ALTER PARS
¿Que no va a asistir hoy Su Ilustrísima, señores escribanos? ¿Debo continuar, entonces? Ah, ya veo. Él leerá mis palabras en sus hojas de papel, a su placer. Muy bien. Entonces permítanme dejar, por el momento, la crónica excesivamente personal de mi familia y la mía.
Para que ustedes no tengan la impresión de que yo y algunos otros que he mencionado vivíamos separados del resto de la humanidad en algún tipo de aislamiento, les daré una visión más amplia. Iré hacia atrás y lejos en mi mente, en mi memoria, para hacerles ver mejor como un todo nuestra relación con nuestro mundo. A éste nosotros le llamábamos Cem-Anáhuac, que quiere decir El Único Mundo.
Sus exploradores pronto descubrieron que éste está situado entre dos océanos ilimitados al este y al oeste. Las húmedas Tierras Calientes a las orillas de los océanos no se extienden mucho tierra adentro, sino que se inclinan hacia arriba para convertirse en sierras desmesuradamente altas, teniendo entre sus cadenas de sierras, orientales y occidentales, una alta meseta. Ésta está tan cerca del cielo que el aire es ligero, limpio y de una claridad deslumbrante. Nuestros días aquí son siempre suaves como en la primavera, aun durante la temporada de lluvias en mitad del verano, hasta que llega el seco invierno, cuando Títitl, el dios de los días más cortos del año, elige algunos de estos días para hacerlos fríos o incluso dolorosamente fríos.
La parte más poblada de todo El Único Mundo es esa depresión en forma de cuenca que está en la meseta y que actualmente ustedes lo llaman el Valle de México. Ahí se encuentran los lagos que hacen de este área un lugar muy atractivo para la vida humana. En realidad, solamente hay un lago enorme, apretado por la tierra en dos lugares de manera que hay tres grandes cuerpos de agua conectados por unos estrechos más angostos. El lago más pequeño, que está más al sur, es alimentado por arroyos claros formados por las nieves derretidas de las montañas. El lago que está más al norte y de tamaño mediano, donde yo pasé mis primeros años, es de agua rojiza y salada, demasiado astringente para ser potable, porque está rodeado de tierras minerales que dejan sus sales en el agua. El lago central, Texcoco, mucho más grande que los otros dos juntos y mezclado con aguas salinas y frescas, tiene una calidad ligeramente áspera.
A pesar de que hay solamente un lago, o tres, si ustedes quieren, siempre los hemos dividido por cinco nombres. El lago de Texcoco, de color turbio, es el único que tiene un solo nombre. El lago más pequeño y cristalino, que está al sur, se llama el lago de Xochimilco en su parte alta: El Jardín de las Flores, porque es el vivero de las plantas más preciosas de todas las tierras alrededor. En su parte inferior, el lago es llamado Chalco, por la nación chalca que vive en su orilla. El lago que está más al norte, aunque también es un solo cuerpo de agua, está dividido asimismo. El pueblo que vive en Tzumpanco, que significa Isla en Forma de Calavera, le llama a su mitad el lago Tzumpanco. El pueblo donde nací, Xaltocan, que significa Isla de los Cuyos, llama a su porción el lago de Xaltocan.
En un sentido, yo podría comparar a estos lagos con nuestros dioses —nuestros antiguos dioses—. He escuchado a ustedes, los cristianos, quejarse de nuestra «multitud» de dioses y diosas, quienes tenían soberanía sobre cada faceta de la naturaleza y del comportamiento humano. Los he escuchado lamentarse de que nunca han podido entender ni comprender el funcionamiento de nuestro atestado panteísmo. Sin embargo, yo he contado y comparado. Yo no creo que nosotros dependiéramos de tantas deidades mayores y menores, por lo menos no tanto como ustedes —el Señor Dios, Su Hijo Jesús, el Espíritu Santo, la Virgen María, además de todos los otros Seres Altos a quienes ustedes llaman Ángeles y Apóstoles y Santos; cada uno de ellos patrón gobernante de alguna faceta única de su mundo, de sus días, de sus tonalin y aun de cada uno de los días de su calendario—. En verdad, creo que nosotros reconocíamos menos deidades, pero a cada una de las nuestras les encargábamos diferentes funciones a la vez.
Para un geógrafo, hay un solo lago en el valle. Para un barquero remando su acali laboriosamente, hay tres cuerpos anchos de agua conectados entre sí. Para la gente que vive sobre o alrededor de los lagos hay cinco separados y distinguidos por sus nombres. De la misma manera, ninguno de nuestros dioses y diosas tenía una sola cara, una sola responsabilidad, un solo nombre. Como nuestro lago de tres lagos, un solo dios podía incorporar una trinidad de aspectos…
¿Eso les pone ceñudos, reverendos frailes? Muy bien, un dios podía tener dos aspectos o cinco. O veinte.
Dependiendo de la estación del año: la temporada de lluvias o la temporada seca, días largos o cortos, temporadas de siembra o de cosecha, y dependiendo de las circunstancias: períodos de guerra o de paz, de abundancia o de hambre, de gobernantes benévolos o crueles, las obligaciones de un solo dios variaban y también su actitud hacia nosotros; por lo tanto, también variaba nuestro modo de reverenciarlo, celebrarlo o aplacarlo. Para verlo de otra manera, nuestras vidas podrían ser como los tres lagos: amargo, dulce o blandamente indiferente, como él lo eligiera.
Mientras tanto, ambos, los estados de ánimo del dios y los sucesos ocurridos en nuestro mundo, podían ser vistos de muy diferente manera por los diversos seguidores de ese dios. La victoria de un ejército es la derrota de otro, ¿no es verdad? Así el dios, o la diosa podía ser visto simultáneamente como premiando o castigando, exigiendo o dando, haciendo bien o mal. Si ustedes pudieran abarcar todas las infinitas combinaciones de circunstancias, comprenderían la variedad de atributos que nosotros veíamos en cada dios, la cantidad de aspectos que cada uno asumía y aun la mayor cantidad de nombres que les dábamos: en reverencia, en agradecimiento, en respeto o por temor.
Sin embargo, no voy a insistir en eso. Permítanme regresar de lo místico a lo físico. Hablaré de cosas demostradas por los cinco sentidos que aun los animales irracionales poseen.
La isla de Xaltocan es realmente casi una roca gigantesca asentada en medio del lago salado y bastante retirada de la tierra firme. Si no hubiera sido por los tres manantiales naturales de agua fresca que salían burbujeando de la roca, la isla nunca hubiera sido poblada, pero en mi tiempo sostenía quizás a unas dos mil personas distribuidas entre veinte aldeas. La roca era nuestro apoyo en más de un sentido, porque era tenéxtetl, piedra caliza, un producto por demás valioso. En su estado natural, esta clase de piedra es bastante suave y fácil de ser tallada, aun con nuestros toscos aperos de madera, piedra, cobre despuntado y obsidiana quebradiza, tan inferiores a los suyos de hierro y acero.
Mi padre Tepetzalan era un maestro cantero, uno de los muchos que dirigían a los trabajadores menos capacitados. Recuerdo una ocasión en que él me llevó a su cantera para enseñarme sobre su trabajo. «Tú no lo puedes ver —me dijo—, pero aquí… y aquí… corren las fisuras y estrías naturales de este estrato en particular de tenéxtetl. Aunque son invisibles al ojo inexperto, tú aprenderás a adivinarlas». Yo nunca pude hacerlo, pero él no perdió la esperanza. Yo observaba mientras él marcaba la cara de la piedra con brochazos de óxitl negro. Luego vinieron otros obreros para martillar cuñas de madera dentro de las pequeñas grietas que mi padre había marcado; tenían sus rostros pálidos por el sudor y el polvo mezclado. Después de que mojaran esas cuñas con agua, regresamos a casa y pasaron algunos días, durante los cuales los obreros conservaban bien húmedas las cuñas para que se hincharan y ejercieran una creciente presión dentro de la piedra. Entonces mi padre y yo volvimos otra vez a la cantera. Nos paramos en su borde y miramos hacia abajo. Él me dijo: «Observa ahora, Chapulin».
Pareció como si la piedra sólo hubiera estado aguardando la presencia de mi padre y su permiso, porque de repente, y por su propia voluntad, la cara de la cantera emitió un crujido que hendió el aire y se partió. Parte de ella se vino abajo rodando en inmensos trozos como cubos, otras partes se partían en forma de tablas cuadradas y planas, y todos ellos cayeron intactos dentro de unas redes hechas de cuerda, que habían sido extendidas para recibirlos antes de que pudieran hacerse pedazos contra el piso de la cantera. Fuimos hacia abajo y mi padre inspeccionó todo con satisfacción. «Solamente un poco de tallado con las azuelas —dijo—, un poco de pulido de obsidiana y agua, y éstos —y él apuntó los bloques de piedra caliza— serán perfectos para la construcción, mientras que éstas —y señaló las tablas tan grandes como el piso de nuestra casa y tan delgadas como mi brazo— serán los paneles de las fachadas».
Froté la superficie de uno de los bloques que me llegaba hasta la cintura. Sentí su tacto, como la cera y polvoriento a la vez.
«Oh, al principio, cuando se separan de la piedra madre, están demasiado suaves para cualquier uso —dijo mi padre. Pasó la uña de su pulgar por la piedra y dejó una marca profunda—. Después de algún tiempo de estar expuestos al aire, se hacen más sólidos, duros y tan imperecederos como el granito. Pero mientras todavía está suave, nuestra piedra puede ser esculpida con cualquier piedra más dura o ser cortada con una sierrecilla de obsidiana».
La mayor parte de la piedra caliza de nuestra isla era enviada a tierra firme o a la capital, para ser usada en paredes, pisos y techos de edificios. Sin embargo, debido a la facilidad con que se trabajaba en ella, había también muchos escultores trabajando en las canteras. Esos artistas escogían los bloques de piedra caliza de más fina calidad y cuando todavía estaban muy suaves los tallaban, convirtiéndolos en estatuas de nuestros dioses, gobernantes y otros héroes. Utilizando las más perfectas tablas de piedra, las tallaban y labraban en bajorrelieves y frisos con los que se decorarían palacios y templos. También utilizaban los trozos descartados de piedra para esculpir las figurillas de dioses domésticos que en todas partes las familias acostumbraban a atesorar. En nuestra casa, por supuesto, teníamos las de Tonatíu y Tláloc, y la diosa del maíz, Chicomecóatl, y la diosa del hogar, Chantico. Mi hermana Tzitzitlini incluso tenía para sí una figura de Xochiquétzal, diosa del amor y de las flores, a la cual todas las jóvenes rezaban pidiendo un esposo amante y adecuado.
Las astillas y otros desperdicios de las canteras eran quemados en los hornos que ya mencioné, de los que sacábamos polvo de cal, otro producto valioso. Este tenextli es esencial para unir los bloques de un edificio. También se usa para dar una apariencia mejor a aquellos edificios que están hechos con materiales más baratos. Mezclada con agua, la cal se utiliza con los granos de maíz que nuestras mujeres suelen moler convirtiéndolos en masa para las tlaxcaltin, tortillas, y para otros alimentos. La cal de Xaltocan era inclusive usada por cierta clase de mujeres como cosmético; con ella blanqueaban su pelo oscuro o pardo hasta lograr un tono de amarillo, poco natural, como el que tienen algunas de sus mujeres españolas.
Por supuesto, los dioses no daban nada absolutamente gratis, y de vez en cuando exigían un tributo por la gran cantidad de piedra caliza que excavábamos de Xaltocan. Por casualidad yo estaba en la cantera de mi padre el día en que los dioses decidieron tomar un sacrificio.
Varios cargadores arrastraban un inmenso bloque de tenéxtetl recientemente cortado hacia arriba por el largo declive que, a semejanza de una tabla encorvada y escarpada, ascendía en forma de caracol entre el fondo y la cima de la cantera. Eso lo hacían a base de pura fuerza muscular, teniendo cada hombre alrededor de su frente una banda de tela que se amarraba a la red hecha de cuerda que arrastraba el bloque. En algún lugar muy arriba de la rampa, el bloque se deslizó demasiado hacia la orilla o se inclinó por alguna irregularidad del camino. Sea lo que fuere, giró lenta e implacablemente de lado y cayó. Hubo muchos gritos y si los cargadores no se hubiesen arrancado de sus frentes las bandas de tela, hubieran caído por la orilla junto con el bloque. A causa del ruido de la cantera, un hombre que estaba abajo no oyó los gritos, así es que el bloque le cayó encima y uno de sus filos, como una azuela de piedra, lo partió en dos exactamente a la altura de la cintura.
El bloque de piedra había hecho una muesca tan profunda en el piso de tierra de la cantera, que se quedó allí balanceándose sobre sus ángulos. Así que mi padre y todos los demás hombres que corrieron precipitadamente al lugar, pudieron sin mucha dificultad hacerlo caer a un lado. Se quedaron pasmados cuando vieron que la víctima de los dioses estaba todavía viva y aún consciente. Pasando desapercibido por la excitación de los demás, me acerqué y vi al hombre, que estaba dividido en dos partes. Desde la cintura para arriba, su cuerpo desnudo y sudoroso estaba intacto y sin ninguna herida, pero su cintura estaba comprimida en una forma ancha y plana, de tal manera que su cuerpo parecía una azuela o un cincel. La piedra lo había cortado instantánea (piel, carne, estómago, columna vertebral) y limpiamente y le había cerrado la herida, de tal modo que no había ni una gota de sangre. Él hubiera podido ser un muñeco de trapo cortado por la mitad y luego cosido por la cintura. Su mitad inferior, con su taparrabo, yacía separada de él, con el borde igualmente cortado y sin sangrar, aunque las piernas se movían espasmódica y ligeramente y esa mitad de su cuerpo estaba orinando y defecando copiosamente.
La herida parecía haber entumecido todos los nervios cortados de tal manera que el hombre ni siquiera sentía dolor. Levantando su cabeza miró, un poco extrañado, su otra mitad. Para evitarle ese espectáculo, los otros hombres rápida y tiernamente transportaron a cierta distancia de ahí lo que quedaba de él y lo apoyaron contra la pared de la cantera. Él flexionó sus brazos, cerró y abrió sus manos, movió su cabeza de un lado a otro y dijo con voz admirada: «Todavía me puedo mover y hablar. Os puedo ver a todos vosotros, compañeros. Puedo extender la mano, tocaros y sentiros. Oigo los martillos golpeando y huelo el polvo áspero del tenextli. Estoy vivo todavía. Esto es maravilloso». «Sí, lo es —dijo mi padre con voz ronca—. Pero no puede ser por mucho tiempo, Xícama. No tiene caso ni siquiera mandar traer un tícitl. Tú querrás un sacerdote. ¿De qué dios, Xícama?». El hombre pensó un momento. «Cuando ya no pueda hacer nada más, pronto saludaré a todos los dioses, pero mientras todavía pueda hablar es mejor que hable con La Que Come Suciedad».
La llamada fue transmitida a lo alto de la cantera y de allí un mensajero fue corriendo velozmente para traer un tlamacazqui de la diosa Tlazoltéotl o La Que Come Suciedad. A pesar de que su nombre no era bello, era una diosa muy compasiva. Era a ella a quien los hombres moribundos confesaban todos sus pecados y malos hechos —a menudo los hombres vivos también lo hacían, cuando se sentían particularmente angustiados o deprimidos por algo que habían hecho—, así Tlazoltéotl se podía tragar todos sus pecados y éstos desaparecían como si nunca hubiesen sido cometidos. Así los pecados de un hombre no irían con él, para contar en su contra o para ser un fantasma en su memoria, a cualesquiera de los mundos del más allá adonde fuera enviado.
Mientras esperábamos al sacerdote, Xícama apartaba los ojos de sí mismo, de su cuerpo que parecía estar dentro de una hendidura del piso de roca y hablaba tranquila y casi alegremente con mi padre. Le dio recados para sus padres, para su futura viuda y para sus hijos, que pronto quedarían huérfanos, e hizo sugestiones acerca de las disposiciones sobre la pequeña propiedad que poseía, y se preguntaba en voz alta qué sería de su familia cuando su proveedor se hubiera ido. «No preocupes tu mente —dijo mi padre—. Es tu tonali que los dioses tomen tu vida a cambio de la prosperidad de nosotros, los que nos quedamos. Para dar gracias por el sacrificio consumado en ti, nosotros y el Señor Gobernador daremos una compensación adecuada a tu viuda». «Entonces ella tendrá una herencia respetable —dijo Xícama aliviado—. Ella todavía es una mujer joven y hermosa. Por favor, Cabeza Inclinada, persuádela para que se vuelva a casar». «Así lo haré. ¿Alguna otra cosa?». «No —dijo Xícama. Miró alrededor y sonrió—. Nunca pensé que me sentiría apesadumbrado al ver por última vez esta cantera funesta. ¿Sabes, Cabeza Inclinada, que aun en estos momentos esta fosa de piedra se ve bonita y atrayente? Con las nubes blancas allá arriba, el cielo tan azul y aquí la piedra blanca… como nubes encima y abajo del azul. Si aún pudiera, me gustaría ver los árboles verdes más allá de la orilla…». «Los verás —prometió mi padre—, pero después de que hayas terminado con el sacerdote. Sería mejor no moverte hasta entonces».
El tlamacazqui llegó, en el todo de su negro, sus vestiduras negras flotando al viento, su pelo negro endurecido con sangre seca y su cara cenicienta que jamás se lavaba. Él era la única oscuridad y sombra que manchaba el límpido azul y blanco del cual Xícama lamentaba despedirse. Todos los demás hombres se alejaron para darles privacidad. (Y mi padre, que me descubrió entre ellos, se enojó y me ordenó que me fuera; eso no era para ser visto por un muchachito). Mientras Xícama estaba ocupado con el sacerdote, cuatro hombres recogieron su apestosa mitad inferior, todavía estremeciéndose, para transportarla arriba de la cantera. Uno de ellos vomitó en el camino.
Evidentemente Xícama no había llevado una vida muy vil, ya que no le tomó mucho tiempo confesarse con La Que Come Suciedad de lo que se arrepentía de haber hecho o dejado por hacer. Cuando el sacerdote le había absuelto por parte de Tlazoltéotl, y después de haber dicho todas las palabras rituales y todos los gestos, se hizo a un lado. Cuatro hombres levantaron y tomaron cuidadosamente el pedazo viviente que era Xícama y lo llevaron lo más rápidamente que pudieron, sin zarandearlo, por el declive, hacia arriba de la cantera.
Tenían la esperanza de que viviera el tiempo suficiente para poder llegar a su aldea y despedirse personalmente de su familia y presentar sus respetos a aquellos dioses que él personalmente hubiera preferido. Pero en algún lugar, en lo alto del caracol, su cuerpo dividido empezó a abrirse dejando escapar su sangre y su desayuno, además de otras substancias. Ya no pudo hablar y dejó de respirar, sus ojos se cerraron para siempre y nunca llegó a ver, otra vez, los árboles verdes.
Una parte de la piedra caliza de Xaltocan había sido utilizada hace mucho tiempo para la construcción de la icpac tlamanacali y teocaltin de nuestra isla, nuestra pirámide con sus templos diversos, como ustedes les llaman. Una parte de la piedra excavada siempre fue reservada para los impuestos que pagábamos a la tesorería de la nación y para nuestro tributo anual al Venerado Orador y a su Consejo de Voceros. (El Uey-Tlatoani Motecuzoma había muerto cuando yo tenía tres años de edad y en aquel mismo año el gobierno y el trono habían sido entregados a su hijo Axayácatl, Cara de Agua). Otra parte de la piedra era reservada para el provecho de nuestro tecutli, o gobernador, para algunos otros nobles de rango y también para los gastos de la isla: construcción de canoas para el transporte, compra de esclavos para los trabajos menos agradables, pago de los sueldos de los canteros y cosas parecidas. Sin embargo, siempre sobraba mucho de nuestro producto mineral para la exportación y para trueque.
Gracias a esto, Xaltocan pudo importar y cambiar mercancías, que nuestro tecutli repartía entre sus súbditos, según su nivel social y sus méritos. Además permitía a toda la gente de la isla construir sus casas con esa piedra caliza tan a la mano, a excepción, claro, de los esclavos y otras clases bajas. Por eso, Xaltocan era diferente de la mayoría de las otras comunidades de estas tierras, en donde las casas eran construidas frecuentemente con ladrillos de barro secados al sol, o con madera, o con cañas, en donde muchas familias vivían apretadas en un solo edificio comunal e inclusive en cuevas en el flanco de algún cerro. Aunque nuestra casa tenía solamente tres cuartos, sus pisos también eran de losas de piedra caliza, lisa y blanca. No había muchos palacios en El Único Mundo que pudieran sentirse orgullosos de haber sido construidos con materiales tan finos. El uso de nuestra piedra para la construcción, significó también que nuestra isla no quedó desnuda de sus árboles, como sucedió en muchos otros lugares poblados del valle.
En mi tiempo, el gobernador de Xaltocan era Tlauquéchotltzin, el Señor Garza Roja, un hombre cuyos lejanos antepasados habían sido de los primeros colonizadores mexica en la isla y el hombre que ocupaba el rango más alto entre la nobleza local. Eso garantizaba su cargo como nuestro tecutli de por vida, como era la costumbre en la mayoría de los distritos y comunidades, y como representante nuestro ante el Consejo de Voceros encabezado por el Venerado Orador y como gobernador de la isla, de sus canteras, el lago que le circundaba y cada uno de sus habitantes, excepto en cierta medida de los sacerdotes, quienes mantenían que sólo debían lealtad a los dioses.
No todas las comunidades tenían tanta suerte con su tecutli como la nuestra en Xaltocan. Se esperaba que un miembro de la nobleza viviera a la altura de su posición social, o sea, ser noble, pero no todos lo eran. Ningún pili nacido dentro de la nobleza podía ser rebajado a una clase más baja, sin importar cuán innoble fuese su conducta. Sin embargo, si su conducta era inexcusable, podía ser cesado de su puesto o aun ser sentenciado a muerte por sus camaradas. También debo mencionar que la mayoría de los nobles lo eran por haber nacido de padres nobles, pero no era imposible para un simple plebeyo ganar el derecho a esa clase superior.
Recuerdo a dos hombres de Xaltocan quienes habían sido elevados a la nobleza y se les había dado un ingreso estimable de por vida. Uno era Colótic-Miztli, un viejo guerrero que en otro tiempo había cumplido con su nombre de Fiero Puma de la Montaña, haciendo algún hecho de armas en alguna guerra ya olvidada contra algún antiguo enemigo. Esto le había costado tantas cicatrices que era horrible verlo, pero había ganado así el codiciado sufijo de -tzin a su nombre: Miztzin, Señor Puma de la Montaña. El otro era Quali-Améyatl, o Fuente Buena, un joven arquitecto de buenas maneras que no hizo otra cosa más notable que diseñar unos jardines en el palacio del gobernador. Pero Améyatl era tan bien parecido como Miztzin era repugnante, y durante su trabajo en el palacio había ganado el corazón de una joven que se llamaba Ahuachtli, Gota de Rocío, quien por casualidad era la hija del gobernador. Cuando se casó con ella, vino a ser Améyatzin, el Señor Fuente.
Como creo que ya indiqué, nuestro Señor Garza Roja era un tecutli jovial y generoso, pero sobre todo un hombre justo. Cuando su propia hija Gota de Rocío se cansó de su Señor Fuente, plebeyo de nacimiento y fue sorprendida en adulterio con un pili noble de nacimiento, Garza Roja ordenó que ambos fueran sentenciados a muerte. Muchos otros nobles le pidieron que perdonara la vida de la joven mujer y que en su lugar la desterrara de la isla. Incluso el esposo juró a su suegro que él ya había perdonado el adulterio de su esposa y que tanto él como Gota de Rocío se irían a alguna nación lejana. Aunque todos sabíamos cuánto amaba a su hija, el gobernador no se dejó influenciar. Dijo: «Me llamarían injusto si por mi propia hija no obedezco una ley que se hace cumplir a mis súbditos». Y dijo a su yerno: «La gente dirá algún día que tú perdonaste a mi hija en deferencia a mi puesto y no por tu propia y libre voluntad». Y ordenó que todas las mujeres y jovencitas de Xaltocan fueran a su palacio para ser testigos de la ejecución de Gota de Rocío. «Especialmente las núbiles y las doncellas —dijo él—, porque son muy excitables y quizás se inclinen a simpatizar con la infidelidad de mi hija e inclusive envidiarla. Dejemos, pues, que se sobresalten con su muerte, para que en su lugar se concentren en la severidad de las consecuencias».
Así es que mi madre fue a la ejecución y llevó consigo a Tzitzitlini. Mi madre dijo que la vil Gota de Rocío y su amante habían sido estrangulados con sogas disfrazadas de guirnaldas de flores a la vista de toda la población, y que la joven mujer aceptó muy mal su castigo, con súplicas, luchas y terrores, y que Fuente Buena, su traicionado marido, lloró por ella, pero que el Señor Garza Roja había estado observando sin ninguna expresión en su rostro. Tzitzi no hizo ningún comentario sobre el espectáculo, pero me contó que en el palacio conoció al joven hermano de la mujer condenada, Pactli, el hijo de Garza Roja. «Él me miró largamente —dijo ella con un escalofrío— y me sonrió enseñando sus dientes. ¿Puedes creer tal cosa en un día semejante? Fue una mirada que me puso la carne de ganso». Yo apostaría que Garza Roja no sonrió aquel día. Sin embargo, creo que ustedes pueden comprender por qué toda la gente de la isla estimaba tanto a su gobernador siendo tan justo e imparcial. De verdad, todos esperábamos que el Señor Garza Roja viviera muchos años, ya que no nos sentíamos felices ante la idea de llegar a ser gobernados por su hijo Pactli. El nombre significaba Alegría, un nombre mal dado como ningún otro, pues el joven Alegría era malo y despótico por naturaleza mucho antes de que llegara a usar el máxtlatl de la edad adulta. Ese retoño odioso de un padre tan cortés, no se asociaba libremente con ningún muchacho de la clase media, como Tlatli, Chimali y yo, y de todas maneras era uno o dos años mayor. Sin embargo, cuando mi hermana empezó a florecer en belleza y Pactli empezó a manifestar un gran interés por ella, mi hermana y yo llegamos a compartir un odio especial hacia él, pero eso todavía estaba en el futuro.
Mientras tanto, nuestra comunidad era próspera, confortable y tranquila. Nosotros, que teníamos la buena fortuna de vivir allí, no nos veíamos obligados a afanar nuestras energías y espíritus sólo para poder subsistir. Podíamos contemplar horizontes más allá de nuestra isla y aspirar a alturas mayores de las que habíamos nacido. Podíamos soñar, como lo hacían mis amigos Tlatli y Chimali. Sus padres eran escultores en la cantera y ellos, los dos, a diferencia mía, aspiraban seguir sus pasos, dentro de ese arte, aunque más ambiciosamente que ellos.
«Quiero llegar a ser el mejor escultor», dijo Tlatli, raspando un fragmento de piedra blanda que empezaba realmente a parecerse a un halcón, animal del cual había recibido su nombre. Él siguió: «Las estatuas y los frisos esculpidos aquí en Xaltocan se van sin firma, en las grandes canoas de carga, y sus artistas no son reconocidos. Nuestros padres no reciben mayor crédito que el que podría recibir una esclava que teje el pétlatl, tapete, con las cañas del lago. ¿Y por qué? Porque las estatuas y ornamentos que hacemos aquí se distinguen tan poco como el petlame de caña tejida. Cada Tláloc, por ejemplo, se ve exactamente igual que cada Tláloc que ha sido esculpido en Xaltocan desde que los padres de los padres de nuestros padres los esculpían». Yo dije: «Entonces es que ellos deben ser como los sacerdotes de Tláloc quieren que sean». «Ninotlancuícui in tlamázque —gruñó Tlatli—. Limpio mis dientes en los sacerdotes. —Él podía ser tan impasible e inmóvil como cualquier figura de piedra—. Yo intento hacer esculturas diferentes a todas las que se han hecho antes. Y ni siquiera dos, hechas por mí, parecerán iguales. Pero mis obras serán tan fáciles de reconocer que la gente exclamará: “¡Ayyo, una estatua hecha por Tlatli!”. Ni siquiera tendré que firmarlas con mi glifo de halcón».
«Tú quieres hacer un trabajo tan fino como el de la Piedra del Sol», le sugerí. «Más fino todavía que el de la Piedra del Sol —dijo obstinadamente—. Limpio mis dientes en la Piedra del Sol». Y pensé que eso era realmente tener audacia, porque yo había visto la Piedra del Sol.
Sin embargo, nuestro mutuo amigo Chimali tenía una meta todavía más alta que a la que aspiraba Tlatli. Quería refinar el arte de la pintura, de tal manera que fuera independiente de cualquier escultura. Él sería pintor de cuadros en paneles y de murales en las paredes. «Oh, yo daré color a las toscas estatuas de Tlatli, si él quiere —dijo Chimali—. Pero la escultura requiere sólo colores uniformes, ya que por su forma y modelado da luz y sombra a los colores. También estoy harto de cómo son invariablemente usados por otros pintores y muralistas. Trato de mezclar nuevas variedades: colores que puedan mudar en cuanto a matiz y tono, de tal manera que los colores por sí mismos den una ilusión de profundidad. —Y hacía vehementes gestos modelando al aire—. Cuando veáis mis cuadros, pensaréis que tienen forma y substancia, aun cuando no lo tengan, cuando no tengan más que la dimensión del panel mismo». «Pero ¿con qué objeto?», pregunté. «¿Qué objeto tiene la trémula belleza y la forma del colibrí? —preguntó—. Mira. Imagínate que eres un sacerdote de Tláloc. En lugar de arrastrar una gran estatua del dios de la lluvia dentro de la pequeña habitación de un templo, restringiendo aún más el espacio, los sacerdotes de Tláloc simplemente me podrían encargar pintar sobre el muro un retrato del dios, como yo lo imagine, y con un paisaje sin límite extendiéndose atrás de él, bañado de lluvia. La habitación parecerá mucho más grande de lo que en realidad es. —Y triunfalmente concluyó—. Ésa es la ventaja de las pinturas planas y delgadas sobre las esculturas voluminosas y macizas». «Bueno —dije a Chimali—, un escudo normalmente es bastante delgado y plano». Yo le estaba haciendo una broma: chimali significa «escudo» y el mismo Chimali era flaco y larguirucho.
Yo sonreía indulgentemente ante las grandiosas jactancias y ante los ambiciosos planes de mis amigos; o quizás con un poco de envidia porque ellos sabían lo que querían llegar a ser, mientras que yo no. Mi mente todavía no había concebido alguna noción propia y ningún dios había tenido a bien mandarme alguna señal. Solamente estaba seguro de dos cosas. Una era que no quería labrar y arrastrar piedra en una cantera ruidosa, polvorosa y amenazada por los dioses. La otra, que cualquier carrera que escogiera, no intentaría ejecutarla en Xaltocan ni en ningún otro lugar atrasado de la provincia.
Si los dioses me lo permitían, yo correría el riesgo en el lugar más desafiante, pero también el más potencialmente remunerador del Único Mundo, en la ciudad-capital del Uey-Tlatoani, en donde la competencia entre los hombres ambiciosos era la más despiadada y en donde solamente los más dignos podían sobresalir con distinción, en la espléndida, maravillosa y pasmosa ciudad de Tenochtitlan.
Si todavía no sabía cuál sería el oficio de mi vida, por lo menos sí sabía dónde iba a practicarlo. Esto lo supe desde mi primer viaje allí, la visita que había sido un regalo de mi padre en mi cumpleaños número siete, el día en que me dieron mi nuevo nombre.
Antes de eso, mis padres, a quienes yo seguía, habían ido a consultar al tonalpoqui residente de la isla —o conocedor del tonáltamatl, el libro tradicional de nombres—. Después de desdoblar las capas de páginas hasta lograr la completa longitud del libro, usando la mayor parte del piso de su cuarto, el viejo vidente dio un escrutinio prolongado, moviendo los labios cada vez que hacía mención a los símbolos de las estrellas y a las actividades más relevantes de los dioses en el día Siete Flor, en el mes del Dios Ascendiente del año Trece Conejo. Luego inclinó la cabeza, volvió a doblar el libro con reverencia, aceptó sus honorarios consistentes en un rollo de tela fina, me roció con agua especial para las celebraciones y proclamó que mi nombre sería Chicome-Xóchtitl Tliléctic-Mixtli, para conmemorar la tormenta que había asistido a mi nacimiento. Desde entonces y en adelante yo sería conocido formalmente como Siete Flor Oscura Nube y llamado informalmente Mixtli.
Estaba muy complacido con mi nombre, un nombre varonil, pero no quedé muy impresionado con el ritual para seleccionarlo. Incluso a la edad de siete años, yo, Nube Oscura, tenía algunas opiniones propias. Dije en voz alta que cualquiera lo hubiera podido hacer, yo lo hubiera podido hacer más rápido y más barato, por lo que me callaron severamente.
En la mañana temprano de mi importante cumpleaños, me llevaron al palacio del tecutli y el Señor Garza Roja nos recibió personalmente con amabilidad y ceremonia. Me palmeó ligeramente la cabeza y dijo paternalmente con buen humor: «Otro hombre ha crecido para la gloria de Xaltocan, ¿verdad?». Con su propia mano dibujó los símbolos de mi nombre: siete puntos, el símbolo de los tres pétalos de flor, la burbuja gris que significa la nube oscura, en el tocayámatl, el registro oficial de todos los habitantes de la isla. Mi página quedaría allí por todo el tiempo que viviera en Xaltocan, para ser quitada únicamente si moría, si era expulsado por algún crimen monstruoso o si me iba a vivir permanentemente a otro lugar. Me pregunto: ¿cuánto tiempo hace que la página de Siete Flor Nube Oscura no está en aquel libro?
Hubiera habido una gran celebración del día-de-nombre, como lo había habido en el de mi hermana. Todos los vecinos y nuestros familiares llegando con regalos, mi madre cocinando y sirviendo un gran festín con platillos especiales, los hombres fumando pocíetl en tubos de caña, los viejos emborrachándose con octli. Pero no me importó perder todo eso, porque mi padre me había dicho: «Un cargamento de frisos para templos sale hoy para Tenochtitlan y hay espacio en el bote para ti y para mí. También he oído que una gran ceremonia se celebrará en la capital, la de una nueva conquista o algo por el estilo, y éste será el festejo de tu día-de-nombre, Mixtli». (Nunca más me volvió a llamar Chapulin). Así es que, después un beso de felicitación en la mejilla, por parte de mi madre y de mi hermana, seguí a mi padre hacia abajo, hasta el muelle de cargamento de las canteras.
Todos nuestros lagos tenían un tráfico constante de canoas, yendo y viniendo en todas direcciones, como hordas de insectos tejedores. La mayoría de ellas eran los acaltin pequeños, para uno o dos hombres, de los pescadores y cazadores de aves, hechos de un solo tronco de árbol vaciado por dentro y con la forma de una vaina de ejote. Sin embargo había otros que alcanzaban hasta el tamaño de las gigantescas canoas de guerra para sesenta hombres y nuestro acali de carga consistía en ocho botes casi de ese tamaño, unidos por las regalas. Nuestro cargamento de paneles de piedra tallados había sido apilado cuidadosamente dentro del lanchón, cada piedra envuelta en pesadas esterillas de fibra para su protección.
Con tal carga a bordo en una nave tan difícil de gobernar, era lógico que avanzáramos muy despacio, a pesar de los veinte hombres, entre ellos mi padre, que estaban remando o empujando con varas gruesas en donde el agua no era profunda. Debido a que la ruta no era recta —al sudoeste por el lago de Xaltocan, al sur dentro del lago de Texcoco y desde ahí al sudoeste otra vez hasta la ciudad— teníamos que cubrir algo así como siete distancias que llamábamos a cada una «una carrera larga», una de las cuales vendría a ser aproximadamente el equivalente a lo que ustedes los españoles llaman «una legua». Como quien dice, siete leguas de camino y nuestro gran lanchón casi nunca avanzaba más rápido de lo que un hombre podría caminar. Dejamos la isla de Xaltocan mucho antes del mediodía, pero estaba bien entrada la noche cuando llegamos al muelle de Tenochtitlan.
Por un tiempo, el paisaje no era nada fuera de lo común, el mismo lago rojizo que yo conocía tan bien. Luego, conforme nos deslizábamos sobre el estrecho del sur, la tierra nos encerró por los dos lados y el agua fue perdiendo color gradualmente hasta adquirir un tono parduzco cuando emergimos al vasto lago de Texcoco. Éste se extendía tan lejos hacia el este y hacia el sur que la tierra de más allá no era más que una mancha oscura y dentada en el horizonte.
Nos movimos hacia el suroeste durante un tiempo, pero Tonatíu, el sol, se cubría lentamente en el resplandor de su vestido de dormir en el momento en que nuestros remeros retrocedían en el agua para poder llevar nuestro desmañado lanchón hacia el Gran Dique y detenerse. Esta barrera es una doble palizada de troncos de árboles clavados dentro del fondo del lago, el espacio entre las hileras paralelas de leños está sólidamente relleno con tierra y roca. Tiene como propósito el evitar que las ondas del lago, agitadas por el viento del oriente, inunden la isla-ciudad. El Gran Dique tiene pesados portalones insertados en intervalos con objeto de permitir el paso a los barcos y los hombres que trabajan en El Dique dejan esos portalones abiertos casi todo el tiempo. Por supuesto que el tráfico del lago que se dirigía hacia la capital era considerable y por ese motivo nuestro lanchón tuvo que esperar en línea, por un tiempo antes de poder pasar los portones.
Al mismo tiempo, Tonatíu tiró los oscuros cobertores de la noche sobre su cama y el cielo se tornó púrpura. Las montañas al oeste, directamente enfrente de nosotros, se vieron de pronto como si sus perfiles hubieran sido cortados en papel negro, perdiéndose sus dimensiones. Sobre ellas, hubo un centelleo tímido y luego una chispa valiente de luz: Flor del Atardecer, la estrella vespertina, llegó una vez más, asegurándonos que ésta era solamente una de tantas noches, no la última y eterna.
«¡Abre bien los ojos ahora, hijo Mixtli!», gritó mi padre desde su lugar en los remos. Como si Flor del Atardecer hubiera dado una señal, una segunda luz apareció, ésta a un nivel muy por debajo de la línea dentada de las negras montañas. Entonces llegó otro punto de luz, y otro y otros veinte de veinte más. Así vi Tenochtitlan por primera vez en mi vida: no como una ciudad de torres de piedra, de ricos enmaderados y pinturas brillantes, sino como una ciudad de luz. Según se iban encendiendo las lámparas, linternas, velas y antorchas, por las aberturas de las ventanas, en las calles, a lo largo de los canales, en las terrazas, cornisas y tejados de los edificios, los puntitos separados de luz se hicieron grupos, los grupos se mezclaron para formar líneas de luz y las líneas de luz dibujaron los contornos de la ciudad.
Los edificios en sí, desde esa distancia, estaban oscuros y sus contornos borrosos, pero las luces, ¡ayyo, las luces! Amarillas, blancas, rojas, jacinto, en todos los colores variados del fuego y aquí y allá una verde o azul, en donde el fuego del altar de algún templo había sido rociado con sal o con filigranas de cobre. Cada uno de esos grupitos y bandas de luz como cuentas relucientes, brillaban dos veces pues cada una tenía su reflejo brillante en el lago. Aun las calzadas elevadas y empedradas que saltan entre la isla y tierra firme, aun éstas, portaban linternas en palos a intervalos en toda su extensión, a través del agua. Desde nuestro acali podía ver solamente las dos calzadas que salían de la ciudad hacia el norte y hacia el sur, pero cada una parecía ser una brillante y delgada cadena de joyas a través del cuello de la noche, un espléndido pendiente de brillante joyería en el seno de la noche.
«Tenochtitlan, Cem-Anáhuac Tlali Yoloco —murmuró mi padre—. Es realmente El Corazón y el Centro del Único Mundo». Yo había estado tan transportado por el encanto, que no me había dado cuenta de que él estaba a mi lado. «Mira todo lo que puedas, hijo Mixtli. Tú puedes ver esta maravilla y muchas otras más de una vez, pero siempre y por siempre habrá sólo una primera vez».
Sin parpadear o mover los ojos del esplendor al que nos acercábamos con demasiada lentitud, me recosté sobre una esterilla de fibra y miré y miré hasta que, me avergüenza decirlo, mis párpados se cerraron por sí solos y me quedé dormido. No tengo ni una noción en mi memoria del ruido considerable, de la conmoción y del bullicio que debió de producirse cuando desembarcamos, ni recuerdo cuando mi padre me cargó hasta una cercana posada para barqueros, donde pasamos la noche.
Desperté en un jergón en el piso de un cuarto común, donde mi padre y otros pocos hombres más, estaban todavía acostados roncando en sus jergones. Al darme cuenta de que estábamos en una posada y de dónde estaba la posada, brinqué para asomarme por la abertura de la ventana, y por un momento me sentí mareado al ver la altura sobre el empedrado. Era la primera vez que estaba dentro de un edificio que estaba encima de otro. Yo pensé que era así hasta que mi padre me enseñó más tarde, desde afuera, que nuestro cuarto estaba en el piso superior de la posada.
Dirigí mis ojos hacia la ciudad que estaba más allá de la zona de los muelles. Brillaba, pulsaba, resplandecía de blanco a la luz temprana del sol. Eso hizo que me sintiera orgulloso de mi isla natal, porque los edificios que no habían sido construidos con la blanca piedra caliza estaban aplanados con el yeso blanco, y yo sabía que la mayor parte de aquel material llegaba de Xaltocan. Aunque los edificios estaban adornados con frescos, franjas y paneles con pinturas de vividos colores y mosaicos, el efecto dominante era el de una ciudad tan blanca que casi parecía plateada y tan resplandeciente que casi lastimaba mis ojos.
En esos momentos, las luces de la noche anterior ya estaban totalmente extinguidas y sólo desde alguna parte el fuego quieto de un templo enviaba una cinta de humo hacia el cielo. Entonces vi una nueva maravilla: en la cumbre de cada azotea, de cada templo, de cada palacio de la ciudad, de cada una de las partes más sobresalientemente altas, se proyectaba un asta y en cada una flotaba un estandarte. Éstos no eran cuadrados, triangulares o rectangulares como las insignias de batalla; eran mucho más largos y anchos. Totalmente blancos excepto por la insignia de colores que portaban. Algunas de éstas las pude reconocer, como la de la ciudad, la del Venerado Orador Axayácatl, las de algunos dioses; pero otras no me eran familiares, deberían de ser las insignias de los nobles locales y de los dioses particulares de la ciudad.
Las banderas de sus hombres blancos son siempre pedazos de tela, muy a menudo con blasones muy elaborados, pero que no dejan de ser simples hilachos que cuelgan flojamente de sus astas, o tremolean y chasquean al viento como la ropa lavada por una mujer rústica y tendida a secar sobre las espinas de los cactos. Por contraste, estas banderolas increíblemente largas de Tenochtitlan estaban entretejidas con plumas, plumas a las que se les habían quitado los cañones y solamente se había utilizado para el tejido la parte más suave de ellas. No estaban ni pintadas ni teñidas. Las banderas estaban tejidas intrincadamente con plumas de colores naturales: de garzas blancas para la parte del fondo de las banderas, y para los diseños de las insignias los variados tonos de rojo de las guacamayas, cardenales y papagayos, los diversos azules de los grajos y las garzas, los amarillos de los tucanes y de las tángaras. Ayyo, ustedes oyen la verdad, beso la tierra, había allí todos los colores e iridiscencias que solamente se pueden encontrar en la naturaleza viva y no en las mezclas de pinturas que hacen los hombres.
Lo más maravilloso era que estas banderolas no se combaban ni aleteaban, sino que flotaban. No soplaba el viento esa mañana, solamente el movimiento de la gente en las calles y de los acaltin en los canales hacían la suficiente corriente de aire como para sostener esos pendones tan grandes y tan ligeros a la vez. Como grandes pájaros reacios a volar lejos, contentos de flotar soñando, los estandartes estaban suspendidos, totalmente extendidos en el aire. Las miles de banderas emplumadas ondulaban, gentil y silenciosamente como por arte de magia, sobre las torres y los pináculos de esa mágica ciudad-isla.
Teniendo la osadía de apoyarme demasiado peligrosamente afuera de la ventana, podía ver a lo lejos, por el sudeste, los picos de los dos volcanes llamados Popocatépetl e Ixtaccíhuatl[2], la montaña del Incienso Ardiendo y la montaña de la Mujer Blanca. A pesar de que ya estábamos en la estación seca y los días eran calurosos, las dos montañas estaban coronadas de nieve, la primera que veía en mi vida, y el candente incienso que se hallaba en las profundidades del Popocatépetl producía un penacho de humo azul que flotaba sobre su cumbre, tan perezosamente como las banderolas flotaban sobre Tenochtitlan. Desde la ventana insté a mi padre para que se levantara. Debía de estar cansado y deseoso de dormir más, pero se levantó sin ninguna queja, con una sonrisa de comprensión hacia mi deseo de salir.
El desembarco y entrega de nuestro cargamento era responsabilidad del jefe encargado de fletes del lanchón, así es que mi padre y yo teníamos todo el día para nosotros. Él traía solamente el encargo de comprar algunas cosas para mi madre, por lo que dirigimos nuestros pasos hacia el norte, hacia Tlaltelolco.
Como ustedes saben, reverendos frailes, esta parte de la isla que ahora ustedes llaman Santiago está separada de la parte sur solamente por un extenso canal atravesado por varios puentes. Sin embargo, Tlaltelolco fue por muchos años una ciudad independiente, con sus propios gobernantes, y trató siempre, osadamente, de aventajar a Tenochtitlan, pretendiendo ser la primera ciudad mexica. Las ilusiones de superioridad de Tlaltelolco fueron por mucho tiempo toleradas humorísticamente por nuestros Venerados Oradores. Pero cuando su último gobernante Moquíhuix tuvo el descaro de construir la pirámide-templo más alta de todas las que había en los cuatro distritos de Tenochtitlan, el Uey-Tlatoani Axayácatl, justificadamente, se sintió humillado. Así es que ordenó a sus hechiceros hostigar a ese vecino ya intolerable.
Si la historia es cierta, a Moquíhuix le habló la cara de una pared de piedra labrada que estaba en la sala del trono. Lo que le dijo acerca de su virilidad fue tan insultante que Moquíhuix, agarrando una cachiporra de guerra, pulverizó el grabado. Después, cuando Moquíhuix fue a la cama con su real compañera, los labios de sus tepili, partes, también le hablaron, menospreciando su virilidad. Esos sucesos, aparte de dejar impotente a Moquíhuix incluso con sus concubinas, le asustaron muchísimo, pero aun así no rindió vasallaje al Venerado Orador. Por lo que al principio del mismo año en que yo había hecho la visita del día de mi nombre, Axayácatl tuvo que tomar Tlaltelolco por las armas. El mismo Axayácatl, personalmente, lanzó a Moquíhuix desde lo alto de su propia pirámide, dejándole sus sesos bien destrozados. Unos cuantos meses después de aquel suceso, cuando mi padre y yo visitamos Tlaltelolco y aunque seguía siendo una ciudad muy bella de templos, palacios y pirámides, se sentía satisfecha de ser el quinto distrito de Tenochtitlan, y un lugar de mercado dependiente de la ciudad.
Su inmensa área de mercado abierto me pareció que era tan grande como toda nuestra isla de Xaltocan, más rica, más llena de gentes y mucho más ruidosa. Esa área estaba separada por amplios corredores limitados en cuadros en donde los mercaderes extendían su mercancía sobre mesas o lienzos, y cada uno de esos cuadros estaban designados a diferentes clases de mercancías. Allí había secciones para los forjadores de oro y plata; para los que trabajaban las plumas; para los vendedores de verduras y condimentos; de carne y animales vivos; de artículos de cuero y ropa; de esclavos y perros; de cerámica y trastos de cobre; de medicinas y cosméticos; de cuerdas, reatas y fibras; de estridentes pájaros, changos y otras mascotas. Ah, bueno, este mercado ha sido restaurado y sin duda ustedes ya lo conocen. Aunque mi padre y yo fuimos temprano, el lugar ya estaba lleno de una muchedumbre de compradores. La mayor parte de ellos eran macehualtin como nosotros, pero también había señores y damas pípiltin, apuntando imperiosamente hacia los artículos que deseaban y dejando que sus esclavos regatearan el precio.
Fuimos muy afortunados por haber llegado temprano, o por lo menos yo lo fui, ya que en uno de los puestos del mercado se estaba vendiendo un artículo tan perecedero que se hubiera acabado antes de media mañana, y entre todos los alimentos que se vendían era el más exótico y delicado. Era nieve. Había sido traída a diez carreras largas desde la cumbre del Ixtaccíhuatl hasta aquí, por relevos de mensajeros veloces corriendo a través del frío de la noche. El mercader la guardaba en unas jarras de grueso barro cocido, tapadas con montones de esterillas de fibra. Un cono de nieve costaba veinte semillas de cacao. Éste era el jornal promedio de un día completo de trabajo de cualquier obrero en la nación mexica. Por cuatrocientas semillas de cacao se podía comprar para toda la vida un esclavo bastante fuerte y saludable. Así es que la nieve era, por peso, la mercancía más cara de todo el mercado, incluyendo las joyas más costosas en los puestos de los forjadores de oro. Sólo unos cuantos de los pípiltin podían comprar ese raro refresco. No obstante, nos dijo el hombre de la nieve, vendía siempre toda su provisión en la mañana, antes de que ésta se derritiera.
Mi padre se quejó: «Yo recuerdo el año Uno Conejo, cuando del cielo estuvo “nevando nieve” por seis días seguidos. La nieve no solamente fue gratis para el que la quisiera, sino que también fue una calamidad». Pero se apaciguó y dijo al vendedor: «Bueno, porque es el cumpleaños chicoxíhuitl del niño». Desligando su morral del hombro contó veinte semillas de cacao. El mercader examinó una por una para estar seguro de no entrar una falsificación hecha de madera o una semilla agujereada y rellena de tierra. Entonces destapó una de sus jarras, sacó un cucharón colmado de esa preciosa golosina y con pequeños golpes la acomodó dentro de un cono hecho con una hoja enroscada, luego lo roció con una especie de jarabe dulce y me lo entregó.
Golosamente tragué un poco y estuve a punto de escupirlo de lo frío que estaba. Me destempló los dientes y me dio dolor de cabeza y, sin embargo, fue una de las cosas más deliciosas que probé en mi infancia. Lo sostuve para que mi padre lo probara y aunque le dio una lamida que obviamente saboreó tanto como yo, pretendió que no quería más. «No lo muerdas, Mixtli —me dijo—. Chúpalo, así te durará más».
Cuando mi padre hubo comprado todo lo que mi madre le había encargado, y después de haberlo enviado con un cargador a nuestra embarcación, fuimos otra vez hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. La mayoría de los edificios de Tenochtitlan eran de dos y algunas veces hasta de tres pisos de alto, y muchos de ellos se veían todavía más altos porque estaban construidos sobre pilares para evitar la humedad. La isla en sí no era más alta que la estatura de dos hombres por encima de las aguas del lago de Texcoco. Así es que en aquellos días había tantas calles como canales cruzando la ciudad. En algunas partes, los canales y las calles corrían paralelos, así la gente que caminaba podía platicar con la que iba en las canoas. En algunas esquinas, frente a nosotros, podíamos ver gente apretujada alborotando de un lado a otro; en otras, solamente el destello de las canoas al pasar. Algunas de ellas eran embarcaciones de alquiler para pasajeros, para llevar a aquellas personas que tenían prisa, a través de la ciudad, de una manera más rápida de lo que ellos pudieran caminar. Otras, eran los acaltin privados de los nobles, que estaban muy decorados y pintados con toldos arriba para protegerlos del sol. Las calles estaban fuertemente apisonadas y planas con una superficie de barro; los canales tenían bancos de mampostería. El agua de muchos canales estaba casi al mismo nivel de las calles, de tal manera que los puentes para transeúntes podían girar sobre sí mismos, hacia un lado, mientras pasaba una canoa.
Con la red de canales, el lago de Texcoco prácticamente venía a ser parte de la ciudad, así como también las tres calzadas principales hacían que la ciudad formara parte de la tierra firme. Al final de la isla, aquellas calles anchas se convertían en amplios caminos-puentes de piedra, por los cuales un hombre podía encaminarse a cinco ciudades diferentes de la tierra firme, hacia el norte, el oeste y el sur. Había otro tramo que no era una calzada sino un acueducto. Éste sostenía una gamella de curvadas baldosas, tan ancha y espesa que los dos brazos de un hombre no la podrían estrechar y que hasta nuestros días surte de agua fresca a la ciudad, desde el manantial de Chapultépec en la tierra firme, por el sudoeste.
Debido a que tanto los caminos como las rutas acuáticas de los lagos convergían a Tenochtitlan, mi padre y yo mirábamos desfilar el constante comercio, tanto de la nación mexica como el de otras naciones. Por todas partes, cerca de nosotros, había cargadores agobiados bajo el peso de la carga que soportaban sobre sus espaldas, ayudados por las bandas de tela que usaban en sus frentes. Por todas partes había canoas de todos los tamaños, transportando productos en pilas altas que eran llevados y traídos al mercado de Tlaltelolco o los tributos de los pueblos subordinados, yendo hacia los palacios o a la casa del tesoro o a los almacenes de depósito de la nación.
Solamente las multicolores canastas de frutas podían dar una idea de cuán extendido estaba el comercio. Allí había guayabas y chirimoyas de las tierras Otomí, hacia el norte; piñas de las tierras Totonaca, hacia el mar del este; papayas amarillas de Michihuacan, hacia el oeste; papayas rojas de Chiapán, lejos hacia el sur, y de las tierras Tzapoteca, del cercano sur, las frutas tzapotin que dan su nombre a la región.
También de la nación tzapoteca venían bolsas de pequeños insectos secos que servían para teñir, produciendo diferentes tonalidades de rojos. Del cercano Xochimilco traían toda clase de flores y plantas que yo no creía que existieran. De las selvas del lejano sur venían cajas llenas de pájaros de gran colorido o fardos llenos de sus plumas. De las Tierras Calientes, tanto del este como del oeste, llegaban bolsas de cacao para hacer chocólatl y bolsas llenas de vainas de orquídeas negras con las cuales se hace la vainilla. De las costas de la tierra Olmeca, en el sureste, venía el producto que le dio nombre a su pueblo: oli, largas tiras de goma que luego serían trenzadas para convertirse en las duras pelotas usadas en nuestro antiguo juego de tlachtli. Incluso Texcala, la nación perennemente enemiga de nosotros los mexica, nos mandaba su precioso copali, la aromática resina con la que hacíamos perfumes e inciensos.
De todas partes llegaban sacos y fardos de maíz, frijol y algodón, y hacinados y graznando los huaxolome vivos (esa ave doméstica negra y esponjada que ustedes llaman gallipavo) y canastas de sus huevos; jaulas de los comestibles techichi, perros, pelones y mudos; ancas de venados, de conejos y carne de verraco; jarras llenas del agua dulce y clara de la savia del maguey o de la fermentación blanca y espesa de ese jugo, la bebida que emborracha, llamada octli.
Cuando mi padre me estaba haciendo notar esas cosas y diciéndome sus nombres, una voz lo interrumpió: «Por sólo dos semillas de cacao, mi señor, te diré los caminos y los días que moran más allá del día-de-nombre de tu hijo Mixtli».
Mi padre se volvió. A la altura de su codo, y no más alto que éste, estaba parado un hombre que parecía una semilla de cacao. Sólo llevaba puesto un máxtlatl, taparrabo, andrajoso y sucio y su piel era exactamente del color del cacao, de un pardo oscuro. Su rostro, también como el cacao, estaba surcado de arrugas. Quizás fue más alto en otro tiempo, pero entonces estaba encorvado, encogido y arrugado y nadie hubiera podido precisar su edad. Ahora que lo pienso, se veía más o menos como yo ahora. Extendiendo su mano con la palma hacia arriba como lo haría un chango, volvió a decir: «Sólo dos cacaos, mi señor». Mi padre negó con la cabeza y cortésmente le dijo: «Para conocer el futuro iría a un tlachtopaitoani, un vidente-que-ve-en-la-lejanía». «¿Has visitado alguna vez a uno de esos videntes-que-ven-en-la-lejanía —preguntó el hombrecillo— y ha podido reconocer en ti, inmediatamente, a un maestro cantero de Xaltocan?». Mi padre lo miró con sorpresa y farfulló: «Tú eres un vidente. Tienes la verdadera visión. Entonces, ¿por qué…?». «¿Por qué voy lleno de harapos con mi mano extendida? Porque digo la verdad y la gente hace poco aprecio de ésta. Los videntes comen los hongos sagrados y sueñan sueños para ti, porque ellos pueden cobrar más por sueños. Mi señor, el polvo de la cal está incrustado en las coyunturas de tus dedos, pero tus palmas no están encallecidas por el uso del martillo o del cincel del escultor. ¿Ya ves? La verdad es tan barata que hasta la podría regalar». Yo me reí y mi padre también, y le dijo: «Eres un viejo embaucador y divertido, pero nosotros tenemos muchas cosas que hacer en otra parte…». «Esperad», dijo insistiendo el hombrecillo. Se agachó para escudriñar mis ojos, aunque no necesitaba encogerse mucho. Yo le miré fijamente.
Estoy seguro de que el viejo pordiosero y embaucador había estado cerca de nosotros cuando mi padre me compró el cono de nieve y, habiendo escuchado la mención de mi significativo séptimo cumpleaños, nos tomó por rústicos campesinos en la gran ciudad, fáciles de ser timados por él. Sin embargo, mucho más tarde, los sucesos me hicieron recordar las palabras exactas que dijo…
Escudriñó mis ojos y murmuró: «Cualquier vidente puede ver muy lejos a través de los caminos y los días. Aun cuando él vea algo que va a pasar verdaderamente, está remoto en distancia y tiempo y nada beneficia o amenaza al vidente mismo. Sin embargo, el tonali de este niño es ver las cosas y hechos de este mundo, verlas cerca y llanamente, así como el significado que encierran». Se enderezó. «Al principio eso parecerá un impedimento, niño, pero esa clase de corta visión podría hacerte discernir las verdades que los videntes que ven en la lejanía no distinguen. Si pudieras sacar ventaja de ese talento, te harías rico y poderoso».
Mi padre suspiró pacientemente y buscó dentro de su morral. «No, no —le dijo el hombre—. No he profetizado riquezas o fama a tu hijo. No le he prometido la mano de una bella princesa o la fundación de un linaje distinguido. El niño Mixtli verá la verdad, sí. Desafortunadamente para él, dirá también la verdad de lo que vea y esto acarrea más frecuentemente la calumnia que la recompensa. Por una predicción tan ambigua, mi señor, no pido gratificación». «Toma esto de todas formas, viejo —dijo mi padre, presionando sobre su mano una semilla de cacao—. Solamente para que ya no nos predigas nada más».
En el centro de la ciudad había poco tránsito comercial, pero todos los ciudadanos no ocupados en negocios urgentes habían empezado a congregarse en la gran plaza, para la ceremonia de la que mi padre había oído hablar. Preguntó a un transeúnte de qué se trataba y éste le respondió: «La dedicatoria a la Piedra del Sol, por supuesto, para celebrar la dependencia de Tlaltelolco». La mayoría de la gente congregada allí eran plebeyos como nosotros, pero había también bastantes pípiltin como para haber poblado una gran ciudad sólo con nobles puros. De todas formas, mi padre y yo habíamos llegado a propósito temprano. Aunque había tanta gente en la plaza como pelos tiene un conejo, no llegaban a llenar totalmente esa área tan amplia. Teníamos suficiente espacio en el cual movernos y mirar hacia varios puntos.
En aquellos días, la plaza central de Tenochtitlan —In Cem-Anáhuac Yoyotli, El Corazón del Único Mundo— no tenía ni la mitad del bellísimo esplendor que llegaría a ver en mis visitas posteriores. El Muro de la Serpiente no había sido construido todavía para circundar esa área. El Venerado Orador Axayácatl todavía vivía en el palacio que había sido de su difunto padre Motecuzoma, mientras uno nuevo sería construido para él, diagonalmente, al otro lado de la plaza. La Gran Pirámide nueva, empezada por el primer Motecuzoma estaba todavía sin terminar. Sus muros de piedra inclinados y las escaleras con pasamanos de serpientes, terminaban bastante por encima de nuestras cabezas y más arriba aún se podía atisbar la pequeña pirámide primitiva, que más tarde sería totalmente cubierta y agrandada.
Sin embargo, la plaza era lo suficientemente maravillosa para un niño campesino como yo. Mi padre me dijo que una vez él la había cruzado en línea recta, la había medido pie sobre pie y que medía casi seiscientos pies de hombre desde el norte hacia el sur y desde el este hacia el oeste. Tenía el piso de mármol, una piedra más blanca que la piedra caliza de Xaltocan y estaba tan pulida y brillante como un téxcatl, espejo. Mucha de la gente que estaba allí ese día, tuvo que quitarse las sandalias y andar descalza, porque éstas eran de una clase de piel muy fina y resbaladiza.
Las tres amplias avenidas, que eran lo suficientemente anchas como para que caminaran veinte hombres, hombro con hombro, partían de allí, de la plaza, y se perdían a lo lejos hacia el norte, el oeste y el sur, para convertirse en los tres caminos-puentes, igualmente anchos, que se dirigían hacia la tierra firme. La plaza, en aquel entonces, no estaba tan llena de templos, altares y monumentos como lo estaría años más tarde, pero ya había modestos teócaltin conteniendo estatuas de los dioses principales. También estaban allí las cremalleras en donde se mostraban las calaveras de los más distinguidos xochimique que habían sido sacrificados a uno o a otro de esos dioses. En aquel lugar estaba la plazoleta privada del Venerado Orador, en donde se jugaba a los juegos rituales de tlachtli.
Ya estaba también la Casa de Canto, que contenía habitaciones confortables y cuartos para prácticas musicales para los más distinguidos músicos, cantantes y danzantes que durante los festivales religiosos representaban en la plaza. La Casa de Canto no fue totalmente destruida como otros de los edificios de la plaza y del resto de la ciudad. Fue restaurada y es ahora, por lo menos hasta que su iglesia catedral de San Francisco sea terminada, la residencia de su Obispo y su principal centro diocesano. En donde estamos sentados en este momento, mis señores escribanos, era una de las habitaciones de La Casa de Canto.
Mi padre supuso muy correctamente que a la edad de siete años no estaría extasiado con las reliquias religiosas o arquitectónicas, así es que me llevó al edificio despatarrado que estaba en la esquina sudeste de la plaza. Éste daba morada a la colección de animales y pájaros salvajes del Uey-Tlatoani, aunque todavía no contaba con una colección tan extensa como la tuvo en años posteriores. Había sido empezada por el difunto Motecuzoma, quien tenía intención de exhibir públicamente un espécimen de cada uno de los animales de tierra y aire que se pudieran encontrar en todas estas tierras. El edificio fue dividido en incontables habitaciones; unas eran meros cubículos y otras, grandes cámaras. Una gamella mantenía una continua corriente de agua para vaciar los excrementos fuera de las habitaciones. Cada habitación se abría sobre un pasillo, para los visitantes, pero había una separación hecha por una red o en algunos casos tenían fuertes barras de madera como medida de protección. Había una habitación individual para cada criatura o para aquellas especies que, aunque distintas, podían convivir amigablemente.
«¿Acostumbran a hacer tanto ruido?», le pregunté a mi padre, gritando entre los rugidos, chillidos y gritos. «No lo sé —me dijo—, pero en este momento algunos de ellos están muy hambrientos, porque deliberadamente no se les ha dado de comer por algún tiempo. Va haber sacrificios en la ceremonia y los despojos serán enviados aquí, como comida para los felinos, los coyotin y los tzopilotin».
En esos momentos estaba viendo al animal más grande de nuestras tierras: el tapir, feo, voluminoso y perezoso, que meneaba su hocico prensible hacia mí, cuando una voz familiar dijo: «Maestro cantero, ¿por qué no le enseña al niño la parte de los téquantin?». Era el hombrecillo pardusco y encorvado con el que nos habíamos encontrado antes en la calle. Mi padre le echó una mirada exasperada y le preguntó: «¿Nos viene siguiendo, viejo molón?». Se encogió de hombros. «Solamente arrastré mis ancianos huesos hasta aquí, para ver la dedicación de la Piedra del Sol». Entonces, gesticulando hacia una puerta cerrada que estaba al final del pasillo, me dijo: «Ahí, mi niño, hay un verdadero espectáculo. Animales humanos, mucho más interesantes que estos meros brutos. Una mujer tlacaztali, por ejemplo. ¿Sabes qué es una tlacaztali? Es una persona completamente blanca, piel, pelo y todo, a excepción de sus ojos que son rojizos. Y también hay ahí un enano que tiene solamente media cabeza, que come…». «¡Chist! —dijo mi padre severamente—. Éste es un día de regocijo para el niño. No quiero que se ponga enfermo viendo a esos desgraciados monstruos». «Ah, bueno —dijo el viejo—. Hay quienes disfrutan viendo a los deformados y mutilados. —Sus ojos brillaron al mirarme—. Pero los téquantin estarán todavía aquí, joven Mixtli, para cuando tú hayas madurado y seas lo suficientemente superior como para mofarte de ellos y embromarlos. Y me atrevería a decir que habrá más curiosidades para entonces en la parte de los tequani, sin duda mucho más entretenidos y divertidos para ti». «¿Quiere callarse?», rugió mi padre. «Perdona, mi señor —dijo el viejo encorvado, encogiéndose todavía más—. Déjame enmendar mi impertinencia. Es casi mediodía y la ceremonia empezará muy pronto. Si vamos ahora y encontramos buenos lugares, quizá pueda explicaros a ti y al niño algunas cosas que de otra manera probablemente no entenderíais».
La plaza estaba desbordantemente llena y las gentes se rozaban hombro con hombro. Nunca hubiéramos llegado tan cerca de la Piedra del Sol, si no hubiera sido porque cada vez y en último momento llegaban más y más nobles altivos, en sillas de manos de dorada tapicería, cargadas por sus esclavos. La muchedumbre de clase media y baja se dividía, sin ningún murmullo, para dejarles pasar, y el viejo, audazmente, se pegaba como una anguila a ellos siguiéndolos, con nosotros detrás, hasta que estuvimos casi al frente de la hilera de notables palaciegos. No habría podido ver nada, si mi padre no me hubiese levantado y acomodado en uno de sus hombros. Él miró abajo, hacia nuestro guía y le dijo: «También a usted lo puedo alzar, viejo». «Gracias por tu consideración, mi señor —dijo, medio sonriendo—, pero soy más pesado de lo que parezco».
La Piedra del Sol, era el centro de atención de todas las miradas, y se asentaba para esa ocasión en la terraza, en medio de las dos amplias escaleras, de la inacabada Gran Pirámide. Estaba cubierta a nuestra vista por un manto de algodón de deslumbrante blancura. Así es que me dediqué a admirar a los nobles que llegaban, sus sillas de mano y sus trajes eran algo digno de verse. Hombres y mujeres, por igual, llevaban mantos completamente entretejidos de plumas, algunos eran multicolores y otros solamente de un resplandeciente color. El cabello de las mujeres estaba teñido de púrpura, como era la costumbre en un día como ése y sostenían sus manos en alto para lucir los brazaletes y los anillos que festonaban sus dedos. Aún así, los hombres llevaban más adornos que las mujeres. Todos llevaban diademas o borlas de oro y ricas plumas sobre sus cabezas. Algunos llevaban medallones de oro colgados al cuello con eslabones y brazaletes de oro en los brazos y en las pantorrillas. Otros llevaban tapones de oro de ornato y joyas que atravesaban los lóbulos de sus orejas, o de sus narices, o el labio inferior o todos a la vez.
«Aquí llega el Gran Tesorero —dijo nuestro guía—. Ciuacóatl, Mujer Serpiente, quien es el segundo en mando después del Venerado Orador». Me giré, ansioso por ver la Mujer Serpiente, a quien supuse una curiosidad como esos «animales humanos» que no me habían dejado ver, pero no era más que otro pili, un hombre que sólo se distinguía por estar ataviado mucho más vistosamente que los demás nobles. El pendiente que atravesaba su labio inferior era tan pesado que tiraba de éste hacia abajo, dándole una expresión a su rostro como si estuviera haciendo pucheros. Era un pendiente taimado: una miniatura de una serpiente en oro, hecha de tal manera que meneaba y sacaba su pequeña lengua cada vez que el Señor Tesorero se sacudía en su silla.
Nuestro guía se rió de mí; él había notado mi desilusión. «Mujer Serpiente es solamente un título, niño, no una descripción —me dijo—. Cada Gran Tesorero siempre ha sido llamado Ciuacóatl, aunque probablemente ninguno de ellos podría decirte el porqué. Mi teoría es que ambas, serpientes y mujeres, se enroscan apretadamente a cualquier tesoro que puedan retener».
Entonces el gentío congregado en la plaza que hasta entonces había estado murmurando, dejó de hacerlo; el Uey-Tlatoani en persona acababa de aparecer. De alguna manera había llegado sin ser visto o había estado escondido de antemano en algún lugar, porque de repente apareció parado a un lado de la velada Piedra del Sol. El rostro de Axayácatl estaba oscurecido por los adornos; tapones en los lóbulos de las orejas, tapón en la nariz y ensombrecido por el gran penacho de plumas rojo fuego de guacamaya, que ceñía totalmente su cabeza y que le caía de hombro a hombro. Tampoco era muy visible el resto de su cuerpo. Su manto de plumas verde-oro de papagayo le caía totalmente hasta los pies. En su pecho llevaba un medallón grande y laboriosamente intrincado, su máxtlatl era de rica piel roja, en sus pies llevaba sandalias aparentemente de oro puro, atadas hasta la altura de las rodillas con lazos dorados.
La costumbre era que todos los que estábamos congregados en la plaza debíamos saludarle con tlalqualiztli, el gesto de arrodillarse tocando con un dedo la tierra y luego llevarlo a nuestros labios, pero simplemente no había suficiente espacio para hacerlo; el gentío emitió una especie de fuerte murmullo en imitación de sonidos de beso. El Venerado Orador Axayácatl devolvió el saludo silenciosamente, inclinando el espectacular penacho de plumas rojas y levantando hacia lo alto de su mazo de caoba y oro.
Entonces fue rodeado por una horda de sacerdotes, quienes con sus vestiduras sucias y negras, sus rostros ennegrecidos e incrustados de mugre y sus largos cabellos ensangrentados y enmarañados, hacían un sombrío contraste con la grandiosidad de las vestiduras de Axayácatl. El Venerado Orador nos explicó el significado de la Piedra del Sol, mientras los sacerdotes cantaban oraciones e invocaciones cada vez que él hacía una pausa para respirar. No puedo recordar ahora las palabras de Axayácatl y probablemente no las entendí todas en aquel momento, pero la esencia era ésta: aunque la Piedra del Sol tenía grabado al dios-sol Tonatíu, éste tenía que compartir los honores con el dios principal de Tenochtitlan, Huitzilopochtli, Chupamirto del Sur.
Ya he dicho cómo nuestros dioses podían tener nombres y aspectos diferentes. Pues bien, Tonatíu era el sol, y el sol es indispensable, ya que toda vida en la tierra perecería sin él. Nosotros los de Xaltocan y las gentes de muchas otras comunidades, estábamos satisfechos de venerarlo como el sol. Sin embargo, parece obvio que el sol necesita nutrirse para tener fuerza y así poder continuar en sus labores diarias. ¿Y qué podríamos darle para vitalizarlo e inspirarlo más, que estuviera a la altura de lo que él nos daba? Solamente la misma vida humana. Por lo tanto el bondadoso dios-sol tenía otro aspecto de ferocidad, el dios de la guerra Huitzilopochtli, quien nos guiaba a nosotros los mexica en todas nuestras batallas para saquear y procurar prisioneros para ese necesario sacrificio. Era bajo este aspecto austero de Huitzilopochtli, como el dios era más reverenciado aquí en Tenochtitlan, porque aquí era donde todas nuestras guerras se planeaban, se declaraban y donde se reunían todos los guerreros. Bajo otro nombre, el de Tezcatlipoca, Espejo Humeante, el sol era el dios principal de nuestra nación vecina de los acolhua. Yo he llegado a sospechar que en otras naciones innumerables, que nunca he visitado e incluso en algunas más allá del mar de donde ustedes los españoles llegaron, veneran igualmente a este mismo dios-sol, naturalmente llamándole por algún otro nombre de acuerdo a como ellos lo ven, sonriente o ceñudo.
Mientras el Uey-Tlatoani iba hablando, mientras los sacerdotes seguían cantando una monodia y cierto número de músicos empezaron a tocar las flautas, huesos hendidos y tambores de cuero, nuestro vieja guía, el hombre de color cacao, nos contaba privadamente la historia de la Piedra del Sol: «Al sudeste de aquí está la nación de los chalca. Cuando fue sometida por el difunto Motecuzoma y hecha nación vasalla, hace veintidós años, los chalca fueron, naturalmente, obligados a pagar tributo a los victoriosos mexica. Dos jóvenes chalca, que eran hermanos, se ofrecieron voluntariamente a tallar una pieza cada uno, para ser colocada aquí en El Corazón del Único Mundo. Escogieron piedras parecidas, pero diferentes temas y trabajaron aparte; nadie más que ellos vio su propio trabajo». «Seguro que sus esposas lo verían furtivamente», dijo mi padre que tenía esa clase de mujer. «Nadie echó ni siquiera una mirada —repitió el viejo— durante todos esos veintidós años, cada uno de ellos esculpió y pintó su propia piedra, y también durante ese tiempo ellos llegaron a la edad madura y Motecuzoma se fue al mundo del más allá. Luego, cuando terminaron sus obras, separadamente las envolvieron con heno y esterillas de fibra y el Señor de los chalca reunió unos mil cargadores forzudos para transportar las piedras hasta aquí, a la capital». Gesticuló hacia el objeto que, todavía cubierto, estaba en lo alto de la terraza. «Como podéis ver, la Piedra del Sol es inmensa: más de dos veces la estatura de dos hombres, y terriblemente pesada: el peso de trescientos veinte hombres juntos. La otra piedra era más o menos igual. Fueron traídas aquí a través de sendas escabrosas y hasta por donde no había senderos. Fueron deslizadas sobre rodillos de troncos, moviéndose despacio sobre varaderas y transportadas en grandes balsas a través de los ríos. Pensad sólo en el trabajo, en el sudor, los huesos rotos y en la cantidad de hombres que cayeron muertos cuando ya no pudieron jalar más o soportar los látigos de los capataces que los fustigaban». «¿Dónde está la otra piedra?», pregunté, pero me ignoró. «Al fin llegaron a los lagos, de Chalco y de Xochimilco, que cruzaron en balsas, hasta llegar al camino-puente que corre hacia el norte de Tenochtitlan. Desde allí, no había más que un camino ancho y recto de no más de dos carreras largas, hasta aquí. Los escultores suspiraron con alivio. Tanto ellos como otros muchos hombres habían trabajado muy duro; sin embargo, esos monumentos tan difícilmente transportados ya estaban a la vista de su destino».
La muchedumbre que nos rodeaba hizo un ruido. El grupo de hombres que ofrecería su sangre vital en ese día de la consagración de la Piedra del Sol estaba en filas en ese momento, y el primero de ellos ya ascendía los escalones de la pirámide. No parecía ser un guerrero enemigo cautivo; era un hombre medio rechoncho, más o menos de la edad de mi padre, que llevaba puesto un blanquísimo taparrabo y a pesar de verse macilento e infeliz, iba voluntariamente desatado y sin que los guardias tuvieran que empujarle. Allí, parado en la terraza, miró estoicamente, mientras los sacerdotes columpiaban sus incensarios humeantes y hacían los gestos rituales con sus manos y sus bastones. Entonces, uno de los sacerdotes tomó al xochimiqui, gentilmente lo volteó y le ayudó a acostarse de espaldas sobre el bloque de piedra que estaba enfrente del monumento velado. El bloque era una simple piedra a la altura de las rodillas, en forma más o menos como de una pirámide en miniatura, así es que cuando el hombre se acostó, estirado sobre la piedra, su cuerpo se arqueó de tal manera que su pecho sobresalió como si estuviera deseoso del cuchillo.
Él estaba tendido, a nuestra vista, de costado y a lo largo, y sus brazos y piernas eran asidos por cuatro sacerdotes-ayudantes, mientras que atrás de él estaba el sacerdote principal, el ejecutor, sosteniendo el cuchillo de obsidiana negra, ancho y de forma casi plana. Antes de que el sacerdote hiciera algún movimiento, el hombre alzó su cabeza colgante y dijo algo. Se cruzaron algunas otras palabras entre ellos en la terraza y entonces el tlamacazqui, entregando el cuchillo a Axayácatl cambió de lugar con él. La multitud hizo un ruido de sorpresa y perplejidad. Esa víctima en particular, por alguna razón, se le concedió el gran honor de ser sacrificado por el Uey-Tlatoani en persona.
Axayácatl no titubeó ni tentaleó. Tan experto como cualquier sacerdote, apuñaló el pecho del hombre exactamente sobre el lado izquierdo, justo debajo de la tetilla y entre las dos costillas, luego hizo un tajo con el filo del cuchillo, girando la parte ancha de éste para separar las costillas y poder hacer la herida mucho más ancha. Con la otra mano buscó dentro de la herida sangrante, sacó el corazón completo, todavía palpitante, y lo desgarró, perdiendo el entrelazado de sus vasos sanguíneos. No fue sino hasta entonces, que el xochimiqui profirió su primer quejido de dolor, un sollozo gimoteante, el último sonido de su vida.
Mientras el Venerado Orador sostenía en lo alto ese reluciente objeto rojo-púrpura, que todavía goteaba, un tlamacazqui, sacerdote, dio un tirón a un cordón oculto en alguna parte, el velo que cubría la Piedra del Sol cayó y la multitud dio un grito concentrado de admiración: «¡Ay-yo-o-o-o!». Axayácatl se volvió, levantando en lo alto el corazón de la víctima y lo colocó en el centro exacto de la piedra circular, dentro de la boca tallada de Tonatíu; machacó y restregó el corazón hasta que no quedó nada de él en su mano y no fue más que una mancha más sobre la piedra. Los sacerdotes me habían contado que una persona sacrificada generalmente vivía lo suficiente como para ver lo que pasaba con su corazón, pero ese hombre no pudo ver mucho. Cuando Axayácatl terminó, la sangre y los pedazos de carne difícilmente eran visibles, pues la cara tallada del sol estaba pintada de un color semejante a la sangre del corazón. «Estuvo bien hecho —dijo el hombre encorvado que estaba al lado de mi padre—. He visto corazones que laten tan vigorosamente que han saltado de los dedos de los ejecutores, pero creo que este corazón en particular, ya estaba roto».
El xochimiqui yacía inmóvil, excepto por su piel que se contraía aquí y allá, como la piel de los perros cuando son atormentados por las moscas. Los sacerdotes quitaron sus despojos de la piedra y los dejaron tirados en la terraza, sin ninguna ceremonia, mientras la segunda víctima ascendía bregando los escalones. Axayácatl no hizo más honor a ningún otro de los xochimique, sino que les dejó el resto a los sacerdotes. Como la procesión continuó, con cada corazón extraído de cada hombre para ungir la Piedra del Sol, yo miré atentamente ese objeto impotente para poder describírselo a mi amigo Tlatli, quien ya había empezado a practicar para llegar a ser un escultor, tallando pequeños trozos de madera para convertirlos en muñecos.
Yyo ayyo, reverendos frailes, ¡si sólo hubieran podido contemplar la Piedra del Sol! Ya veo por sus caras que desaprueban la ceremonia de la dedicación, pero si ustedes hubieran podido ver esa piedra, aunque hubiera sido solamente una vez, se darían cuenta de que valió todo lo que costó en esfuerzo, años y vidas humanas.
La pura entalladura estaba más allá de lo que se pueda creer, pues ésta era de pórfido, una piedra tan dura como el granito. En el centro estaba el rostro de Tonatíu, sus ojos miraban fijamente, su boca estaba abierta y a cada uno de los lados de su cabeza había unas garras apretando los corazones humanos que lo nutrían. Después, y en círculo, estaban los símbolos de las cuatro épocas del mundo, las cuales precedían a la era en que ahora vivimos, y alrededor de éstos, en otro círculo, se encontraban los de nuestros veintidós nombres de los días, y alrededor de ellos los glifos alternativos de piedra-jade y turquesa, las gemas más preciadas de todas las encontradas en nuestras tierras. Alrededor, se encontraba otro círculo con los rayos del sol diurno alternando con las estrellas nocturnas, todo esto cercado en su totalidad por dos esculturas de la Serpiente de Fuego del Tiempo, con sus colas rematando la parte de arriba de la piedra, sus cuerpos enroscándose alrededor de ella y sus cabezas encontrándose en su base. En una sola piedra, ese artista único había plasmado todo nuestro universo, todo nuestro tiempo.
Estaba pintada en colores bien delineados, meticulosamente aplicados en aquellos lugares precisos a los que correspondía cada uno. Sin embargo, la destreza real del pintor era más evidente en donde no había color. El pórfido es una piedra compuesta por muchos fragmentos de otras y éstas incluyen mica, feldespato y cuarzo, que por sí mismas poseen diversos resplandores o intensifican cualquier color cerca de ellas. Dondequiera que estuviera empotrado uno de estos pedacitos cristalinos de roca, el artista lo dejó sin pintar. En aquel momento, cuando la Piedra del Sol estuvo en el resplandor del mediodía de Tonatíu, esas joyas pequeñitas y cristalinas parpadeaban hacia nosotros como una luz solar saliendo del brillante colorido. Ese gran objeto parecía, no tanto como si estuviera coloreado, sino más bien totalmente iluminado.
Sin embargo, supongo que para creerlo tendrían que haberlo visto en toda su gloria original. O a través de los límpidos ojos y la clara luz con que yo lo gocé en aquellos días. O quizá, bajo el influjo de la mente de un niñito pagano, todavía impresionable e ignorante…
De todas formas, volví mi atención hacia nuestro guía, quien continuaba su interrumpida historia acerca de los penosos problemas para hacer llegar las piedras: «Nunca antes el camino-puente de Coyohuacan había sostenido un peso tan grande. Debido a esto fue cuando las poderosas piedras de los dos hermanos llegaron deslizándose sobre sus rodillos, una detrás de otra; repentinamente, el camino-puente se venció bajo el peso de la primera y la piedra envuelta fue a dar al fondo del lago de Texcoco. Los cargadores de la segunda, la Piedra del Sol que está aquí, se detuvieron a muy poca distancia de la orilla del puente roto. La Piedra del Sol fue puesta otra vez en una balsa y transportada por agua, alrededor de la isla, hasta la plaza. Ésta es la única que se salvó, para ser admirada por nosotros esta mañana». «¿Y la otra? —preguntó mi padre—. Después de todo ese trabajo, ¿no pudieron hacer un pequeño esfuerzo más?».
«Oh, así fue, mi señor. Los más expertos nadadores se sumergieron una y otra vez, pero el fondo del lago de Texcoco es fangoso y quizás insondable. También utilizaron largas estacas para sondear, pero nunca pudieron localizarla. La piedra, como haya sido esculpida, debe haber caído de lado». «¿Cómo haya sido esculpida?», repitió mi padre. «Sólo el artista posó sus ojos sobre ella. La piedra pudo haber sido mucho más grandiosa que ésta —el viejo señalaba la Piedra del Sol—, pero nunca lo sabremos». «¿Y nunca dijo el artista cómo había sido?», pregunté. «No, nunca». Persistí: «Bueno, ¿y no podría hacerla otra vez?». El trabajo de veintidós años se me antojaba en aquel entonces algo menos de lo que me parecería ahora. «Quizás la hubiera podido hacer, pero ya nunca lo hará. Tomó ese desastre como una evidencia de su tonali, como un signo de que los dioses rechazaban su ofrenda. Él fue al que el Venerado Orador acaba de honrar, dándole la Muerte Florida por su propia mano. El artista rechazado se dio a sí mismo para ser la primera víctima en sacrificio a la Piedra del Sol». «Para la obra de su hermano —murmuró mi padre—. ¿Y mientras tanto, qué es de su hermano?». «Él recibirá honores, ricos presentes y el -tzin para su nombre —dijo nuestro guía—. Sin embargo, él y todo el mundo se preguntará por siempre: ¿No será la piedra que yace en el fondo del lago de Texcoco, sin haber sido nunca vista, una obra mucho más sublime que esta Piedra del Sol?».
En verdad que con el tiempo, el mito que engrandece lo desconocido llega a ser un tesoro mucho más grande que la realidad tangible. La escultura perdida llegó a ser conocida con el nombre de In Huehuetótetl: la Piedra Más Venerable. Y la Piedra del Sol llegó a ser vista, solamente, como su substituto. El hermano que sobrevivió, jamás esculpió otra obra. Llegó a ser un borrachín de octli, una ruina lamentable, pero tuvo el suficiente respeto por sí mismo como para ofrecerse también en sacrificio en una ceremonia, antes de que cayera sobre su nuevo título de noble la vergüenza irremediable. Cuando llegó a su Muerte Florida su corazón tampoco saltó de los dedos del ejecutor.
Por cierto que la Piedra del Sol también se perdió hace ocho años, enterrada bajo los escombros, cuando El Corazón del Único Mundo fue demolido por las lanchas guerreras, con sus cañones de balas, sus arietes y sus flechas de fuego. A lo mejor algún día su Ciudad de México será arrasada a su vez y la Piedra del Sol será descubierta brillando entre las ruinas. Incluso —¿aquin ixnentla?— quizás algún día también, será la Piedra Más Venerable.
Mi padre y yo volvimos a casa esa noche en nuestro acali vuelto a cargar con las mercancías de trueque, conseguidas por el encargado de los fletes. Y así les he narrado los sucesos más importantes acaecidos ese día de la celebración de mi séptimo cumpleaños y de mi nuevo nombre. De todos mis cumpleaños, y he tenido más de los normales, creo que ése ha sido el que más he disfrutado.
Me alegro de haber visto entonces Tenochtitlan, porque nunca volví a verlo otra vez igual. No me refiero solamente al hecho de que la ciudad creció y cambió, ni que cuando regresé a ella estaba hastiado y no era ya un muchachito impresionable. Quiero decir que literalmente nunca volví a ver nada tan claramente con mis dos ojos.
Ya antes, les he narrado cómo había podido distinguir el diseño cincelado del conejo-en-la-Luna, la Flor del Atardecer en el crepúsculo, los detalles de las banderolas de Tenochtitlan y los intrincados dibujos de la Piedra del Sol. Cinco años después de mi séptimo cumpleaños ya no podía ver la Flor del Atardecer, ni aunque un dios celestial hubiera extendido un hilo desde la estrella hasta mis ojos. Metztli la luna, en toda su redondez y brillantez, vino a ser para mí solamente una blanca o amarillenta burbuja borrosa, su círculo que antes había podido ver bien marcado, fue una mancha indistinta en el cielo.
En suma, desde la edad de los siete años empecé a perder mi vista. Esto me convirtió en una especie de rareza, aunque en ningún sentido envidiable. Casi toda nuestra gente posee la aguda visión de las águilas y de los tzopilotin, a excepción de unos cuantos que han nacido ciegos o aquellos que han llegado a serlo por alguna herida o enfermedad. Ésa era una condición prácticamente desconocida entre nosotros, y yo, que me avergonzaba de ello, no quería hablar de eso y trataba de mantenerlo como un secreto doloroso. Cuando alguien apuntaba algo y decía: «¡Mira ahí!», yo exclamaba: «¡Ah, sí!», aunque no sabía si debía entornar los ojos o escabullirme.
El oscurecimiento de mi clara visión no llegó de repente; sobrevino gradual, pero inexorablemente. Cuando tenía nueve o diez años podía ver tan claramente como cualquiera, pero, quizás a la distancia de dos brazos solamente. Más allá de esa distancia las cosas empezaban a ser confusas, como si las viera a través de un espejo de agua, pero distorsionado —digamos, como cuando veía desde lo alto de una colina a través del paisaje—; los contornos individuales se empañaban tanto que los objetos se fundían y confundían y el paisaje no era más que una masa amorfa de color, como el excéntrico diseño de un sarape. Sin embargo, por lo menos, con un campo claro de visión hasta la distancia de dos brazos de largo, podía moverme con libertad sin caer encima de las cosas. Cuando necesitaba buscar algo en alguno de los cuartos de nuestra casa, lo podía encontrar sin tener que tentalear, pero el alcance de mi visión continuó disminuyendo quizás a la distancia de un brazo de largo cuando cumplí los trece años y ya no pude disimular lo suficiente como para que este hecho pasara inadvertido a otros. Supongo que en un principio mi familia y mis amigos me consideraban simplemente torpe, desmañado o quizás estúpido, pero en aquel tiempo, con la perversa vanidad de la adolescencia, deseaba pasar más como un patán que como un inválido, aunque inevitablemente llegó a ser obvio para todos que estaba perdiendo el más importante de los cinco sentidos. Mi familia y mis amigos se portaron de distintas formas ante esa revelación sorprendente.
Mi madre le echó la culpa de mi condición a la familia de mi padre. Parece ser que hubo una vez un tío que mientras estaba bebiendo octli, tomó otra olla por error que contenía un líquido blanco similar y se lo tragó todo antes de darse cuenta de que era el poderoso cáustico xocóyatl, que se usaba para limpiar y blanquear la piedra caliza del cieno nocivo. Sobrevivió y nunca volvió a beber, pero quedó ciego para el resto de su vida y, de acuerdo con la teoría de mi madre, esa herencia lamentable había caído sobre mí.
Mi padre no culpó a nadie, ni especuló, sino que trató de consolarme, aunque demasiado cordialmente: «Bien, siendo un maestro cantero tu trabajo estará cercano, Mixtli, y no te dará trabajo mirar con atención los detalles, las grietas delgadas y las hendiduras».
Aquellos que eran de mi edad —y los niños que como alacranes clavaban sus aguijones instintiva y salvajemente— me gritaban: «¡Mira ahí!». Yo, achicando los ojos, decía: «Ah, sí». «¿Verdad que es algo fantástico?». Yo forzaba mi vista desesperadamente y decía: «Claro que lo es». Entonces ellos estallaban de risa y gritaban burlonamente: «¡No hay nada que ver ahí, Tozani!».
Otros, mis amigos íntimos como Chimali y Tlatli, también hablaban algunas veces sin consideración: «¡Mira!». Aunque rápidamente añadían: «Un mensajero-veloz va corriendo hacia el palacio del Señor Garza Roja y lleva el manto verde de las buenas noticias. Debe de haber habido una batalla victoriosa en alguna parte».
Mi hermana Tzitzitlini dijo poco, pero decidió acompañarme cuando tenía que ir a alguna distancia o a lugares que no me eran familiares. Ella tomaba mi mano como si fuera solamente el gesto cariñoso de una hermana mayor, pero con discreción y presteza guiaba mis pasos alrededor de cualquier obstáculo que hubiera en mi camino.
Sin embargo, como eran más los niños y como persistían en llamarme Tozani, pronto los adultos también lo hicieron, irreflexivamente y sin crueldad, hasta que finalmente todos, excepto mi padre, mi madre y mi hermana, me llamaron así. Incluso cuando ya me había adaptado a esa desventaja y me las arreglaba para no ser tan torpe, otras personas que en realidad no se habían dado cuenta de mi poca visión, me herían lanzándome ese apodo. Yo creí que el nombre que me habían dado, Mixtli, que significaba Nube, irónicamente me había quedado mejor que antes, pero Tozani fui.
El tozani es un animalito al que ustedes llaman topo, que prefiere pasar su vida bajo la tierra, en la oscuridad. Cuando infrecuentemente emerge, es cegado por la luz del día que cierra sus ojitos parpadeantes. Ni ve, ni le importa ver.
Sin embargo, a mí sí me importaba mucho, y por un largo tiempo de mi joven vida me compadecí a mí mismo. Nunca llegaría a ser un tlachtli, jugador de pelota con la esperanza de tener algún día el gran honor de jugar en la cancha personal del Venerado Orador el juego ritual dedicado a los dioses. Si llegaba a ser un guerrero, nunca tendría la esperanza de ganar el título de campeón. De hecho, me podría sentir protegido por algún dios si conservaba mi vida en el primer día de batalla. En cuanto a ganarme la vida y sostener a mi propia familia… bueno, no quería ser cantero, ¿pero de qué otro trabajo sería capaz?
En mi mente, jugueteé anhelante con la posibilidad de llegar a ser alguna clase de trabajador viajero; esto me podría llevar eventualmente hacia el sur, hacia la lejana tierra de los mayas, pues había oído que los físicos mayas conocían remedios milagrosos hasta para las dolencias de los ojos más desesperadas. Quizás allí podría ser curado y regresar a casa otra vez con los ojos brillantes de triunfo, como un invencible tlachtli ganador o un héroe guerrero, incluso como campeón de alguna de las tres órdenes.
Entonces la oscuridad que me invadía pareció disminuir y detenerse a la distancia del largo de mi brazo. En realidad no lo hizo, pero después de los primeros años la disminución fue menos perceptible. Hoy día, sin la ayuda para mi ojo, no puedo distinguir el rostro de mi esposa más allá de la distancia de mi mano. Ahora que estoy viejo, poco importa, pero sí me importaba mucho cuando era joven.
A pesar de todo, muy despacio y resignándome, me adapté a mis limitaciones. Aquel extraño hombrecillo en Tenochtitlan había dicho la verdad cuando predijo que mi tonali era mirar de cerca, ver las cosas de cerca y llanamente. Por necesidad tuve que andar despacio y detenerme frecuentemente, así yo escudriñaba en lugar de ver. Cuando otros se apuraban, yo esperaba; cuando otros tenían prisa, yo me movía deliberadamente despacio. Aprendí a diferenciar entre el movimiento premeditado y la mera moción, entre la acción y la mera actividad. Donde otros, impacientes, veían una aldea, yo advertía a su gente. Donde otros veían gente, yo contemplaba a las personas. Donde otros echaban un vistazo a un extranjero, yo me aseguraba de verlo de cerca y después poder hacer un dibujo de cada línea de su rostro, tanto que hasta un artista tan diestro como Chimali exclamaba: «¡Por los dioses, Topo, has retratado al hombre en vivo!».
Empecé a notar cosas que creo que pasan desapercibidas a la mayoría de la gente, que no tiene ojos perspicaces. ¿Nunca han notado ustedes, señores escribanos, que el maíz crece más rápido de noche que de día? ¿Han advertido alguna vez que cada mazorca de maíz tiene un número par de hileras de granos? O casi cada mazorca, pero encontrar una con un número impar de hileras es mucho más raro que encontrar un trébol de cuatro hojas. ¿Han observado alguna vez que ni siquiera dos dedos —ni de ustedes ni de toda la raza humana— tienen precisamente el mismo molde de espirales y de líneas arqueadas infinitesimalmente grabadas en las yemas? Mis estudios pueden comprobarlo. Si no me creen, compárense a sí mismos. Compárense unos a otros. Yo esperaré.
Oh, yo sé que no hay significancia o provecho en que haya notado esas cosas. Fueron solamente detalles triviales en los que ejercité mi nueva disposición de ver de cerca y examinar atentamente todas las cosas. Sin embargo, la necesidad hace virtud, y la combinación de mi aptitud para copiar exactamente las cosas que veía me llevaron a interesarme finalmente por la escritura-pintada de nuestro pueblo. No había escuela en Xaltocan donde yo pudiera instruirme en esa recóndita materia, pero recogía cada pedacito de escritura que podía encontrar y lo estudiaba luchando por comprender sus significados.
Pienso que la escritura numérica puede ser descifrada por cualquiera con facilidad. El glifo concha, cero; los puntos o dedos, unos; las banderas, veintes, y los arbolitos, cientos, pero recuerdo la emoción que sentí el día que llegué a descifrar la primera palabra pintada.
Mi padre me llevó consigo al palacio, un día que tenía que arreglar algunos negocios allí; para tenerme entretenido mientras hablaban en una sala privada, el gobernador dejó que me sentara en la entrada del vestíbulo y mirara el libro de registro de todos sus súbditos. Primero volví las páginas hasta encontrar la mía. Siete puntos, el símbolo de la flor, la nube gris. Luego cuidadosamente volteé otras páginas. Algunos nombres que me eran familiares los podía comprender tan fácilmente como el mío. No lejos de mi página estaba la de Chimali y naturalmente reconocí los tres dedos, los dos zarcillos entrelazados que representan humo, levantándose de un disco orlado con plumas: Yei-Ehécatl-Pocuía-Chimali, Tres Viento Humeante Escudo.
Las pinturas que se repetían más frecuentemente eran fáciles de interpretar. Después de todo, sólo teníamos veinte nombres de días. Sin embargo, me encontré de repente con que no había una repetición evidente de elementos en el nombre de Chimali y en el mío. En una página casi al final, que había sido pintada recientemente, había seis puntos, luego una forma como de lágrima y luego el símbolo del pico de pato, después una cosa con tres pétalos. ¡Pude leerlo! ¡Sabía lo que significaba! Seis Lluvia Viento Flor, la hermana pequeña de Tlatli que había celebrado su cumpleaños de dar-nombre no hacía más de una semana.
Entonces, con menos cautela, empecé a voltear las tiesas páginas dobladas, hacia atrás y hacia delante, viéndolas por ambos lados, buscando más repeticiones y símbolos conocidos que pudiera unir. El gobernador y mi padre regresaron en el momento exacto en que acababa de descifrar, aunque laboriosamente, otro nombre o por lo menos eso creí. Con una mezcla de timidez y orgullo dije: «Discúlpeme, mi Señor Garza Roja. ¿Podría ser tan amable de decirme si estoy en lo cierto? ¿Está escrito en esta página el nombre de alguien llamado Dos Caña Amarillo Colmillo?». Él miró y me dijo que no, que no decía eso. Debió de darse cuenta de mi decepción porque pacientemente me explicó: «Ahí dice Dos Caña Amarilla Luz, que es el nombre de una de las lavanderas del palacio. El Dos y la Caña son obvios y Amarillo, cóztic, es fácil pues se indica usando simplemente el mismo color, como lo adivinaste, pero tlanixtélotl, “Luz”, o para expresarlo con más claridad, el elemento de la vista, es más difícil. ¿Cómo se puede hacer un dibujo de algo tan insubstancial? En lugar de eso, hice el dibujo de un diente, tlanti, para representar no lo que significa, sino el sonido del tlan al principio de la palabra y después el dibujo de un ojo, ixtelólotl, que sirve para hacer más claro todo el significado. ¿Lo entiendes ahora? Tlanixtélotl. Luz».
Asentí con la cabeza sintiéndome desilusionado y tonto. Había algo más en la escritura-pintada que el reconocer, solamente, el dibujo de un diente. Por si no me había dado cuenta todavía, el gobernador lo explicó más claramente: «La escritura-pintada y la lectura son para aquellos que han sido adiestrados en esas artes, hijo de Tepetzalan —y me dio una palmada de hombre a hombre en el hombro—. Requiere de mucho trabajo y mucha práctica, y sólo los nobles tienen suficiente tiempo de ocio para esa clase de estudio, pero admiro tu iniciativa. Cualquiera que sea la ocupación a la que te vayas a dedicar, joven, la llegarás a desempeñar muy bien».
Supongo que el hijo de Tepetzalan debería haber tomado en cuenta la clara insinuación del Señor Garza Roja y seguido los pasos de Tepetzalan. Deshabilitado y con la vista débil, no podía ambicionar demasiado o pensar siquiera en alguna ocupación venturosa. Podría, eso sí, afanarme en un trabajo aburrido como el de cantero pero con la barriga siempre llena, como el de un verdadero topo. Quizá hubiera sido una vida mucho menos satisfactoria de la que yo obstinadamente persistía en encontrar, pero que me hubiese llevado por senderos más lisos y días más tranquilos que aquellos que encontré cuando me fui por mi propio camino. En este momento, mis señores, yo podría haber sido empleado en ayudar a construir su Ciudad de México y, si el Señor Garza Roja hubiera tenido razón al estimar mis habilidades, posiblemente haría una ciudad mucho mejor de la que están haciendo sus arquitectos importados y sus albañiles.
Pero dejémoslo pasar, dejémoslo pasar, como yo mismo dejé pasar todo haciendo caso omiso a la orden insinuada por el Señor Garza Roja; haciendo caso omiso del orgullo genuino de mi padre por su trabajo y de sus intentos por enseñármelos y haciendo caso omiso de la censura de mi madre, quien se quejaba de que estaba tratando de subir en mi vida muy por encima de la posición social decretada.
De entre las insinuaciones hechas por el gobernador, había una que no podía ignorar. Me había revelado que una palabra-pintada no siempre significaba lo que representaba como dibujo, sino también lo que simbolizaba como sonido. Nada más eso, pero fue lo suficientemente revelador e interesante como para que siguiera buscando en pequeños fragmentos de escritura, en las paredes de los templos, en los rollos de tríbulo de la isla, en el palacio o en cualquier papel que llevara algún mercader viajante, triando y trabajando laboriosamente para descifrarlos.
Incluso fui a ver al anciano tonalpoqui que me había dado mi nombre cuatro años antes, y le pedí que me dejara mirar su venerable libro-de-dar-nombres cuando no lo estuviera usando. Si le hubiera pedido a una de sus nietas como concubina en los ratos en que ella no estuviera ocupada, no hubiera reculado tan violentamente. Me corrió con la información de que el arte de conocer el tonálmatl estaba reservado para los descendientes de los tonalpoque y no para mocosos desconocidos y presuntuosos. Quizás eso fuera así, pero apuesto a que él recordaba mi declaración de que yo hubiera podido darme mi propio nombre tan bien o mejor de como él lo había hecho; en otras palabras, que él era viejo asustadizo y tramposo que no podía leer el tonálmatl mejor de lo que yo lo hubiera podido hacer en aquel entonces.
Una tarde, me encontré con un extranjero. Chimali, Tlatli, algunos otros muchachos y yo habíamos estado jugando juntos toda la tarde, así es que Tzitzitlini no estaba con nosotros. En una plaza bastante distante de nuestra aldea encontramos el casco de un acali viejo y putrefacto y estuvimos tan absortos jugando a los remeros, que nos sorprendió Tonatíu cuando con su cielo enrojecido dio su llamada de advertencia de que se estaba preparando para irse a dormir. Teníamos que recorrer un largo camino hasta llegar a casa y Tonatíu se apresuraba a su cama más rápido de lo que nosotros podíamos caminar, así es que los otros muchachos echaron a correr. A la luz del día yo hubiera podido seguirlos, pero en la semioscuridad del atardecer me vi forzado a moverme más despacio y a caminar con más cuidado. Probablemente los otros nunca me echaron de menos; como sea, pronto se perdieron en la distancia.
Llegué al cruce de dos caminos en donde había una banca de piedra. Hacía algún tiempo que no pasaba por allí, pero recordé que la banca tenía varios símbolos grabados y me olvidé de todo. Me olvidé de que ya estaba casi oscuro como para que pudiera ver los grabados, ya no digamos descifrarlos. Me olvidé de por qué estaba allí la banca. Olvidé todas las cosas que me acechaban y que podrían caer sobre mí en cuanto sobreviniera la noche. Incluso oí cercano el grito de un búho y no presté atención a ese presagio de mal agüero. Había algo que leer allí y no podía seguir adelante sin tratar de hacerlo.
La banca era lo suficientemente larga como para que un hombre pudiera tenderse en ella, si es que podía acomodar sus espaldas en las aristas de la piedra tallada. Me incliné sobre las marcas y me fijé en ellas, trazándolas tanto con mis dedos como con mis ojos; me fui moviendo de un lugar a otro, hasta que casi me dejé caer sobre las piernas de un hombre que estaba allí sentado. Di un salto hacia atrás, como si hubiese quemado y murmuré una disculpa: «M-mixpantzinco. En su augusta presencia…». Con la misma cortesía, pero cansadamente, él me dio la respuesta acostumbrada: «Ximopanolti. A su conveniencia…».
Durante un momento nos miramos fijamente. Supongo que lo único que él vio fue a un muchachito desaliñado y cegato de unos doce años. Yo no podía distinguirlo en detalle, parte porque la noche había caído sobre nosotros y parte porque había saltado lejos de él, pero me pude dar cuenta de que era un forastero o por lo menos lo era para mí, ya que su manto de buena tela estaba manchado por el viaje; sus sandalias gastadas por el mucho caminar, y su piel cobriza, polvorienta por la tierra del camino.
«¿Cómo te llamas muchacho?», me preguntó al fin. «Bueno, me dicen Topo…», empecé. «Puedo creer eso, pero ése no es tu nombre». Antes de que pudiera contestarle, me hizo otra pregunta. «¿Qué estabas haciendo hace un momento?». «Estaba leyendo, Yanquicatzin —realmente no sé qué había en él, que me hizo darle el título de señor Forastero—. Estaba leyendo lo escrito en la banca». «¿De veras? —lo dijo cansada e incrédulamente—. Nunca te hubiera considerado un joven noble educado. ¿Y qué es lo que dice la escritura?». «Dice: “del pueblo de Xaltocan para que el Señor Viento de la Noche descanse”». «Alguien te dijo eso». «No, Señor Forastero. Discúlpeme, pero… ¿ve? —Me moví lo suficientemente cerca para apuntar—. Este pico de pato aquí significa viento». «No es un pico de pato —dejó caer el hombre—. Es una trompeta por la cual el dios sopla los vientos». «¡Oh! Gracias por decírmelo, mi Señor. De todas formas, significa ehécatl. Y esta otra marca de aquí… todos estos párpados cerrados, significan yoali. Yoali Ehécatl, Viento de la Noche». «De veras sabes leer, ¿eh?». «Muy poco, mi señor. No mucho». «¿Quién te enseñó?». «Nadie, Señor Forastero. No hay nadie en Xaltocan que enseñe este arte. Es una lástima, porque me gustaría aprender más». «Entonces debes ir a otra parte». «Supongo que sí, mi señor». «Te sugiero que lo hagas ahora mismo. Estoy cansado de oírte leer. Ve a otra parte, muchacho a quien llaman Topo». «Oh. Sí. Por supuesto, Señor Forastero. Mixpantzinco». «Ximopanolti». Volteé una vez más la cabeza para verlo por última vez, pero él estaba más allá del alcance de mi corta vista o había sido tragado por la oscuridad o simplemente se había ido.
Encontré en mi casa un coro formado por mi padre, mi madre y mi hermana, que expresaba una mezcla de preocupación, alivio, consternación y enojo por haber estado tanto tiempo solo en la peligrosa oscuridad, pero hasta mi madre se quedó callada cuando le expliqué cómo había sido detenido por el inquisitivo forastero. Ella estaba quieta y callada, y tanto ella como mi hermana miraban a mi padre con los ojos muy abiertos, quien a su vez me contemplaba con esa misma expresión. «Te encontraste con él —dijo mi padre roncamente—. Te encontraste con el dios y él te dejó ir. El dios Viento de la Noche».
Desvelado toda la noche, traté sin ningún éxito de ver como un dios al brusco viajero, polvoriento y cansado. Aunque si él había sido Viento de la Noche, entonces por tradición se me concedería el deseo de mi corazón. Solamente había un problema. Aparte de desear aprender a leer y a escribir correctamente, no sabía cuál era el deseo de mi corazón. O no lo supe hasta que se me concedió, si es que eso fue así.
Ocurrió un día cuando estaba trabajando como aprendiz en la cantera de mi padre. No era un trabajo pesado; se me había nombrado vigilante de la gran fosa durante el tiempo en que todos los trabajadores, dejando sus aperos, iban a sus casas para la comida del mediodía. No es que hubiera allí mucho riesgo de robo por parte de humanos, pero si se dejaban los aperos sin vigilancia, los pequeños animales salvajes iban a roer las asas y mangos, salados por la absorción del sudor de los trabajadores. Un pequeño verraco-espín podía roer totalmente una pesada barra de ébano, durante la ausencia de los hombres. Por fortuna, mi sola presencia era suficiente para que esas criaturas buscaran su sal en la playa, ya que una manada de ellos hubiera podido invadir el lugar, pululando ante mí sin ser vistos por mis ojos de topo.
Ese día, como siempre, Tzitzitlini corrió fuera de casa para traerme mi itácatl, mi comida del mediodía. De un puntapié se quitó sus sandalias y se sentó a mi lado sobre la hierba de la orilla de la cantera, parloteando alegremente mientras yo me comía mi ración de pescaditos deshuesados y blancos del lago, enrollados en una tortilla caliente. Habían venido envueltos en una servilleta de algodón y todavía estaban calientes del fuego. Noté que mi hermana estaba también acalorada, aunque el día era frío. Su rostro estaba sonrojado y abanicaba el pecho con el escote cuadrado de su blusa.
Los rollos de pescado tenían un ligero sabor agridulce poco común. Me pregunté si Tzitzi los había preparado en lugar de mi madre y si era por eso que estaba parloteando tan volublemente a fin de que no la embromara por su falta de pericia en la cocina. Sin embargo, el sabor no era desagradable, yo tenía mucha hambre y quedé completamente lleno cuando terminé de comer. Tzitzi me sugirió que me recostara y digiriera mi comida cómodamente; ella vigilaría para que no entrara ningún verraco-espín.
Me recosté sobre mi espalda y miré hacia arriba, hacia las nubes que antes podía ver claramente dibujadas contra el cielo; en ese momento no eran más que manchas blancas sin forma en medio de desdibujadas manchas azules. Para entonces ya me había acostumbrado, pero en un momento algo le pasó a mi vista que vino a perturbarme. El blanco y el azul empezaron a girar como un torbellino, al principio despacio y después más rápido, como si un dios allá arriba empezara a menear el cielo con un molinillo para chocólatl. Sorprendido, traté de sentarme, pero de pronto me sentí tan mareado que me caí de espaldas otra vez sobre el césped.
Entonces sentí una sensación muy extraña y debí de hacer algún ruido raro porque Tzitzi se inclinó sobre mí y miró mi rostro. A pesar de estar confundido, tuve la impresión de que ella estaba esperando que algo sucediera. La punta de su lengua se asomaba entre sus blancos dientes y sus ojos rasgados me miraron como buscando alguna señal. Luego sus labios sonrieron traviesamente, se pasó la lengua por sus labios y sus ojos se agrandaron con una luz casi de triunfo. Ella se veía en mis propios ojos y su voz parecía un extraño eco venido de muy lejos. «Tus pupilas se han puesto muy grandes, mi hermano —dijo, pero como seguía sonriendo no me sentí alarmado—. Tus iris están apenas parduzcos, casi enteramente negros. ¿Qué ves con esos ojos?». «Te veo a ti, hermana —dije y mi voz era torpe—. De alguna manera te ves diferente. Te ves…». «¿Sí?», dijo sugestivamente. «Te ves tan bonita», dije, pues no pude evitar decir eso.
Como cualquier otro muchacho de mi edad, se esperaba que despreciara y desdeñara a las muchachitas, si es que me dignaba mirarlas, y por supuesto que a la propia hermana se la desdeñaba más que a cualquier otra muchacha. Sin embargo, yo me había dado cuenta desde hacía mucho que Tzitzi iba a ser muy bonita, aunque no lo hubiera oído comentar por los adultos, hombres y mujeres por igual, quienes detenían el aliento en cuanto lo notaban. Ningún escultor podría haber captado la gracia sutil de su joven cuerpo, porque la piedra o la arcilla no se mueven y ella daba la impresión de estar siempre en un movimiento continuo y ondulante, aun cuando estuviera estática. Ningún pintor podría mezclar los colores oro-cervato de su piel, ni el color de sus ojos: ojos de gacela delineados con oro…
Sin embargo, en aquel momento algo mágico había sido agregado y fue por eso que no pude rehusar a dar crédito a su belleza, aunque no lo deseara. La magia estaba visible alrededor de ella, como esa áurea neblina de joyas de agua, que, cuando sale el sol, inmediatamente después de llover, se ve en el cielo. «Hay colores —dije con mi voz curiosamente torpe—. Tiras de colores, como la neblina de joyas de agua. Todas alrededor de tu cara, mi hermana. La incandescencia del rojo… y afuera de éste un púrpura encendido… y… y…». «¿Sientes placer cuando me ves?», me preguntó. «Sí, eso. Tú me lo das. Sí. Placer». «Entonces cállate, mi hermano, y deja que te dé placer».
Jadeé. Su mano estaba debajo de mi manto. Recuerden que todavía me faltaba un año para usar el máxtlatl, taparrabo. Debí haber pensado que el gesto de mi hermana era muy atrevido, una afrentosa violación de mi intimidad, pero por alguna causa no me lo pareció y de cualquier modo me sentía demasiado torpe para levantar mis brazos y rechazarla. Casi no sentía nada, solamente me pareció que una parte de mi cuerpo estaba creciendo, una parte que nunca antes había notado que creciera. Había cambiado también, del mismo modo, el cuerpo de Tzitzi. Sus pechos jóvenes se veían ordinariamente como modestos montecillos debajo de su blusa, pero ahora podía ver sus pezones contraídos golpeando contra la fina tela que los cubría, como si fueran pequeñas yemas de dedos, ya que ella estaba arrodillada sobre mí.
Me las arreglé para levantar mi cabeza, que sentía muy pesada, y contemplé aturdido mi tepule, que ella manipulaba con su mano. Nunca antes se me había ocurrido que mi miembro pudiera salirse tan lejos de su vaina de piel y ésa fue la primera vez, pues antes solamente había visto su punta y la boquita lloriqueante, pero en ese momento al resbalar su piel hacia atrás, se convirtió en una columna rojiza con una terminación bulbosa. Se parecía más a un pequeño hongo lustroso que brotaba de la mano de Tzitzi, que lo asía apretadamente. «Oéya, yoyolcatica —murmuró ella, con su rostro casi tan rojo como mi miembro—. Está creciendo, empieza a tener vida. ¿Ves?». «Toton tlapeztia —dije sin aliento—. Se está poniendo enardecidamente caliente…».
Con su mano libre, Tzitzi se levantó su falda y ansiosamente desenredó su tzotzomatli, bragas. Tuvo que abrir las piernas para quitarse esa ropa interior y yo vi su tepili lo suficientemente cerca como para poderlo distinguir claramente. Siempre había tenido entre sus piernas nada más que una especie de hoyuelo cerrado o plegado, que incluso era casi imperceptible pues estaba cubierto por un ligero vello de finos cabellos. Sin embargo, en ese momento su hoyuelo se estaba abriendo por sí mismo, como…
Ayya. Fray Domingo ha tumbado y roto su tintero. Vaya, y ahora se va. Sin duda se ha de sentir afligido por el accidente.
Aprovecho esta interrupción, para mencionar que algunos de nuestros hombres y mujeres tienen un vestigio de ymaxtli, que es el vello que cubre las partes privadas entre las piernas. Sin embargo, a la mayor parte de la gente de nuestra raza no les crece ni el más mínimo vello en esos lugares, ni en ninguna otra parte del cuerpo, a excepción del pelo exuberante de la cabeza. Incluso nuestros hombres casi no tienen barba y la abundancia de ésta en el rostro es considerado como una fea desfiguración. Las madres bañaban diariamente a sus bebés varones escaldándoles la cara con agua caliente con cal y generalmente, como en mi caso por ejemplo, este tratamiento abatía el crecimiento de la barba, en toda la vida de un hombre.
No regresa Fray Domingo. ¿Continúo mis señores o espero?
Muy bien. Entonces regreso a lo alto de aquella colina, tan distante y tan lejana, en donde yacía aturdido y maravillado, mientras mi hermana trabajaba afanosamente para tomar ventaja de mi condición.
Como decía, su tepili estaba abierto por sí mismo, desdoblándose como una flor, destacando sus pétalos rojizos suaves contra el perfecto color cervato de su piel, y los pétalos, incluso, relucían como si hubieran sido mojados con rocío. Para mí, la flor, por primera vez abierta de Tzitzitlini, daba una suave fragancia almizcleña como la de la llamada caléndula. Mientras tanto, todo alrededor de mi hermana, alrededor de su cara, de su cuerpo y de sus partes descubiertas, en toda ella, estaba todavía pulsando y reflejándose aquellas inexplicables listas y oleadas de varios colores.
Arrojó a un lado mi manto para que no le estorbara y levantó una de sus piernas para sentarse por encima de mi cuerpo. Se movía con urgencia, pero con el temblor de la nerviosidad y de la inexperiencia. Con una de sus pequeñas manos, sostenía trémulamente mi tepule apuntándolo hacia ella y con la otra parecía tratar de abrir lo más posible los pétalos de su tepili flor. Como ya he dicho anteriormente, Tzitzi ya había tenido práctica utilizando un huso de madera, como en ese momento me estaba utilizando a mí, pero su chitoli, membrana, todavía estaba muy cerrada. En cuanto a mí, mi tepule, por supuesto, no era todavía del tamaño del de un hombre, aunque ahora sé que gracias a las manipulaciones de Tzitzi llegó a tomar más rápidamente las dimensiones de la madurez o más allá de ésa, si es que otras mujeres me han dicho la verdad. De todos modos, Tzitzi era todavía virgen y mi miembro por lo menos era más grande que cualquier huso pequeño y delgado.
Hubo un momento de angustia y frustración. Los ojos de mi hermana estaban apretados y respiraba como un corredor en plena competición; se desesperaba porque pasara algo. Yo hubiera ayudado de saber qué era lo que se suponía que debía pasar y si no hubiese estado tan entorpecido en todo mi cuerpo a excepción de esa parte. Entonces, abruptamente, la entrada dio paso. Tzitzi y yo gritamos simultáneamente, yo por la sorpresa y ella, quizás, de placer o de dolor. Para mi gran pasmo y de una manera que todavía no podía entender completamente, yo estaba dentro de mi hermana, envuelto, calentado y humedecido por ella, y de pronto, cuando ella empezó a mover su cuerpo hacia adelante y hacia atrás en un suave ritmo, me estaba dando gentilmente masaje.
Me sentía aturrullado, la sensación de mi tepule calientemente asido y lentamente frotado se diseminaba por todas las partes de mi ser. La neblina de joya de agua alrededor de mi hermana parecía crecer y brillar más, incluyéndome también a mí. Podía sentir la vibración y el hormigueo en todo mi cuerpo. Mi hermana estrechó algo más esa pequeña extensión de mi carne; me sentía totalmente absorbido por ella, dentro de Tzitzitlini, dentro del sonido de campanitas tocando. El placer creció hasta tal grado que creí no poder soportarlo por más tiempo; entonces culminó con un pequeño estallido mucho más delicioso, una especie de explosión suave, como las asclepias que al impulso del viento desparraman y avientan sus esponjosas motas blancas. En ese mismo instante, Tzitzi dejó de jadear y lanzó un gemido suave y prolongado, y aun yo en mi gran ignorancia, en la media inconsciencia de mi propio y dulce delirio, comprendí que provenía de su delicioso relajamiento.
Ella se desplomó a mi lado, y su cabello largo y sedoso cayó como una oleada sobre mi rostro. Descansamos así por un tiempo, los dos jadeando con fuerza. Lentamente me di cuenta de que los extraños colores se desvanecían y desaparecían, y que en lo alto el cielo dejaba de girar. Sin levantar su rostro para mirarme, apoyada sobre mi pecho, mi hermana me preguntó tímida y quedamente: «¿Te arrepientes, mi hermano?». «¡Arrepentirme!», exclamé, espantado y haciendo volar a una codorniz que se paseaba por el césped, cerca de nosotros. «¿Entonces lo podemos hacer otra vez?», murmuró, todavía sin mirarme. Pensé acerca de eso. «¿Es que se puede hacer otra vez?», interrogué. La pregunta no era tan estúpidamente jocosa como sonaba; dije eso en una ignorancia comprensible. Mi miembro se había deslizado fuera de ella y yacía en ese momento mojado y frío y había regresado a su tamaño natural. No se me puede ridiculizar por haber pensado que quizás a un hombre solamente le estaba permitido tener una experiencia como ésa en toda su vida. «No quiero decir que en este momento —dijo Tzitzi—. Los obreros regresarán de un momento a otro. Pero ¿lo podemos hacer otro día?». «¡Ayyo, si podemos, todos los días!». Levantándose sobre sus codos y mirándome a la cara, sus labios sonrieron de nuevo traviesamente. «¿Y tendré que engañarte la próxima vez?». «¿Engañarme?». «Los colores que viste, el mareo y el entorpecimiento. Cometí un gran pecado, mi hermano. Robé uno de los hongos de su urna en el templo de la pirámide y lo cociné con tus pescados».
Ella había hecho algo osado y peligroso, aparte de pecaminoso. Los pequeños hongos negros eran llamados teonanácatl, «carne de los dioses», lo que indicaba cuán escasos y preciosos eran. Los conseguían, a un gran precio, en alguna montaña sagrada en lo más profundo de las tierras Mixteca y eran para que los comieran ciertos sacerdotes y adivinos profesionales, y solamente en aquellas ocasiones muy especiales en que fuera necesario ver el futuro. Seguramente hubieran matado a Tzitzi en el mismo lugar de haberla sorprendido hurtando algo tan sagrado. «No, nunca vuelvas a hacer esto —le dije—. ¿Por qué lo hiciste?». «Porque quería hacer… lo que acabamos de hacer y… temía que tú te resistieras si te dabas cuenta claramente de lo que estábamos haciendo». Ahora me pregunto si lo hubiera hecho. No me resistí entonces ni tampoco ni una sola vez después, y cada una de las experiencias subsecuentes fue igualmente maravillosa para mí, aun sin el encanto de los colores y el vértigo.
Sí, mi hermana y yo copulamos innumerables veces durante los años siguientes, mientras estuve viviendo todavía en mi hogar, cada vez que teníamos oportunidad, durante el tiempo de la comida en la cantera, en partes despobladas en la playa, dos o tres veces en nuestra casa cuando sabíamos que nuestros padres se ausentarían por un tiempo conveniente. Los dos aprendimos mutuamente a no ser tan desmañados en el acto, pero naturalmente los dos éramos inexpertos, ninguno de nosotros hubiera pensado en hacer estos actos con ninguna otra persona, así es que no sabíamos mucho cómo enseñarnos el uno al otro. No fue sino hasta mucho más tarde que descubrimos que lo podíamos hacer conmigo arriba y después de eso inventamos otras posiciones, numerosas y variadas.
Así, pues, mi hermana se deslizó fuera de mí y se desperezó lujuriosamente. Nuestros vientres estaban húmedos y manchados con un poco de sangre de la ruptura de su chitoli y con otro líquido, mi omícetl, blanco como el octli, pero más pegajoso. Tzitzi arrancó un poco de zacate seco y lo metió en la jarra de agua que había traído con mi comida y me lavó y se lavó hasta que quedamos limpios, para que no hubiera ningún rastro delator en nuestras ropas. Luego volvió a ponerse sus bragas, arregló nuevamente su ropa arrugada, me besó en los labios y diciéndome «gracias» —que debí haber pensado en decir yo primero— acomodó la jarra entre la servilleta del itácatl, y se fue corriendo por el herboso declive, brincando alegremente, como la niña que en realidad era.
Allí, entonces y de esa manera, mis señores escribanos, terminaron los caminos y los días de mi niñez.