abriera sus puños y sus ojos. Entonces los levantó hacia mí, y eran como lámparas humeantes. «Gracias por… por decirme esas cosas».
Recordé cómo Cosquillosa acostumbraba a reír sin ningún motivo. ¿Sería posible que ella pudiera excitarse en otra forma, sin ser tocada o aun desvestida? Yo dije: «Solamente quiero pedirte otra cosa. Ya no te puedo ordenar y esto es una impertinencia, a la que tú puedes rehusarte, pero me gustaría ver tus senos». Sus ojos se abrieron inocentemente y vaciló un momento, pero luego, lentamente se levantó la blusa. Sus pechos no eran muy grandes, pero estaban bien formados y sus pezones se contrajeron sólo con mi mirada, sus aureolas eran oscuras y grandes, casi tan grandes como para que la boca de un hombre las pudiera circundar. Suspiré y le hice una señal para que se fuera. Tenía la esperanza de estar en un error, pero mucho temí que Cosquillosa no siempre estaría satisfecha con algo que no fuera la copulación normal, y que Cózcatl se estaba arriesgando a ser uno de tantos maridos infelices.
Fui arriba y encontré a Zyanya parada en la puerta del cuarto de los niños, sin duda contemplando todos los arreglos que se habían hecho en él. No le dije nada acerca de mis presentimientos, en cuanto a la prudencia del matrimonio de Cózcatl, o de la probabilidad de su fracaso. Sólo le hice notar: «Cuando Cosquillosa se vaya, nosotros nos quedaremos sin una sirviente. Turquesa no puede encargarse de toda la casa y cuidarte al mismo tiempo. Cózcatl escogió un momento inoportuno para declararnos sus intenciones. Muy desafortunado para nosotros». «¡Desafortunado! —exclamó Zyanya, con una gran sonrisa—. Una vez me dijiste, Zaa, que si necesitaba ayuda, podríamos persuadir a Beu para que viniera con nosotros. La partida de Cosquillosa es una pequeña desgracia, gracias a los dioses, pero que nos da una excusa. Nosotros necesitaremos otra mujer en la casa. Oh, Zaa, ¡preguntémosle si quiere venir!».
«Una idea inspirada —dije. No estaba exactamente muy contento con la idea de tener cerca a la agria Beu, especialmente durante ese tiempo de tensión, pero cualquier cosa que Zyanya quisiera se lo daría—. Le mandaré una invitación tan implorante que no podrá rehusarse».
La envié con los mismos siete guerreros que una vez habían ido al sur conmigo, así Luna que Espera tendría una escolta protectora, si es que estaba de acuerdo en venir a Tenochtitlan. Y así lo hizo, sin ninguna protesta o resistencia. De todos modos le llevó algún tiempo hacer todo los arreglos necesarios para dejar la hostería en manos de los empleados. Mientras tanto, Zyanya y yo hicimos una gran ceremonia de bodas para Cózcatl y Cosquillosa y ellos se fueron a vivir a su casa.
Había empezado el invierno cuando los siete viejos guerreros llevaron a Beu Ribé a la puerta de nuestra casa. Para entonces yo me sentí tan honestamente ansioso y contento de verla, como lo estaba Zyanya. Mi esposa se había puesto muy gorda, alarmante en mi opinión, y había empezado a sufrir jaquecas, estaba irritable y padecía síntomas de angustia. A pesar de que ella, con impertinencia, seguía asegurando que esas cosas eran completamente naturales, me preocupaban y me desvivía por ella, tratando de ayudarle asiduamente, pero lo único que conseguía era aumentar su mal humor. Ella gritó: «¡Oh, Beu, gracias por venir! ¡Le doy gracias a Uizhe Tao y a cada uno de los dioses porque llegaste! —Y cayó en los brazos de su hermana como si estuviera abrazando a su libertadora—. ¡Tú puedes salvar mi vida! ¡Me han estado mimando hasta morir!».
El equipaje de Beu fue puesto en la habitación para las visitas, preparada para ella, pero pasó la mayor parte de ese día con Zyanya en nuestro cuarto, del cual había sido excluido por la fuerza, para vagar abatido por el resto de la casa enfadado y sintiéndome descartado. Hacia el crepúsculo, Beu bajó sola y mientras tomábamos una taza de chocólatl juntos, me dijo como si conspirara: «Zyanya estará pronto en la etapa de su embarazo en que debes de dejar a un lado tus… tus derechos de marido. ¿Qué harás durante ese tiempo?». Estuve a punto de decirle que eso no era de su incumbencia, pero sólo contesté: «Me imagino que sobreviviré». Ella persistió: «Sería indecoroso que recurrieras a una extranjera». Encarándome a ella, me puse de pie y dije inflexiblemente: «Quizás no goce con la abstinencia, pero…». «Pero ¿quizás, no tengas la esperanza de encontrar otra sustituta como Zyanya?». Ella hizo un gesto, como si en verdad esperara una respuesta. «¿No podrías encontrar en todo Tenochtitlan a una mujer tan bella como ella? ¿Así es que por eso me mandaste traer desde Tecuantépec, desde tan lejos? —Sonrió y se levantó acercándose mucho a mí, sus senos rozaban mi pecho—. Me parezco tanto a Zyanya, que pensaste que yo sería una sustituía satisfactoria, ¿no es así? —Jugó maliciosamente con el broche de mi manto, como si fuera a desabrocharlo—. Pero Zaa, aunque Zyanya y yo somos hermanas, y físicamente muy parecidas, no quiere decir que seamos iguales. En la cama podrías darte cuenta de que somos muy diferentes…».
Con firmeza la alejé de mí. «Te deseo una estancia feliz en esta casa, Beu Ribé. Espero que si no puedes esconder el desagrado que sientes por mí, por lo menos, ¿no podrías dejar de mostrar esa coquetería maliciosa y tan poco sincera? ¿No podríamos arreglarnos de tal manera, que simplemente nos ignoremos el uno al otro?».
Cuando me alejé a grandes zancadas, su rostro estaba tan colorado como si la hubiese sorprendido haciendo algún acto indecente, y se restregaba la mejilla como si le hubiese dado un cachete.
Señor Obispo Zumárraga, es un honor y es una lisonja para mí que usted se reúna nuevamente con nosotros. Su Ilustrísima ha llegado en el momento preciso en que iba a anunciar, tan orgullosamente como lo anuncié hace ya muchos años, el nacimiento de mi amada hija.
Todas mis aprensiones, y estoy muy contento de decirlo, fueron infundadas. La niña demostró una clara inteligencia aun antes de emerger a esta vida, porque esperó prudentemente en el vientre hasta que pasaron los nemontemtin, días sin vida, e hizo su aparición en el día Ce-Malinali, o Uno-Hierba, del primer mes del año Cinco-Casa. Para entonces yo tenía treinta y un años, un poco viejo para empezar una familia, pero me pavoneé y contoneé tan absurdamente como lo hacen los hombres muy jóvenes, como si yo sólo hubiera concebido, cargado y entregado al infante.
Mientras Beu se quedaba a un lado de la cama con Zyanya, el tícitl y la partera vinieron inmediatamente a decirme que el bebé era una niña y a contestar mis ansiosas preguntas. Debieron de haber pensado que estaba loco cuando, estrujándome las manos, les dije: «Decidme la verdad. Lo puedo soportar. ¿Son dos niñas en un solo cuerpo?». No, me dijeron, no era ninguna clase de gemelas, sino sólo una hija. No, ella no era extraordinariamente larga. No, no era un monstruo ni nada que se le pareciera y no tenía marcas de ningún portento. Cuando insté al físico acerca de la agudeza de su vista, él me replicó con cierta exasperación que a los recién nacidos no se les notaba una visión de águila o por lo menos, ellos no se vanagloriaban de ello. Debía esperar hasta que ella pudiera hablar y me lo dijera por sí misma.
Me dieron el cordón umbilical de la niña, y luego regresaron al cuarto de los niños para sumergir a Uno-Hierba dentro del agua fría. Para fajarla y someterla a la arenga instructiva y prudente de la comadrona. Yo fui escaleras abajo, y con dedos temblorosos enredé el cordón umbilical alrededor de un huso de cerámica y murmurando unas pocas oraciones silenciosas y dándoles las gracias a los dioses, lo enterré debajo de las piedras del centro de la cocina. Después corrí hacia arriba otra vez, para esperar con impaciencia a que me admitieran, para ver por primera vez a mi hija.
Besé a mi descolorida y sonriente esposa, y con mi topacio examiné la carita de enano que se escondía en el recoveco de su codo. Había visto otros recién nacidos, así es que no me sorprendí mucho, pero me desilusioné un poco al ver que mi hija no era en ningún modo superior. Estaba tan roja y arrugada como una vaina de chopini chili, tan calva y fea como un viejo purempe. Traté de sentir un amor arrollador por ella, pero no lo conseguí. Todos los presentes me aseguraron que en verdad era hija mía, pero también les habría creído si me hubieran dicho que ese nuevo pedazo de raza humana era un mono aullador recién nacido y sin pelo todavía. De todas formas, estaba aullando.
No necesito decir que la niña parecía más humana cada día, y que la llegué a ver con más afecto y solicitud. La llamé Cocoton, un apodo cariñoso y muy común entre las niñas, que quiere decir migaja que cae de un gran pedazo de pan. Poco tiempo después, Cocoton empezó a parecerse a su madre y naturalmente a su tía, lo que significa que rápidamente fue más bonita que cualquier otro bebé. Su cabello creció rizado. Aparecieron sus pestañas, con la misma abundancia, pero en miniatura, que las alas del colibrí, como las de Zyanya y Beu. Sus cejas salieron y tenían el mismo arco alado de las de Zyanya y Beu. Empezó a sonreír con más frecuencia que a chillar, y era la misma sonrisa de Zyanya, reflejándola a su alrededor. Aun Beu, que en los últimos años había estado tan amargada, con frecuencia volvía a sonreír gozosa al impacto de aquella sonrisa.
Pronto, Zyanya se levantó, aunque sus actividades se concentraron por un tiempo sólo en Cocoton, quien insistía que su leche animal estuviera disponible a tiempo. La presencia de Beu había hecho que yo no tuviera necesidad de ver por el bienestar de Zyanya y de nuestro bebé, y muy seguido me desairaban ambas mujeres y aun la pequeña, cuando alguna vez sugería algo o tenía atenciones con ellas que no me habían solicitado, pero en ocasiones insistía en que me obedecieran, simplemente por ser el hombre de la casa. Cuando Cocoton tenía cerca de dos meses y ya no necesitaba con tanta frecuencia a su proveedora de leche, Zyanya empezó a dar muestras de desasosiego.
Había estado encerrada en la casa por meses, sin ir más allá que el jardín de la azotea, para bañarse con los rayos de Tonatíu y a recibir la brisa de Ehécatl, el viento. Para entonces, ella deseaba salir a pasear, según me dijo, y me recordó que pronto sería la ceremonia de Xipe Totec en El Corazón del Único Mundo. Zyanya quería asistir, pero yo se lo prohibí terminantemente. Yo le dije: «Cocoton nació sin marcas, sin ser un monstruo y a simple vista aparentemente intacta gracias a su tonali o a los nuestros o al buen deseo de los dioses. No la pongamos ahora en peligro. Todo el tiempo que ella esté mamando, debemos tener cuidado de que ninguna influencia maligna pueda llegar a tu leche, por medio de un susto y de una contrariedad ante la vista de algo desagradable. No puedo pensar en algo que te llegue a horrorizar más que la celebración de Xipe Totec. Iremos a cualquier parte que tú quieras, mi amor, pero no allí».
Oh, sí, Su Ilustrísima, ya antes había visto varias veces los honores a Xipe Totec, ya que era uno de los rituales religiosos más importantes observados por nosotros los mexica y por muchos otros pueblos. La ceremonia era impresionante, y hasta podría decir que inolvidable, pero aun en esos días, no puedo creer que ninguno de los participantes o de los espectadores gozara. Aunque ya han pasado muchos años desde que vi por última vez morir a Xipe Totec y volver a la vida otra vez, todavía no puedo tolerar el describir de qué manera lo hacía, y mi repulsión no tiene nada que ver con el haber llegado a ser Cristiano y civilizado. Sin embargo, si Su Ilustrísima está tan interesado e insiste tanto…
Xipe Totec era nuestro dios de las siembras y éstas se efectuaban durante nuestro mes de Tlacaxipe Ualiztli, que más fácilmente se puede traducir por El Desollador Benévolo. Era la estación en que los tocones y hierbas muertas de la cosecha del año anterior se quemaban, o se arrancaban o se escarbaban, así la tierra quedaba limpia y lista para recibir las nuevas siembras. La muerte abriendo paso a la vida, como pueden ver, incluso como lo hacen los Cristianos, cuando en cada época de siembra Jesús muere y resucita. Su Ilustrísima no tiene necesidad de protestar, la similitud impía no va más allá.
Me abstendré de describir todos los preliminares públicos y los acompañamientos: las flores, la música, la danza, el colorido, las costumbres y procesiones y el retumbar del tambor rompe corazones. Seré tan piadosamente breve como pueda.
Sepan entonces, que un joven o una joven eran seleccionados de antemano para actuar en el honroso papel de Xipe Totec, que quiere decir El Desollador Amado. El sexo del que desempeñaba ese papel no era importante, lo era más el hecho de que, ya sea él o ella, fueran vírgenes. Por lo general, era un extranjero noble, capturado en alguna guerra cuando todavía era un muchacho y al que se le guardaba especialmente para representar al dios, cuando creciera. Jamás era un esclavo comprado para ese propósito, ya que Xipe Totec merecía y demandaba una persona joven que siempre fuera de la más elevada clase social.
Algunos días antes de la ceremonia, el joven era hospedado en el templo de Xipe Totec y tratado con mucha bondad y se le permitía cualquier goce, prodigándole todo placer, ya fuese en comida, en bebida y en diversión. Una vez que la virginidad de la joven era comprobada, podía perderla inmediatamente. A él a ella, se le estaba permitido toda licencia sexual, y no sólo se le animaba a ello, sino que aun se le forzaba cuando era necesario, pues eso era una parte vital en el papel que jugaba el dios de la fertilidad de la primavera. Si el xochimique era un joven, podía nombrar a todas las mujeres o muchachas de la comunidad que él deseara, fueran solteras o no. Suponiendo que esas mujeres consintieran, como muchas aun siendo casadas hacían, se las llevaban a él. Si el xochimique era una muchacha, podía nombrar, citar y acostarse con todos los hombres que quisiera.
Sin embargo, algunas veces un joven seleccionado para ese honor, sentía aversión sobre ese aspecto. Si era una joven y si trataba de declinar la oportunidad de revolcarse, entonces era desflorada a la fuerza por uno de los altos sacerdotes de Xipe Totec. En el caso de un joven muy casto, era atado y sobre él se ponía a horcajadas una mujer de las que atendían el templo. Si una vez que era introducido al placer, la joven persona seguía siendo recalcitrante, tenía que sufrir repetidas violaciones, ya sea por parte de las mujeres o de los sacerdotes del templo, o cuando ellos ya estaban hartos, cualquier gente común podía hacerlo si lo deseaba, y siempre había muchos de ésos: el devoto quien como un esclavo copulaba con el dios o la diosa, el que era un simple sinvergüenza, el curioso, las mujeres estériles o los hombres impotentes quienes tenían las esperanzas de quedar, unas embarazadas y los otros rejuvenecidos, por la deidad. Sí, Su Ilustrísima, todo eso tenía lugar dentro del templo e incluía todo exceso sexual, que la fantasía de Su Ilustrísima pueda vislumbrar, a excepción hecha de la copulación de un dios con un hombre, o una diosa con una mujer, pues esos actos van en contra de la fertilidad, y hubieran sido repugnantes a Xipe Totec.
El día de la ceremonia, después de que la multitud allí reunida se había divertido con las muchas representaciones de enanos, malabaristas, tocotine y demás, Xipe Totec hacía su aparición pública. Él o ella iba vestido como el dios, en un traje que combinaba las viejas mazorcas de maíz desgranándose y la cosecha verde, nueva y brillante, con un gran penacho de plumas de bellos colores, con un manto flotante y sandalias doradas. Al joven se le llevaba varias veces alrededor de El Corazón del Único Mundo, en una elegante silla de manos, con mucha pompa y música ensordecedora, mientras dejaría caer semillas o granos de maíz sobre la multitud alegre y cantadora. Luego la procesión llegaría a la pirámide baja de Xipe Totec, en una esquina de la plaza, y cesaría todo ruido producido por los tambores, por la música y los cantantes, y la multitud se apaciguaría, mientras quien personificaba al dios era puesto a los pies de la escalera del templo.
Dos de los sacerdotes le ayudarían a desvestirse, quitándose pieza por pieza, hasta que estuviera completamente desnudo ante los ojos de todos los que estaban en la plaza, algunos de los cuales habían conocido en privado cada parte de su cuerpo. Los sacerdotes le darían un haz de veinte flautitas de caña y volviendo la espalda a la multitud, con un sacerdote de cada lado, subiría despacio hasta donde se encontraba el altar de piedra, dentro del templo. Tocaba unos trinos con cada flauta en cada uno de los veinte escalones ascendentes y luego rompía esa flauta entre sus manos. En el último escalón, tocaba la última flauta, quizás más triste y más prolongadamente, pero los sacerdotes de escolta no permitirían ninguna pérdida de tiempo y ellos mismos romperían la flauta, si trataba de prolongar la canción indebidamente. Se requería que la vida de Xipe Totec terminara cuando los trinos de la última flauta se apagaran.
Luego, los otros sacerdotes que esperaban en lo alto de la pirámide, lo llevarían y lo acomodarían sobre la piedra, y dos sacerdotes dejarían caer con fuerza sus cuchillos de obsidiana. Mientras uno abría el pecho y sacaba el corazón todavía palpitante, el otro cortaba de un tajo la cabeza cuyos ojos pestañeaban todavía y cuya boca murmuraba. En ninguna otra de nuestras ceremonias, la víctima sacrificada era decapitada y aun en los ritos de Xipe Totec, esto no tenía ningún significado religioso, ya que el xochimiqui era decapitado sólo por una razón práctica: es más fácil quitar la piel a una persona muerta cuando la cabeza y el cuerpo están separados.
Se le desollaba a la vista de toda la multitud, siendo los sacerdotes muy diestros en eso, y luego los dos pedazos del cuerpo eran arrastrados rápidamente dentro del templo. La piel de la cabeza era cortada desde atrás, de la nuca a la coronilla; el cuero cabelludo y la piel de la cara se desprendían de la calavera y los párpados eran cortados. Al cuerpo también se le hacía una incisión por detrás, desde el ano hasta el cuello, pero quitaban la piel tan cuidadosamente que los brazos y piernas no quedaban desgarrados, sino como tubos vacíos. Si el xochimiqui había sido una mujer, la carne suave que rellenaba sus pechos y nalgas, se dejaba allí intacta para preservar su forma. Si había sido un joven, su tepule y ololtin se dejaban allí colgando.
Siempre había un sacerdote pequeño de estatura entre los de Xipe Totec, y éste se quitaba con rapidez sus vestiduras y, desnudo, se ponía las dos piezas como traje. Como todavía la piel del cuerpo estaba húmeda y resbaladiza, no tenía ninguna dificultad en deslizar sus piernas y brazos por los tubos correspondientes. Los pies del muerto se cortaban, para que no interfirieran en la danza del sacerdote, pero las manos se dejaban colgando para que golpearan a un lado de las del sacerdote. Por supuesto que la piel del torso estaba abierta por detrás, pero había sido perforada con espinas y se ataba por medio de cordones, fuertemente al cuerpo. Después, el sacerdote se ponía el cabello y la piel de la cara del muerto, de tal manera que pudiera ver a través de los agujeros y cantar a través de los labios despegados y eso también se amarraba por detrás. Se lavaba cualquier rastro de sangre, para que no se viera en el traje.
Todo eso lo hacían en muy poco tiempo, en menos tiempo del que me toma a mí narrarlo, Su Ilustrísima. Parecía a los espectadores que Xipe Totec apenas acababa de morir en la piedra del altar, cuando nuevamente reaparecía en la puerta del templo. Aparecía encorvado, pretendiendo ser un viejo y apoyándose en dos relucientes fémures del xochimiqui, los únicos huesos que se utilizaban en la ceremonia. Mientras los tambores rugían para darle la bienvenida El Desollador Amado se iba estirando lentamente, como lo haría un viejo que se volviera joven otra vez. Danzaba bajando la escalera de la pirámide y luego saltaba como un maniático toda la plaza, blandiendo los huesos limpios de los muslos y usándolos para dar un golpecito de bendición, a todos aquellos que estuvieran lo suficientemente cerca.
Antes de la ceremonia, el pequeño sacerdote siempre se emborrachaba y comía mucho de los hongos llamados la carne de los dioses, para entrar en delirio. Tenía que hacerlo, pues a él le correspondía la parte más ardua. Tenía que bailar frenéticamente y sin cesar, excepto en los períodos en que caía inconsciente, por cinco días y sus noches. Por supuesto que su danza iba perdiendo lentamente los movimientos salvajes con que la iniciaba, conforme la piel se iba secando y apretándole. Hacia el final de los cinco días, la piel estaba encogida y crujiente, como constreñida, y el sol y el aire la habían tornado de un color amarillo enfermizo, razón por la cual era llamada la Vestidura de Oro, y olía tan horriblemente que nadie en la plaza se podía aproximar lo suficiente para que Xipe Totec le bendijera con golpecito de su hueso…
La forma en que Su Ilustrísima salió, tan agitadamente, me inclina a hacer notar, si esto no es una irreverencia, señores escribanos, que Su Ilustrísima tiene una facultad asombrosa para reunirse con nosotros siempre que hay que escuchar las cosas que más molestan y disgustan al oír.
En los últimos años, y lo digo con profunda pena, hubiera deseado no haberle negado jamás cualquier cosa a Zyanya; debí dejar que ella hiciera, viera y experimentara todo aquello que le interesara y que sus ojos se regocijaran con esas maravillas; nunca debí poner, ni siquiera una vez, un obstáculo a su natural entusiasmo, por cada cosa pequeña del mundo que la rodeaba. Aunque no puedo reprocharme nada, al no dejar que ella presenciara la ceremonia de Xipe Totec.
De todas maneras, puedo afirmar que tuve razón, ya que ninguna pestilencia cayó en la leche de Zyanya. La pequeña Cocoton se desarrolló bien mamándola, y creció y creció cada vez más bonita, como una miniatura de su madre y de su tía. Yo estaba loco por ella, pero no era el único. Un día Zyanya y Beu llevaron a la niña al mercado y un totonácatl que iba pasando vio a Cocoton que sonreía desde el rebozo, en donde la llevaba colgando Beu, y pidió permiso a las mujeres para plasmar esa sonrisa en barro. Era uno de esos artistas ambulantes, que hacían cantidades de moldes de figuritas de terracota y después viajaban continuamente fuera del país para venderlas, muy baratas, a los campesinos pobres. En el mismo lugar, con rapidez y destreza, esculpió el rostro de Cocoton en arcilla, y después, cuando hubo sacado el molde para hacer los duplicados, le regaló el original a Zyanya. Sus rasgos no estaban muy bien hechos, y él había esculpido sobre su cabeza un tocado totonaca, pero inmediatamente pude reconocer la amplia y contagiosa sonrisa de mi hija, incluyendo sus hoyuelos. No sé cuántas copias hizo, pero por mucho tiempo se vieron niñitas por todas partes jugando con esas muñecas. Incluso, hubo algunos adultos que las compraron bajo la impresión de que representaba al risueño y joven dios Xochipili, Señor de las Flores o a la diosa feliz Xilonen, Joven Madre del Maíz. No me sorprendería mucho si aún hubiera algunas de esas figuritas aquí y allá, todavía sin romperse, pero mi corazón se sentiría lacerado si encontrara una ahora y volviera a ver otra vez la sonrisa de mi hija y de mi esposa.
Cuando a la niña le había brotado su primer granito de maíz de diente, cerca de su primer año de vida, fue destetada a la vieja usanza de las madres mexica. Cuando lloraba porque quería mamar, sus labios se encontraban cada vez más seguido no con el dulce pecho de Zyanya, sino con una taza de té amargo, uno de esos astringentes, hecho con hojas de maguey y que hace que la boca se arrugue. Poco a poco, Cocoton se dejó convencer para tomar en lugar de eso un suave potaje de atoli, hasta que al fin abandonó el pecho para siempre. Fue entonces cuando Beu nos dijo que debía regresar a su hostería, pues ya no la necesitábamos más, ya que Turquesa podría cuidar con facilidad a la niña, cuando Zyanya estuviera cansada u ocupada en otras cosas.
Otra vez le proporcioné una escolta; los siete mismos viejos guerreros, a quienes había llegado a considerar como mi ejército privado, y los acompañé hasta el camino-puente. «Esperamos que regreses otra vez, hermana Luna que Espera», le dije, aunque habíamos pasado la mayor parte de esa mañana diciéndonos adiós, le habíamos dado muchos regalos y las dos mujeres habían llorado a placer. «Volveré cada vez que me necesitéis… o que lo deseéis —dijo ella—. Ahora que ya he salido por primera vez de Tecuantépec, será mucho más fácil para mí viajar en lo sucesivo. Aunque no creo que deseéis verme o que me necesitéis muy seguido. Por mucho tiempo no he querido reconocer mi error, Zaa, pero la honestidad me obliga. Eres un buen marido para mi hermana». «No me cuesta mucho trabajo serlo —dije—. El mejor marido es el que esté casado con la mejor esposa». Ella dijo, en esa forma tan molesta que tenía para hablar: «¿Cómo lo sabes? Sólo te has casado una vez. Dime, Zaa, ¿nunca sientes, aunque sea una atracción pasajera hacia… hacia cualquier otra mujer?». «Oh, sí —dije, riéndome de mí mismo—. Soy humano y las emociones humanas pueden ser indomables y siempre hay otras mujeres bellas. Como tú, Beu. Incluso puedo sentirme atraído por mujeres mucho menos bonitas que Zyanya y tú… simplemente por curiosidad acerca de otros atributos posibles, que puedan encerrar bajo sus vestidos o detrás de sus mentes. Pero en casi nueve años, mis pensamientos nunca se han hecho realidad y al acostarme con Zyanya, pronto desaparecen, así es que no me ruborizo de ellos».
Me apresuro a asegurarles, reverendos frailes, que mis catequistas cristianos me educaron en forma diferente: me enseñaron que el entretenerme con una idea puede ser tan pecaminoso como la más lasciva fornicación. Pero entonces yo todavía era un idólatra, todos lo éramos, y las fantasías que no compartí ni cometí, no me causaban ningún problema, como no lo causaron a nadie más.
Con sus bellísimos ojos, Beu me echó una larga mirada y dijo: «Ya eres un campeón Águila. Solamente falta que seas honrado con el -tzin en tu nombre. Siendo un noble, no necesitarás sofocar hasta tus más secretos anhelos. Zyanya no podría objetar nada en ser la Primera Esposa entre las otras. Podrías tener todas las esposas que desearas». Sonreí y dije: «Ya tengo todas las que deseo, su nombre es Siempre». Beu asintió, luego se giró y sin volver a mirar hacia atrás, marchó a lo largo del camino-puente, hasta desaparecer de mi vista.
Ese día, había hombres trabajando en donde la isla terminaba, en el camino-puente por el que había cruzado Beu, y otros trabajaban también a lo largo de su curso, hasta la mitad del camino del fuerte de Acachinanco, y otros más, trabajaban en la tierra firme hacia el sudeste. Los hombres estaban construyendo las dos últimas partes de un nuevo acueducto de piedra y mortero que traería una cantidad mayor de agua fresca a la ciudad.
Por mucho tiempo, las comunidades en las tierras comprendidas en el distrito del lago habían crecido en población con tanta rapidez, que todas las naciones de la Triple Alianza habían llegado a estar intolerablemente superpobladas. Tenochtitlan, por supuesto, era la más afectada, por la simple razón de que era una isla sin capacidad de expansión. Ése fue el motivo por el cual, muchos mexica que residían en la ciudad tomaron sus familias y sus pertenencias y se fueron a establecer al Xoconochco, cuando éste fue anexado. Esa migración voluntaria fue lo que le dio al Uey-Tlatoani la idea de emprender otras renovaciones.
Para entonces, llegó a ser evidente que la guarnición de Tapachtlan impediría para siempre la invasión de cualquier enemigo extranjero en el Xoconochco; entonces, Motecuzoma El Joven fue relevado de su cargo. Como ya expliqué, Auítzotl tenía sus razones para mantener lejos a su sobrino, pero era lo suficientemente sagaz como para aprovechar la ya probada habilidad de éste para organizar y administrar. En seguida mandó a Motecuzoma a Teloloapan, que era una aldea insignificante entre Tenochtitlan y el océano del sur, y le ordenó levantar allí otra comunidad tan fortificada y próspera como la de Tapachtlan.
Para ello, se le dio a Motecuzoma una gran cantidad de tropas y un número considerable de civiles. Quizás algunas de esas familias o individuos vivían contentos o quizás insatisfechos en Tenochtitlan o en sus alrededores, pero cuando el Venerado Orador dijo: «Ustedes irán», ellos tuvieron que ir. Cuando Motecuzoma repartió entre ellos una estimable cantidad de tierra en los alrededores de Teloloapan, y cuando ellos se hubieron asentado bajo su gobierno, esa aldea miserable se convirtió en un pueblo respetable.
Así, tan pronto como Teloloapan tuvo lista su guarnición y empezó a alimentarse con sus propias cosechas, Motecuzoma El Joven fue otra vez relevado de su cargo y enviado a algún otro lugar, para hacer lo mismo. Auítzotl lo mandó de una aldea insignificante a otra, siempre con la misma orden; fueron varias aldeas: Oztoman, Alahuiztlan; bueno, he olvidado sus nombres, pero todas ellas estaban situadas en las fronteras más lejanas de la Triple Alianza. En cuanto esas colonias remotas se multiplicaron y crecieron, se resolvieron tres problemas y esto llenó de satisfacción a Auítzotl. Hubo un éxodo cada vez mayor, que vino a resolver el exceso de población, tanto en Texcoco, en Tlacopan y en otras ciudades del lago, como Tenochtitlan. Quedamos provistos de fuertes puestos fronterizos. Y la continuidad en ese proceso de colonización, mantuvo a la vez a Motecuzoma ocupado provechosamente y lejos de cualquier posibilidad de intrigar en contra de su tío.
Sin embargo, las emigraciones y renovaciones sólo pudieron detener el continuo incremento de población en Tenochtitlan; nunca llegaron más que a disminuir el gentío y a dejar suficiente espacio a los que quedaban. Por ese motivo, la ciudad principal de la isla, necesitaba más agua fresca. Un suministro regular de agua nos llegaba desde que el Primer Motecuzoma se había preocupado por mandar construir un acueducto, que partía de los manantiales de agua dulce de Chapultépec, más o menos una gavilla de años antes, y por esas mismas fechas mandó construir el Gran Dique para proteger a la ciudad contra las inundaciones provocadas por los vientos. Sin embargo, no se pudo persuadir al chorro de Chapultépec para que creciera, solamente porque se necesitaba más agua. Eso se comprobó; un número de nuestros sacerdotes y adivinos, utilizaron todos los medios de persuasión, pero fracasaron.
Fue entonces cuando Auítzotl determinó encontrar una nueva fuente de agua y envió a esos mismos sacerdotes y adivinos, y también a unos cuantos de sus sabios del Consejo de Voceros, a explorar algunas regiones de la tierra firme. Cualesquiera que fueran los significados de la adivinación, el caso es que ellos dieron con un manantial que nunca antes había sido descubierto, y el Venerado Orador empezó inmediatamente el plan para construir el nuevo acueducto. Ya que esa corriente recién encontrada estaba cerca de Coyohuacan, y puesto que traía mucha más fuerza que la que venía de Chapultépec, Auítzotl planeó también unas fuentes borboteantes para El Corazón del Único Mundo.
Esa idea, sin embargo, no causó entusiasmo en toda la gente y uno de los que le aconsejaron precaución, fue el Venerado Orador Nezahualpili de Texcoco, cuando por invitación de Auítzotl inspeccionó el nuevo manantial y los trabajos que apenas se habían comenzado sobre el lugar en donde se ubicaría el nuevo acueducto. Yo no escuché la conversación con mis propios oídos, ya que no había razón por la cual estuviera allí presente; probablemente estaba en esos momentos jugando con mi pequeña. Sin embargo, puedo reconstruir la conversación que tuvieron los dos Venerados Oradores, por lo que me contaron sus asistentes mucho después del suceso.
Entre otras cosas, Nezahualpili le llegó a prevenir: «Mi amigo, usted y su ciudad tendrán que escoger entre tener muy poca agua o tener demasiada», y recordó a Auítzotl varios hechos históricos.
Esta ciudad es ahora, como lo ha sido durante gavillas de años, una isla rodeada de agua, pero no siempre fue así. Cuando los primeros ancestros de nosotros los mexica llegaron a este valle y se asentaron permanentemente aquí, ellos caminaron hasta aquí. Sin duda fue un camino resbaladizo e incómodo, pero no tuvieron que nadar. Toda esta área que ahora contiene agua, desde aquí hasta la tierra firme, por el oeste, el norte y el sur, era en aquellos días sólo un pantano húmedo con lodo, cieno y juncos, y éste era el único lugar con tierra firme y seca que sobresalía de esa extensa ciénaga.
A través de los años en que se construyó esta ciudad, esos primeros pobladores, también hicieron veredas más firmes para tener más fácil acceso a la tierra firme. Las primeras, no fueron más que montones de tierra apretada y apilada un poco más alto que el pantano. Pero, eventualmente, los mexica llegaron a acomodar allí una doble hilera de pilotes que rellenaron con cascajo, y sobre esa construcción colocaron el pavimento empedrado y los parapetos de los tres caminos que hasta hoy en día existen. Éstos impidieron a las aguas del pantano correr libremente, más allá del lago y así las aguas bloqueadas empezaron a elevarse perceptiblemente.
Eso contribuyó a un aprovechamiento considerable bajo previas circunstancias. El agua cubrió la ciénaga maloliente y también los juncos que lastimaban las piernas, y los lodazales del pantano en donde se criaban multitud de mosquitos. Por supuesto que si las aguas hubieran seguido subiendo, al final habrían llegado a cubrir toda la isla e inundar las calles de Tlacopan y de otras ciudades de tierra firme. Sin embargo, los caminos-puentes estaban construidos con aberturas de madera puestas a intervalos, y la isla en sí estaba excavada por muchos canales para dar paso a las canoas. Esas espuertas permitían que hubiera un continuo desagüe de aguas hacia el lago de Texcoco, sobre el lado este de la isla, así que la laguna creada artificialmente no levantaba mucho su cauce, por lo menos no demasiado.
«Todavía no se ha elevado excesivamente el nivel del agua —dijo Nezahualpili a Auítzotl—. Pero ahora que usted se propone traer más de la tierra firme, ésta debe desaguarse en algún sitio». «Pero si será consumida por nuestra gente en la ciudad —dijo Auítzotl con petulancia—. Para ser bebida, para bañarse, para lavar…». «El agua que se consume, siempre es muy poca —dijo Nezahualpili—. Aunque su pueblo bebiera durante todo el día, tendrían que orinar exactamente igual. Por eso repito: el agua debe desaguarse en algún sitio. ¿Y en dónde será, sino en alguna maldita parte del lago? Su nivel se podría elevar más rápido de lo que se pudiera desaguar a través de los canales y de los caminos-puentes, más allá del lago de Texcoco».
Empezando a ponerse enojado y colorado, Auítzotl preguntó: «¿Sugiere usted que nosotros ignoremos este manantial, recién encontrado, que es un regalo de los dioses? ¿Que nosotros no hagamos nada por aliviar la sed de Tenochtitlan?». «Eso sería lo más prudente. Por lo menos le sugiero a usted que construya su acueducto de tal manera, que el chorro de agua pueda ser disminuido y controlado, e incluso cortado si fuera necesario». Auítzotl dijo gruñendo: «Con el paso de los años, viejo amigo, usted ha llegado a ser tan temeroso como una vieja. Si nosotros los mexica hubiéramos escuchado siempre a aquellos que nos decían que no hiciéramos tal o cual cosa, nunca habríamos hecho nada». «Usted me ha pedido mi opinión, viejo amigo, y yo se la he dado —dijo Nezahualpili—. Pero la responsabilidad final es suya y —él sonrió— su nombre es Monstruo de Agua».
El acueducto de Auítzotl quedó terminado, más o menos un año después de eso, y los adivinos de palacio tuvieron grandes problemas para escoger el día más favorable para su inauguración, dejando correr la primera agua. Recuerdo muy bien la fecha de ese día, Trece-Viento, porque su nombre vivió siempre en nuestra memoria.
La multitud empezó a reunirse mucho antes de que empezara la ceremonia, pues era un suceso tan importante como la dedicación a la Gran Pirámide que se había llevado a efecto doce años antes. Por supuesto que a toda esa gente no se la hubiera dejado entrar en el camino-puente de Coyohuacan, en donde se estaban llevando a cabo los ritos ceremoniales. La multitud de plebeyos se aglomeraban al final de la isla-ciudad, hacia el sur, apretujándose y repantigándose para poder echar un vistazo a Auítzotl, a sus esposas, a su Consejo de Voceros, a los altos nobles, sacerdotes, campeones y otros personajes que habían llegado en sus canoas desde el palacio, para tomar sus lugares en el camino-puente, entre la ciudad y el fuerte de Acachinanco.
Desafortunadamente, yo tuve que estar entre esos altos dignatarios, con mi uniforme completo y con toda la compañía de campeones Águila. Zyanya también quería asistir llevando con ella a Cocoton, pero yo la disuadí otra vez. «Aunque pudiera conseguir que te acercaras lo suficiente como para poder ver algo —le dije esa mañana, mientras bregaba por ponerme mi traje de plumas acojinado—, el viento del lago te golpearía y la brisa te mojaría. También, en medio de esa multitud aplastante, podrías caer o desmayarte y la niña podría ser pisoteada». «Creo que tienes razón —dijo Zyanya sin sentirse muy desilusionada. Impulsivamente tomó a la pequeña en sus brazos y la abrazó fuertemente—. Y Cocoton es muy bonita para ser apretada por alguien más que por nosotros». «¡No apretar!», se quejó Cocoton, pero con dignidad. Luego zafándose de los brazos de su madre se fue haciendo pinitos hacia el otro lado del cuarto. A la edad de dos años, nuestra hija tenía un vocabulario considerable, pero no era parlanchina como una ardilla; rara vez utilizaba más de dos palabras a la vez.
«Cuando nació Migajita creí que iba a ser muy fea —dije mientras me vestía—. Pero ahora creo que es tan bonita, que no es posible que llegue a serlo más. De aquí en adelante se va a ir poniendo fea y es una lástima. Para cuando la queramos casar, va a parecer una verraca salvaje». Estando de acuerdo conmigo, Cocoton dijo desde su rincón: «Verraca salvaje». «No es cierto —dijo Zyanya firmemente—. Cuando un niño es muy bonito, alcanza casi su máxima belleza a los dos años y sigue siendo muy bonito, con sutiles cambios por supuesto, hasta alcanzar, a los seis años, su máxima belleza infantil. La belleza de los niños se detiene ahí, pero las niñas…». Yo gruñí. «Quiero decir que los niños dejan de ser bonitos, para llegar a ser guapos, agradables, varoniles, pero no bellos. O por lo menos no deberían desearlo. A la mayoría de las mujeres no les gustan los hombres bonitos, ni tampoco a los hombres».
Le dije entonces que estaba contento de haber crecido siendo feo y cuando ella no me desmintió, adopté una mirada melancólica.
«Luego —continuó ella—, las niñitas alcanzan otro grado de belleza cuando llegan más o menos a los doce años, dependiendo de su primer sangrado. Durante la adolescencia, generalmente son tan nerviosas y malhumoradas, como para ser admiradas en lo absoluto. Sin embargo, después vuelven a florecer y a los veinte más o menos, sí, como a los veinte, diría yo, una muchacha llega a ser tan bella como nunca antes lo fue y como no lo volverá a ser otra vez». «Lo sé —dije—. Tú tenías veinte años cuando yo me enamoré de ti y me casé contigo. Y desde entonces no tienes edad». «Eres un adulador y un mentiroso —me dijo ella, pero sonriendo—. Tengo arrugas en las orillas de mis ojos, mis pechos no son tan firmes como entonces, hay marcas en mi abdomen y…». «No importa —dije—. La belleza de tus veinte años causó tal impresión en mi mente, que se ha quedado ahí indeleblemente grabada. Nunca podré verte de otra manera, aunque la gente algún día diga: “Viejo tonto, no estás viendo más que una vieja”, yo no podré creerles».
Hice una pausa para pensar un momento, pero luego dije en su lengua nativa: «Rizalazi Zyanya chuüpa chíi, chuüpa chíi zyanya», era un juego de palabras, que más o menos quería decir: «Recuerda, Siempre, que los veinte te dejaron en veinte siempre».
Ella preguntó tiernamente: «¿Siempre?». Y yo le aseguré: «Siempre». «Eso será muy hermoso —dijo ella con una mirada nublada por las lágrimas—, pensar que por todo el tiempo que esté a tu lado, seré siempre una muchacha de veinte años. Incluso, aunque nos tengamos que separar algunas veces, sin importar en qué parte del mundo estés, yo seguiré siendo para ti una muchacha de veinte años. —Parpadeó con sus largas pestañas, hasta que sus ojos brillaron otra vez y sonriendo me dijo—: Debí de haberlo mencionado antes, Zaa… tú no eres realmente feo». «Realmente feo», dijo mi adorada y adorable hija. Eso nos hizo reír a los dos, rompiendo ese momento de encanto. Tomando mi escudo dije: «Debo irme». Zyanya me dio un beso de despedida y dejé la casa.
Era muy temprano en la mañana. El lanchón recolector de basura se abría paso por el canal contra el viento, al final de nuestra calle, recogiendo los desperdicios apilados en la noche. La recolección de los desperdicios de la ciudad era el trabajo más bajo de Tenochtitlan, y sólo los más desafortunados desgraciados eran empleados en eso, tullidos sin esperanza, borrachos incurables y demás. Me volví para no ver ese cuadro depresivo y caminé en otra dirección, calle arriba hacia la plaza principal y sólo había caminado un poco, cuando oí que Zyanya me llamaba por mi nombre.
Me volví y levanté mi topacio para ver. Había salido a la puerta de la casa para decirme otra vez adiós, con la mano y para decirme algo más antes de volver a entrar en la casa. Pudo haber sido algo que sólo las mujeres pueden decir, como: «Luego me dices qué llevaba puesto la Primera Señora». O algo que sólo puede decirlo una esposa, como: «Ten cuidado de no llegar muy mojado». O algo que salía del corazón, como «Recuerda que te amo». Cualquier cosa que fuera, no la oí, pues en aquellos momentos llegó el viento, un viento, y él se llevó sus palabras.
Ya que el manantial de Coyohuacan formaba parte de la tierra firme, éste se encontraba un poco más alto que el nivel de las calles de Tenochtitlan, así es que el acueducto se deslizaba pendiente abajo desde allí. Era tan ancho y vasto, que un hombre no lo podía encerrar entre sus dos brazos, y de casi dos largas-carreras de longitud. Su punto de unión en el camino-puente era en donde se encontraba, exactamente, el fuerte de Acachinanco y haciendo un ángulo, partía de allí paralelo al parapeto del camino-puente, derecho hacia la ciudad. Una vez en ella, se dividía en ramificaciones, para alimentar los canales que tenían menos agua y que corrían por Tenochtitlan y Tlaltelolco, llenando también los estanques de abastecimiento, puestos en cada manzana en lugares convenientes y las diversas fuentes recién construidas en la plaza principal.
En cierto modo, Auítzotl y sus constructores habían tenido en cuenta la advertencia de Nezahualpili, acerca de controlar el agua del manantial. En el ángulo en donde el acueducto corría paralelo al camino-puente y en otro punto, ya casi entrando en la ciudad, se le habían hecho a las gamellas de piedra unas ranuras verticales, en las cuales estaban semiintroducidas unas tablas, hechas siguiendo la misma forma de la gamella, que cerrarían el paso del agua. Lo único que se tenía que hacer era dejar caer esas tablas para cortar el chorro de agua, si eso fuera necesario.
La nueva estructura debía ser dedicada a la diosa de los estanques, corrientes y otras aguas, la cabeza de rana Chalchihuitlicué y ella no exigía demasiados ofrecimientos humanos, como algunos otros dioses. Así es que los sacrificados en ese día iban a ser sólo los necesarios. En donde se iniciaba el acueducto, en el manantial, fuera del alcance de nuestra vista, estaba otro contingente de nobles y sacerdotes y un número de guerreros guardando a los prisioneros. Ya que nosotros los mexica estábamos muy ocupados en esos momentos, como para entrar en alguna otra Guerra Florida, la mayoría de esos prisioneros eran bandidos comunes que Motecuzoma El Joven había encontrado en sus idas y venidas de un lado a otro, y que los había capturado y enviado a Tenochtitlan sólo para ese propósito.
En el camino-puente en donde estaba Auítzotl, junto conmigo y con otros cientos de personas, todos tratábamos de conservar nuestros penachos de plumas y las plumas que pasaban por alas de nuestro traje, al abrigo del viento del este. Había rezos, cantos e invocaciones, mientras los sacerdotes menores mataban cierta cantidad de ranas, axololtin y otras criaturas acuáticas, para complacer a Chalchihuitlicué. Luego encendieron un fuego y espolvorearon en él una sustancia sacerdotal y secreta para que se elevara una voluta de humo azul. Aunque el soplo del viento rompió esa columna de humo, alcanzó a subir lo suficiente como para dar la señal al otro grupo ceremonial que se encontraba en el manantial de Coyohuacan.
Allí, los sacerdotes acostaron al primer prisionero sobre la gamella, al comienzo del acueducto, y abriéndolo en canal dejaron su cuerpo allí, mientras la sangre corría. Luego otro prisionero fue puesto allí e hicieron lo mismo con él. En cuanto un cuerpo se empezaba a secar, era arrojado a un lado y se ponía otro, así siempre había sangre fresca corriendo. No sé cuántos xochimique mataron y desangraron, antes de que la primera sangre, que escurría suavemente, llegara a la vista de Auítzotl y de sus sacerdotes, quienes dieron un grito de alabanza cuando la vieron. Otra sustancia fue arrojada al fuego produciendo un humo rojo: la señal para que los sacerdotes que estaban junto al manantial dejaran de matar.
Entonces llegó el momento en que Auítzotl haría el sacrificio más importante, y le entregaron a la víctima más adecuada: una Pequeñita de cuatro años, vestida con un traje azul-agua que tenía cosido por todas partes gemas verdes y azules. Era la hija de un cazador de aves que se había ahogado cuando su acali se volcó en el agua, un poco antes de que ella naciera y ésta había nacido con una cara muy parecida a una rana, o a la diosa Chalchihuitlicué. La viuda había considerado esas coincidencias relacionadas con el agua, como una señal de la diosa y había ofrecido a su hija voluntariamente para la ceremonia.
Con un gran acompañamiento de cantos y graznidos por parte de los sacerdotes, el Venerado Orador levantó a la niña sobre la gamella que estaba detrás de él, mientras que los sacerdotes se balanceaban a un lado del fuego. Auítzotl acostó a la niña sobre el acueducto y tomó de su cintura su cuchillo de obsidiana. El humo de la urna cambió a un color verde; otra señal para que los sacerdotes en la tierra firme, al otro lado del acueducto, dejaran correr el agua por éste. No sé exactamente cómo lo hicieron, si quitaron alguna clase de obstáculo que obstruía el agua, o si rompieron el último dique de tierra o si sólo rodaron algún peñasco. El caso es que el agua, que un principio había llegado coloreada de rojo, no vino chorreando como la sangre.
Con la fuerza que le daba su largo declive desde la tierra firme, llegó rugiendo como una inmensa lanza líquida, cuya punta estaba empenachada de hirviente espuma rosa. No toda el agua pudo tomar la curva de la gamella, sino que la que venía más atrás se levantó y rompió sobre el parapeto con la fuerza de una ola del océano. Así, aunque no toda el agua entró en la gamella, la que sí lo hizo entró con tal fuerza que tomó por sorpresa a Auítzotl. Él acababa de abrir el pecho de la niña y de sacar el corazón, pero todavía no lo había roto, cuando el agua rugiente arrastró el cuerpo de la niña, llevándoselo lejos de allí. Ya sin su pequeño corazón, pues Auítzotl todavía lo tenía en la mano mirando pasmado cómo el cuerpo de la niña salía disparado hacia la ciudad, como lo haría una bolita lanzada a través de una cerbatana.
Todos los que estábamos en el acueducto, nos quedamos como estatuas, sin ningún movimiento a excepción de los de nuestros penachos, mantos y banderas zarandeados por el viento. Luego me di cuenta de que estaba mojado hasta los tobillos, como lo estaban todos los demás, y las mujeres de Auítzotl empezaron a gritar de aflicción. El pavimento bajo nuestros pies se empezaba a anegar, con rapidez. El agua seguía saltando sobre el ángulo del parapeto y todo el fuerte de Acachinanco se estremecía bajo su impacto.
A pesar de ello, gran parte del agua continuaba corriendo por la gamella hacia la ciudad, con tal fuerza que cuando llegó golpeando en donde se ramificaban los canales, rompió como una batiente en la playa. A través de mi cristal, podía ver a la apretada multitud de espectadores, que en esos momentos eran revolcados por el espumoso golpe de agua, y luchaban por huir y dispersarse. A través de toda la ciudad, más allá de nuestra vista, los nuevos canales y los depósitos de agua se derramaban, mojando las calles y vaciándose sobre los canales. En la plaza, las fuentes nuevas estaban lanzando chorros de agua tan fantásticamente altos que el agua no volvía a caer sobre los estanques de drenaje puestos alrededor de cada una, sino que se desparramaban totalmente a través del Corazón del Único Mundo.
Los sacerdotes de Chalchihuitlicué rompieron en balbucientes plegarias, suplicando a la diosa que abatiera su abundancia. Auítzotl rugió para que se callaran, luego empezó a vociferar nombres: «¡Yólcatl! ¡Papaquiliztli!», los de aquellos hombres que habían descubierto el nuevo manantial. Aquellos que estaban presentes, obedientemente chapotearon con el agua hasta las rodillas y sabiendo perfectamente bien para qué habían sido llamados, se acostaron, uno por uno sobre el parapeto. Auítzotl y los sacerdotes, sin palabras o gestos rituales, abrieron los pechos de los hombres, arrancaron sus corazones y los sumergieron en las aguas turbulentas. Ocho hombres fueron sacrificados en ese acto de desesperación, dos de ellos fueron miembros, ancianos augustos, del Consejo de Voceros, y sin embargo, eso no sirvió de nada.
Así es que Auítzotl gritó: «¡Dejen caer la puerta de la gamella!». Y varios campeones Águila treparon al parapeto. Trataron de acomodar la tabla de madera, que estaba designada para cortar el chorro de agua, deslizándola a través de las hendiduras de la gamella, pero por más esfuerzos que hicieron, combinando su fuerza y peso, los campeones sólo la pudieron empujar un poco. Tan pronto como su orilla curva entró en el agua, la poderosa corriente la empujó de las ranuras y ladeándola la inmovilizó en ese punto. Por un momento, todo fue silencio en el acueducto a excepción del ruido producido por el agua borboteante, el sonido silbante y suspirante del viento, el crujido del oprimido fuerte de madera y los sordos gritos que nos llegaban desde la isla, de la multitud que huía con rapidez. Viéndose al fin derrotado, con todas sus plumas empapadas y caídas, el Venerado Orador dijo lo suficientemente fuerte como para que todos lo oyéramos: «Debemos regresar a la ciudad, para ver todo el daño que ha sido causado y para ver si podemos reprimir el pánico. Los campeones Flecha y Jaguar vengan conmigo. Ustedes se harán cargo de todos los acaltin de la isla, para que salgan inmediatamente hacia Coyohuacan. Esos tontos todavía deben de estar celebrando allí. Hagan todo lo que puedan para detener o desviar el agua de su curso. Los campeones Águila quédense aquí. —Él apuntó el lugar en donde el acueducto se juntaba con el camino-puente—. ¡Rómpanlo ahí! ¡Ahora!».
Hubo cierta confusión cuando los diversos grupos se dispersaron. Auítzotl, sus esposas con su acompañamiento, los sacerdotes y los nobles, los campeones Flecha y Jaguar, todos ellos, se fueron bregando hacia Tenochtitlan, tan rápido como les permitía el agua que les llegaba ya cerca de los muslos. Nosotros, los campeones Águila nos quedamos contemplando la pesada piedra y el mortero firme de la gamella. Dos o tres campeones le pegaron a la piedra con sus maquáhuime, haciendo que cayera sobre el resto de nosotros una lluvia de astillas y de obsidiana quebrada. Después, mirando disgustados sus espadas arruinadas, las tiraron en el lago.
Luego uno de los campeones de más edad caminó por un trecho del acueducto y echó una mirada sobre el parapeto. Nos llamó y preguntó: «¿Cuántos de ustedes saben nadar? —y casi todas nuestras manos se levantaron. Él apuntó y dijo—: Exactamente aquí, en donde el acueducto se desvía, la fuerza del agua que cambia de dirección hace que los pilotes se resientan. Quizás podamos cortarlos o romperlos lo suficiente, como para que la estructura se caiga por sí misma».
Eso fue lo que hicimos. Yo y ocho de los campeones, nos quitamos nuestros trajes mojados y sucios, mientras nos conseguían unas maquáhuime, luego saltamos sobre el parapeto hacia las aguas del lago. Como ya he dicho, las aguas hacia el oeste del camino-puente no eran muy profundas, pues si hubiéramos tenido que nadar, habría sido imposible cortar los pilotes, pero el agua sólo nos llegaba al hombro en ese lugar. A pesar de ella, no fue un trabajo fácil. Esos tres troncos de soporte, habían sido impregnados con chapopotli para que resistieran a la putrefacción y eso también los hacía muy resistentes a nuestras espadas. La noche había llegado y se había ido, y el sol estaba ya en lo alto cuando uno de los pesados pilotes se sacudió y dio un tremendo ¡crac! Yo estaba bajo el agua en ese momento, y la conmoción casi me hace perder el sentido, pero salí a la superficie a tiempo de oír a uno de nuestros compañeros, gritando a todos que volviéramos a trepar al camino-puente.
Apenas trepamos a tiempo. La parte del acueducto en donde formaba ángulo con el camino-puente, se estremecía violentamente. Con un sonido de resquebrajamiento, se rompió en donde se curvaba lanzando agua en todas direcciones. Esa parte de la estructura que al fin caía, parecía la cola cascabelera de una coacuechtli, serpiente. Luego, una sección como de diez pasos de largo se ladeó, cuando los pilotes que habíamos cortado cedieron bajo su peso y se rompió con un gran gemido, cayendo con un poderoso chapoteo. La parte dentada de la gamella que todavía quedaba en pie, se veía como una cascada que caía sobre el lago, pero al agua ya no corría hacia Tenochtitlan. Incluso, mientras nosotros estábamos todavía allí, el agua que estaba en el camino-puente empezó a menguar. «Regresemos a casa —dijo uno de nuestros hermanos campeones, suspirando— y esperemos haber salvado algunos hogares, a los cuales poder regresar».
Hogar. Déjenme hacer a un lado, por un momento, mi narración de cómo regresé a mi hogar.
El agua había corrido sobre Tenochtitlan la mayor parte del día y toda la noche, habiendo inundado algunas partes de la ciudad a la profundidad de la estatura de ocho hombres. Algunas casas que habían sido construidas a ras de tierra y que no eran de piedra se habían derrumbado por la inundación e incluso otras construidas sobre pilotes; mucha gente había resultado herida y cerca de veinte, la mayoría de ellos niños, se había ahogado o habían sido aplastados o muertos de alguna otra manera. Sin embargo, el daño se había limitado a aquellas partes de la ciudad en donde las ramificaciones de canales y los estanques de aprovisionamiento se habían derramado y esa agua se había drenado hacia los otros canales, mucho antes de que nosotros los campeones Águila hubiéramos cortado el acueducto.
Sin embargo, antes de que esa pequeña inundación se hubiera escurrido totalmente, llegó una segunda y mucho más grande. Nosotros sólo habíamos roto el acueducto, pero no habíamos detenido el agua y los campeones que Auítzotl había mandado a la tierra firme, no pudieron detener el agua del manantial. Éste continuó lanzando sus aguas en el lago, en la parte que estaba entre los caminos-puentes del este y del sur. Mientras tanto, el viento continuaba soplando desde el este, impidiendo que el exceso de agua fuera drenado hacia el gran lago de Texcoco, por los pasajes del camino-puente y por los canales que cruzaban la ciudad hacia ese lado. Así es que los canales se llenaron hasta los topes desbordándose y el agua subió sobre la isla, y Tenochtitlan llegó a ser un gran enjambre de edificios empujados de un lado a otro de la isla por una fuerte sábana de agua.
Inmediatamente después de haber regresado de la inconclusa ceremonia de dedicación, Auítzotl envió un remero a Texcoco y Nezahualpili llegó inmediatamente, en respuesta a su llamada de auxilio. Había traído consigo a un grupo de trabajadores, que dándose prisa se dirigían directamente hacia el manantial inextinguible de Coyohuacan, y como todos lo habíamos esperado, ideó la manera de desviar las aguas. Nunca he visitado ese sitio, pero sé que está a un lado de una colina y supe que Nezahualpili dirigió un sistema de excavaciones de zanjas y fortificaciones para poder desviar la corriente del manantial hacia el otro lado de la colina, en donde podía correr sin daño sobre una tierra vacía. Cuando se terminó de hacer eso, el manantial fue domado y una vez que las aguas de la inundación se dispersaron totalmente, el acueducto pudo ser reparado y puesto en uso nuevamente. Nezahualpili diseñó unas compuertas, que conforme lo necesitara la ciudad dejarían correr poca o mucha agua. Así, hasta este día, todavía estamos bebiendo de esas aguas dulces.
Pero la operación salvadora de Nezahualpili, no se efectuó en una noche. Mientras sus hombres trabajaban, esa segunda inundación continuó y su ola se mantuvo cuatro días enteros. Aunque hubo poca gente que pereció en ella, por lo menos dos terceras partes de la ciudad fueron destruidas y la reconstrucción total de Tenochtitlan tomó por lo menos unos cuatro años. La inundación no hubiera causado mucho daño si las aguas sólo hubieran cubierto las calles yaciendo quietamente. En lugar de eso, se movían furiosamente de un lado a otro; se movían hacia un lado por la fuerza que las impelía a buscar un nivel uniforme; se movían hacia el otro lado a empuje del malicioso viento del este. La mayor parte de los edificios de Tenochtitlan estaban sostenidos por pilotes o por cualquier otra clase de cimientos, sobre el nivel de la calle, pero eso era sólo para elevarlos de la humedad de la tierra. Sus cimientos nunca habían sido construidos para soportar las corrientes batientes que sufrieron, así es que la mayoría de ellos no se pudieron sostener. Las casas de adobe simplemente se disolvieron en el agua; las de piedra, pequeñas y grandes, cayeron cuando sus pilotes fueron corroídos por las aguas y se rompieron en los mismos bloques con que fueron construidas.
Mi casa resultó ilesa, probablemente porque era una construcción relativamente nueva, y eso la hizo más fuerte que otras. En El Corazón del Único Mundo, las pirámides y templos también quedaron en pie, sólo la barra dentada para las calaveras, comparativamente frágil, se vino abajo. Sin embargo, exactamente a un lado y afuera de la plaza, cayó un palacio completo —el más nuevo y el más magnífico de todos—, el palacio del Uey-Tlatoani Auítzotl. Ya les he contado que éste estaba construido cruzando a horcajadas uno de los principales canales de la ciudad, de tal manera que el público que pasaba a través, podía admirar su interior. Cuando ese canal, como todos los otros, se desbordó, primero inundó los pisos bajos del palacio y luego arremetió con gran fuerza sobre las paredes bajas exteriores, con lo que el gran edificio se vino abajo ruidosamente.
De momento yo no supe todos esos acontecimientos, ni siquiera sabía que era lo suficientemente afortunado como para tener todavía mi propia casa, no lo supe hasta que las aguas menguaron. En esa segunda y más terrible inundación, las aguas no se elevaron tan rápidamente, dando tiempo para que la ciudad fuera evacuada. A excepción de Auítzotl, de otros nobles gobernantes, de la guardia de palacio, de algunas tropas de guerreros y de cierto número de sacerdotes que perplejos seguían rezando, por la intervención de la diosa, prácticamente toda la gente había huido de Tenochtitlan, cruzando el camino-puente del norte para encontrar refugio en las ciudades de Tepeyaca y Atzacoalco, en la tierra firme, incluyéndome a mí, a mis dos sirvientes y a lo que me quedaba de familia.
Volvamos a ese lejano día, a esa madrugada, cuando regresé a casa arrastrando mi traje sucio y empapado de campeón Águila…
Conforme me iba aproximando, era obvio que mi barrio de Ixacualco había sido uno de los distritos que más había sufrido con la primera inundación. Todavía podía ver la marca húmeda y alta, que el agua había dejado en los edificios, tan alta como mi cabeza, y aquí y allá una casa de adobe yacía oblicuamente. La arcilla fuertemente apisonada de mi calle estaba resbaladiza con una capa de moho; había lodo y escombros, y también algunos objetos de valor que aparentemente fueron dejados caer por la gente que huía. En aquel momento no había ni un alma en la calle, sin duda estaban dentro de sus casas, en la incertidumbre de si la ola de la inundación volvería a regresar; sin embargo, la calle desacostumbradamente vacía, me hizo sentir desasosegado. Estaba demasiado cansado para correr, pero arrastré los pies lo más rápido que pude y mi corazón volvió a latir cuando vi mi casa todavía en pie, sin marcas a excepción de una capa de limo sobre los escalones de la entrada.
Turquesa vino corriendo hacia la puerta de la entrada exclamando: «¡Ayyo, es nuestro señor amo! ¡Gracias sean dadas a Chalchihuitlicué por haberle permitido vivir!». Cansado, pero de todo corazón, le dije que deseaba que esa diosa en particular estuviera en Mictlan. «¡No hable así! —suplicó Turquesa y las lágrimas resbalaban por las arrugas de su rostro—. ¡Nosotros también temimos haber perdido a nuestro amo!». «¿También? —jadeé, y una banda invisible apretó dolorosamente mi pecho. La vieja esclava rompió a llorar violentamente y no pudo responder. Dejé caer las cosas que llevaba y la zarandeé por los hombros—. ¿La niña? —pregunté. Ella movió su cabeza, pero no les podría decir si fue para negar o para asentir. La zarandeé de nuevo fieramente y dije—: ¡Habla, mujer!». «Fue nuestra señora Zyanya —dijo otra voz detrás de ella; era el sirviente Estrella Cantadora, quien había llegado a la puerta estrujándose las manos—. Yo lo vi todo. Traté de detenerla».
No dejé que se fuera Turquesa o hubiera caído. Sólo pude decir: «Cuéntamelo, Estrella Cantadora». «Entonces sepa mi amo que ayer, al atardecer, en el momento en que las antorchas de las calles son encendidas usualmente, aunque por supuesto no las encendieron pues la calle parecía una catarata. Sólo vino un hombre, era arrastrado por la corriente y golpeado contra los postes de las antorchas y contra los escalones de las casas. Él trataba por todos los medios de poner pie en algo o de cogerse de algo para detenerse, pero aun cuando él estaba a bastante distancia, pude ver que era un baldado y que él no…». Tan ásperamente como me lo permitió mi agonía y debilidad, le dije: «¿Qué tiene que ver todo eso con mi esposa? ¿En dónde está?». «Ella estaba en la ventana de enfrente —dijo él apuntando y continuó con deliberado enojo—. Ella había estado todo el día allí, preocupada y esperando su regreso, mi señor. Yo estaba con ella cuando el hombre llegó, golpeado y azotado calle abajo y ella me gritó que debíamos de salvarlo. Naturalmente que yo no estaba muy ansioso de meterme en las aguas rugientes y le dije: “Mi señora, puedo reconocerlo desde aquí. Es sólo un viejo desgraciado, que últimamente ha estado trabajando en las canoas de la basura, que dan servicio a este barrio. No vale la pena que nadie se tome la molestia por él”». Estrella Cantadora hizo una pausa, tragó saliva y dijo roncamente: «No me quejaré si mi amo me pega, o me vende o me mata, porque debí haber ido a salvar al hombre, pues mi señora lanzándome una mirada de indignación, fue por sí misma. Se dirigió hacia la puerta y bajó la escalera, mientras yo miraba desde esa ventana, e inclinándose sobre la corriente lo pescó».
Él volvió a hacer una pausa y yo dije irritado: «¿Y bien? ¿Si los dos están a salvo…?». Estrella Cantadora denegó con la cabeza. «Eso es lo que no comprendo. Claro, que los escalones estaban mojados y resbaladizos, mi señor, pero parece que… parece que mi señora habló con el hombre y empezó a alejarse de él, pero entonces… entonces el agua se los llevó. Se llevó a los dos ya que él la estaba agarrando. Sólo pude ver cómo un bulto era arrastrado ante mi vista, ya que los dos estaban juntos. Entonces corrí hacia fuera y me metí en la corriente detrás de ellos». «Estrella Cantadora casi se ahoga, mi señor —dijo Turquesa sollozando—. Él trató, él realmente trató…». «No había ni señal de ellos —resumió miserablemente—. Hacia el final de la calle, cierto número de casas de adobe se acababan de caer… quizás sobre ellos, creo yo. Sin embargo, estaba ya muy oscuro para poder ver y las maderas que flotaban me habían golpeado y estaba casi sin conocimiento. Me agarré a la puerta de una casa, cogiéndome con fuerza y así pasé toda la noche». «Llegó a la casa cuando las aguas bajaron esta mañana —dijo Turquesa—. Después los dos fuimos afuera y buscamos». «¿Y no encontrasteis nada?», gruñí. «Sólo encontramos al hombre —dijo Estrella Cantadora—. Medio enterrado bajo los ladrillos caídos, como yo lo había sospechado». Turquesa dijo: «Todavía no le hemos dicho nada a Cocoton acerca de su madre. ¿Quiere mi señor ir con ella ahora, allá arriba?». «¿Y decirle lo que ni yo mismo puedo creer? —gemí. Hice acopio de mi última reserva de energía, para enderezar mi cuerpo doblegado y dije—: No, no lo haré. Ven, Estrella Cantadora, busquemos otra vez».
Más allá de mi casa, la calle se deslizaba en un declive suave conforme nos aproximábamos al puente que cruzaba el canal, así es que las casas allí abajo, naturalmente, habían sido golpeadas con más violencia por la muralla de agua. También allí era en donde estaban las casas más pobremente construidas, de madera y adobe. Como había dicho Estrella Cantadora, ya no existían más casas allí; solo había montones de ladrillos de lodo y paja, medio rotos, medio disueltos, astillas de tablones y pedazos de muebles. El sirviente apuntó a un bulto de tela que sobresalía entre ellos y dijo: «Ahí está ese desgraciado. No ha sido ninguna pérdida para nadie. Vivía vendiéndose a sí mismo, a los hombres que trabajaban en las chalupas recolectadoras de basura. Aquellos que no tenían con que pagar una mujer lo utilizaban a él, pues sólo cobraba una semilla de cacao».
Él yacía boca abajo. Era una cosa con harapos sucios y pelo gris, largo y enmarañado. Usé mi pie para voltearlo boca arriba y lo miré por última vez. Chimali me miraba con sus cuencas vacías y con su boca abierta.
No fue en ese momento, sino más tarde cuando pude pensar, cuando recordé las palabras de Estrella Cantadora; de que el hombre había estado últimamente a bordo de las chalupas de recolección de basura, de nuestro vecindario. Me preguntaba: ¿Había descubierto Chimali, recientemente, en dónde vivía yo? ¿Había llegado buscándome, tanteando ciegamente, con la esperanza de tener otra oportunidad para infligirme un daño a mí o a los míos? ¿Le había dado la inundación una oportunidad, como para hacerme el daño más doloroso y a la vez haberlo puesto más allá y para siempre, del alcance de mi venganza? ¿O toda la tragedia había sido una maquinación lúgubre y alegre de los dioses? Parece que ellos se divierten en disponer una concatenación de sucesos que de otra forma vendrían a parecer inverosímiles, inexplicables e increíbles.
Nunca lo sabré.
En ese momento, sólo sabía que mi esposa había desaparecido, que no podía aceptar su desaparición y que tenía que buscarla. Así es que le dije a Estrella Cantadora: «Si este hombre maldito está aquí, también tiene que estar Zyanya. Moveremos cada uno de todos estos millones de adobes. Yo empezaré ahora mismo, mientras tú vas a conseguir más manos para que nos ayuden. ¡Ve!». Estrella Cantadora salió corriendo y yo me incliné para levantar y poner a un lado una viga de madera y así continué, agachándome y lanzando todo hacia atrás de mí.
La tarde ya había caído cuando recobré el conocimiento en mi cama; los dos sirvientes se inclinaban solícitos sobre mí. Lo primero que pregunté fue: «¿La encontrasteis? —Y los regañé cuando los dos negaron tristemente con la cabeza—. ¡Os dije que removierais cada ladrillo!». «Amo, no se puede hacer —sollozó Estrella Cantadora—. El agua volvió a subir. Yo regresé y lo encontré a usted apenas a tiempo, de no ser por eso, usted se habría ahogado». «Nos preguntábamos si debíamos volverle en sí —dijo Turquesa con manifiesta ansiedad—. El Venerado Orador ha ordenado que toda la ciudad sea evacuada antes de que el agua la cubra totalmente».
Y así me senté esa noche a un lado de la colina sin poder dormir, en medio de una multitud de fugitivos dormidos. «Mucho andar», había dicho Cocoton, durante el camino. Ya que sólo la gente que salió primero de Tenochtitlan encontró alojamiento en la tierra firme, los que llegaron después simplemente se detuvieron en cualquier lugar en donde se pudieran acostar, a campo abierto. «Noche oscura», dijo mi hija muy apropiadamente. Nosotros cuatro ni siquiera encontramos un árbol bajo el cual guarecernos, pero Turquesa había llevado cobijas. Ella, Estrella Cantadora y Cocoton se envolvieron y durmieron abrigados, pero, yo me senté con la cobija sobre mis hombros y miré hacia abajo, hacia mi hija, mi migajita, el remanente único y precioso de mi esposa y sentí dolor.
Hace algún tiempo, mis señores frailes, yo traté de describir a Zyanya comparándola con la generosa y útil planta del maguey, pero hay algo que se me olvidó decirles acerca de él. Una vez en su vida, sólo una, le crece una simple vara cubierta totalmente de flores amarillas de dulce fragancia y luego el maguey muere.
Esa noche, traté con todas mis fuerzas de hallar alivio a mi pena, recordando las aseveraciones untuosas de los sacerdotes, que siempre decían: la muerte no debe ser motivo de aflicción o de tristeza. La muerte, decían los sacerdotes, es solamente el despertar del sueño en que uno ha vivido. Quizás sí. Sus sacerdotes Cristianos dicen cosas parecidas. Sin embargo, esas palabras no me confortaban mucho, a mí que había quedado atrás de ese sueño, vivo, solo, triste. Así es que pasé esa noche acordándome de Zyanya y del tiempo, demasiado breve, que pasamos juntos antes de que su sueño terminara.
Todavía recuerdo…
Una vez, cuando fuimos a Michihuacan, ella vio una flor que nunca había visto, que crecía en la grieta de una peña, algo más arriba de nuestras cabezas, y a ella le gustó mucho y dijo que le gustaría tener una de ésas para plantarla en el jardín de nuestra casa; yo habría podido trepar fácilmente y arrancarla para ella…
Otra vez, oh, no fue en ninguna ocasión en particular, ella pasó el día enamorada, cosa muy frecuente en Zyanya, y compuso una pequeña canción y luego hizo la melodía y pasó todo el día cantándola por lo bajo, hasta que la grabó en su memoria, luego me preguntó que si le podría comprar una de esas flautas de arcilla, de las que eran llamadas agua murmurante, para poder tocar en ella su canción. Yo le dije que sí, que lo haría la próxima vez que viera a un músico conocido mío y que lo iba a persuadir para que me hiciera una, pero se me olvidó y ella, viendo que tenía otras cosas en mi mente, nunca me lo recordó.
Y otra vez…
Ayya, cuántas otras veces más…
Oh, yo sé que ella nunca dudó de que la amara, pero ¿por qué dejé pasar la más pequeña oportunidad para demostrárselo? Yo sé que ella perdonaba mis lapsos ocasionales de descuido y mis negligencias triviales; probablemente las olvidaba al instante, lo que yo nunca he podido hacer. Desde entonces, a través de todos los años de mi vida, he estado recordando ese o aquel tiempo en que debí haber hecho eso o aquello y no lo hice, y que nunca volvería a tener la oportunidad de hacerlo. Mientras que las cosas que quisiera recordar persisten en no llegar a mi memoria. Oh, si pudiera recordar las palabras de aquella pequeña canción que ella compuso cuando se sentía tan feliz, o tan sólo la melodía, podría susurrarlas algunas veces para mí. O si supiera qué fue lo que me dijo cuando el viento se llevó sus palabras, la última vez que la vi…
Cuando al fin regresamos a la isla, la mayor parte de la ciudad estaba en ruinas, tanto que los primeros escombros que se apilaron en nuestra calle no se distinguían de los que habían caído después. Trabajadores y esclavos ya estaban quitando los despojos, salvando los bloques de piedra caliza que no se habían roto y que se podrían utilizar otra vez, y nivelando los cimientos para volver a construir. Pero el cuerpo de Zyanya nunca se encontró, no se halló ni una huella de ella; ni siquiera uno de sus anillos o una sandalia. Ella se desvaneció tan completa e irreparablemente como aquella cancioncita que una vez compuso. Sin embargo, mis señores, yo sé que ella todavía está aquí en algún lado, aunque desde entonces dos nuevas ciudades se han construido sucesivamente sobre su tumba perdida. Yo lo sé, porque ella no llevó consigo el pedacito de jade que asegura su pasaje hacia el mundo del más allá.
Muchas veces, ya muy de noche, he caminado por esas calles llamándola suavemente. Lo hice en Tenochtitlan y también lo he hecho en esta Ciudad de México; un hombre viejo duerme muy poco en la noche. Aunque he visto muchos aparecidos, ninguno ha sido ella.
Solamente me he encontrado con espíritus desgraciados o malvados y ninguno de ellos ha sido Zyanya, en eso no puedo equivocarme, ya que ella fue feliz toda su vida y murió mientras trataba de hacer el bien. Yo he visto y reconocido a muchos guerreros mexica muertos; la ciudad está llena de esos espectros abrumados de angustia. He visto a La Llorona; ella es como una voluta de niebla arrastrada por el viento, pero con forma de mujer; he escuchado su aullido lastimero. Sin embargo no me ha asustado, antes al contrario, siento piedad por ella porque también he conocido lo que es perder a un ser querido, pero, cuando ella no me asustaba con su aullido, huía de mis palabras de consuelo. Una vez, me pareció que me encontré y conversé con dos dioses vagabundos, Viento de la Noche y El Más Viejo de Todos los Dioses. De todas formas, eso fue lo que ellos dijeron ser, pero no me hicieron ningún daño, juzgando que ya había bastante en mi vida.
Algunas veces, en calles completamente oscuras y desiertas, me pareció escuchar la alegre risa de Zyanya. Hubiera podido ser un producto de mi imaginación senil, pero cada vez la risa estuvo acompañada por un reflejo de luz en la oscuridad, muy parecido al mechón blanco que tenía en su pelo negro. Pudiera haber sido también un truco de mi vista débil, pues la visión desaparecía cada vez que me llevaba, desmañadamente, mi topacio hacia el ojo. De todas maneras, yo sé que ella está aquí, en alguna parte y no necesito de ninguna evidencia, por mucho que la desee.
He estado considerando este asunto y me pregunto: ¿Sólo me encuentro con esos dolientes y misántropos ciudadanos de la noche, porque me parezco mucho a ellos? ¿Es posible que las personas que tienen un carácter mejor y un corazón alegre, puedan percibir con más facilidad a los fantasmas más gentiles? Yo les suplico, mis señores frailes, si alguno de sus hombres buenos llegara a encontrarse con Zyanya, alguna noche, ¿me lo dirían? La reconocerán inmediatamente y no se espantarán ante un fantasma de tanta belleza. Ella seguirá pareciendo una muchacha de veinte años, como lo era entonces, pues la muerte por lo menos le ahorró las enfermedades y la marchitez que trae consigo la vejez. Ustedes reconocerán su sonrisa, ya que no podrán dejar de sonreírle a su vez. Y si ella hablara…
Pero no, ustedes no comprenderán lo que ella diga. Solamente tengan la bondad de decirme que la vieron. Ella sigue caminando por estas calles, yo lo sé. Ella está aquí y lo estará por siempre.