SEXTA PARS

Creo que recuerdo todos los incidentes de cada uno de los días de aquella primera expedición, de ida y de vuelta. En las últimas jornadas no llegué a darle importancia a las menores calamidades y aun a algunas mayores, como los pies ampollados y las manos encallecidas, al tiempo enervantemente caliente o dolorosamente frío, o algunas veces a las náuseas provocadas por los alimentos que comí y las aguas que bebí y que también me provocaron retortijones, o a la no poca frecuente necesidad de no poder encontrar ni comida ni agua. Aprendí a insensibilizarme, como un sacerdote drogado en trance, para endurecerme hasta tal grado que no llegara ni siquiera a notar la cantidad de días tristes y caminos en los cuales nada pasaba en lo absoluto; cuando no había nada que hacer más que seguir adelante a través del campo, en donde no había ningún interés de color o variedad.

Pero en esa primera jornada, simplemente porque era la primera, cada uno de los objetos o cualquier cosa que ocurriera tuvo interés para mí, aun las fatigas e incomodidades usuales y concienzudamente anotaba cada noche, con mis palabras-pintadas, todo lo que acontecía en la expedición. Tengo la esperanza de que esos papeles de corteza doblados fueran útiles y aprovechables al Venerado Orador Auítzotl a quien se los entregué cuando regresamos. Seguramente que encontró porciones de ellos difíciles de descifrar, debido a que sufrieron los embates del tiempo, inmersiones en las corrientes que vadeábamos y siendo muy a menudo ensuciados por mi propio sudor. Puesto que Auítzotl tenía considerablemente más experiencia como viajero que yo en aquel tiempo, probablemente también debió de haber sonreído ante muchas de mis narraciones ingenuamente ensalzadas más de lo ordinario y obviamente elaboradas.

Sin embargo, aquellas tierras extranjeras y sus gentes ya han empezado a cambiar, incluso hace mucho tiempo, cuando las incursiones de los pochteca y otros exploradores llevaron a ellos artículos, trajes, ideas y palabras que ellos jamás habían conocido antes. Hoy en día, con sus soldados españoles, sus colonos, sus misioneros destruyendo todo por todas partes, no dudo que esas regiones y sus culturas hayan cambiado tanto que ni ellos mismos podrían reconocerse. Así, me sentía muy feliz al pensar que esas cosas ya poco duraderas que yo verifiqué en mi vida pasada, las he dejado registradas para los futuros estudiosos; de cómo eran esas otras tierras, y cómo era su gente en los años en que ellos todavía eran completamente desconocidos para el resto del mundo.

Si al contarles esta primera jornada, mis señores, encuentran algunas de las descripciones o paisajes, personas o sucesos fastidiosamente insubstanciales y con vagos detalles, ustedes pueden achacarlo a mi limitada vista. Si por otro lado, vívidamente les describo algunas otras cosas que pueden suponer que yo no podría haber visto, entonces se darán cuenta de que estoy dando detalles que recolecté en viajes posteriores a lo largo de esa misma ruta, cuando tuve la oportunidad y facilidad de ver más de cerca y más claramente.

En una larga jornada, siguiendo caminos difíciles y fáciles, una hilera de hombres cargados podían hacer por término medio cerca de cinco largas carreras entre el amanecer y el oscurecer. Nosotros cubrimos sólo la mitad de esa distancia en nuestro primer día de marcha, simplemente cruzando el largo camino hacia Coyohuacan, hacia el sur de la tierra firme y deteniéndonos allí para pasar la noche antes de que el sol se ocultara, ya que al día siguiente la caminata no sería fácil. Como ustedes saben, esa parte del lago yace en una cuenca cóncava; para poder salir de allí hacia cualquier dirección, se tiene que escalar y bajar sobre sus laderas. Y las montañas hacia el sur, más allá de Coyohuacan, son las más escabrosas de todas las que circundan esa cuenca.

Hace algunos años, cuando los primeros soldados españoles llegaron a esta nación y yo había logrado por primera vez entender y hablar un poco de su lenguaje, uno de ellos, viendo una fila de tamémine fatigados bajo el peso de su carga sostenida en sus espaldas por las bandas colocadas alrededor de sus frentes, me preguntó: «¿Por qué, en nombre de Dios, vosotros, estúpidos brutos, no habéis pensado nunca en inventar una rueda?». Entonces yo no estaba muy familiarizado con el «nombre de Dios», pero sabía perfectamente lo que era una rueda. Cuando era un niñito tuve un armadillo de juguete hecho de barro, del que tiraba con un cordón. Puesto que las piernas del armadillo no se podían hacer de tal manera que éste pudiera caminar, el juguete estaba montado sobre cuatro ruedecitas de madera para que pudiera moverse. Le dije eso al español y él me preguntó: «¿Entonces, por todos los diablos, ninguno de vosotros utiliza ruedas para transportar, como las de nuestros cañones y arcones?». Yo pensé que ésta era una pregunta bastante tonta y se lo dije, y recibí un golpe en mi cara por insolente.

Sí conocíamos la utilidad de las ruedas, ya que habíamos movido cosas extremadamente pesadas como la Piedra del Sol, rodándolas sobre troncos puestos debajo y encima de ellas, pero aun en nuestros pocos caminos bien aplanados o en nuestros pocos caminos mejor pavimentados, esa clase de ruedas hubieran sido inútiles para el trabajo de los lanchones. Tampoco había en estas tierras ninguna clase de animales como sus caballos, mulas, bueyes y burros que pudieran tirar de los vehículos con ruedas. Nuestras únicas bestias de carga éramos nosotros mismos y un tamemi bien musculoso podía cargar cerca de la mitad de su propio peso por una distancia larga sin fatigarse. Si él hubiera puesto su carga sobre ruedas, para empujarla, simplemente hubiera agregado un peso extra a su carga con las ruedas y éstas hubieran venido a ser un gran estorbo en terreno abrupto.

Ahora, por supuesto, sus españoles han hecho muchos más caminos y sus animales hacen el trabajo mientras los conductores de yuntas cabalgan o caminan sin ninguna carga, siendo muy fácil para ellos. Yo les concedo que una procesión de veinte vagones pesados tirados por cuarenta caballos vale la pena de verse. Nuestro pequeño grupo de tres mercaderes y doce esclavos, seguramente que no se vería tan impresionante, pero nosotros transportábamos todas nuestras mercancías y la mayoría de las provisiones que necesitábamos para la jornada, sobre nuestras propias espaldas y piernas al menos con dos ventajas: no teníamos que cuidar y alimentar a un hato de animales voraces y nuestro medio de transporte nos hacía más fuertes cada día.

En verdad, la dura guía de Glotón de Sangre nos hizo a todos endurecernos más de lo necesario para nuestras diligencias. Aun antes de dejar Tenochtitlan y cada noche cuando hacíamos un alto a lo largo del camino, él guiaba a los esclavos, a Cózcatl y a mí cuando no estábamos ocupados en otras cosas, a practicar con las jabalinas y las hondas, que todos llevábamos. Él mismo portaba un formidable arsenal personal de hondas, lanza larga, jabalina y tira dardos; una larga maquáhuitl y un cuchillo corto, un arco y una aljaba llena de flechas. No fue difícil para Glotón de Sangre convencer a los esclavos de que serían mejor tratados por nosotros que por cualquier bandido que quisiera «liberarlos» y que por esa buena razón debían ayudarnos a repeler a los que pudieran atacarnos, y les enseñó cómo.

Después de haber pasado la noche en Coyohuacan, nos volvimos a poner en marcha muy temprano a la mañana siguiente, porque Glotón de Sangre había dicho: «Debemos cruzar las tierras malas de Cuicuilco antes de que el sol esté en lo alto». Ese nombre significa El Lugar Del Dulce Cantar y quizás fuera así ese lugar en algún tiempo, pero ya no lo era. Ahora es un estéril lugar de roca gris-negra, de olas que se agitan en su lecho pedregoso y se hinchan sobre la porosa roca marcada. Por su apariencia pudo haber sido una espumosa cascada que se volvió dura y negra por la maldición de un hechicero. En la actualidad es un torrente seco de lava del volcán Xitli, que ha estado muerto por tantas gavillas de años que sólo los dioses saben cuándo hizo erupción y borró El Lugar Del Dulce Cantar. Se ve que obviamente fue una ciudad de algún tamaño, pero nadie sabe qué gente la construyó y vivió allí. El único edificio visible que queda es una pirámide la mitad de la cual está enterrada bajo la profunda orilla de la lava lisa. No está hecha sobre un cuadrado como esas que nosotros los mexica y otras naciones han construido (en franca imitación de las de los tolteca). La pirámide de Cuicuilco, o lo que se alcanza a ver de ella, es una pila cónica circundada por terrazas.

La expuesta superficie negra, cualquier que haya sido su dulzura y su canción alguna vez, no es ahora un lugar como para pasar mucho tiempo durante el día, ya que sus rocas porosas de lava succionan el calor del sol y exhalan dos o tres veces más ese calor. Incluso en el frío tempranero de aquella mañana, hace ya mucho tiempo, esa tierra hacia el occidente no era un lugar placentero para ser atravesado. Nada, ni siquiera hierbajos, crecían allí, no se escuchaban los trinos de los pájaros y lo único que se oía era el clamor de nuestros pasos, fuerte y reverberante, como si camináramos sobre una gran jarra de agua vacía, que fuera partida por gigantes.

Pero por lo menos, durante esa parte de la jornada, caminamos en línea recta. El resto del día lo pasamos subiendo la montaña, encorvados por el esfuerzo, o bajándola por su costado para luego volver a escalarla y encorvarnos nuevamente para subir la siguiente montaña. Y la siguiente y la siguiente. Por supuesto que no había ningún peligro o una dificultad verdadera a nuestro paso por esas primeras extensiones, ya que estábamos en la región en que iban todas las rutas de comercio que convergían al sur de Tenochtitlan, y multitudes de viajeros anteriores habían dejado su trazo bien marcado y firmemente estampado. Sin embargo, para una persona inexperta como yo, allí estaba el sudor escurriendo, el dolor de espalda, los pulmones esforzándose en esa desagradable faena. Cuando al fin nos detuvimos para pasar la noche en el valle alto del pueblo de los Xochimilca, aun Glotón de Sangre estaba tan fatigado que sólo nos obligó a hacer una práctica superficial de armas. Luego él y los otros comieron sin mucho apetito y se acostaron sobre sus petates.

Yo lo hubiera hecho también, excepto por el hecho de que un grupo de pochteca que, de regreso a casa, pasaba también allí la noche y parte de sus jornadas habían sido a lo largo de algunos caminos que yo intentaba tomar, así es que sostuve mis párpados abiertos el tiempo suficiente como para conversar con el pochtécatl que estaba al mando del grupo, un hombre de mediana edad, pero todavía fuerte. Su grupo componía una de las mayores expediciones, con cientos de cargadores y protegidos por una cantidad igual de guerreros mexica, así es que estoy seguro de que miró el nuestro con tolerante desdén, pero fue lo suficientemente bondadoso con un principiante como yo. Me dejó desdoblar mis rudos mapas y corrigió muchos detalles de ellos, que eran vagos o que contenían errores, y marcó en ellos los lugares en donde podríamos encontrar agua potable y otras cosas igualmente útiles. Entonces me dijo: «Nosotros hicimos un comercio muy provechoso por cierta cantidad del precioso colorante carmín de los tzapoteca, pero oí un rumor de un colorante todavía más raro. El púrpura. Algo descubierto últimamente». Yo le dije: «No hay nada de nuevo acerca del color púrpura».

«Un bello y permanente púrpura —dijo él pacientemente—. Uno que no se decolora o se vuelve de un verde feo. Si este colorante verdaderamente existe, será reservado únicamente para la alta nobleza. Vendrá a tener más valor que el oro o las plumas de quétzal tótotl». «Ah, un púrpura permanente —dije, inclinando la cabeza—. Es cierto, nunca antes se ha conocido. En verdad que podrá ser vendido a cualquier precio que uno pida. ¿Pero usted no buscó de dónde provenía ese rumor?». Él negó con la cabeza: «Es una de las desventajas de un grupo numeroso. No puede alejarse prácticamente de las rutas ya conocidas y seguras, o separarse en porciones a la aventura. Hay un gran peligro substancioso en ir a cazar lo insubstancial». «Mi pequeño grupo podría ir hasta ese lugar», insinué Él me miró por un espacio de tiempo, luego se encogió de hombros: «Pasará mucho tiempo antes de que yo vuelva a esos lugares otra vez. —Se inclinó sobre mi mapa y apuntó con su dedo un lugar en particular cerca de la costa del gran océano del sur—. Fue aquí, en Tecuantépec, en donde un mercader tzapoteca me habló sobre ese nuevo colorante. No me dijo mucho, sólo mencionó un pueblo llamado los chóntaltin, gente feroz e inaccesible. Su nombre significa solamente Los Desconocidos ¿y qué clase de pueblo podría llamarse a sí mismo Los Desconocidos? Mi informante también mencionó caracoles. ¡Caracoles! Yo le pregunto a usted: ¿caracoles y desconocidos, tiene eso algún sentido? Pero si quiere correr el riesgo con tan pequeña evidencia, joven, le deseo muy buena suerte».

A la siguiente tarde llegamos a un pueblo que era, y todavía es, el más bello y hospitalario de las tierras tlahuica. Está situado en una planicie alta y sus edificios no están construidos confusamente, sino separados unos de otros por árboles, arbustos y otra clase de plantas muy bellas, por esta razón el pueblo era llamado Rodeado de Floresta o Quaunáhuac. A este nombre melodioso, sus compatriotas, con su lenguaje turbio, lo distorsionaron al ridículo y derogativo Cuernavaca, y espero que la posteridad nunca se lo perdone.

El pueblo, las montañas que lo circundaban, el aire puro y su clima, todo esto había sido una invitación para que Quaunáhuac fuera siempre el lugar de veraneo favorito de los opulentos nobles de Tenochtitlan. El primer Motecuzoma mandó construir para él un modesto palacio de campo en las cercanías y otros gobernantes mexica sucesivamente lo fueron alargando y agregando más edificios al palacio, hasta que en tamaño y lujo llegó a rivalizar con cualquiera de la capital y mucho más que ellos en la extensión de sus bellos jardines y prados. Tengo entendido que su Capitán General Cortés se ha apropiado de él, para hacer su propia residencia señorial. Quizá sea yo disculpado por ustedes, reverendos frailes, si hago notar malignamente que el solo hecho de que él se haya asentado en Quaunáhuac sea la única razón legítima por la cual se ha falseado el nombre del lugar.

Ya que nuestro pequeño grupo había llegado un poco antes de la puesta del sol, no pudimos resistir la tentación de quedarnos y pasar la noche entre las flores y las fragancias de Quaunáhuac. Sin embargo nos levantamos antes que el sol, y con prisa dejamos atrás lo que quedaba de esa sierra.

En cada uno de los lugares en que nos detuvimos, encontramos posada para los viajeros, en donde nosotros, los tres que guiábamos el grupo, o sea Glotón de Sangre, Cózcatl y yo, nos habían dado cuartos separados para dormir, moderadamente confortables, mientras que nuestros esclavos eran amontonados en un largo dormitorio lleno ya de otros cargadores roncando; nuestros bultos de mercancía eran guardados dentro de habitaciones aseguradas y bien custodiadas y nuestros perros eran dejados en el patio de atrás de la cocina, en donde se tiraban los desperdicios para que allí encontraran su comida.

Durante los cinco días que llevábamos viajando, todavía estábamos dentro del área en que las rutas comerciales hacia el sur convergían hacia o fuera de Tenochtitlan, así es que había muchos albergues situados convenientemente para cuando los viajeros se detuvieran a pasar la noche. Además de proveer refugio, provisiones, baños calientes y aceptables comidas, cada una de esas posadas también alquilaba mujeres. No habiendo tenido ninguna mujer por más de un mes más o menos, hubiera podido estar interesado en ese servicio, pero todas esas maátime eran tan feas que no me interesaron y de todas formas ellas no deseaban acostarse conmigo, sino que dedicaban sus guiños y sugestivos gestos a los miembros de las caravanas que regresaban.

Glotón de Sangre me explicó: «Ellas esperan seducir a los hombres que han estado por largo tiempo viajando por los caminos y a quienes ya se les ha olvidado cómo es una mujer bonita, y que además ya no pueden esperar a llegar a Tenochtitlan para conseguir a las más bellas mujeres. Tú y yo quizás estemos lo suficientemente desesperados como para tener una maátitl de éstas a nuestro regreso, pero por ahora yo sugiero que no gastemos ni nuestro dinero ni nuestra energía. Habrá mujeres a donde vamos y ellas venderán sus favores por cualquier chuchería y muchas de ellas son muy bellas. ¡Ayyo, espera poder regocijar tus ojos y tus sentidos con las mujeres de la Gente Nube!».

En la mañana número seis de la jornada, nos encontramos en el área en donde las rutas comerciales convergen. En algún momento de aquella misma mañana cruzamos una invisible frontera y entramos en las tierras empobrecidas de los mixteca o los tya nuü, como ellos mismos se llamaban, Hombres de la Tierra. Si bien esa nación no era enemiga de los mexica, tampoco se inclinaba a proteger a los viajeros pochteca ni advertía a su gente de no tomar una ventaja criminal sobre las caravanas mercantiles. «Estamos en una nación en la que tenemos la posibilidad de encontrarnos con bandidos —previno Glotón de Sangre—. Ellos se ocultan en las cercanías de los caminos esperando emboscar a las caravanas cuando van o regresan hacia Tenochtitlan». «¿Por qué aquí? —pregunté—. ¿Por qué no más hacia el norte en donde las rutas se juntan y las caravanas son más numerosas?». «Por esa misma razón. Más atrás, las caravanas muy a menudo viajan en gran compañía y son demasiado grandes para ser atacadas, a menos de que lo sean con un pequeño ejército. En cambio aquí, las caravanas que van hacia el sur se dividen y las que regresan no se encuentran ni se mezclan con las otras. En todo caso, nosotros somos una caza pequeña, pero un grupo de ladrones no nos ignorará».

Así es que Glotón de Sangre se adelantó lejos de nosotros como una vanguardia. Cózcatl me dijo que sólo podía ver al viejo guerrero a la distancia, cuando cruzábamos lugares extremadamente anchos y llanos, libres de arbustos o árboles. Pero nuestro explorador no nos gritó ningún aviso para prevenirnos contra algún peligro y así pasó la mañana, mientras caminábamos detrás de él, casi oculto por el polvo del camino. Con nuestros mantos tratábamos de cubrirnos las narices y la boca a fin de protegernos del polvo, pero éste hacía que nos lloraran los ojos y nuestra respiración fuera difícil. Luego el camino se elevó hacia un montecillo y allí encontramos a Glotón de Sangre esperándonos sentado a la mitad de ese camino, con sus armas diestramente a ambos lados de él, sobre la hierba polvorienta, listas para ser usadas. «Deteneos aquí —dijo quedamente—. Ellos ya se han dado cuenta por la nube de polvo de que vosotros os estáis acercando, pero todavía no saben cuántos somos. Son ocho tya nuü y no son unos tipos muy delicados que digamos. Están agachados a la derecha del camino por donde éste pasa entre unos árboles y hierba alta. Les daremos once de los nuestros, ya que si fuéramos menos no habríamos podido levantar esa nube de polvo y podrían sospechar algún truco con lo cual sería muy difícil manejarlos». «¿Manejarlos, cómo? —pregunté—. ¿Y qué quieres decir con darles once de los nuestros?». Él hizo un movimiento para indicar silencio, fue hacia lo alto de la elevación, se dejó caer en el suelo y reptó para mirar un momento, luego se arrastró hacia atrás otra vez, se levantó y vino a juntarse con nosotros. «Sólo se pueden ver cuatro, ya —dijo y resopló desdeñosamente—. Un truco muy viejo. Es mediodía, así es que los cuatro pretenderán ser humildes viajeros mixteca descansando a la sombra de los árboles y preparando un bocado para la comida del mediodía. Cortésmente nos invitarán a compartir su comida y cuando todos seamos muy amigos, sentados juntos en su compañía cerca del fuego con nuestras armas yaciendo a un lado, los otros cuatro escondidos en las inmediaciones se acercarán y… ¡yya ayya!». «¿Entonces qué es lo que vamos a hacer?». «Exactamente eso mismo. Imitar su emboscada, pero desde una distancia mucho mayor. Quiero decir que algunos de nosotros lo haremos. Déjame ver. Cuatro, Diez y Seis, vosotros sois los más grandes y los que utilizáis mejor las armas. Quitaos los bultos y dejadlos aquí. Traed sólo las lanzas y venid conmigo». Glotón de Sangre también dejó sus otras armas en el suelo y solamente tomó su maquáhuitl. «Mixtli, tú y Cózcatl y todos los demás id derechos hacia la trampa, como si no hubierais sido prevenidos. Aceptad su invitación, descansad y comed. Solamente no parezcáis muy estúpidos y confiados o también sospecharán».

Glotón de Sangre suavemente les dio ciertas instrucciones que no pude oír a los tres esclavos. Luego Diez y él desaparecieron rodeando por un lado el montecillo y Cuatro y Seis por el otro lado. Yo miré a Cózcatl y nos sonreímos para darnos mutua confianza. A los nueve esclavos que quedaban les dije: «Ya lo oísteis. Simplemente haced lo que os ordene y no habléis ni una sola palabra. Vamos».

Caminamos en una sola hilera subiendo y bajando la cuesta hacia el otro lado. Levanté un brazo en señal de saludo cuando vimos a los cuatro hombres. Estaban alimentando con astillas un fuego recién prendido. «¡Quali potin zanenenque! —nos dijo uno de ellos al aproximarnos—. ¡Bien venidos, compañeros viajeros! —Él habló en náhuatl y sonrió amigablemente—. Dejadme deciros que hemos venido caminando muchas largas-carreras a lo largo de este camino y éste es el único lugar con sombra. ¿Querréis compartirlo con nosotros y quizá también un poco de nuestra humilde comida?». Sostenía por las orejas dos conejos muertos. «Descansaremos con mucho gusto —le dije haciendo un movimiento para que el resto se acomodara como quisiera—. Pero esos animales tan flacos difícilmente podrán alimentaros a vosotros cuatro. Varios de mis otros cargadores están cazando por los alrededores en este momento. Quizás nos traigan suficiente caza como para hacer una comida suculenta, que vosotros podréis compartir con nosotros». El que había hablado cambió su sonrisa por una mirada ofendida y dijo reprochándome: «Nos tomas por bandidos ya que tan pronto hablas del número de tus hombres. Y ésa no es una forma muy amigable de hablar. Nosotros somos los que deberíamos estar preocupados, ya que sólo somos cuatro contra once. Sugiero que todos nosotros pongamos nuestras armas a un lado». Y pretendiendo la más pura inocencia desligó y lanzó lejos la maquáhuitl que llevaba. Sus tres compañeros sonrieron e hicieron lo mismo.

Yo también sonreí amigablemente y apoyé mi jabalina contra un árbol, haciendo una señal a mis hombres. Éstos también pusieron ostensiblemente sus armas fuera de su alcance. Me senté cerca del fuego que habían hecho los cuatro mixteca, dos de los cuales estaban en esos momentos acomodando los cuerpos pelados de los conejos a través de ramas verdes y acomodándolos apropiadamente sobre las llamas. «Dime, amigo —dije al que parecía ser el jefe—. ¿Cómo está el camino desde aquí hasta el sur? ¿Hay algún peligro del que nos podáis prevenir?». «¡En verdad que sí! —dijo con sus ojos brillantes—. Hay bandidos en las inmediaciones. La gente pobre como nosotros no tiene que temer nada de ellos, pero me atrevería a decir que vosotros lleváis mercancías de mucho valor. Deberías contratarnos para que os protegiéramos». Dije: «Gracias por la oferta, pero no soy lo suficientemente rico como para pagar una escolta armada. Mis cargadores y yo nos podemos proteger». «Los cargadores no son buenos como guardias. Y sin guardias es seguro que os robarán. —Dijo eso con toda franqueza exponiendo un hecho, pero luego habló con una voz engañosamente persuasiva—. Tengo otra sugerencia. No arriesguéis vuestras mercancías por el camino, dejadlas con nosotros para su salvaguarda, mientras vosotros viajáis sin ser molestados». Yo me reí. «Yo creo, mi joven amigo, que nosotros podemos persuadirte de que esto sería lo mejor para tu propio interés». «Y yo creo, amigo, que ahora es tiempo de llamar a mis cargadores que andan de cacería». «Hazlo —se burló él—. O permíteme llamarlos en tu lugar». Yo le dije: «Gracias».

Por un momento me miró un poco perplejo, pero debió de haber decidido que todavía yo tenía la esperanza de escapar de su trampa con una simple bravata. Dio un fuerte grito y al mismo tiempo él y sus tres compañeros tomaron sus armas. También en ese momento Glotón de Sangre, Cuatro, Seis y Diez aparecieron simultáneamente en el camino, pero todos desde diferentes direcciones. Los tya nuü se quedaron helados por la sorpresa, con sus espadas en alto, como si fueran unas de tantas estatuas de guerreros en acción. «¡Una buena cacería, amo Mixtli! —tronó Glotón de Sangre—. Y veo que tenemos huéspedes. Bien, traemos para dar y repartir». Dejó caer lo que traía cargando y lo mismo hicieron los esclavos. Cada uno de ellos dejó caer una cabeza humana cortada. «Venid amigos, estoy seguro de que podréis reconocer una buena comida en cuanto la veáis —dijo Glotón de Sangre jovialmente a los bandidos que quedaban, quienes habían tomado una posición defensiva de espaldas a un árbol grande, aunque nos miraban temblando—. Tirad vuestras armas y no seáis tímidos. Venid y comed hasta hartaros».

Los cuatro hombres miraban nerviosos alrededor. Para entonces nosotros también ya estábamos armados. Brincaron del susto cuando Glotón de Sangre elevó su voz a un rugido: «¡Dije que tirarais las espadas! —Ellos lo hicieron—. ¡Dije que vinierais! —Ellos se aproximaron hasta que los restos quedaron a sus pies—. ¡Dije que comierais! —Ellos retrocedieron y después de recoger los restos de sus compañeros muertos se dirigieron hacia el fuego—. ¡No, sin cocinar! —rugió despiadadamente Glotón de Sangre—. El fuego es para los conejos y los conejos son para nosotros. Dije ¡comed!». Así es que los cuatro hombres se pusieron en cuclillas en donde estaban y empezaron a roer miserablemente. En una cabeza no cocinada hay muy poco que masticar, excepto los labios, las mejillas y lengua. Glotón de Sangre dijo a nuestros esclavos: «Tomad sus maquáhuime y destruidlas, después registrad sus bolsillos a ver si llevan algunas cosas de valor que nos puedan servir». Seis tomó las espadas y cada una a su tiempo las golpeó contra una roca hasta que las orillas de obsidiana quedaron hechas polvo. Diez y Cuatro buscaron entre las pertenencias de los bandidos, incluso dentro de la ropa que llevaban puesta. No había nada excepto las cosas más indispensables para viajar: aperos de ocote y musgo seco para hacer fuego, varitas para limpiarse los dientes y cosas por el estilo. Glotón de Sangre dijo: «Esos conejos parecen estar ya listos. Empieza a trincharlos, Cózcatl. —Se volvió hacia los tya nuü que roían—. ¡Y vosotros! Es descortés dejarnos comer solos. Así es que seguid comiendo todo el tiempo en que nosotros lo hacemos». Los cuatro desdichados ya habían vomitado varias veces mientras comían, pero hicieron lo que se les mandó, tirando con sus dientes los restos cartilaginosos de lo que habían sido orejas y narices. Ese espectáculo era suficientemente repugnante como para que Cózcatl y yo perdiéramos el apetito que pudiésemos haber sentido, pero el viejo y duro guerrero y nuestros doce esclavos cayeron sobre los conejos comiéndolos con avidez.

Finalmente, Glotón de Sangre vino a donde estábamos sentados Cózcatl y yo dando la espalda a los que comían, y limpiándose con su mano callosa la boca grasienta, dijo: «Podemos tomarlos como esclavos, pero alguien tendrá siempre que estarlos vigilando contra cualquier alevosía que nos puedan hacer. En mi opinión, no vale la pena». Yo le dije: «Por lo que más quieras, mátalos. Se ven muy cerca de morir en estos momentos».

«No —dijo pensativamente Glotón de Sangre, chupándose un diente—. Yo sugiero que los dejemos ir. Los bandidos no emplean corredores-veloces o llamadores-a-lo-lejos, pero tienen sus sistemas para intercambiar información acerca de las tropas que se deben evitar y de los viajeros que están listos para ser robados. Si estos cuatro quedan libres para ir a esparcir su historia en todas partes, otra banda de ladrones se lo pensará al menos dos veces antes de atacarnos». «Vaya que si se lo pensarán», dije al hombre que no hacía mucho tiempo se había descrito a sí mismo como un saco de huesos y viento.

Así es que recuperamos los bultos de Cuatro, Seis y Diez y las armas esparcidas de Glotón de Sangre y continuamos nuestro camino. Los tya nuü no se escaparon inmediatamente poniendo más distancia entre nosotros, sino que enfermos y exhaustos se quedaron simplemente sentados en donde nosotros los dejamos, demasiado débiles hasta para tirar lejos de sí las ensangrentadas y peludas calaveras cubiertas de moscas que todavía sostenían sobre sus rodillas.

Ese día, a la caída del sol, nos encontramos en medio de un valle verde, placentero y totalmente inhabitado. Ahí no se veía ni una aldea o posada, ni siquiera un refugio hecho por la mano del hombre.

Glotón de Sangre nos hizo seguir andando hasta que llegamos a un riachuelo de agua fresca y allí nos enseñó cómo acampar. Por primera vez en toda la jornada, usamos nuestros aperos y yesca para encender fuego y en él cocinamos nuestra comida de la noche o por lo menos lo hicieron los esclavos Diez y Tres. Luego sacamos de nuestros bultos las cobijas para hacer nuestras camas sobre el terreno. Todos estábamos conscientes de que allí no había muros alrededor del campamento y ningún tejado sobre él; que no éramos ningún ejército numeroso para protegernos, mutuamente, que allí sólo estaba la noche y sus criaturas, todas ellas alrededor de nosotros, y que esa noche el dios Viento de la Noche soplaba fríamente.

Después de haber comido, me paré a la orilla del círculo de luz que daba nuestro fuego y miré hacia la oscuridad; ésta era tan profunda que aun si yo hubiera podido ver, no habría visto nada. No había luna y sí alguna estrella, aunque eran imperceptibles para mí.

No era como mi única campaña militar, en la que los sucesos nos habían llevado a mí y a otros a tierras extranjeras. A ese sitio yo había ido por mi propia voluntad y allí sentí que estaba vagando sin saber el camino, sin consecuencia, y que de mi parte era más temerario que intrépido. Durante mis noches en el ejército, siempre había habido un tumulto de voces, ruidos y conmoción, el movimiento de una multitud alrededor, En esos momentos, teniendo detrás de mí la luz de un simple fuego de campamento, solamente escuchaba la palabra ocasional y el sumiso sonido que los esclavos hacían lavando los utensilios, alimentando el fuego y quitándoles el polvo a nuestros petates de dormir; el ruido provocado por los perros que se peleaban por los desperdicios de nuestra comida.

Delante de mí, en la oscuridad, no había traza de actividad ni de seres humanos. Yo podría haber mirado tan lejos como la orilla del mundo y no ver ningún otro ser humano o alguna evidencia de que alguno hubiese estado allí. Y lejos en la noche, delante de mí, el viento trajo a mis oídos solamente un sonido, quizás el más solitario que uno pueda oír, la audible y única ululación que se puede percibir desde muy lejos, el gemido del coyote que parece lamentar la pérdida de algo muerto o perdido.

Rara vez en mi vida he sentido la soledad aun estando completamente solo, pero aquella noche parado allí me sentí solo, tratando deliberadamente de soportar y sufrir lo que viniere, con mi espalda hacia el único pedazo alumbrado y caliente del mundo y con mi rostro vuelto al destino negro, vacío y desconocido.

En esos momentos, escuché que Glotón de Sangre nos ordenaba: «Dormid completamente desnudos, como si estuvierais en casa o en cualquier habitación. Quitaos toda la ropa o podéis estar seguros de que verdaderamente sentiréis el frío de la mañana». Cózcatl habló, tratando de que el sonido de su voz fuera como si estuviera bromeando: «Pero suponte que viene un jaguar y que tengamos que correr». Mirándolo fijamente, Glotón de Sangre le dijo: «Si viene un jaguar, muchacho, te puedo garantizar que correrás sin darte cuenta de si estás vestido o desnudo. De todas maneras, un jaguar comerá tus vestidos con el mismo gusto con que comería la tierna carne de muchachito. —Quizás vio que a Cózcatl le temblaban los labios, porque el viejo guerrero, apiadándose y riendo entre dientes, le dijo—: No te preocupes. Ningún gato se acerca al fuego de un campamento y yo estaré pendiente de que éste siga ardiendo. —Suspiró y añadió—: Es un hábito que no he podido dejar atrás a través de muchas campañas. Cada vez que el fuego disminuye me despierto y lo alimento».

No me encontré muy incómodo el enrollarme dentro de mis dos cobijas con solamente algo áspero y mezquino apilado entre mi cuerpo desnudo y el suelo frío y duro, porque en el último mes en mis habitaciones de palacio, había estado durmiendo sobre el pétlatl ligeramente acojinado de Cózcatl. Durante ese mismo tiempo, Cózcatl había dormido en mi cama bien acojinada, caliente y suave, y era evidente que se había acostumbrado a la comodidad. Aquella noche, mientras ronquidos y jadeos salían de las formas abultadas alrededor del fuego, lo oí que cambiaba de posición sin poder dormir y volteándose de un lado a otro tratando de encontrar una posición que le permitiera reposar, gimiendo suavemente cuando no podía encontrarla. Así es que al fin le susurré por encima: «Cózcatl, trae tus cobijas aquí». Él vino agradecido, y con sus cobijas y las mías hicimos una cama más gruesa y doble para cubrirnos. Esa actividad hizo que nuestros cuerpos desnudos expuestos al frío tuvieran un violento temblor, nos apresuramos a meternos dentro de la cama improvisada, arrebujándonos juntos como si fuéramos platos sobrepuestos; la espalda de Cózcatl arqueándose sobre mi cuerpo enconchado y mis brazos alrededor de él. Gradualmente se nos fue quitando el temblor y Cózcatl murmuró: «Gracias, Mixtli», y pronto cayó en la respiración regular que da el sueño.

Pero entonces yo quien no podía dormir. Mi cuerpo calentando el suyo, hizo volar mi imaginación, pues no era como descansar al lado de otro hombre, en la forma en que los guerreros se amontonan unos contra otros para mantenerse calientes y secos como en Texcala. Y tampoco era como acostarse con una mujer, como yo lo había hecho la última noche en el banquete de los guerreros. No, era como en los tiempos en que yo me había acostado con mi hermana, en los primeros días en que nos explorábamos, nos descubríamos y nos sentíamos el uno al otro, cuando ella no era más grande que ese muchacho. Yo había crecido mucho desde entonces, en muchos sentidos, pero el cuerpo de Cózcatl, tan pequeño y suave, me recordaba lo que había sentido con Tzitzi cuando se presionaba contra mí, en aquellos tiempos en que ella era todavía una niña. Mi tepule creció y empezó a empujarse hacia arriba contra las nalgas del muchacho. Severamente tuve que recordarme a mí mismo que aquél era un muchacho y de la mitad de mi edad.

Sin embargo, mis manos también recordaban a Tzitzi y sin mi consentimiento, se movieron reminiscentes a lo largo del cuerpo del muchacho; los contornos todavía no musculosos o angulares, tan parecidos a los de una joven; la piel todavía no encallecida; la leve cintura y el regordete abdomen infantil; la suave división de las caderas; las piernas delgadas. Y allí, en medio de las piernas, no había la protuberancia esponjosa o dura de las partes masculinas, sino algo liso invitando hacia adentro. Abracé a Cózcatl otra vez contra de mí, sus nalgas acomodadas en mis ingles, mientras mi miembro se escondía entre sus muslos, entre el tejido del surco dejado por la suave cicatriz que muy bien pudiera haber sido un tepili cerrado. Para entonces ya estaba demasiado excitado para poder contenerme de lo que hice después. Esperanzado de hacerlo sin despertarle, empecé muy, pero muy suave a moverme. «¿Mixtli?», susurró él muy sorprendido. Yo detuve mi movimiento y me reí, quieta pero trémulamente susurré: «Después de todo quizá debí haber traído una esclava». Él movió su cabeza y dijo soñoliento: «Si puedo servirte para ese uso…», y se pegó más íntimamente contra mí, apretando sus muslos sobre mi tepule, y yo reanudé mi movimiento. Después, cuando los dos nos dormimos todavía enconchados, soñé con el ensueño enjoyado de Tzitzitlini y creo que hice eso otra vez durante aquella noche; en el sueño con mi hermana, en la realidad con el muchachito.

Creo que puedo entender por qué Fray Toribio ha salido tan abrupta y atropelladamente. Él ha de ir a enseñar el catecismo a la gente joven, ¿no es así?

Me preguntaba a mí mismo si desde aquella noche llegaría a ser un cuilontli y si en lo sucesivo sólo anhelaría muchachitos, pero esa preocupación no persistió por mucho tiempo. Al final de la caminata del siguiente día, llegamos a una aldea llamada Tlancualpican, que ostentaba una posada rudimentaria que ofrecía comidas, baños y dormitorios adecuados, pero sólo les quedaba uno vacío para dormir. «Yo dormiré con los esclavos —dijo Glotón de Sangre—. Tú y Cózcatl tomad la habitación». Yo sabía que mi rostro estaba colorado, porque me di cuenta de que debió de haber oído algo de lo que pasó la noche anterior: quizás el insistente crujido de nuestro petate. Él vio mi cara y soltó una sonora carcajada, después, dejando de reír, me dijo: «Así que es la primera vez que el joven viajero está largo tiempo fuera de casa. ¡Y en estos momentos él duda de su hombría! —Movió su cabeza gris y rió otra vez—. Déjame decirte una cosa, Mixtli. Cuando se necesita una mujer y no hay ni una disponible o ninguna que te guste, usa cualquier sustituto que quieras. Tengo experiencia en ese aspecto, en nuestras marchas militares a través de las aldeas, los hombres que vivían allí enviaban a sus mujeres a esconderse, así es que nosotros usábamos como mujeres a los guerreros capturados». No sé exactamente qué expresión tendría en aquellos momentos, pero él se rió de nuevo y me dijo: «No me mires así. Mira, Mixtli, he conocido guerreros que han estado tan privados realmente de eso, que han utilizado animales que han sido dejados por el enemigo. Como cachorros o cualquier clase de perros. Una vez en las tierras maya, uno de mis hombres clamó que había gozado con un tapir hembra que había encontrado vagando en la selva».

Supongo que para entonces me veía lo suficientemente aliviado, aunque todavía sonrojado, porque él concluyó: «Puedes sentirte contento de tener a tu pequeño compañero si él es de tu gusto y si él te ama lo suficiente como para ser complaciente. Yo te puedo asegurar que la próxima vez que una mujer cruce por tu camino, encontrarás que tus urgencias naturales no han disminuido».

Sólo para estar seguro, hice la prueba. Después de haberme bañado y comido en la hostería, vagué hacia arriba y hacia abajo por dos o tres calles de Tlancualpican hasta que vi a una mujer asomada a la ventana y vi que volteaba la cabeza cuando yo pasaba de largo. Regresé y me acerqué lo suficiente para ver si ella me estaba sonriendo, y sí lo estaba; aunque no era bonita, ciertamente que no era repugnante. No mostraba las señales que deja la enfermedad nanaua: no tenía salpullido en su rostro, su cabello era abundante y no ralo, no tenía la boca llagada ni ninguna otra parte de su cuerpo, según pude verificar pronto.

Llevaba conmigo, para ese propósito, un pendiente barato de jade. Se lo di y ella me ayudó a saltar por la ventana, ya que su esposo estaba en la otra habitación durmiendo la mona completamente borracho, y así nos dimos cada uno más de una medida generosa de placer. Regresé a la hostería seguro de dos cosas. Una, que no había perdido ninguna de mis capacidades: ni la de desear a una mujer, ni la de saber darle placer. Y la otra, de que en mi estimación, una mujer capaz e indulgente estaba mucho mejor equipada para el ahuilnemiliztli que el más bello e irresistible muchacho.

Oh, Cózcatl y yo muchas veces dormimos juntos después de aquella primera vez, siempre que nos encontrábamos en una posada en donde las habitaciones eran limitadas o cuando acampábamos al aire libre y nos juntábamos para darnos mutua comodidad. Sin embargo, las veces subsecuentes que lo utilicé sexualmente fueron muy infrecuentes. Lo hice sólo en aquellas ocasiones cuando, como dijo Glotón de Sangre, verdaderamente tenía urgencia de ese servicio y no había ninguna mujer o pareja preferible. Cózcatl ideó varias formas de hacer el acto conmigo, probablemente porque su pasiva participación hubiera venido a ser aburrida para él. De esos actos no hablaré y de todas formas las ocasiones finalmente cesaron, pero él y yo nunca dejamos de ser amigos íntimos durante los días de su vida, hasta que él decidió dejar de vivir.

La estación seca era buena para viajar, con días cálidos y noches despejadas, si bien cuanto más nos aproximábamos hacia el sur, las noches se hacían lo suficientemente cálidas como para dormir a la intemperie sin cobijas y los mediodías eran tan calurosos que hubiéramos deseado andar sin ropa y dejar todo lo que cargábamos.

Aquellas tierras que cruzamos eran muy hermosas. Algunas mañanas nos despertábamos en un campo de flores en las cuales las gotas del rocío del amanecer todavía brillaban, un campo de joyas relucientes que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Había flores de profusas variedades y colores o sólo de una misma clase; algunas veces había esas flores altas y amarillas, grandes y esponjosas que siempre vuelven sus corolas hacia el sol.

Conforme la alborada daba paso al día, nos movíamos a través de cualquier clase de terreno imaginable. Algunas veces era una floresta tan lujuriosamente cubierta de frondosas hojas y crecida maleza que nos intimidaba, cuyo suelo estaba tapizado de suave hierba y en donde los troncos de los árboles estaban espaciados tan primorosamente como si un maestro jardinero los hubiese plantado en el jardín de un noble. O atravesábamos por un mar frío de helechos emplumados. O, invisibles unos de otros, atravesábamos pasando por grupos de cañas doradas y verdes o de una maleza verde y plateada que crecía más alta que nuestras cabezas. Ocasionalmente, teníamos que escalar alguna montaña y desde su cumbre se podían ver a lo lejos otras montañas, disminuidos sus colores por la distancia, que iban desde el verde claro hasta el azul paloma.

Sin importar quien fuera el hombre que encabezaba nuestra marcha, éste siempre se espantaba por los signos de vida, repentinos e insospechados, que existían alrededor de nosotros. Un conejo podía estar agazapado como una piedra sin movimiento, hasta que nuestro guía casi lo pisaba y entonces, rompiendo su inmovilidad, huía lejos. O el hombre que guiaba podía alterarse similarmente con un chachaláctli, faisán, que volando en silbante vuelo casi rozaba su rostro. O podía verse afectado por una bandada de codornices o palomas o por un pájaro correcaminos que se alejaría lejos sobre sus patas, con largo paso peculiar. Muchas veces un armadillo acorazado eludiría nuestro camino o un lagarto se reavivaría a través de nuestro paso… y cada vez que nos encontrábamos más hacia el sur, los lagartos se convertían en iguanas y algunas de ellas eran tan largas como lo alto de Cózcatl, con crestas coronadas de brillantes colores en rojo, verde y púrpura.

Casi siempre había un halcón volando silenciosamente sobre nuestras cabezas, en círculos, observando ansiosamente por si algún pequeño gamo se asustaba a nuestro paso, moviéndose vulnerablemente. O un zopítotl, buitre, trazando silenciosos círculos, con la esperanza de que abandonáramos alguna cosa comestible. En los bosques, las ardillas voladoras se deslizaban desde las ramas altas a las más bajas, pareciéndose en su vuelo a los halcones y buitres, pero no tan silenciosas, pues nos chillaban enojadas. En la floresta o en la pradera, siempre había, revoloteando y aleteando alrededor de nosotros, brillantes papagayos, chupamirtos que parecían gemas, abejas de aguijones negros y una multitud de mariposas de extravagantes colores.

Ayyo, siempre había color, color por todas partes, y los mediodías eran los que tenían más colorido, ya que llameaban como cofres llenos de tesoros que eran abiertos otra vez; llenos de cada piedra y cada metal, apreciado tanto por los dioses como por los hombres. En el cielo, que era una turquesa, el sol flameaba como un escudo redondo de oro batido. Su luz brillaba sobre las peñas, rocas y guijarros ordinarios, transformándolos en topacios o jacintos; o en ópalos, a los que nosotros llamábamos piedras luciérnagas; o en plata; o en amatistas; o en téxcatl, la piedra espejo; o en perlas, las cuales no son en realidad piedras sino los corazones de las ostras; o en ámbar, que tampoco es una piedra sino espuma sólida. Todo el verdor que nos rodeaba se convertía en esmeraldas, glauconita y jade. Si estábamos en la floresta, en donde la luz del sol abigarraba el follaje en esmeralda, nosotros caminábamos inconscientemente con cuidado y delicadeza, para no hollar los preciosos discos, platos y fuentes dorados, sembrados bajo nuestros pies.

En el crepúsculo todos los colores empezaban a perder su brillo. Los colores calientes se enfriaban, aun los rojos y los amarillos se suavizaban hasta tornarse en un color azul, luego púrpura y finalmente gris. Al mismo tiempo, una neblina opaca empezaba a levantarse y salir de las grietas y cavidades de la tierra alrededor de nosotros, hasta que sus vahos se juntaban como formando una cobija por la que teníamos que caminar afanándonos en patear sus pelusas y penachos. Los murciélagos y los pájaros nocturnos empezaban a volar como dardos alrededor, atrapando insectos invisibles en su vuelo y arreglándoselas mágicamente para no chocar nunca con nosotros, o con ninguna de las ramas de los árboles, o chocar unos con otros. Muchas veces nos envolvió la oscuridad completa, cuando todavía estábamos admirando la belleza del campo, aunque ya no pudiéramos verla. Muchas noches dormimos inhalando el fuerte perfume de esas flores cuyas corolas parecen lunas-blancas, que solamente en la noche abren sus pétalos y lanzan al aire sus dulces suspiros.

Si la caída de la noche coincidía con nuestra llegada a una comunidad de los tya nuü, pasábamos la noche bajo techo y con muros que podrían ser de ladrillo de barro, o de madera en los lugares más poblados, o simplemente de cañas y paja en los más pequeños. Podíamos comprar comida decente y algunas veces escoger las golosinas peculiares de la vecindad y alquilar mujeres para cocinar y servirnos. También se podía comprar agua caliente para bañarnos e incluso en algunas ocasiones alquilar una casita-vapor de alguna familia, en donde existiera una. En las comunidades lo suficientemente grandes y por un pago insignificante, Glotón de Sangre y yo, usualmente podíamos encontrar una mujer para cada uno y también, algunas veces, podíamos conseguir una esclava para ser compartida entre nuestros hombres.

Sin embargo, muchas noches la oscuridad nos cogió en alguna tierra desierta entre los lugares poblados. Aunque para entonces ya todos nos habíamos acostumbrado a dormir en el suelo y a no temer a la oscuridad que nos rodeaba, aquellas noches eran por supuesto menos agradables. Nuestra cena sólo consistía en frijoles, atoli espeso y agua para beber. Pero si bien esto no era realmente una privación, en cambio sí lo era la falta de baño: yéndonos todos a dormir con la costra de la suciedad del día y escocidos por las picaduras de los insectos. No obstante, a veces teníamos la suficiente suerte como para poder acampar junto a un arroyo o un estanque de agua, en donde por lo menos podíamos tomar un baño de agua fría. Y otras veces, también, nuestra comida incluía la carne de algún animal salvaje cazado, por supuesto, por Glotón de Sangre.

A Cózcatl le había dado por cargar el arco y las flechas de Glotón de Sangre y ociosamente disparaba contra los árboles o cactos a lo largo del camino, hasta que llegó a utilizarlos con cierta habilidad. Como tenía la tendencia infantil de disparar sobre cualquier cosa que se moviera, generalmente traía criaturas que eran demasiado pequeñas para poder alimentarnos a todos, un conejo o una ardilla terrestre y cosas por el estilo, pero una vez nos hizo correr a todos en todas direcciones cuando hirió a un épatl, zorrillo rayado blancopardusco, con las consecuencias que ya pueden ustedes imaginarse.

Sin embargo, un día explorando por delante del grupo encontró a un venado que estaba descansando y le lanzó una flecha y corrió detrás de la bestia hasta que ésta se bamboleó, cayó y murió. Él lo estaba descuartizando torpemente con su pequeño cuchillo de obsidiana cuando lo encontramos y Glotón de Sangre le dijo: «Ni te tomes la molestia, muchacho. Déjalo para festín de los coyotin y buitres. Mira, has agujereado los intestinos. Así es que todo lo que contenían sus tripas se ha regado dentro de la cavidad de su cuerpo y toda la comida estará completamente infectada. —Cózcatl miró alicaído, pero asintió cuando el viejo guerrero le enseñó—: Cualquiera que sea el animal, trata de dar en el blanco aquí… o aquí… en el corazón o en los pulmones. Eso hará que le des una muerte más piadosa y nos producirá mayor comida». El muchacho aprendió la lección y algunas veces nos brindó un buen manjar con la carne del venado que él había matado limpia y adecuadamente.

En cada parada que hacíamos en la noche, ya sea en una aldea o en la selva, yo dejaba que Glotón de Sangre, Cózcatl y los esclavos hicieran el campamento o los arreglos necesarios para hospedarnos. Lo primero que hacía era sacar mis pinturas y papel de corteza y sentarme a anotar el curso de ese día: un mapa de la ruta haciéndolo lo más perfecto que podía, señalando los límites, la naturaleza del terreno y cosas parecidas; además de una descripción de cualquier paisaje extraordinario que hubiéramos visto o de cualquier otro suceso notorio que nos hubiera ocurrido. Si no me alcanzaba el tiempo para hacer eso antes de que faltara totalmente la luz, lo terminaba temprano a la mañana siguiente mientras que los demás levantaban el campamento. Siempre procuraba asentar la crónica lo más pronto posible, mientras todavía podía recordar cada cosa pertinente. El hecho fue que, en esos años de juventud, esa práctica hizo que mi memoria se ejercitara tan asiduamente que vengo a caer en la cuenta de que ahora en mis años débiles, todavía puedo recordar muchas cosas con claridad… incluyendo un número de ellas que podría desear que desaparecieran o se oscurecieran.

En aquella jornada, como en las siguientes, aumenté mi conocimiento de palabras. Me esforzaba en aprender nuevas palabras de las tierras por las que íbamos viajando y el modo en que ésas se unían, para juntarse como su gente las hablaba. Como ya he dicho, mi náhuatl nativo era el lenguaje común en las rutas comerciales, y en casi todas las pequeñas aldeas los pochteca mexica podrían encontrar a alguien que lo hablara adecuadamente. Muchos mercaderes que viajaban se sentían satisfechos de encontrar a esos intérpretes, y hacer todos sus tratos por medio de ellos. Probablemente nadie podría decir cuántas lenguas diferentes se hablaban fuera de las tierras de la Triple Alianza, pero un simple tratante en su carrera podía llegar a traficar con personas que hablaban cada una de ellas. Ese tratante ocupado con todas las cosas concernientes al comercio, rara vez se inclinaba a molestarse en aprender cualquier lengua extranjera, dejándolas todas a un lado.

Yo me sentía tan interesado que me tomé ese trabajo, porque consideraba que el conocimiento de las palabras era una ocupación más importante que el comercio. También parecía que poseía un don especial, por la facilidad con que aprendía nuevos lenguajes sin mucha dificultad… posiblemente porque había estado estudiando palabras toda mi vida, quizá por la temprana revelación de diferentes dialectos y acentos del náhuatl hablado en Xaltocan, en Texcoco, en Tenochtitlan y aun el conciso de Texcala. Los doce esclavos de nuestro grupo hablaban sus diversas lenguas nativas, además de fragmentos de náhuatl que habían aprendido durante su cautividad. Y así fue como empecé mi aprendizaje de nuevas palabras, con ellos, señalando a lo largo de nuestras jornadas, tal o cual objeto.

No quiero pretender que llegué a dominar cada una de esas lenguas extranjeras que encontré durante esa expedición. No hasta después de muchos otros viajes, podría decir esto. Pero aprendí lo suficiente del lenguaje de los tya nuü, de los tzapoteca, de los chiapa y maya, de tal manera que por lo menos podía entenderme en casi todos los lugares que pasamos y a nuestro regreso todavía más. Esta habilidad para comunicarme, también me facilitó el aprender las costumbres locales y sus maneras, y conforme a éstas, ser aceptado más hospitalariamente por cada pueblo. Además de hacer mi viaje más agradable y prolífico en experiencias, esa mutua aceptación me procuró mejores tratos comerciales, más que si hubiera sido el usual «sordomudo» mercader tratando de ajustar sus ventas por medio de un intérprete.

Les ofrezco un ejemplo. Cuando nosotros cruzamos la orilla de una sierra, nuestro esclavo llamado Cuatro, que ordinariamente era muy lerdo, empezó a demostrar una viveza que no le caracterizaba, una cierta clase de alegre agitación. Le pregunté con lo que había aprendido de su lenguaje y me contestó que su aldea natal de Ynochixtlan no estaba lejos, delante de nosotros. Él la había dejado algunos años atrás para ir en busca de fortuna fuera de su mundo, pero habiendo sido capturado por bandidos había sido vendido a un noble Chalca, siendo revendido varias veces más, hasta que finalmente vino a ser incluido en una ofrenda de tributo a Tenochtitlan y así había venido a dar al grupo de esclavos en donde Glotón de Sangre lo había encontrado.

Yo hubiera llegado a saber todo esto muy pronto, aun sin conocer nada de su lenguaje. Porque al llegar a Ynochixtlan, nos encontramos con el padre, la madre y los dos hermanos de Cuatro que habían venido a recibir y saludar con lágrimas y sonrisas, al que habían perdido hacía ya tiempo. Ellos y el tecutli de la aldea, o chagóola, que es como llaman en aquellos lugares a un pequeño gobernante, me suplicaron que les vendiera al hombre. Yo les expresé que estaba de acuerdo con sus sentimientos y con buena disposición para llegar a un acuerdo, pero les hice notar que Cuatro era el más grande de nuestros cargadores y el único que podía con el pesado saco de ruda obsidiana. Ante eso, el chagóola me propuso comprar al hombre y a la obsidiana, innegablemente útil para su pueblo que no tenía roca para construir sus aperos. Él sugirió como un trato justo, una cantidad de chales tejidos que eran el único producto de la aldea.

Admiré debidamente los chales que me enseñó, ya que eran bellos y prácticos. Sin embargo, tuve que decir a los aldeanos que yo estaba sólo en la tercera parte de mi camino para terminar mi jornada, que todavía no estaba buscando hacer tratos, por lo que no me interesaba adquirir nuevas mercancías que tendría que cargar todo el camino hacia el sur y luego de regreso a casa otra vez. Yo podría haber dejado ese argumento fuera, pues había determinado en mi interior, dejar a Cuatro en su familia aun teniéndolo que perder, pero para mi agradable sorpresa, su madre y su padre se pusieron a mi lado. «Chagóola —dijeron ellos respetuosamente al hombre que era la cabeza de la aldea—. Mira al joven mercader. Tiene una cara bondadosa y es simpático. Él no quiere dejar que nuestro hijo se vaya otra vez. Pero nuestro hijo es legalmente de su propiedad y seguro que él pagó un alto precio por un hijo como el de nosotros. ¿Vas a estar regateando sobre el precio de libertad de uno de tu propia gente?». No tuve necesidad de decir más. Simplemente me quedé allí mirando bondadosa y simpáticamente, mientras la familia vociferante de Cuatro hacía que su líder reconociera su mezquino ajuste de precio. Finalmente, con la cara enrojecida de vergüenza, estuvo de acuerdo en abrir el tesoro del pueblo y me pagó con moneda corriente en lugar de mercancías. Por el hombre y su carga me dio semillas de cacao, pedacitos de estaño y cobre, mucho menos difíciles de cargar y más fáciles de negociar que los pedazos de obsidiana. En suma, recibí un precio justo por los pedazos de roca y dos veces el precio de lo que había pagado por el esclavo. Cuando el cambio fue hecho y Cuatro volvió a ser otra vez un ciudadano libre de Ynochixtlan, toda la aldea se regocijó y declaró un día de fiesta e insistieron en darnos alojamiento allí aquella noche y un verdadero festín que incluía chocólatl y octli, todo eso completamente gratis.

La celebración continuaba cuando nosotros, los viajeros, nos retiramos a las chozas que nos habían asignado. Ya estando desvestidos para dormir, Glotón de Sangre eructó y me dijo: «Yo siempre pensé que era rebajarse mucho reconocer que la forma de hablar de los extranjeros fuera un lenguaje humano. Y pensaba que eras un necio en perder tu tiempo, Mixtli, cuando tomabas tus pinturas para aprender nuevas palabras de los bárbaros. Pero en estos momentos tengo que admitir…». Él tuvo otro ventrudo eructo y se quedó dormido.

Quizás sea del interés de usted, en su calidad de intérprete, joven señorito Molina, saber que cuando usted aprendió el náhuatl probablemente aprendió la más fácil de todas las lenguas nativas. No quiero decir con esto que le dé escasa importancia a sus conocimientos, usted habla el náhuatl admirablemente para ser un extranjero, pero si alguna vez quiere ensayar con otros de nuestros lenguajes, los encontrará considerablemente más difíciles.

Para citar nada más uno, por ejemplo, usted sabe que casi siempre en nuestro náhuatl los acentos caen sobre la penúltima parte de la palabra, como parece serlo también en español. Ésta pudiera ser una de las razones por las cuales yo no encontré su español insuperable, si bien en otros aspectos es muy diferente del náhuatl. Por contraste, nuestros vecinos más cercanos con diferente lenguaje, los purémpecha, acentúan casi siempre cada una de sus palabras en la tercera parte antes de la última. Ustedes lo habrán observado porque todavía quedan lugares llamados: Pátzkuaro, Kerétaro y otros. El lenguaje de los otomí se habla más al norte de aquí y es todavía más difícil porque ellos acentúan sus palabras en donde sea. Debo decir que de todos los lenguajes que he escuchado, incluyendo el de ustedes, el otomite es el más difícil de aprender. Solamente como una ilustración, ésta tiene diferentes palabras para la risa de un hombre y la de una mujer.

Toda mi vida he tenido que soportar el ser llamado por diferentes nombres. Entonces, cuando llegué a ser mercader viajero y era llamado en diferentes lenguajes, adquirí más nombres todavía, porque naturalmente Nube Oscura se decía diferente en todas partes. La gente tzapoteca, por ejemplo, traducían mi nombre náhuatl de Tliléctic-Mixtli a Zaa Nayàzú o Nube Que Es Oscura. Aun después de que hube enseñado a la muchacha Zyanya a hablar con soltura el náhuatl como cualquier mujer mexica, ella siempre me llamaba Zaa. Podía con facilidad pronunciar la palabra Mixtli, pero invariablemente me llamaba Zaa y hacía de su sonido un encarecimiento que viniendo de sus labios era el nombre que más me gustaba de todos los que siempre he llevado…

Pero de eso hablaré a su tiempo.

Veo que usted, Fray Toribio, hace pequeñas anotaciones después de que ya ha escrito, tratando de indicar la forma en que el sonido se levanta y vuelve a descender en ese nombre de Zaa Nayàzú. Sí, el sonido sube y baja, casi como una canción y no sé cómo se las arreglará para hacerlo notar en su escritura, tanto como en la nuestra.

Sólo el lenguaje de los tzapoteca se habla así y es el más melodioso de todos los lenguajes Del Único Mundo, así también como los hombres tzapoteca son los más bellos y sus mujeres las más sublimes. Asimismo debo decir que la palabra tzapoteca es como los otros pueblos los llaman por la fruta del tzapote que crece abundantemente en sus tierras. El nombre que ellos se dan es más evocativo de las cumbres en que casi todos viven: Be’n Zaa, la Gente Nube.

Ellos llaman a su lenguaje lóochi. Comparado con el náhuatl tiene sólo un tronco de unos cuantos sonidos y éstos están compuestos en palabras mucho más cortas que las del náhuatl. Pero esos pocos sonidos tienen una infinidad de significados, de acuerdo a la forma en que ellos hablen: llanamente o cantando hacia arriba o vocalizando hacia abajo. El efecto musical que producen no es solamente un sonido dulce, sino que éste es indispensable para la comprensión de las palabras. En verdad, el canto es una de las partes más importantes de su lenguaje, ya que un tzapoteca puede componer con sonido «hablado» y transmitir su significado, hasta el tamaño de un simple mensaje por lo menos, zumbando o silbando solamente su melodía.

Así fue como supimos cuándo nos aproximábamos a las tierras de la Gente Nube y así también ellos lo supieron. Oímos un silbido penetrante que salía de la montaña que se veía enfrente de nuestro camino. Era un gorgojeo largo como ningún pájaro podría haberlo hecho y, después de un momento, fue repetido por alguien más adelante de nosotros y el mismo silbido exactamente. Después de otros momentos el silbido se repitió idénticamente y casi inaudible a la distancia, muy lejos, delante de nosotros. «Los vigías tzapoteca —explicó Glotón de Sangre—. Ellos se comunican con silbidos en lugar de gritos como lo hacen nuestros llamadores-a-lo-lejos». Yo le pregunté: «¿Por qué tienen vigías?». «Nosotros estamos en la tierra llamada Uaxyácac y esta tierra ha sido disputada por los mixteca, los olmeca y los tzapoteca. En algunos lugares ellos se han mezclado y viven amigablemente unos junto de otros; en otros, se molestan y se roban unos a otros. Así es que todos los que llegan deben ser identificados. Este mensaje a base de silbidos, probablemente en estos momentos esté llegando al palacio de Záachilà y sin duda está diciéndole a su Venerado Orador que nosotros somos mexica, que somos mercaderes pochteca, cuántos somos y quizás aun el tamaño y forma de nuestros bultos».

Quizás uno de sus soldados españoles montando a caballo y viajando veloz, cruzando a través de nuestras tierras cada día, encontraría cada aldea en la que parara cada noche muy distinta y diferente de la aldea en que pasó la noche anterior. Pero nosotros que viajábamos despacio a pie, no encontrábamos cambios abruptos de un lugar a otro. Además nos dimos cuenta de que al sur del pueblo de Quaunáhuac, todos parecían andar descalzos excepto cuando se vestían para algún festival local, y no notamos una gran diferencia entre una comunidad y otra. La apariencia física de la gente, sus costumbres, su arquitectura, todas esas cosas, sí cambiaban, sí, pero el cambio era usualmente gradual y únicamente perceptible a intervalos. Oh, nosotros pudimos observar aquí y allá, especialmente en las aldeas en donde todos sus habitantes se habían mezclado por generaciones, que un pueblo se diferenciaba de otro solamente porque unos eran más altos que otros, de piel más clara o más oscura, su carácter más jovial o gruñón que el de los otros. Pero generalmente la gente tendía a confundirse indistinguiblemente de un lugar a otro.

En todas partes los hombres que trabajaban llevaban nada más que un taparrabo blanco y se cubrían con un manto blanco en sus ratos de ocio. Las mujeres llevaban la familiar blusa blanca, la falda y presumiblemente la ropa interior usual. La ropa de esa gente estaba avivada en su blancura por bellos bordados y tanto los diseños como los colores variaban de un lugar a otro. También los nobles de diferentes regiones tenían gustos distintos sobre sus mantos de plumas y sus penachos, sus tapones de nariz, sus aretes, sus pendientes, sus brazaletes, los adornos para las pantorrillas y otra clase de aderezos. Pero esas variaciones rara vez eran notadas por los viajeros que cruzaban sus tierras, como nosotros; se necesitaría una larga residencia en una aldea para reconocer a simple vista a un visitante de la aldea vecina a lo largo del camino. Ni siquiera los lenguajes cambiaban bruscamente, ni siquiera en las fronteras de cada nación. La manera de hablar de una nación se mezclaba y emergía dentro del lenguaje de la siguiente y sólo después de varios días de camino se venía a dar cuenta el viajero que estaba escuchando una lengua totalmente nueva.

Ésta había sido una de nuestras experiencias en toda nuestra jornada, hasta esos momentos en que entramos en la tierra de Uaxyácac, la que ustedes se contentan con llamar Oaxaca, en donde el primer silbido melodioso de la bella y única lengua lóochi nos hizo notar que estábamos de repente entre gente completamente diferente a la que nos habíamos encontrado antes.

Pasamos la primera noche en Uaxyácac en una aldea llamada Texitla y no había nada especialmente notable acerca de aquélla en particular. Las casas estaban construidas como todas las que nos habíamos acostumbrado a ver desde hacía algún tiempo, con varas sacadas del alma de las hojas de la palmera y con tejados hechos por sus hojas. Los baños y las cabañas de vapor estaban hechos de barro cocido, como todos los otros que habíamos visto recientemente. La comida que compramos era muy parecida a la que nos había sido servida en noches anteriores. Lo que era diferente era la gente de Texitla. «¡Pero si son muy bellos!», exclamó Cózcatl. Glotón de Sangre no dijo nada ya que él había estado antes en esos lugares. El viejo veterano solamente miró alrededor con afectación y aires de propietario, como si personalmente hubiera arreglado la existencia de Texitla con el único propósito de sorprendernos a Cózcatl y a mí.

Nunca antes había estado en una comunidad en donde toda la gente era tan uniformemente bella y que incluso sus ropas de diario tuvieran un colorido tan alegre. Los hombres eran altos y musculosos, y sin embargo no se mostraban arrogantes ni se envanecían de su fuerza; eran alegres y reían y jugaban con sus hijos como si ellos también fueran niños. Las mujeres eran también altas para su sexo, ligeras y gentiles, sus ojos sonreían cuando sus labios lo hacían. Tanto los hombres como las mujeres hacían que los viajeros como nosotros nos sintiéramos bien recibidos, aunque como ya lo explicaré, los tzapoteca no tenían muchos motivos para ser amistosos con nosotros los mexica. A pesar de eso y de que la aldea era pequeña, yo hubiera podido tener una mujer aun y a pesar de que todas las mujeres núbiles parecían estar felizmente casadas.

Sin embargo, Texitla no era el único lugar aislado en donde había gente hermosa, como descubrimos al llegar a la populosa ciudad capital de Záachilà y como confirmamos durante nuestra travesía por todo el resto de Uaxyácac. Era una tierra en donde toda la gente era bien parecida y sus maneras tan brillantes como sus vestidos. El gusto de los tzapoteca por los colores brillantes era fácilmente comprensible, ya que esa nación producía los más finos colorantes. Era también el lugar más al norte en el recorrido de papagayos, guacamayos, tucanes y otros pájaros tropicales de esplendorosos plumajes. La razón por la cual los tzapoteca llegaron a ser tan notables especímenes humanos era evidente. Así es que después de un día o dos en Záachilà, le dije a un anciano de la ciudad: «Su pueblo parece ser muy superior a otros pueblos que he conocido. ¿Cuál es su historia? ¿De dónde vinieron ustedes?». «¿De dónde venimos?», preguntó él con un dejo de desdén en su voz ante mi ignorancia. Él era uno de los habitantes de la ciudad que hablaba náhuatl y que regularmente servía de intérprete a los viajeros pochteca y él fue el que me enseñó las primeras palabras que aprendí en lóochi. Su nombre era Gíigu Nashinyá que quiere decir Río Rojo y su rostro parecía un peñasco curtido por los elementos. Me dijo: «Ustedes los mexica cuentan que sus ancestros llegaron de un lugar muy lejano hacia el norte de sus dominios actuales. Los chiapa dicen que sus antepasados eran originarios de un lugar que estaba a una inmensurable distancia hacia el sur de su tierra actual. Y todos los demás pueblos también dicen que sus orígenes provienen de algún otro lugar, lejos del actual en el que viven. Sí, todos los demás pueblos excepto nosotros los be’n zaa. No nos llamamos a nosotros mismos así por una razón tonta. Nosotros somos la Gente Nube… nacidos de las nubes, los árboles, las rocas y las montañas de esta tierra. Nosotros no llegamos aquí. Nosotros siempre hemos estado aquí. Dígame, joven, ¿usted ya ha visto y olido la gie lazhido, la flor-corazón?». Yo le dije: «Keá, Gíigu zhibi», que en el lenguaje tzapoteca quiere decir: «No, Señor Río». «Ya las verá. Los hacemos crecer en los jardines de nuestras casas. La flor es llamada así porque su botón cerrado tiene la forma de un corazón humano. Las amas de casa sólo cortan un botón cada vez, porque una sola flor aunque todavía no esté abierta, llenará de perfume toda la casa. Otra de las distinciones de la flor-corazón es que originalmente creció salvaje en las montañas que ve usted a lo lejos, y creció sólo en estas montañas y no en ningún otro lado. Como nosotros los be’n zaa llegamos a existir solamente aquí y como nosotros todavía florece aquí. Es un regocijo oler y ver a la flor-corazón, como siempre lo ha sido. Y los be’n zaa son gente vigorosa y fuerte, como siempre lo han sido». Haciendo eco de lo que Cózcatl había dicho, cuando por primera vez él vio a esa gente, yo murmuré: «Líi skarú… Gente muy bella». «Sí, tan bella como alegre —dijo el anciano sin falsa modestia—. La Gente Nube ha permanecido así, manteniéndose como Gente Nube pura. Nosotros purificamos cualquier impureza que crece o se arrastra». Yo dije: «¿Qué? ¿Cómo?». «Si un niño nace malformado o intolerablemente feo o da evidencias de tener alguna deficiencia mental, no lo dejamos crecer. Oh, nosotros no somos asesinos, como algunas otras tribus bárbaras que no solamente matan a sus infantes, sino que además los devoran. Al infortunado infante sólo se le niega la teta de la madre y se consume y muere en el buen tiempo que los dioses señalen. También desechamos a nuestros ancianos, cuando ellos ya están muy feos para ser vistos o demasiado débiles para cuidarse a sí mismos, o cuando sus mentes empiezan a decaer. Por supuesto, la inmolación de los viejos generalmente es voluntaria y hecha en beneficio público. Yo, también, cuando sienta que mis sentidos o mi vigor empiezan a menguarse, me despediré de todos e iré a la Casa Santa y nunca más volveré a ser visto».

Dije: «Eso me parece bastante cruel». «¿Es cruel desarraigar el jardín? ¿Podar las ramas muertas de un huerto?». «Bueno, pues…». Él dijo sardónicamente: «Usted admira los efectos, pero deplora los medios. Que nosotros escojamos desechar lo inútil y lo que ya no sirve para nada, y que de otra manera vendría a ser una carga para sus compañeros. Que nosotros escojamos dejar morir a los defectuosos y de esa manera prevenir una generación todavía más defectuosa. Joven moralista, ¿usted también condena que nosotros rehusemos engendrar mestizos?». «¿Mestizos?». «Hemos sido repetidamente invadidos por los mixteca y los olmeca en tiempos pasados, y por los mexica en tiempos más recientes, y sufrimos continuas infiltraciones de tribus más pequeñas alrededor de nuestras fronteras, pero jamás nos hemos mezclado con ninguno de ellos. Si bien los extranjeros se mueven entre nosotros y aun viven entre nosotros, siempre les prohibiremos mezclar su sangre con la nuestra». Yo le dije: «No sé cómo pueden hacerlo. Hombres y mujeres siempre serán lo que son, y difícilmente podrán permitir un intercurso social con los forasteros y tener la esperanza de prevenir un contacto sexual con ellos». «Oh, nosotros somos humanos —concedió él—. Nuestros hombres voluntariamente prueban las mujeres de otras razas y algunas de nuestras mujeres voluntariamente van a ahorcajarse al camino. Pero si alguno de la Gente Nube formalmente toma a un extranjero por marido o por esposa, en ese momento deja de ser Gente Nube. Este hecho es suficiente para que usualmente descorazone a aquellos que desean casarse con extranjeros. Pero hay otra razón por la cual estos matrimonios no son comunes. Seguro que usted podrá darse cuenta de ello». Yo negué inciertamente con la cabeza. «Usted ha viajado a través de otros pueblos. Mire a nuestros hombres. Mire a nuestras mujeres. ¿En qué otra nación fuera de Uaxyácac podrían encontrar parejas tan cerca de lo ideal para cada uno de ellos?».

Yo ya lo había notado y su pregunta no tenía respuesta. Privilegiadamente yo había conocido en otros tiempos ejemplares humanos en exceso favorables de otros pueblos: mi bella hermana Tzitzi, que era mexica; la Señora de Tolan, que era tecpanécatl; el pequeño y bello Cózcatl, quien era acolhua. Y privilegiadamente ninguno de los especímenes tzapoteca tenía ningún defecto. No podía negar que casi todas sus gentes tenían un rostro y una figura tan superiores como para hacer que la mayoría de los otros pueblos se vieran como los primeros experimentos fallidos de los dioses.

Entre los mexica a mí se me consideraba como una rareza por mi estatura y mi musculatura, pero casi todos los hombres tzapoteca eran tan fuertes y altos como yo y tenían ambas cosas, fuerza y sensibilidad en sus rostros. Casi todas las mujeres estaban ampliamente dotadas con las curvas femeninas, pero eran flexibles como las cañas y sus rostros habían sido hechos en imitación de una diosa: ojos grandes y luminosos, nariz recta, boca hecha para besar, piel traslúcida y sin manchas. Zyanya era un vaso simétrico de cobre barnizado lleno hasta el borde de miel y puesto al sol. Tanto los hombres como las mujeres se paraban altivos y se movían con gracia y hablaban su melodiosa lengua lóochi con voces suaves. Los niños eran exquisitos, más allá de toda descripción y educados con muy buenos modales. Me sentí muy contento de no poder salir de mí mismo para compararme con ellos. Pero los otros forasteros que vi en Uaxyácac, la mayoría de ellos inmigrantes mixteca, se veían entre la Gente Nube terrosos en un color lodoso y en comparación muy imperfectos.

Hasta estos momentos todavía no lo puedo creer. Como nosotros decimos, considero con mi dedito el cuento del viejo intérprete Gíigu, de cómo había sido creada su gente… espontánea, espléndida y completamente. Yo no puedo creer que, ya completamente formada, la Gente Nube brotó de esas montañas como la flor-corazón. Jamás ninguna otra nación habló de un origen tan tontamente imposible. Todos los pueblos deben venir de algún otro lado, ¿no es así?

Sin embargo puedo creer, porque lo vi con mis propios ojos, que los tzapoteca se negaron orgullosa y obstinadamente a mezclarse con los extranjeros, y que habían preservado su línea sanguínea original, aun cuando eso significara una crueldad hacia los que amaban. Como quiera que haya sido el verdadero origen de la Gente Nube, ellos se conformaron solamente con ser la mejor nación. Puedo creer eso porque yo estaba allí, caminando entre ellos, los hombres admirables y las mujeres deseables. ¡Ayyo, mujeres notables, irresistibles y atormentadoramente deseables!

Ah, Su Ilustrísima, en nuestra práctica aquí, el señor escribano me acaba de leer la última frase que dije para recordarme en dónde me había quedado en nuestra última sesión. ¿Podría atreverme a suponer que Su Ilustrísima se ha unido hoy con nosotros para poder escuchar cómo violé a toda la población femenina de Záachilà?

¿No?

Si como usted dice, no se sorprendería de oír tal cosa, pero no desea escucharlo, entonces, permítame realmente sorprender a Su Ilustrísima. Aunque nosotros pasamos varios días en Záachilà y sus alrededores, no toqué ni siquiera a una mujer ahí. Sí, como Su Ilustrísima lo hace notar, ésa no era una de mis características, aunque no puedo clamar el haber gozado de una repentina redención en mi manera libertina de ser. Más bien, yo estaba en esos momentos afligido por una nueva perversidad. Yo no deseaba a ninguna de las mujeres que podía tener, porque las podía tener. Esas mujeres eran adorables, seductoras y sin duda muy diestras —Glotón de Sangre se revolcó en el prostíbulo todo el tiempo que estuvimos allí—, pero la sola facilidad de tenerlas me hizo declinarlas. Lo que yo quería, lo que deseaba con lujuria y que insistía en tener, era una verdadera mujer de la Gente Nube, quiero decir una mujer que pudiera recular de horror ante un forastero como yo. Ése era el dilema. Yo deseaba lo que no podía tener y no quería nada más que eso. Así es que no tuve a ninguna mujer y por eso no puedo decirle nada a Su Ilustrísima acerca de las mujeres de Záachilà.

Permítame en su lugar hablar un poco acerca de Uaxyácac. Esa tierra es un caos de montañas, picos y peñascos; montañas junto a montañas, montañas sobre montañas. Los tzapoteca, contentos con la protección y el aislamiento que reciben de sus montañas, rara vez se han tomado la molestia de aventurarse más allá de esas murallas. Así, también rara vez le dan la bienvenida a otras personas adentro. Para otras naciones, han llegado a ser «la gente encerrada».

Sin embargo, el primer Motecuzoma había determinado extender las rutas comerciales de los mexica hacia el sur y más allá del sur y decidió hacerlo empleando la fuerza y no por negociaciones diplomáticas. En el año de mi nacimiento, él guió a un ejército dentro de Uaxyácac y después de causar una gran devastación y muerte entre los tzapoteca, decidió finalmente tomar a Záachilà por asalto. Él exigió libre paso a los viajeros pochteca mexica y, por supuesto, puso a la Gente Nube bajo el tributo de Tenochtitlan. Pero careció de un ejército más grande para apoyar las fuerzas de ocupación, y cuando regresó a su tierra llevando consigo la mayor parte de su ejército, dejó sólo una pequeña guarnición para amparar al gobernador mexica y a los recaudadores de impuestos. En cuanto él estuvo fuera de la vista, los tzapoteca mataron con toda naturalidad a toda la guarnición y reanudaron su forma de vida, y jamás pagaron por tributo algo más que una mezquina cantidad de algodón.

Esto hubiera atraído una nueva y punitiva invasión por parte de los mexica, quienes hubieran destruido esa nación, ya que a Motecuzoma no se le llamaba el Señor Furioso sin ninguna razón. Pero hubo dos cosas que lo impidieron: los tzapoteca fueron lo suficientemente sabios como para mantener su promesa de dejar a los mercaderes mexica viajar por sus tierras sin ser molestados, y en ese mismo año Motecuzoma murió. Su sucesor, Axayácatl, estuvo satisfecho con la concesión que le daban al comercio mexica y lo suficientemente consciente de las dificultades que acarrearía el conquistar y sostener una nación tan lejana, así es que no mandó más ejércitos. Aunque no había mucha amistad entre las dos naciones, sí se estableció una tregua mutua y tratos comerciales, que prevalecieron durante los veinte años antes de mi llegada y por algunos años después de ella.

El centro ceremonial y la ciudad más venerada de Uaxyácac era la antigua ciudad de Lyobaan, a una corta jornada hacia el este de Záachilà, a la cual Gíigu nos llevó un día a Cózcatl y a mí, para conocerla. (Glotón de Sangre se quedó en Záachilà divirtiéndose en la auyanicati, casa de placer). El nombre de la ciudad, Lyobaan, significa El Hogar Santo, pero nosotros los mexica la conocíamos desde hacía ya mucho tiempo por Mictlan, porque aquellos mexica que la habían visto, de verdad creían que era la entrada terrestre hacia la oscuridad y hacia el horrendo lugar de ese mundo del más allá.

Es una ciudad muy hermosa y bien conservada para su antigüedad. Hay muchos templos con muchas habitaciones, una de las cuales era la más grande que jamás había visto en mi vida, con un techo que sólo hubiera podido estar soportado por un bosque de pilares. Las paredes de los edificios, tanto afuera como adentro, estaban adornadas con diseños profundamente labrados, que parecían tejidos petrificados, repetidos infinitamente en mosaicos blancos de piedra caliza, perfectamente bien acomodados. Como a Su Ilustrísima difícilmente necesita que le digan, esos numerosos templos de El Hogar Santo evidenciaban claramente que la Gente Nube, como nosotros los mexica y ustedes los Cristianos, rendía homenaje a una hueste completa de deidades. Allí estaba la virgen diosa luna Beu y el dios jaguar Béezye y la diosa del amanecer Tangu Yu y no sé cuántos más.

Pero a diferencia de nosotros los mexica, la Gente Nube cree, como ustedes los Cristianos, que todos esos dioses y diosas están subordinados a un gran señor todopoderoso que creó el universo y que gobierna sobre todas las cosas. Como sus ángeles, santos y demás, esos dioses menores no podrían hacer uso de sus varias y separadas funciones, y en verdad ni siquiera hubieran podido existir, sin el permiso y la supervisión del dios más alto de toda la creación. Los tzapoteca lo llaman Uizye Tao que quiere decir «El Aliento Poderoso».

Sin embargo, esos grandes templos austeros están construidos solamente en el nivel más alto de Lyobaan. Fueron construidos especialmente sobre aberturas terrestres que llevan a cuevas naturales, túneles y cavernas, en lo más profundo de la tierra, dando lugar a los tzapoteca para enterrar a sus muertos por años incontables. A esa ciudad siempre han sido llevados sus nobles, altos sacerdotes y héroes guerreros muertos, para ser ceremoniosamente enterrados en cuartos ricamente decorados y amueblados, directamente debajo de los templos.

Pero también había y hay habitación para los plebeyos en esas criptas profundas. Gíigu nos contó que no se conocía el final de esas cuevas; se comunicaban y corrían bajo el suelo por incontables largas-carreras, y que había festones de piedra colgando de sus techos y pedestales de piedra surgiendo de sus suelos, que había cortinas y drapeados de piedra con diseños naturales, maravillosos y sobrenaturales como si fueran cascadas petrificadas o como los temerosos mexica imaginaban los portones de Mictlan. «Y no sólo los muertos vienen a El Hogar Santo —dijo él—. Como ya les dije, cuando sienta que mi vida ya no sirve para nada, vendré aquí para desaparecer». De acuerdo a lo que él decía, cualquier hombre o mujer, plebeyos o nobles, quien estuviera baldado por la ancianidad, o cargado por sufrimientos o pesares, o cansado de vivir por alguna razón, podía demandar a los sacerdotes de Lyobaan un entierro voluntario en El Hogar Santo. Él o ella, provistos con una antorcha de palo de pino, pero sin nada para comer, sería dejado en una de las cuevas que se cerraría a su espalda. Entonces, vagaría a través de los pasajes hasta que la luz o su fuerza se agotaran, o encontrara una caverna conveniente, o diera con un lugar que por instinto le dijera que alguno de sus antepasados yacía allí y era un lugar agradable para morir. Entonces el nuevo habitante se acomodaría y esperaría con calma a que su espíritu partiera a cualquier destino que le estaría reservado.

Una de las cosas que me tenía perplejo de Lyobaan era que ese lugar sagrado estuviera enclavado sobre plataformas de piedra al nivel del piso, y no hubiera sido elevado, con todo y sus templos, sobre una pirámide. Le pregunté al viejo el porqué. «Los ancestros construyeron así este lugar para que tuviera solidez para resistir el zyuüù», dijo, usando una palabra que yo no conocía. Pero en un momento tanto Cózcatl como yo supimos a lo que se refería, porque lo sentimos, como si nuestro guía lo hubiera citado especialmente para instruirnos. «Tlalolini», dijo Cózcatl, con una voz que resonó, como todo lo que nos rodeaba.

Nosotros lo llamamos en náhuatl, tlalolini; los tzapoteca lo llaman zyuüù; ustedes lo conocen por temblor de tierra. Yo ya había sentido a la tierra moverse antes en Xaltocan, pero su movimiento era un moderado bailoteo hacia arriba y hacia abajo, y nosotros sabíamos que era solamente un acomodamiento de la isla, para estar más confortablemente asentada en el fondo inestable del lago. Allí, en El Hogar Santo, el movimiento era diferente; un bamboleo rodante de lado a lado, como si la montaña hubiera sido un bote pequeño en un lago enfurecido. Exactamente como lo había sentido algunas veces en aguas turbulentas, y en ese momento tuve náuseas. Varias piezas de piedra se salieron de su lugar en la parte alta de un edificio y llegaron fuertemente rodando hacia abajo un poco más allá. Gíigu, apuntando hacia ellas, dijo: «Los antepasados construyeron fuertemente, pero rara vez pasa un día sin que haya un zyuüù en Uaxyácac, moderado o fuerte. Así, nosotros generalmente construimos las casas menos fuertes. Una casa hecha con el alma de la hoja de palma y tejado de palma o paja, no puede dañar mucho a sus habitantes si los techos se caen encima de ellos y se puede reconstruir con facilidad».

Yo asentí con la cabeza, pues mi estómago estaba tan revuelto que tuve miedo de abrir la boca. El viejo sonrió comprensivamente. «Esto ha afectado sus tripas, ¿verdad? Le apuesto a que afectará además, a otro de sus órganos». Y así fue. Por alguna razón, mi tepule se puso erecto y se estiró en toda su longitud y grosor. «Nadie sabe el porqué —dijo Gíigu—, pero el zyuüù afecta a todos los animales, de preferencia a los humanos. Los hombres y las mujeres se excitan sexualmente y en ocasiones, en un gran terremoto, se exaltan de tal manera que hacen cosas inmorales y en público. Cuando un temblor es realmente violento o prolongado, aun los muchachos pequeños eyaculan involuntariamente y las muchachas pequeñas llegan al orgasmo, como si fueran los adultos más sensuales y por supuesto que se descarrían por lo ocurrido. Algunas veces, mucho antes de que la tierra se mueva, los perros y los coyotin empiezan a lloriquear y a aullar y los pájaros revolotean alrededor. Sabemos por su conducta cuándo un temblor verdadero y peligroso está por sentirse. Nuestros mineros y canteros corren a lugares seguros, los nobles abandonan sus palacios de piedra, los sacerdotes dejan sus templos de piedra. Aun estando prevenidos, una convulsión muy fuerte puede causar mucho daño y muerte. —Para mi sorpresa, él se sonrió otra vez—. A pesar de todo, nosotros tenemos que conceder que un temblor de tierra nos da más vida de las que arrebata. Después de cada temblor fuerte, cuando tres cuartas partes del año han transcurrido, una gran cantidad de bebés nacen con solamente unos días de diferencia unos de otros».

Podía creerlo, pues mi rígido miembro se había levantado de repente como un garrote y se negaba a apaciguarse. Envidié a Glotón de Sangre quien estaba haciendo que ese día fuera, probablemente, recordado para siempre en la auyanicali. Si yo hubiera estado en cualquiera de las calles de Záachilà, habría podido romper la tregua entre los mexica y los tzapoteca y desnudar y violar a la primera mujer que encontrara…

No, no necesito platicar sobre eso. Pero quiero decir a Su Ilustrísima, que aunque un temblor de tierra produce temor a los animales menores, a los humanos les inspira temor y excitación sexual.

En la primera noche en que nuestro grupo acampó al aire libre, al principio de aquella larga jornada, por primera vez sentí el impacto del miedo hacia la oscuridad, el vacío y la soledad durante la noche en la selva y después me embargó un sentimiento que me empujaba con urgencia a copular. Tanto el animal humano como cualquier otro animal irracional, sentimos miedo al enfrentarnos a cualquier aspecto de la naturaleza que no podemos comprender ni controlar. Sin embargo, las criaturas inferiores no saben lo que es sentir miedo a la muerte, porque ellas no saben lo que es la muerte. Nosotros los humanos sí lo sabemos. Un hombre puede afrontar cara a cara una muerte honorable en el campo de batalla o en un altar. Una mujer puede afrontar el riesgo de una muerte honorable al dar a luz. Pero nosotros no podemos afrontar una muerte que llega de un modo diferente, como el soplo que apaga la llama de una lámpara. Nuestro miedo más grande proviene de ser extinguidos de una manera caprichosa y sin sentido. Y en el momento en que sentimos ese gran pavor, nuestro impulso instintivo nos hace hacer la única cosa que sabemos hacer en preservación de la vida. Algo muy profundo dentro de nuestro cerebro nos grita con desesperación: «¡Ahuilnéma! ¡Copula! Si no puedes salvar tu vida, puedes hacer otra». Y así el tepule del hombre se levanta por sí solo, las tepili, partes de la mujer, se abren incitadoras, sus jugos genitales empiezan a fluir…

Bueno, ésta es solamente una teoría, y una teoría solamente mía. Sin embargo, Su Ilustrísima, y también ustedes reverendos frailes, eventualmente tendrán la oportunidad de verificar o desaprobar lo que les digo. Esta isla de Tenochtitlan-Mexico está asentada en una forma todavía más incómoda que la de Xaltocan sobre el fondo fangoso del lago, y ha cambiado su posición varias veces antes y algunas de ellas muy violentamente. Tarde o temprano, ustedes sentirán un convulsivo temblor de tierra, y entonces podrán verificar por sí mismos lo que sienten sus reverendas partes.

No había ninguna razón verdadera para que nuestro grupo se quedara en Záachilà y en sus alrededores por tantos días, como nosotros hicimos, excepto porque era el lugar más agradable para descansar antes de que emprendiéramos la larga y pesada caminata ascendente a través de las montañas, y también por el hecho de que, por todos los días grises que Glotón de Sangre había vivido, parecía determinado a no dejar desatendida a ni una sola de las accesibles y bellas tzapoteca. Por lo tanto, yo me dediqué a ver los bellos paisajes de la comarca y ni siquiera me esforcé en concertar algún trato comercial, por una simple razón, la mercancía local más apreciada era el famoso colorante y éste estaba agotado.

Ustedes llaman a ese colorante cochinilla y quizá sepan que se obtiene de cierto insecto, el nocheztli. Esos insectos viven por millones en inmensas plantaciones de una variedad especial de nopali, cactos, de los que se alimentan. Todos los insectos maduran en la misma estación y sus cultivadores los toman de los cactos y los introducen en bolsas para luego matarlos, ya sea metiendo las bolsas en agua hirviendo, colgándolas en las casas de vapor o dejándolas secar al sol. Los insectos se secan hasta que quedan como semillas arrugadas y entonces son vendidos por su peso. El color que se desprende de ellos, depende de la forma en que hayan sido matados —cocidos, por vapor o asados— y cuando han sido aplastados su colorante puede ser jacinto amarillo-rojo o escarlata brillante o un carmín particularmente luminoso, que no se puede obtener de ninguna otra fuente. Si yo les explico todo esto es porque la última cosecha de los tzapoteca había sido vendida en su totalidad a un mercader mexica, el mismo con el que había conversado tiempo atrás en la nación de los xochimilca, y ya no había más colorante durante ese año, pues ni aun a los insectos más mimados se les puede apurar para que se reproduzcan.

Como recordaba lo que ese mercader me había dicho acerca de un colorante nuevo y aún más raro, un púrpura permanente que de alguna manera estaba relacionado con caracoles y un pueblo llamado Los Desconocidos, le pregunté sobre eso a mi intérprete y a varios de sus amigos mercaderes lo que pudieran saber sobre el particular; pero lo único que conseguí de todos fue un gesto vago de ignorancia y una respuesta como un eco: «¿Púrpura? ¿Caracoles? ¿Desconocidos?». Así es que sólo hice una transacción en Záachilà y no fue ese tipo de negocio que un típico pochtécatl hubiera podido hacer.

El viejo Gíigu arregló para mí una entrevista de cortesía con Kosi Yuela, el bishosu Ben Záa, que quiere decir Venerado Orador de la Gente Nube y ese gentilhombre tuvo la amabilidad de agasajarme, invitándome a conocer su palacio para que pudiera admirar sus muebles lujosos. Me interesé en la adquisición de dos de ellos. Uno, fue la reina del bishosu, Pela Xila, una mujer que hacía que a cualquier hombre se le hiciera agua la boca, pero me contenté con hacer el gesto de besar la tierra delante de ella. Sin embargo, cuando vi un bellísimo tapiz trabajado en pluma decidí que lo tendría. «Ha sido hecho por uno de sus compatriotas», dijo mi anfitrión y su voz sonó como si yo hubiera sido un impertinente en detenerme a admirar el trabajo de un mexica, en lugar de admirar los productos de su pueblo, la Gente Nube. Por ejemplo, las tapicerías abigarradas e interesantes del salón del trono, hechas por apretados nudos coloreados, luego otra vez anudados y vueltos a colorear y así por varias veces más. Señalando con mi cabeza el tapiz, le dije: «Déjeme adivinar mi señor. Ese trabajo de pluma es de un artista que vino de muy lejos, llamado Chimali». Kosi Yuela sonrió. «Tiene razón. Estuvo aquí por un tiempo haciendo bosquejos de los mosaicos de Lyobaan, y después no tuvo con qué pagar al posadero excepto con este tapiz. El posadero lo aceptó, aunque no muy contento, y luego vino a quejarse conmigo. Así es que yo le retribuí, porque confío en que el artista vuelva otra vez y lo redima». «Estoy seguro de que él lo hará —le dije—. Pero yo conozco a Chimali desde hace mucho tiempo y probablemente lo vea antes que usted. Si me lo permite, mi señor, estaré encantado de pagar su deuda y de asumir esto en prenda». «Sería muy amable de su parte —dijo el Bishosu—. Un favor muy generoso tanto para su amigo como para nosotros». «No se fije usted en eso —le dije—. Sólo le pago a usted la bondad que ha tenido para con él. Y de todas maneras —y recordé el día que guié al asustado Chimali a su casa, llevando una calabaza en la cabeza—, ésta no será la primera vez que he ayudado a mi amigo en alguna dificultad temporal».

Chimali debió de haber vivido muy bien durante su estancia en la posada, pues me costó un bulto completo de pedacitos de estaño y cobre para liquidar su deuda. Sin embargo, el tapiz fácilmente valdría diez o veinte veces más. Ahora, probablemente su valor sería de cien veces más, ya que casi todos nuestros trabajos de pluma han sido destruidos y no se han hecho más en estos últimos años. Ya sea porque también los artistas que trabajan la pluma hayan sido destruidos o porque hayan perdido el deseo de su corazón para crear belleza. Así que es muy probable que Su Ilustrísima nunca haya visto uno de esos trabajos deslumbrantes.

El trabajo de pluma es mucho más delicado, difícil y lleva más tiempo que cualquier clase de pintura, escultura o joyería. El artista empieza a trabajar con una pieza del más fino algodón, fuertemente estirada sobre un panel o marco de madera. Sobre la tela dibuja suavemente las líneas del motivo que ya tenía en mente, luego, cuidadosamente llena todos los espacios con plumas de colores, quitando el cañón a cada una para utilizar la parte más suave de ésta. Pega, quizá, miles y miles de plumas, una por una, con gotas diminutas del líquido del hule. Algunos que se llamaban a sí mismos artistas, negligente y suciamente falseaban el trabajo utilizando solamente plumas blancas de pájaros, las cuales teñían con pinturas y colorantes según lo iban requiriendo y ajustando sus formas para llenar los lugares más intrincados del diseño. Sin embargo, los verdaderos artistas usaban sólo las plumas de colores naturales y con mucho cuidado escogían exactamente el matiz correcto en todos los grados de colores y usaban plumas largas o cortas, rectas o curvas según lo pedía el dibujo. Dije «largas», sí, pero rara vez había en cualquiera de esos trabajos una pluma más grande que el pétalo de una violeta y la más pequeña era más o menos del tamaño de una pestaña humana. Un artista debía separar cuidadosamente, comparar y seleccionar de entre un bulto de plumas tan grande que podría llenar este cuarto en el que nosotros estamos sentados.

No sé por qué Chimali, por esta vez, hizo a un lado su pintura y en lugar de ello escogió el trabajo de pluma para hacer la escena de un paisaje. Lo hizo con la perfección de un maestro con muchos años de experiencia en ese tipo de trabajo. En el claro de un bosque bañado por el sol, un jaguar yacía descansando entre flores, mariposas y pájaros. El dibujo de cada pájaro estaba hecho con las plumas de su especie, cada pájaro azulejo, por ejemplo, había requerido que Chimali buscara las más pequeñitas plumas azules de cientos de verdaderos azulejos. El verdor no era solamente masas de plumas verdes; cada hoja individual de hierba o de un árbol, era una pluma separada en diferente tono de verde. Conté más de treinta plumas minúsculas que componían el diseño de una pequeña mariposa en color pardo-amarillo. La firma de Chimali era la única parte del paisaje hecha en un solo color sin matiz, con las plumas rojizas de la huacamaya y la huella era mucho más pequeña como de la mitad de su tamaño real.

Tomé el tapiz, lo llevé a nuestra posada y se lo di a Cózcatl diciéndole que sólo dejara en la tela la marca escarlata de la huella de la mano. Cuando él hubo quitado cada una de las plumas del tapiz, yo las apiñé por separado, mezclándolas confusamente dentro de la tela otra vez. La enrollé y la até fuertemente y la llevé de nuevo al palacio. Kosi Yuela no estaba, pero su reina Pela Xila me recibió y le entregué a ella el paquete atado, diciendo: «Solamente en caso de que el artista Chimali regrese por este camino antes de que yo lo encuentre, mi señora, tenga la bondad de decirle que esto es una prueba de amistad… que todas sus deudas serán pagadas similarmente».

El único camino hacia el sur de Záachilà era a través de las altas hileras de montañas llamadas Tzempuülá y ése fue el que seguimos; a través de ellas, día tras día interminablemente. A menos de que usted haya escalado alguna montaña, Su Ilustrísima, no sé cómo podría expresarme para que supiera lo que es escalar una. No sé cómo podría hacerle sentir los músculos en tensión y la fatiga, las magulladuras y los arañazos, el sudor chorreante y la tierra que se mete en las sandalias, el vértigo de las alturas y la sed insaciable durante los días cálidos, la necesidad continua de vigilar cada uno de nuestros pasos, las veces que el corazón se nos paraba en un instante de miedo, dos resbalones por cada tres pasos que dábamos hacia arriba y el descenso casi tan arduo y peligroso… y después de sufrir todo eso, ni siquiera encontrábamos una tierra llana en donde poder negociar, sino otra montaña…

Cierto que había una vereda, así es que no perdíamos nuestro camino. Había sido hecha por y para los fuertes hombres de la Gente Nube, aunque eso no quería decir que a ellos les gustara viajar por allí. No había ninguna vereda que permaneciera firme o fuertemente hollada, pues continuamente se estaban desprendiendo pedruscos de las montañas. En algunas partes, el camino se encontraba lleno de pequeños fragmentos de pedazos de roca que se deslizaban metiéndose en nuestras sandalias y nos amenazaba con despeñarnos en cualquier momento. En otros lugares, la vereda cruzaba por una zanja honda causada por la erosión y de su fondo salíamos con los tobillos torcidos por las rocas que se volteaban y los restos de tierra podrida que se desmoronaba. En otros, se tornaba en una estrecha escalera en espiral de roca, cuyos escalones eran lo suficientemente anchos como para que nuestros dedos de los pies se pudieran afianzar. En otros, era sólo un desfiladero suspendido en el flanco de la montaña, con una pared de roca escarpada de un lado, que parecía ansiosa de querer empujarnos a todos sobre el profundo abismo que yacía del otro lado.

Muchas de las montañas eran tan altas que nuestra ruta nos llevó algunas veces por encima de los bosques. Allí arriba, no había ninguna vegetación, excepto los pocos líquenes que crecían entre las grietas o que se apretujaban siempre verdes y retorcidos por el viento, ya que había muy poca tierra para que cualquier otra planta pudiera echar raíces. Esos pasos habían sido erosionados desde la base de la roca; muy bien pudimos estar escalando a lo largo de una de las expuestas costillas del esqueleto de la tierra. Tan pronto como subíamos y bajábamos esos picos, jadeábamos como si estuviéramos compitiendo entre nosotros por el poco aire insustancial que allí había.

Los días eran todavía calientes, demasiado calientes para un ejercicio tan riguroso. Pero las noches eran tan frías en aquellas alturas como para herirnos hasta la médula de los huesos. Si hubiéramos podido escoger, habríamos viajado solamente de noche para que el ejercicio nos hubiera mantenido calientes, y habríamos dormido durante el día en lugar de esforzarnos bajo el peso de nuestros bultos, sudando y palpitando hasta caer casi desfallecidos. Pero ningún ser humano hubiera podido moverse a través de esas montañas en la oscuridad, sin romperse por lo menos una pierna y probablemente también el cuello.

Solamente dos veces durante esa parte de la jornada, nos encontramos con aldeas pobladas. Una fue Xalapan, una aldea de la tribu huave, que son oscuros de piel, feos y desagradables. Nos recibieron con grosería y nos impusieron un precio exorbitante que nosotros tuvimos que pagar. La comida que nos dieron fue abominable; un grasoso estofado de riñones de zorra, que por lo menos ayudó a que nuestras provisiones no disminuyeran. Las chozas de paja que nos cedieron olían mal y estaban llenas de lombrices, pero por lo menos nos mantuvieron resguardados del viento nocturno de la montaña. La otra aldea fue Nejapa, en donde fuimos más cordialmente recibidos y agradablemente tratados con hospitalidad, nos alimentaron bien e incluso nos vendieron algunos huevos de sus aves, para llevárnoslos cuando nos fuéramos. Desafortunadamente, la gente de esa aldea eran chinanteca, quienes, como ya mencioné hace bastante tiempo, padecían la enfermedad que ustedes llaman pinto. Aunque todos sabíamos que no era contagiosa, excepto quizá por acostarse con sus mujeres y a ninguno de nosotros se nos ocurrió hacerlo, el solo hecho de ver todos aquellos cuerpos manchados de azul, nos hizo sentirnos casi tan sarnosos e inconfortables en Nejapa como lo estuvimos en Xalapan.

En muchas partes que pasamos, tratamos de seguir las instrucciones del rudo mapa que yo llevaba y así pudimos acampar cada noche en una cañada entre dos montañas. Usualmente encontrábamos por lo menos un arroyo de agua fresca, crecimientos de mexixin, mastuerzo, coles de pantano u otras verduras comestibles. La ventaja que había en las tierras bajas era que un esclavo no necesitaba pulverizar la yesca durante media noche para encender un fuego, como lo haría en el aire delgado de las alturas, antes de que pudiera generar suficiente calor para prender la mecha y conseguir un fuego para el campamento. Sin embargo, ya que ninguno de nosotros, a excepción de Glotón de Sangre, nunca antes habíamos viajado por esa ruta, y ya que él no siempre podía acordarse exactamente de todas las subidas y las bajadas, la oscuridad, frecuente y maliciosamente, nos cogía mientras nosotros ascendíamos o descendíamos por una montaña.

Una de esas noches, Glotón de Sangre me dijo con disgusto: «Ya estoy cansado de comer carne de perro y frijoles; después de todo sólo nos quedarán tres perros esta noche. Éste es el país de los jaguares. Mixtli, tú y yo estaremos despiertos para tratar de cazar alguno».

Glotón de Sangre buscó algunos troncos que estuvieran cerca de nuestro campamento, hasta que al fin encontró uno hueco y muerto, lo socavó haciendo un cilindro del largo de su antebrazo. Tomó la piel que le habían quitado al perrito, que el esclavo Diez estaba asando en esos momentos, y la extendió sobre el hueco del tronco atándola al final del mismo, en donde él la anudó con un cordón, como si fuera un rudo tambor. Después le hizo un agujero en medio y a través de él dejó pasar una tira de cuero crudo y también la anudó para que no se deslizara. Así la tira quedó vertical y firme dentro del tambor y Glotón de Sangre metió su mano por la abertura que éste tenía del otro lado. Cuando él pellizcó la fluctuante tira pasando al mismo tiempo su calloso dedo a lo largo de la piel del tambor improvisado, éste sonó como un gruñido áspero, exactamente igual al de un jaguar. «Si por aquí cerca o en los alrededores hay un gato —dijo el viejo guerrero—, su primitiva curiosidad le llevará a investigar la luz del fuego de nuestro campamento; pero se aproximará contra el viento y no muy cerca. Tú y yo, también iremos contra el viento hasta encontrar un lugar confortable en el bosque. Tú te sentarás y rascarás el tambor, Mixtli, mientras yo me esconderé con una hilera de lanzas a mano. El humo de la hoguera, esparcido por el viento cubrirá lo suficiente nuestro olor y tu llamada hará que se vuelva lo suficientemente curioso como para venir directamente hacia nosotros».

No estaba muy entusiasmado que digamos, con la idea de jugar a incitar a un jaguar, pero dejé que Glotón de Sangre me mostrara cómo trabajar en su invento, haciendo ruidos a diestro y siniestro, a irregulares intervalos, gruñidos cortos y largos. Cuando terminamos de comer, Cózcatl y los esclavos se envolvieron en sus cobijas, mientras Glotón de Sangre y yo nos internábamos en la oscuridad de la noche.

Cuando el fuego de nuestro campamento era sólo un resplandor en la distancia, pero podíamos todavía oler débilmente el humo, nos detuvimos en lo que Glotón de Sangre dijo que era un claro, aunque muy bien hubiera podido ser una de las cuevas de El Hogar Santo, por todo lo que yo podía ver. Me senté en una roca mientras él iba hacia algún lugar detrás de mí, quebrando ramas a su paso y cuando todo estuvo en silencio empecé a aporrear la tira de cuero crudo del improvisado tambor… un gruñido, una pausa, un gruñido y un rugido, una pausa, tres ásperos gruñidos…

El sonido era casi tan exacto al que hacía un gato grande mientras vagaba gruñendo caprichosamente, que hasta mi propia espalda se erizó. Sin desearlo realmente, recordé algunas historias acerca del jaguar que había escuchado de cazadores experimentados. El jaguar, decían ellos, nunca tiene que estar muy cerca de su presa. Tiene la habilidad de hipar violentamente y su aliento dejará incapacitada a su víctima, entorpeciéndola, pasmándola, aun a la distancia. Un cazador que utilice flechas debe siempre tener cuatro en su mano, porque el jaguar también es notorio en su habilidad de saber esquivar las flechas y después, como un insulto, las toma entre sus dientes y las convierte en astillas. Así es que un cazador debe disparar las cuatro flechas una detrás de otra, con la esperanza de que por lo menos una surta efecto, porque es bien sabido que él no podrá tomar más de cuatro flechas antes de que el hipo del gato lo alcance.

Yo traté de distraer mis pensamientos haciendo algunas variaciones e improvisaciones con los gruñidos de mi tambor; rápidos gruñidos como cloqueos engañadores, largos e indecisos gemidos como los que haría un gato al bostezar. Hasta llegué a creer, en verdad, que estaba llegando a ser un maestro en eso, especialmente cuando de alguna manera producía un gruñido después de haber dejado de rascar la tira de cuero crudo y me preguntaba si sería bueno introducir ese invento como un nuevo instrumento musical y conmigo como único maestro en todo el mundo, en alguna ceremonia de un festival…

En esos momentos llegó hasta mis oídos otro gruñido y desperté rápidamente de mi ensueño horrorizado, pues tampoco había producido ese otro gruñido. También llegó hasta mi nariz un cierto olor a orines y a mi visión, disminuida como estaba, una sensación de algo oscuro que se movía furtivamente en la oscuridad, a un lado de mí, hacia la izquierda. El gruñido que provenía de la oscuridad se dejó oír otra vez, fuertemente, y como inquiriendo algo. Aunque estaba casi totalmente paralizado, volví a rasgar la tira de cuero con un gruñido, que tenía la esperanza de que sonara como si fuera una bienvenida. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Desde mi izquierda, casi al frente, se volvieron hacia mí dos luces frías y amarillas. Y me preguntaba qué podía hacer en esos momentos, cuando de repente un viento afilado pasó silbando muy cerca de mi mejilla. Pensé que era el hipo letal del jaguar, pero las luces amarillas parpadearon y luego salió de su garganta un grito desgarrador, como los que lanza una mujer sacrificada bajo el cuchillo tosco de un inepto sacerdote. El grito se quebró y se oyó, entonces, un ruido ahogado y burbujeante, acompañado por el sonido de un cuerpo al arrastrarse, que evidentemente arrancaba los arbustos a su paso. «Siento mucho haber dejado que se acercara tanto a ti —dijo Glotón de Sangre a mi lado—. Pero tuve que esperar a ver el brillo de sus ojos para poder afinar mi puntería». «¿Qué cosa es?», pregunté, con aquel grito pavoroso como el de una mujer todavía sonando en mis oídos y temiendo que hubiéramos cazado a una mujer.

Como el ruido de arrastre había cesado, Glotón de Sangre fue a investigar. Él dijo triunfalmente: «Exactamente en los pulmones. No estuvo mal para disparar casi a la ventura». Después debió de haberse caído sobre el cuerpo muerto, porque le oí murmurar: «Que me condene en Mictlan…», y yo esperé que confesara haber disparado sobre una pobre mujer chinantécatl perdida en la oscuridad de los bosques. Pero lo único que dijo fue: «Ven y ayúdame a arrastrar esto hacia el campamento». Así lo hice, y si era una mujer, ésta pesaba tanto como yo y tenía las patas traseras como las de un gato.

Todos los que estaban en el campamento se habían envuelto totalmente en sus cobijas, como era de suponer, para no escuchar esos ruidos pavorosos. Glotón de Sangre y yo dejamos caer nuestra presa y por primera vez pude ver a un gato enorme, pero no era moteado sino leonado. El viejo guerrero dijo jadeando: «Debo de estar… perdiendo mi habilidad… pues hice la llamada del jaguar. Pero éste es un puma, un león de la montaña». «No importa —jadeé—. La carne es igual de buena. Su piel servirá para que te hagas un buen manto».

Naturalmente que ya nadie durmió en lo que restaba de la noche. Glotón de Sangre y yo nos sentamos a descansar, siendo admirados por los otros y yo lo felicité por su hazaña y él a mí por mi invencible paciencia. Entretanto algunos esclavos le quitaban la piel al animal, mientras otros raspaban la superficie interior de ésta y otros cortaban el cadáver en piezas convenientes para ser transportadas. Cózcatl cocinaba el desayuno para todos nosotros: atoli de maíz que nos daría energía durante el día, pero también nos preparó un festín para celebrar nuestro éxito en la cacería. Sacó los huevos que con tanto cuidado habíamos cargado desde Nejapa y con una ramita hizo un hoyo en cada cascara y revolvió con ella la yema y la clara, luego los asó brevemente en los rescoldos del fuego y nosotros nos comimos su rico contenido, por el agujero.

En la parada que hicimos dos noches después, nos dimos un festín con la carne del gato, que era en extremo sabrosa. Glotón de Sangre le dio la piel del puma al más gordo de los esclavos, a Diez, para que la llevara como capa, y mientras la ablandaría sobándola continuamente con las manos. Pero como nosotros no nos tomamos la molestia de encontrar algo para curtir la piel, ésta pronto empezó a apestar nauseabundamente, así es que hicimos que Diez caminara a una buena distancia lejos de nosotros. Como él también tenía que utilizar frecuentemente sus cuatro extremidades para poder escalar la montaña, muy raras veces tuvo las manos libres para poder suavizar la piel. El sol caía de lleno sobre el pobre Diez, hasta que pareció que traía una puerta de piel barnizada incrustada sobre su espalda. Sin embargo, Glotón de Sangre con obstinación murmuró algo acerca de hacer de la piel un escudo para él y se negó a que Diez dejara de andar con ella, y así anduvo con nosotros, todo el camino a través de las montañas de Tzempuülá.

Estoy muy contento de que el Señor Obispo no esté hoy con nosotros, mis señores escribanos, porque debo contarles un encuentro sexual que estoy seguro de que Su Ilustrísima lo juzgaría sórdido y repulsivo. Él, probablemente, se pondría colorado otra vez. En verdad, a pesar de que han pasado como cuarenta años desde aquella noche, todavía me siento incómodo cuando lo recuerdo y omitiría el episodio si no fuera porque el contarlo es necesario para poder entender los incidentes todavía más significativos que derivaron de él.

Cuando por fin los catorce que formábamos nuestra comitiva descendimos de la última y larga hilera de montañas de Tzempuülá, fuimos a dar otra vez dentro del territorio tzapoteca, a una ciudad más o menos grande asentada a la orilla de un gran río. Ustedes ahora la llaman Villa de Guadalcázar, pero en aquellos días la ciudad, el río y todas las tierras que se extendían alrededor, se llamaban en el lenguaje lóochi, Layú Beezhù o «El Lugar del Dios Jaguar». Pero como era un lugar muy concurrido por ser el cruce de caminos de diferentes rutas comerciales, la mayoría de su gente hablaba náhuatl como un segundo-lenguaje y con frecuencia usaban el nombre que los viajeros mexica le habían dado al lugar: Tecuantépec o simplemente La Colina del Jaguar. Pienso que ninguna persona, ni antes ni después, a excepción mía, se dio cuenta jamás de lo ridículo que era aplicar ese nombre de Colina del Jaguar, tanto a la corriente ancha del río como a las tierras excepcionalmente planas que le circundaban.

La ciudad estaba sólo como a unas cinco largas-carreras desde donde el río escupía sus aguas dentro del mar del sur, así es que había atraído a inmigrantes de otras varias naciones del área de la costa: los zoque, los mexitzo, algunos huave y aun algunos grupos desplazados de los mixteca. En sus calles, uno se podía encontrar con gran variedad de diferentes colores de tez, apariencias físicas, trajes y acentos. Sin embargo, y afortunadamente, los nativos, la Gente Nube, predominaban, así es que la mayoría de las gentes de la ciudad eran superlativamente guapos y corteses como los de Záachilà.

En la tarde en que llegamos, mientras nuestro pequeño grupo estaba ansioso por cruzar el puente de cuerdas que colgaba sobre el río, a pesar de que veníamos dando traspiés y fatigados, Glotón de Sangre dijo con voz enronquecida por el polvo y la fatiga: «Hay excelentes posadas más allá de Tecuantépec». «Las excelentes pueden esperar —dije roncamente—. Nosotros nos detendremos en la primera que encontremos». Y así, cansados y hambrientos, como unos sacerdotes andrajosos, sucios y malolientes, nos detuvimos en la entrada de la primera posada que encontramos en la ciudad y que estaba a un lado del río. Y por esa impulsiva decisión mía, justamente como las volutas de humo se desenrollan dando varias vueltas al encenderse un fuego, así, inevitablemente se desplegaron los sucesos de los restantes caminos y días de mi vida, y de los de la vida de Zyanya y las vidas de otras personas que ya he mencionado y de otras que nombraré, y aun, la de una que nunca tuvo nombre.

Pues bien, reverendos frailes, todo empezó así:

Cuando todos nosotros, incluyendo a los esclavos, nos bañamos y estuvimos en la casa de vapor y luego nos volvimos a bañar y después de vestirnos con trajes limpios, pedimos que nos sirvieran de comer. Los esclavos comieron afuera en el patio a la luz del crepúsculo, pero a Cózcatl, a Glotón de Sangre y a mí, nos pusieron un mantel en una habitación alumbrada por antorchas y alfombras con un pétlatl. Nos hartamos con las delicias frescas del cercano mar: ostiones crudos, rosados camarones cocidos y un pescado rojo de gran tamaño.

Cuando el hambre que sentía mi estómago fue mitigada, noté la extraordinaria belleza de la mujer que nos servía y recordé que también era capaz de otros apetitos. También advertí otra extraordinaria circunstancia. El propietario de la posada pertenecía a una de las razas de inmigrantes; era chaparro, gordo y de piel untuosa. Sin embargo, la mujer que nos servía y a quien él gritaba órdenes con brusquedad, era obviamente una be’n zaa, alta y flexible, con una piel que resplandecía como el ámbar y un rostro que rivalizaba con la reina de su pueblo, la primera señora Pela Xila. Estaba fuera de todo pensamiento que ella pudiera ser la esposa del propietario. Y ya que ella muy difícilmente podría haber nacido esclava o comprada como tal en propia nación, supuse que alguna desgracia la había obligado, por algún contrato, a trabajar para ese posadero extranjero y grosero.

Era muy difícil juzgar la edad de cualquier mujer adulta de la Gente Nube, porque los años eran bondadosos con ellas, especialmente una tan bella y grácil como aquella sirvienta. Si hubiera sabido que ella era lo suficientemente vieja como para tener aproximadamente mi edad, es posible que ni siquiera le hubiera dirigido la palabra. Probablemente no lo hubiera hecho de todas formas, si no hubiera sido porque Glotón de Sangre y yo, habíamos estado acompañando nuestra comida con copiosos tragos de octli. Sea lo que fuere, el caso es que cuando la mujer se volvió a acercar la miré con atrevimiento y le pregunté: «¿Cómo es que una mujer Nube como tú, trabaja con ese imbécil inferior?». Ella echó una mirada temerosa alrededor para asegurarse de que el posadero no estaba en esos momentos en la habitación. Entonces se arrodilló para decirme al oído la siguiente pregunta en náhuatl, y por cierto que una pregunta sorprendente. «¿Joven señor pochtécatl, desea una mujer para la noche?». Mis ojos debieron de abrirse tanto, que ella se puso colorada como amapola y bajó los ojos. «El propietario —dijo ella— le puede proporcionar una maátitl común de las que se van a ahorcajarse al camino desde aquí hasta la playa de los pescadores, en la costa. Permíteme, joven señor, que ofrezca a mí misma en lugar de una de ellas. Mi nombre es Gie Bele, que en su lenguaje quiere decir Flor Flameante».

Debí de haber estado, tontamente, con la boca abierta porque ella se enderezó y parándose frente a mí, me dijo casi fieramente: «Yo seré una maátitl pagada, pero todavía no lo soy. Ésta será la primera vez desde la muerte de mi esposo, yo nunca antes… ni siquiera con un hombre de mi propia gente…». Me sentí tan impresionado por su embarazosa necesidad, que tartamudeé: «Yo… yo estaré encantado». Gie Bele volvió a mirar alrededor y dijo: «No se lo diga al posadero. Él exige parte del pago a sus mujeres y me pegaría por tratar de engañarlo con un cliente. Yo estaré esperándolo afuera a la caída de la noche, mi señor, e iremos a mi cabaña».

Y empezó rápidamente a recoger los utensilios vacíos, para parecer ocupada, cuando el propietario, dándose gran importancia y alborotando, entró en la habitación. Glotón de Sangre, que no había podido impedir el escuchar el ofrecimiento de la mujer, me miró de reojo y me dijo sarcásticamente: «Siempre la primera vez. Desearía tener una semilla de cacao cada vez que una mujer me dijera eso. Y me cortaría uno de los testículos cada vez que pudiera probar que es verdad».

El posadero vino hacia nosotros, jovial, frotándose sus manos gordas, para preguntarnos en náhuatl si deseábamos algún dulce para terminar la cena. «Quizás un dulce para gozar en sus ratos de ocio, mis señores, mientras ustedes descansan en las esterillas de sus habitaciones». Yo le dije que no. Glotón de Sangre me miró y luego vociferó al hombre gordo: «¡Sí. Yo sí quiero probar un poco de ese dulce! ¡Por Huitztli, que también quiero el dulce de él! —Y me señaló con el dedo—. ¡Mándeme las dos a mi cuarto! ¡Y tenga cuidado de enviarme las dos más sabrosas que tenga!». El posadero murmuró admirado: «Un señor con noble apetito», y se escurrió hacia afuera. Glotón de Sangre todavía enardecido me miró y dijo con exasperación: «¿No sabes, imbécil baboso, que ése es el segundo engaño que las mujeres aprenden en este comercio? Llegarás a su cabaña para encontrarte que ella todavía tiene a su hombre, probablemente dos o tres más, todos ellos zafios pescadores y encantados de conocer a este nuevo pez que ella ha puesto en el anzuelo. Te robarán y te dejarán tan plano y machacado como una tortilla». Cózcatl dijo con timidez: «Sería una lástima que nuestra expedición terminara antes de tiempo en Tecuantépec».

Yo no escuchaba. Estaba embrutecido no solamente por el octli. Creía firmemente que aquella mujer era de la clase que yo había deseado en Záachilà y que por supuesto no había podido conseguir; de esa clase honesta que no desearía ensuciarse con uno como yo. Aun si, como había expresado Gie Bele, yo sería sólo el primero de muchos otros amantes que pagarían por tener sus favores, yo seguiría siendo el primero. Y todavía, borracho como estaba de bebida, deseo, y aun imbécil, tenía el suficiente sentido como para preguntarme: ¿por qué yo?

«Porque tú eres joven —dijo ella, cuando nos encontramos afuera—. Tú eres lo suficientemente joven como para no haber tenido y conocido a muchas mujeres de la clase que te infectarían. Tú no eres tan guapo como mi difunto esposo, pero casi puedes pasar como un be’n zaa. También eres un hombre de propiedad, quien puede pagar por sus placeres». Después de que hubimos caminado un poco más en silencio, me preguntó con voz débil: «¿Me pagarás?». «Claro», le dije con voz estropajosa. Mi lengua estaba tan hinchada por el octli, como mi tepule lo estaba por la anticipación. «Alguno debe ser el primero —dijo ella, no quejándose como una mártir, sino como exponiendo un hecho de la vida—. Estoy contenta de que seas tú. Lo único que desearía es que todos fueran igual. Soy una viuda desamparada con dos hijas y nosotras nos tenemos que contar entre los esclavos y mis niñas tendrán maridos decentes entre la Gente Nube. Si hubiera sabido cuál sería su tonali, habría retenido mi leche y dejado morir cuando eran bebés, pero ahora es ya muy tarde para desear sus muertes. Si tenemos que vivir, debo hacer esto y ellas deben aprender a hacerlo también». «¿Por qué?», pregunté con dificultad, pues estaba caminando haciendo eses y ella me tomó de un brazo para guiarme a través de las oscuras callejuelas del barrio pobre de la ciudad. Gie Bele señaló sobre su hombro con su mano libre y dijo tristemente: «Antes esa posada era nuestra, pero mi esposo se aburría de la vida de posadero y siempre estaba en busca de aventuras, con la esperanza de encontrar alguna fortuna que nos dejara libres de ese negocio. Encontró algunas cosas raras y singulares, pero ninguna de valor, y mientras se fue endeudando cada vez más con el tratante que prestaba y cambiaba dinero. En su última expedición, mi esposo vio algo que dijo que podía comprar muy barato y sacar un buen provecho de ello. Así es que para tener el dinero necesario empeñó el mesón, dejándola en prenda de pago. —Ella se encogió de hombros—. Nunca regresó. Como el hombre que persiguió el fantasma trémulo de Xtabai en el pantano y desapareció dentro de las arenas movedizas. Eso; fue hace ya cuatro años». «Y ahora el tratante es el propietario», murmuré. «Sí. El pertenece a la tribu de los zoque y su nombre es Wáyay. Pero la propiedad no ha sido suficiente como para redimir toda la deuda. El bishosu de la ciudad es un hombre bueno, pero cuando la demanda fue presentada delante de él no pudo hacer nada. Entonces fui obligada a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. Y puedo dar gracias de que por lo menos mis niñas no han trabajado así. Se ganan lo que pueden cosiendo bordando o lavando ropa ajena, pero la mayoría de la gente que puede pagar este tipo de trabajo, tienen hijas o esclavos para que lo hagan». «¿Y por cuánto tiempo más tienes que trabajar para Wáyay?». Ella suspiró. «De alguna manera la deuda parece que nunca disminuye. He tratado de vencer mi repulsión y ofrecerle a él mi cuerpo en parte del pago, pero es un eunuco». Yo gruñí perversamente divertido. «Él era sacerdote de algún dios de los zoque y en el éxtasis de un hongo sagrado se cortó sus partes y las dejó en el altar. Sintió mucha pesadumbre e inmediatamente dejó la orden, aunque para entonces ya había reunido para sí, de las ofrendas de los creyentes, lo suficiente como para tener un negocio». Y gruñí otra vez. «Las niñas y yo vivimos de la manera más sencilla posible, pero cada día es más difícil para nosotras. Si de todas maneras tenemos que vivir, pues… —Entonces enderezó sus hombros y dijo con firmeza—: Les he explicado qué es lo que debemos hacer. Esta noche se lo demostraré. Ya llegamos, es aquí».

Me precedió haciendo a un lado la cortina de encaje que cubría la puerta de una choza desvencijada de madera y palma. Tenía solamente un cuarto con piso de tierra apisonada, alumbrado por la débil luz de una lámpara alimentada con aceite de pez y pobremente amueblada; había una esterilla en la que sólo podía ver una cobija, un brasero de carbón flameaba débilmente y unos cuantos artículos femeninos estaban colgados en una cuerda amarrada a los delgados troncos de las paredes. «Mis hijas», dijo ella, indicando a dos muchachas que estaban recargadas de espaldas contra la pared, al otro lado del cuarto.

Yo había estado esperando ver a dos pequeñas rapaces desaliñadas, que mirarían atemorizadas al extranjero que de repente su madre había llevado a casa. Pero una de ellas era casi de mi edad, tan alta y tan bella como su madre, tanto en su cuerpo como en sus facciones; la otra era unos tres años más joven e igualmente bonita. Las dos me miraban con pensativa curiosidad. Estaba sorprendido y perturbado, pero traté de hacer el gesto de besar la tierra delante de ella, y me hubiera ido de bruces si la más joven no me hubiera detenido.

Ella se rió ahogadamente y yo también, pero luego me callé y las miré confundido. Muy pocas mujeres tzapoteca muestran su edad hasta que son verdaderamente viejas. Pero esa muchacha que no tendría más de dieciséis o diecisiete años, ya tenía en su pelo negro un mechón estremecedoramente blanco, como un rayo de luz que partía de su frente en medio de la noche. Gie Bele me explicó: «Un escorpión la picó ahí cuando era apenas una niña que gateaba. Estuvo muy cerca de morir, pero el último efecto fue ese mechón de pelo, por siempre blanco». «Ella es… las dos son tan bellas como su madre», murmuré galantemente. Pero mi rostro debió mostrar consternación y pena al descubrir que la mujer era lo suficientemente vieja como para ser mi madre, porque ella me miró preocupada o casi espantada y dijo: «No, por favor, no piense en tomar a una de ellas en mi lugar». Rápidamente se quitó la blusa por encima de su cabeza e instantáneamente enrojeció tanto que sus pechos desnudos se encendieron. «¡Por favor, mi joven señor! Yo sola me ofrecí para usted. Mis niñas todavía no…». Ella pareció entender mal mi torpe silencio de indecisión; otra vez con premura se desanudó tanto su falda como sus bragas y las dejó caer al piso, quedando completamente desnuda enfrente de mí y de sus hijas.

Yo las miré incómodo y sin duda, con los ojos bien abiertos, tanto como los de las muchachas y debí haberle parecido a Gie Bele que estaba comparando la mercancía. Implorando todavía: «¡Por favor, no mis muchachitas! ¡Úseme a mí!» me cogió forzándome a acostarme a su lado en la esterilla. Estaba demasiado sorprendido como para resistirme, mientras ella arrojaba mi manto a un lado y me arrancaba el taparrabo, diciéndome jadeante: «El posadero pide cinco semillas de cacao por una maátitl y él se queda con dos. Así es que yo sólo le pediré tres. ¿Verdad que es un precio justo?».

Estaba demasiado apenado como para contestar. Nuestras partes privadas estaban expuestas a la vista de las muchachas, quienes las contemplaban como si no pudieran mirar hacia otra parte, y su madre en esos momentos estaba tratando de ponerme sobre ella. Quizá las muchachas no estaban acostumbradas a ver el cuerpo de su madre o quizá nunca antes habían visto un órgano masculino erecto, pero de lo que sí estoy seguro es de que nunca antes habían visto a dos personas juntas. A pesar de estar borracho, protesté: «¡Mujer! ¡Mujer! ¡La luz de la lámpara, las muchachas! Por lo menos mándalas afuera mientras nosotros…». «¡Déjalas que miren! —casi me gritó—. ¡Ellas tendrán que hacer lo mismo aquí en otras noches!». En esos momentos su rostro estaba lleno de lágrimas y al fin me pude dar cuenta de que no estaba tan resignada a ser una prostituta como había tratado de pretender. Miré a las muchachas y les hice un gesto para ahuyentarlas. Asustadas, desaparecieron rápidamente tras la cortina de la puerta. Pero Gie Bele no lo notó y gritó llorando otra vez, como si quisiera humillarse más todavía: «¡Dejemos que vean lo que pronto ellas estarán haciendo!». «¿Tú quieres que otros vean, mujer? —la regañé—. ¡Pues dejemos que vean a más y mejor!». En lugar de quedarme extendido sobre ella, rodé sobre mis espaldas cogiéndola al mismo tiempo y sentándola a través de mí y la penetré hasta lo más profundo. Después de ese primer dolor, Gie Bele se relajó lentamente y yació quieta entre mis brazos, aunque podía sentir sus lágrimas que se escurrían continuamente sobre mi pecho desnudo. Bueno, todo sucedió muy rápido y potentemente para mí y ciertamente que ella sintió mi omícetl dentro de sí misma, pero no trató de separarse con violencia como lo hubiera hecho una mujer comprada.

Ya para entonces, su propio cuerpo estaba pidiendo que se le satisfaciera y creo que ni siquiera se dio cuenta de si las muchachas estaban o no en el cuarto, por la demostración detallada que estaba dando nuestra posición o por el ruido húmedo de succión hecho por el movimiento de mi tepule que se introducía y se salía de ella. Cuando Gie Bele alcanzó el éxtasis, se alzó y se recostó sobre sus espaldas, los pezones puntiagudos, su largo pelo rozando mis rodillas, sus ojos cerrados apretadamente, su boca abierta como en un mudo llanto como el de los cachorros del jaguar. Después se desplomó suavemente sobre mi pecho, su cabeza junto a la mía y yació así tan quietamente que hubiera pensado que estaba muerta, excepto porque respiraba con cortos jadeos.

Después de un rato, cuando me hube recobrado y estando un poco más sobrio por la experiencia, me di cuenta de que otra cabeza estaba cerca de la mía, al otro lado. Me volví para ver unos inmensos ojos pardos, muy abiertos bajo sus pestañas negras y exuberantes; el bello rostro de una de las hijas. En algún momento había entrado de nuevo en la habitación y se arrodilló a un lado de la esterilla y en esos momentos me estaba mirando intensamente. Yo dejé caer mi manto sobre mi desnudez y la de su madre, que todavía estaba sin moverse. «Nu shishá skarú», empezó a susurrar la muchacha. Pero entonces viendo que no la comprendía, habló suavemente en un náhuatl incorrecto y, con una risita sofocada, me dijo sintiéndose culpable: «Nosotras estuvimos observando por las hendiduras de la pared». Yo gruñí de vergüenza y turbación, y todavía me pongo colorado cuando lo recuerdo. Pero, luego me dijo pensativamente seria: «Siempre pensé que eso sería una cosa muy fea, pero sus rostros se veían tan agradables; como si fueran felices».

Como no estaba en vena de filosofar después de eso, le dije quietamente: «Nunca he creído que esto sea una cosa fea. Pero es mucho mejor cuando lo haces con una persona a la que amas. —Y añadí—: Y en privado, sin tener ratones mirando por las rendijas de las paredes».

Empezó a decir algo más, pero de repente su estómago gruñó más fuerte que su voz. Me miró patéticamente mortificada y trató de pretender que nada había pasado, retirándose un poco de mí. Yo exclamé: «¡Tienes hambre, niña!». «¿Niña? —Ella levantó la cabeza con petulancia—. Tengo casi su edad, y soy lo suficientemente grande para… para hacer eso. No soy una niña». Moví a su adormecida madre y le dije: «Gie Bele, ¿cuándo comieron tus hijas por última vez?». Se incorporó y me dijo con voz suave: «A mí se me permite comer las sobras que quedan en la posada, pero no puedo traer mucho a casa». «¡Y estás pidiendo tres semillas de cacao!», dije enojado. Le podría haber hecho notar que era más justo que yo pidiera un salario, por haber representado ante una audiencia o instruido a las jóvenes, pero busqué mi taparrabo en la oscuridad y busqué la bolsa cosida en él. «Toma —le dije a su hija, quien extendió sus manos y puse en ellas unas veinte o treinta semillas de cacao—. Tú y tu hermana vais a comprar comida y leña para encender un fuego. Y cualquier otra cosa que queráis, todo lo que podáis conseguir con esas semillas». Ella miró sus manos como si yo las hubiera llenado de esmeraldas. Impulsivamente se inclinó y me dio un beso en la mejilla, luego se levantó y salió de la cabaña. Gie Bele se recargó sobre un codo y me miró. «Eres bondadoso con nosotras… después de que me porté tan mal contigo. Por favor, ¿podría darte placer ahora?». Yo le dije: «Ya me diste lo que vine a comprar. No estoy tratando de comprar tu afecto». «Pero yo quiero dártelo», insistió ella. Y empezó a acariciarme en una forma en que solamente lo haría para un hombre de la Gente Nube.

En verdad que eso es mucho mejor cuando se hace amorosamente y en privado. Y en verdad que era una mujer tan atractiva que difícilmente un hombre podría quedar harto de ella. Sin embargo, ya estábamos vestidos cuando las muchachas regresaron, cargadas de comida: un pavo enorme, entero y desplumado, una canasta llena de tortillas, verduras y muchas cosas más. Parloteando alegremente entre ellas encendieron el fuego del brasero, y después la mayor nos preguntó cortésmente si comeríamos con ellas.

Gie Bele les contestó que nosotros ya habíamos comido en la posada. Entonces me dijo que me guiaría de regreso a la posada y encontraría alguna otra cosa en que ocuparse en lo que restaba de la noche, porque si ella se dormía ahora, era seguro que no se despertaría al levantarse el sol. Así es que deseé a las muchachas buenas noches y las dejamos comiendo lo que fue, según supe después, su primera comida decente desde hacía cuatro años. Mientras la mujer y yo caminábamos tomados de las manos por calles y callejuelas, que entonces parecían más oscuras todavía, yo iba pensando en las muchachas hambrientas, en la viuda y desesperada mujer, en el avaro acreedor zoque… y por fin dije abruptamente: «¿Me venderías tu casa, Gie Bele?». «¿Qué? —Ella se sorprendió tanto que nuestras manos se desunieron—. ¿Esa choza desvencijada? ¿Para qué la quieres?». «Oh, pues para reconstruirla mejor, por supuesto. Si continúo dentro del comercio, ciertamente que volveré a pasar por aquí, quizás muy seguido y preferiría un lugar propio a donde llegar que a una posada llena de gente».

Ella se rió de lo absurdo de mi mentira, sin embargo pretendió tomarlo en serio y preguntó: «¿Y en dónde viviremos nosotras?». «En algún lugar mucho mejor. Pagaré un buen precio, lo suficiente como para que vosotras podáis vivir otra vez confortablemente, como lo merecéis. Y —dije con firmeza— para que las niñas o tú, no tengáis la necesidad de ir a ahorcajarse en el camino». «¿Cuánto… cuánto quieres ofrecer en pago?». «Ahora mismo lo vamos a arreglar. Ya estamos en la posada. Por favor lleva luces a la habitación en donde cenamos. Y materiales para escribir… papel y tiza también. Mientras tanto, dime cuál es la habitación del eunuco gordo. Y deja de estarme mirando con miedo; no estoy más trastornado de lo usual».

Sonrió nerviosa y fue a hacer lo que le ordené, mientras yo tomaba una lámpara para encontrar el cuarto del propietario e interrumpí sus ronquidos con una patada en sus amplias nalgas.

«Levántese y venga conmigo —dije, mientras él farfullaba violentamente, todavía atontado por el sueño—. Tenemos negocios que tratar». «Es medianoche. Usted está borracho. Váyase». Casi tuve que cogerlo de los pies y me tomó algún tiempo convencerlo de que estaba sobrio y en mis sentidos, pero al fin lo arrastré conmigo, todavía forcejeando por anudarse el manto, hacia la habitación que Gie Bele había alumbrado para nosotros. Cuando ya casi lo había empujado adentro, ella empezó a salir. «No te vayas, quédate —dije—. Esto nos concierne a los tres. A ver, viejo gordo, traiga acá todos los papeles pertinentes al título de propiedad de esta posada y a la deuda que pesa sobre ella. Yo estoy aquí para redimirla». Tanto él como ella me miraron igualmente atónitos y Wáyay después de farfullar algo, me dijo: «¿Es para esto por lo que me sacó de la cama? ¿Usted quiere comprar este lugar, hijo de perra? Todos podemos volver a la cama. No tengo ninguna intención de vender». «No puede venderlo, porque no es suyo —dije—. Usted no es el propietario, sino el tenedor de derecho de retención. Cuando yo pague la deuda con todos sus intereses, usted será el transgresor. Vaya y traiga los documentos».

Había tenido cierta ventaja sobre él mientras todavía estaba confundido por el sueño; pero, cuando nos sentamos enfrente de las columnas de puntos, banderas y arbolitos, que significaban números, volvió a ser tan astuto y exigente como siempre lo había sido en sus profesiones de cambista y sacerdote. No voy a deleitarles, mis señores, con todos los detalles de nuestra negociación. Sólo quiero afirmar que yo conocía el arte de trabajar con números y la astucia posible que hay en ese arte.

Cuando el difunto marido explorador había pedido el préstamo, en mercancía y moneda corriente, solicitó una cantidad apreciable. Sin embargo, el interés que había quedado de acuerdo en pagar por el préstamo no era excesivo, o por lo menos no debía de haberlo sido, excepto por el método muy sagaz que empleó el prestamista. No recuerdo las cantidades, por supuesto, pero puedo explicarles un ejemplo simplificado. Si yo le presto a un hombre cien semillas de cacao por un mes, tengo derecho a que me sean pagadas ciento diez o si a él le toma dos meses pagarme, entonces serán ciento veinte semillas de cacao. Por tres meses, ciento treinta y así. Pero lo que Wáyay había hecho era agregar las diez semillas de cacao como interés al final del mes y luego tomar en cuenta el total de ciento diez semillas como base para calcular el siguiente interés, así al finalizar los dos meses él había conseguido ciento veintiuna semillas de cacao. La diferencia puede parecer trivial, pero sumado proporcionalmente cada mes y en una cantidad cuantiosa, la suma puede llegar a ser alarmante.

Por lo tanto, exigí un nuevo cálculo desde el principio, o sea desde que Wáyay dio el primer crédito sobre la hostería. Ayya, chilló él como seguramente hizo cuando despertó después de haber comido aquel hongo en sus días de sacerdote. Pero, cuando con toda calma le sugerí que podía llevar el asunto al bishosu de Tecuantépec para que él lo juzgara, rechinó los dientes y empezó a hacer las cuentas de nuevo, mientras yo lo observaba de cerca. Hubo muchos otros detalles que discutir, tales como, por ejemplo, los gastos y las ganancias de la hostería mientras él la estuvo administrando. Pero finalmente, cuando empezaba a alborear, llegamos a un acuerdo sobre una fuerte suma devengada y quedé que la pagaría totalmente en moneda corriente y no con mercancías. La cantidad era muy superior a lo que yo tenía en aquellos momentos en polvo de oro, cobre, estaño y semillas de cacao, pero no dije nada. En lugar de eso hablé blandamente: «Usted ha olvidado una pequeña partida. Le debo el pago del hospedaje de mi grupo». «Ah, sí —dijo el gordo viejo timador—. Usted es muy honesto por recordármelo». Y agregó eso al final. Como si súbitamente hubiera recordado algo, le dije: «Oh, otra cosa». «¿Sí?», preguntó expectante con la tiza lista para agregar algo más. «Substraiga de ahí, cuatro años de salario devengado de la mujer Gie Bele». «¿Qué? —dijo mirándome espantado. Ella también me miró, pero llena de admiración—. ¿Salario? —dijo mofándose—. Esta mujer quedó obligada a trabajar para mí como una tlacotli». «Si su contabilidad hubiera sido honesta, ella no se hubiera visto obligada a ello. De acuerdo con la revisión que usted mismo ha hecho, el bishosu le hubiera concedido la mitad del interés sobre la hostería. Usted no sólo ha contribuido a estafar a Gie Bele, sino que también ha conspirado a avasallar a un ciudadano libre, convirtiéndolo en esclavo». «Está bien, está bien. Déjeme hacer la cuenta. Dos semillas de cacao por día…».

«Ése es el salario de un esclavo. Usted ha tenido el servicio de la formal propietaria de la posada. El salario que gana un hombre libre por día, es de veinte semillas de cacao. —Él se tiró de los cabellos aullando. Yo añadí—: Usted es solamente un forastero apenas tolerado en Tecuantépec. Ella es de los be’n zaa, al igual que el bishosu. Si nosotros vamos a verle…».

Entonces, dejó su acceso de cólera y empezó furiosamente a escribir de prisa, dejando caer gotas de sudor sobre el papel de corteza. Entonces, volvió a aullar. «¡Más de veintinueve mil! ¡No hay tal cantidad de semillas de cacao en todas las plantas de todas las Tierras Calientes!». «Transfiéralo a cañas de polvo de oro —sugerí—. No aparecerá entonces como una suma tan grande». «¿No? —bramó él, luego, cuando lo hubo hecho dijo—: Pues si accedo a la demanda de salario, pierdo hasta mi propio taparrabo en toda la transacción. ¡Si yo substraigo esta cantidad quiere decir que usted me pagará menos de la mitad de la suma original que presté!». Su voz se había hecho tan aguda como un chillido y sudaba como si estuviera recibiendo una infusión. «Sí —dije—. Está de acuerdo con mi propio cálculo. ¿Cómo lo quiere usted? ¿Todo en oro, o algo en estaño o en cobre?». Yo había hecho traer mi fardo de la habitación que todavía no había ocupado, y para entonces lo estaba abriendo. «¡Esto es una extorsión! —gritó con rabia—. ¡Un robo!». En el fardo también había una pequeña daga de obsidiana. La tomé y la apunté directamente contra la segunda o tercera papada de Wáyay. «Sí, era extorsión y robo —le dije fríamente—. Usted engañó a una mujer indefensa para quedarse con su propiedad, luego la hizo trabajar en las cosas más desagradables durante cuatro largos años y yo sé a qué caminos tan desesperados hubiera llegado. Pero aquí está lo que usted mismo calculó, y yo se lo sostengo. Le pagaré la última cantidad a la que usted llegó…». «¡Esto es la ruina! —ladró—. ¡La devastación!». «Me va a extender un recibo y en él va a escribir que este pago anula toda la demanda sobre esta propiedad y sobre esta mujer, en estos momentos y para siempre. Después, mientras yo lo veo, romperá el viejo papel en prenda, firmado por el difunto esposo. Luego, recogerá todas aquellas cosas personales que son de su propiedad y se irá de estas posesiones». Él hizo el último intento de oponerse: «¿Y si rehúso?». «Lo llevaré a punta de espada a ver al bishosu y ya sabe usted los cargos. El castigo por robo es la muerte a garrote con lianas floridas. ¿Qué es lo que sufrirá antes por haber esclavizado a una persona libre? No puedo decirlo, ya que no conozco los refinamientos de tortura de esta nación». Desplomándose al fin derrotado, dijo: «Aleje de mí ese puñal. Cuente el dinero. —Levantó su cabeza para gritar a Gie Bele—: Traiga papel nuevo… —luego cambiando de parecer y utilizando un tono untuoso—: Por favor, mi señora, traiga papel, pinturas y cañas para escribir».

Yo conté cañas de polvo de oro y un montón de pedacitos de estaño y cobre poniéndolos en el mantel que había entre nosotros y después de haber hecho eso, quedó un pequeño bulto en el fardo. Le dije: «Haga el recibo a mi nombre. En el lenguaje de este lugar, me llamo Zaa Nayàzú». «Nunca hubo un hombre con un nombre tan de mal agüero y tan bien puesto», murmuró, mientras empezaba a hacer las palabras pintadas y las columnas con glifos de números. Él lloraba mientras trabajaba, lo juro.

Sentí la mano de Gie Bele sobre mi hombro y la miré. Había trabajado muy duro durante todo el día anterior y también había pasado una noche sin dormir, por no mencionar algunas otras cosas pero estaba allí parada con garbo, los bellos ojos le brillaban y todo su rostro resplandecía. Yo le dije: «Esto no tomará mucho tiempo. ¿Por qué no vas y traes a las niñas? Tráelas a su casa».

Cuando mis socios despertaron y llegaron para desayunar, Cózcatl se veía descansado y sus ojos brillaban de nuevo, pero Glotón de Sangre se veía alicaído. Él ordenó un desayuno consistente sólo en huevos fritos, luego dijo a la mujer: «Mándeme al propietario. Le debo diez semillas de cacao. —Y agregó para su coleto—: Soy un libertino manirroto y a mi edad». Ella le sonrió y le dijo: «Por esa diversión, para usted, no hay ningún cargo mi señor», y se fue. «¿Eh? —gruñó Glotón de Sangre, viéndola salir—. Ninguna hostería ofrece este servicio gratuito». Yo le recordé: «Cínico viejo raboverde, tú dijiste que no había primeras veces. Quizás sí». «Puedes estar loco y ella también, pero el propietario…». «Desde la noche pasada, ella es la propietaria». «¿Eh?», dijo otra vez abruptamente.

Y dos veces más volvió a decir «¿eh?». Primero cuando su desayuno fue llevado por la bellísima muchacha, casi de mi edad, y otra vez cuando su espumoso chocólatl fue servido por la no menos bella joven, del mechón de luz sobre su pelo «¿Qué ha pasado aquí? —preguntó confundido—. Nos detenemos en la primera hostería que encontramos, un establecimiento inferior, con un zoque grasiento y una esclava…». «Y durante la noche —terminó Cózcatl por él, con voz sorprendida—, Mixtli lo convirtió en un templo lleno de diosas».

Así es que nuestro grupo se quedó otra noche en la hostería y cuando todo estuvo en silencio, Gie Bele se metió furtivamente en mi habitación, más radiante que nunca, en la nueva felicidad que había encontrado y esta vez nuestro amoroso abrazo no fue disminuido, ni forzado, ni de ninguna manera distinto del mutuo y verdadero acto de amor.

Cuando cargamos nuestros bultos, listos para partir temprano, a la siguiente mañana, ella y luego cada una de sus hijas me abrazaron fuertemente y cubrieron mi rostro con besos húmedos por las lágrimas, dándome las gracias de todo corazón. Miré hacia atrás varias veces, hasta que no pude ya distinguir a la hostería dentro de la masa confusa de los otros edificios.

No sabía cuándo regresaría, pero había plantado semillas allí, y en el futuro, sin importar cuán lejos o por cuánto tiempo vagara, nunca volvería a ser un extranjero entre la Gente Nube, nunca mientras las más altas tijeretas trepadoras de las enredaderas se pudieran sostener de sus raíces, en la tierra. Eso era todo lo que sabía. Lo que no podía saber o siquiera soñar, era qué fruto de esas semillas probaría… qué agradable sorpresa o estrujante tragedia, o cuánta riqueza y cuánta pobreza, o cuánta alegría y cuánta miseria. Pasaría mucho tiempo antes de que yo pudiera probar el primero de esos frutos y mucho tiempo antes de que todos ellos maduraran a su tiempo y uno de esos frutos no lo he probado completamente, todavía, hasta la semilla amarga de su corazón.