Como ustedes saben, reverendos frailes, esta tierra que ahora es la Nueva España, está circundada en toda su longitud, en ambos lados, por grandes mares que se extienden desde sus costas hasta el horizonte. Ya que esos mares están más o menos al este y oeste de Tenochtitlan, nosotros los mexica siempre nos hemos referido a ellos como a los océanos del este y del oeste. Sin embargo, de Tecuantépec en adelante, la masa de tierra se tuerce hacia el este, así es que esas aguas son llamadas allí, más adecuadamente, los océanos del norte y del sur y la tierra que los separa es un istmo bajo y delgado. No quiero decir con esto, que un hombre puede pararse en medio del istmo y escupir sobre el océano que él escoja. El ancho del istmo es de más o menos cincuenta largas-carreras de norte a sur y cerca de diez días de camino, pero de un camino fácil, porque la mayor parte de esa tierra es lisa y llana.
Pero nosotros no cruzamos de una costa a otra. Viajamos hacia el este sobre esa tierra plana, mal llamada La Colina del Jaguar, con el océano del sur no muy lejos a nuestra derecha, aunque no era visible a nuestro paso. Entonces fueron las gaviotas las que revoloteaban más a menudo sobre nuestras cabezas, en lugar de los buitres. Excepto por el calor opresivo de esas tierras bajas, nuestra caminata fue fácil, casi monótona, sin nada que ver más que la hierba amarilla y los bajos arbustos grises. Marchamos con gran rapidez y encontramos fácil y abundante caza para comer, conejos, iguanas, armadillos, y como el clima era agradable para acampar en la noche, no dormimos en ninguna de las aldeas de la Gente Mixe, cuyas tierras estábamos atravesando.
Tenía una buena razón para tratar de llegar lo antes posible a nuestro destino, que eran las tierras de los maya, en donde finalmente empezaríamos a cambiar las mercancías que llevábamos por otras de mucho más valor, para transportarlas después a Tenochtitlan. Por supuesto que mis socios se habían dado cuenta de algunas de las extravagancias en que había caído últimamente, pero nunca les había dado todos los detalles y los precios que había pagado por ellas. Mucho más atrás, había hecho un negocio bastante ventajoso a lo largo del camino, cuando había vendido al esclavo Cuatro a sus parientes, pero eso había sido bastante tiempo atrás. Desde entonces había hecho solamente otras dos transacciones, las dos costosas y ninguna de ellas con una ganancia visible o inmediata, para nosotros. Había comprado el tapiz de plumas de Chimali sólo para darme la dulce venganza de destruirlo. A un precio mucho mayor, había comprado la hostería por el placer de darla. Si había sido reticente con mis socios, era porque sentía cierta vergüenza de no haberme mostrado todavía como un pochtécatl sagaz.
Después de varios días de viajar fácil y rápidamente a través de las llanuras coloreadas y brunas, vimos el azul pálido de las montañas que se empezaban a levantar hacia nuestra izquierda que gradualmente se destacaron enfrente de nosotros, en un color verde-azul oscuro y de nuevo volvimos a escalar, aquella vez dentro de un espeso bosque de pinos, cedros y enebros. De allí en adelante, empezamos a encontrar las cruces que siempre han sido consideradas sagradas por las diversas naciones del lejano sur.
Sí, mis señores, la cruz de ellos es prácticamente igual a su cruz Cristiana. Como ésta, el palo principal es un poco más largo que el que la cruza, la única diferencia es que en la parte de arriba y a ambos lados, los remates son en forma comba y tallados como una hoja de trébol. Para esos pueblos, el significado religioso de esa cruz es la simbolización de los cuatro puntos y el centro del compás. Sin embargo, también tenía un uso práctico. En cualquier lugar despoblado de la selva en donde encontráramos esa cruz de madera pesada y larga, sabíamos que ésta no demandaba: «¡Sed reverentes!», sino: «¡Estad contentos!», porque ella marcaba la presencia cercana de agua clara y fresca.
Las montañas cada vez se fueron haciendo más escarpadas y más escabrosas, hasta que llegaron a ser tan grandes como aquellas que habíamos dejado atrás en Uaxyácac, pero aunque para entonces ya habíamos llegado a ser unos montañistas experimentados, no las hubiéramos encontrado tan atemorizantes, excepto porque además del frío usual de las alturas sufrimos un repentino frente frío. Bueno, en aquellas tierras sureñas era aún invierno y para entonces estábamos a mitad de esa estación y el dios Títitl de los días-cortos fue excepcionalmente duro con nosotros durante ese año.
Nos pusimos cuanta ropa llevábamos y empezamos a subir fatigados bajo el peso de nuestra carga y envolvimos nuestras sandalias con trapos bien atados, a lo largo de nuestros pies y piernas. Pero el viento penetraba como una hoja de obsidiana aun a través de esa protección, y en los picos más altos el viento arrastraba nieve, como si fueran delgadas astillas. Entonces, nos sentimos realmente muy contentos de estar rodeados por pinos, ya que juntábamos la savia que manaba de ellos y la cocinábamos hasta que sus aceites irritantes se evaporaban y quedaba solamente un espeso y pegajoso óxitl negro que repelía tanto al frío como a la humedad. Después nos desvestíamos y nos untábamos el óxitl por todo nuestro cuerpo y nos volvíamos a vestir. A excepción de nuestros ojos y bocas, el resto de nosotros era de un color negro-noche, como siempre había sido pintado el ciego dios Itzcoliuqui.
Para entonces, ya nos encontrábamos en la nación de los chiapa y cuando empezamos a llegar a las aldeas más apartadas de la montaña, nuestra apariencia grotesca causó cierta sorpresa. Los chiapa no usaban el óxitl negro, pues estaban acostumbrados a cubrir sus cuerpos con sebo de jaguar, puma o tapir, como una protección similar contra el mal tiempo. Sin embargo, la gente era casi tan oscura como nosotros lo estábamos; no negra, por supuesto, pero el tono de su piel era del más oscuro pardo-cacao que yo había visto en todas las naciones en que habíamos estado. La tradición de los chiapa cuenta que sus más lejanos ancestros habían emigrado de su tierra original, que estaba mucho más al sur, y su tez venía a confirmar esa leyenda. Obviamente habían heredado el color de sus antepasados, quienes habían sido bien requemados por la fiereza del sol.
Nosotros con gusto hubiéramos pagado por un solo rayo de aquel sol. Cuando nos afanábamos a través de los valles y barrancas protegidos del viento, sólo sufríamos el entumecimiento y el letargo provocado por el tiempo helado, pero cuando se cruzaba una montaña en nuestro camino o paso, el viento cortante silbaba a nuestro alrededor, como flechas disparadas todas a un mismo tiempo, a través de un túnel cavado. Y cuando no había una vereda o un paso, cuando teníamos que escalar todo el camino hacia arriba y a lo largo de la montaña, estaría todo cubierto con nieve o aguanieve cayendo con violencia en su cumbre o nos encontraríamos con nieve vieja ya endurecida en el suelo, que teníamos que vadear o hender para podernos afianzar. Todos nos sentíamos desgraciados, pero uno de nosotros se sentía todavía más miserable que los demás: el esclavo Diez que se sentía agobiado por alguna dolencia.
Como nunca se había quejado o rezagado, ni siquiera sospechamos que se estaba encontrando mal, y ya habían pasado varios días sintiéndose así, hasta que una mañana él cayó bajo el peso de su carga, como si una mano pesada lo hubiera empujado. Trató con todas sus fuerzas de levantarse, pero no pudo y se desplomó cuán largo era sobre el suelo. Cuando nosotros le desligamos la banda que llevaba en la frente y lo despojamos de su carga, volteamos su rostro y descubrimos que estaba tan caliente por la fiebre que el óxitl que llevaba pegado se había cocido en su cuerpo como una costra seca incrustada en él. Cózcatl le preguntó solícitamente si él se sentía afectado en alguna parte específica de su cuerpo. Diez le contestó, en su náhuatl incorrecto, que sentía como si en su cabeza le clavaran una maquáhuitl, que sentía su cuerpo cubierto de fuego y que le dolían cada una de las articulaciones, pero que por lo demás, nada le molestaba en particular.
Le pregunté si había comido algo fuera de lo común o si había sido picado o mordido por alguna criatura venenosa. Él me contestó que sólo había comido los alimentos que todos habíamos compartido y que el único encuentro que había tenido con una criatura era con una completamente inocua, siete u ocho días antes, cuando trató de cazar un conejo para nuestro estofado. Lo había cogido, pero el conejo lo había mordido y había escapado. Me enseñó la marca de los dientes del roedor en su mano y luego rodó lejos de mí y vomitó.
Glotón de Sangre, Cózcatl y yo nos sentíamos realmente apenados por eso, pues de todos nosotros el que tuvo que caer enfermo fue Diez, a quien todos queríamos. Nos había ayudado fielmente para salvarnos de los bandidos tya nuü y él era el que más seguido se había ofrecido para desempeñar la tarea femenina de cocinar para todos. Él era el más fuerte de todos los esclavos después del forzudo Cuatro a quien habíamos vendido y que había cargado el bulto más pesado en aquel entonces. También, había estado llevando sumisamente la piel pesada e insalubre del puma; y de hecho él todavía la llevaba encima, pues obstinadamente Glotón de Sangre no quería desecharla.
Todos descansamos, hasta que el mismo Diez fue el primero en ponerse de pie para continuar. Toqué su frente y me pareció que la fiebre había disminuido bastante. Miré más de cerca su rostro oscuro y le dije: «Matlactli, te conozco por más de una gavilla de días, pero hasta ahora no caigo en la cuenta. Tú perteneces a esta nación chiapa. ¿No es así?». «Sí, amo —dijo débilmente—. Soy de la ciudad capital de Chiapán. Es por lo que me urge llegar. Espero que usted sea lo suficientemente bondadoso como para venderme allá». Así es que él levantó su bulto, deslizó otra vez la banda alrededor de su frente y todos continuamos, pero a la caída de la larde de ese mismo día se tambaleaba de una manera tan lastimosa que era muy difícil que pudiera continuar, pero aun así, siguió insistiendo en seguir caminando y rehusó nuestras sugerencias de hacer otro alto o de aligerar su carga; no lo hizo hasta que encontramos un valle protegido por el viento, con una cruz marcando un arroyo helado que corría a través de él, y allí acampamos.
«No hemos matado ningún gamo últimamente —dijo Glotón de Sangre— y ya se nos han acabado los perros. Sin embargo, Diez debe tener algún alimento nutritivo y fresco, no solamente atoli y ventosos frijoles. Que se pongan Tres y Seis a prender el fuego y mientras ellos lo encienden, pues les costará bastante hacerlo, yo voy a ver qué pesco por ahí». Él encontró una vara en forma de horquilla y con los pedazos de nuestras ropas gastadas fabricó una red y fue al arroyo para probarla. Regresó después de un rato diciendo: «Cózcatl lo hubiera podido hacer. Estaban entumecidos por el frío», y nos mostró un manojo de peces verde-plata, ninguno más largo de una mano ni más grueso de un dedo, pero lo suficiente para hacer nuestro puchero. Aunque cuando los vi, no estaba muy seguro de quererlos comer y así se lo dije. Glotón de Sangre hizo a un lado mi objeción: «No importa que sean feos, son muy sabrosos». «Pero si se ven tan raros —se quejó Cózcatl—. ¡Cada uno tiene cuatro ojos!». «¡Sí, es muy listo este pez… estos peces! Flotan apenas bajo de la superficie del riachuelo, con los ojos de encima buscan insectos en el aire y con los de abajo están alerta para pescar alguna presa bajo el agua. Quizás puedan dar a nuestro enfermo Diez un poco de su propia vitalidad».
Si se la dieron fue sólo para que no pudiera tener el sueño tranquilo que tanto necesitaba. Desperté varias veces oyendo al nombre enfermo agitarse y toser arrojando flemas y murmurando incoherencias. Una o dos veces me di cuenta de que murmuraba una palabra que parecía sonar como binkizaka y a la mañana siguiente llevé a Glotón de Sangre aparte para preguntarle si tenía alguna idea de lo que eso significaba. «Sí, es una de las pocas palabras extranjeras que conozco —dijo con altanería, como si con eso le confiriera mucha importancia—. Los binkizaka son criaturas mitad humanas y mitad animales, que habitan en las alturas de las montañas. Me han contado que son los hijos detestables y horrorosos de las mujeres que se han apareado en forma no natural, con jaguares, o monos, o cualquier otro animal. Cuando oigas un ruido como de un trueno en las montañas y que no haya tormenta, lo que oyes es a un binkizaka haciendo diabluras. Personalmente creo que esos ruidos son provocados por caídas y deslizamientos de rocas, pero ya conoces la ignorancia de los extranjeros. ¿Por qué lo preguntas? ¿Has escuchado ruidos extraños?». «Sólo he oído a Diez hablando en sueños, creí que estaba delirando. Y creo que está mucho más enfermo de lo que suponemos».
Así es que desoyendo sus muchas protestas, tomamos su carga y la dividimos entre el resto de nosotros y solamente le dejamos a él la piel del león de la montaña, para que la llevara ese día. Ya sin carga, caminaba bastante bien, pero podía darme cuenta cuando sentía un escalofrío, porque se encogía bajo la piel dura arrebujándose en ella para cubrir su tosco taparrabo. Después, cuando el escalofrío pasaba y la fiebre lo atormentaba, se quitaba la piel y aun abría sus vestiduras para que por ellas penetrara el aire frío de la montaña. También respiraba con un sonido burbujeante, cuando no estaba tosiendo o carraspeando, y escupía esputos excepcionalmente malolientes.
Íbamos escalando una montaña de considerable altura, pero cuando llegamos a su cumbre nos encontramos con el camino cortado. Nos detuvimos al borde de un cañón que corría de norte a sur, uno de los más profundos que jamás había visto antes. Estaba cortado a filo en hileras, como si un dios enojado hubiera dejado caer desde el cielo una maquáhuitl del tamaño del dios. Era una vista que quitaba el aliento por lo impresionante, bella y engañosa, todo a un mismo tiempo. Aunque un frío helado soplaba en donde nosotros estábamos parados, era evidente que éste nunca penetraba en el cañón, porque las cercanas paredes perpendiculares estaban festonadas por flores colgantes de todos los colores. En lo más profundo de su fondo, en donde se veían florestas, árboles floridos y suaves praderas, un hilo de plata cruzaba y parecía, desde donde nosotros estábamos parados, un simple arroyo.
Afortunadamente, no tratamos de descender hacia las invitadoras profundidades, sino que volviéndonos hacia el sur, seguimos la orilla del cañón hasta que ésta gradualmente se fue deslizando hacia abajo. Ya había caído la tarde cuando llegamos a la orilla de aquel «arroyo», que fácilmente podría medir cien pasos de orilla a orilla. Después supe que aquel arroyo, el río Suchiapa, es el más ancho, profundo y rápido de todos los Del Único Mundo. Ese cañón que cruza cortando las montañas de Chiapa, también es único en todo El Único Mundo, por su longitud: cinco largas-carreras de largo y de la orilla al fondo tiene cerca de media larga-carrera de profundidad.
Llegamos a una planicie en donde el aire era caliente y el viento más suave. También llegamos a una aldea, aunque pobre. Era llamada Toztlan, apenas era lo suficientemente grande como para llevar un nombre y la única comida que los aldeanos nos pudieron ofrecer fue un cocido de carne de búho tan desagradable, que me produce asco sólo el recordarlo. Sin embargo, Toztlan tuvo una choza lo suficientemente grande como para que todos pudiéramos dormir, por primera vez en varias noches, bajo techo. La aldea también tenía cierta clase de físicos. «Yo solamente soy doctor en hierbas —dijo él disculpándose en su mal hablado náhuatl, después de haber examinado a Diez—. Le he dado al paciente una purga y no puedo hacer más por él. Pero mañana ustedes llegarán a Chiapán y allí encontrarán a muchos doctores de pulso famosos».
No sabía qué clase de doctores-de-pulso podrían ser, pero al día siguiente lo único que podía esperar es que fuera un doctor de hierbas, pero más avanzado.
Antes de llegar a Chiapán, Diez se desmayó y tuvimos que cargarlo sobre la piel del puma, que llevó puesta todo el tiempo. Lo cargamos en turnos de cuatro, cogiendo la improvisada litera por las patas de la piel, mientras Diez acostado en ella se quejaba, entre espasmos y toses, de que varios binkizaka estaban sentados en su pecho y no lo dejaban respirar. «Uno de ellos también me está mordiendo. ¿No lo ven?». Y levantaba su mano. Lo que nos mostraba era sólo el lugar en donde el conejo lo había mordido, pero que por alguna razón se había ulcerado convirtiéndose en una llaga abierta. Nosotros, que lo cargábamos, tratábamos de decirle que no veíamos a nadie sentado sobre él ni mordiéndolo y que su problema había sido el aire enrarecido de aquella alta llanura. A nosotros mismos nos costaba tanto trabajo respirar, que ninguno lo podía cargar por mucho tiempo sin tener que ser relevado.
Chiapán no se parecía en nada a una ciudad capital. No era más que cualquier otra aldea situada a la orilla de un tributario del río Suchiapa, y yo supuse que era la capital en virtud de que era la más grande de todas las demás aldeas de la nación chiapa. También, algunos de sus edificios eran de madera o de adobe, en lugar de ser como los otros, chozas de troncos y paja. Además había los restos en ruinas de viejas pirámides.
Llegamos a la aldea caminando vacilantes por la fatiga y preguntando por un doctor de pulso. Una persona que pasaba, bondadosamente se detuvo a escuchar nuestros incomprensibles, aunque obvios gritos de urgencia y se aproximó a ver a Diez, quien estaba inconsciente. Entonces exclamó: «¡Macoboö!», y gritó algo más en su lenguaje, lo que hizo que se acercaran corriendo dos o tres personas más que por allí pasaban. Después nos hicieron gestos con la cabeza para que los siguiéramos a la casa del doctor, quien sabía hablar en náhuatl, según entendimos por sus gestos.
Para cuando llegamos allí, íbamos seguidos por una excitada y parlanchina multitud. Parece que los chiapa no tienen totalmente nombres individuales, como nosotros los mexica. Aunque cada persona tiene, naturalmente, uno que le distingue, es también conocida por el nombre de su familia, como los apellidos de ustedes los españoles, que no sufren cambio a través de muchas generaciones. El esclavo al cual llamábamos Matlactli o Diez, pertenecía a la familia Macoboö de Chiapán y el ciudadano que lo había reconocido, había gritado a alguien para que fuera corriendo a avisar a sus familiares de que había regresado al pueblo.
Desgraciadamente Diez no estaba en condiciones de reconocer a ninguno de los otros Macoboö que llegaron, y el doctor, quien visiblemente se sentía satisfecho de tener a toda esa clamorosa multitud a su puerta, no pudo dejarlos entrar a todos. Cuando los cuatro que cargábamos a Diez, lo hubimos dejado sobre el piso de tierra, el anciano físico insistió en que todo el mundo saliera a excepción hecha de su vieja esposa que lo asistía, el paciente y yo, a quien él explicaría el tratamiento a seguir. Se presentó a sí mismo como el doctor Maäsh y me explicó en un náhuatl no muy bien hablado, la teoría del doctorado-en-pulso.
Él sostuvo la muñeca de Diez mientras llamaba por su nombre a todos los dioses, buenos y malos, en los que creían los chiapa. Me explicó que cuando gritara el nombre del dios que afligía al paciente, el corazón de Diez golpearía y su pulso se aceleraría. Después, ya sabiendo qué dios era el responsable de la dolencia, se sabría con exactitud qué sacrificio ofrecer al dios para persuadirlo de que dejara de molestar. Él, también, sabría entonces qué medicinas se debían administrar para reparar el daño que de algún modo hubiese causado el dios.
Diez yacía sobre la piel de puma, sus ojos cerrados y hundidos en sus cuencas y su pecho afanándose por respirar, y el viejo doctor Maäsh, sosteniendo su muñeca, se inclinó sobre él y le gritó en el oído: «¡Kakal, el dios brillante!», después una pausa para esperar la respuesta en el pulso, luego: «¡Tótick, dios de la oscuridad!», y luego una pausa, y: «¡Teo, diosa del amor!», y «¡Antún, dios de la vida!», y «¡Hachakyum, dios poderoso!», y así siguió nombrando los dioses y diosas de los chiapa, de los cuales no me puedo acordar. Al fin, se levantó de sus cuclillas y murmuró aparentemente derrotado: «El pulso es tan débil que no puedo estar seguro de la respuesta en ningún nombre». De repente Diez graznó, sin abrir los ojos: «¡Binkizaka me muerde!». «¡Aja! —exclamó el doctor Maäsh, muy contento—. No se me había ocurrido sugerir al bajo binkizaka. ¡Y de veras que hay un agujero en su mano!». «Perdóneme, señor doctor —aventuré—. No fue ningún binkizaka. Fue un conejo lo que le mordió». El físico levantó su cabeza tanto que casi incrustó su nariz en mi cara. «Joven, yo estaba sosteniendo su muñeca cuando él dijo “binkizaka” y yo conozco el pulso cuando lo siento. ¡Mujer!». Yo pestañeé, pero él le estaba hablando a su esposa. Después de un rato me explicó lo que le había dicho a ella: «Tendré que tener una plática con un experto en seres menores. ¡Fue a buscar al doctor Kamé!».
La vieja corrió fuera de la choza, pasando a fuerza de codazos entre la apretada multitud y en unos pocos momentos se nos juntó otro viejo. Los doctores Kamé y Maäsh se alborotaron y murmuraron, luego sosteniendo por turnos la muñeca flácida de Diez, gritaban en su oído «¡Binkizaka!». Después volvían a alborotarse y se consultaban más, por fin llegaron a un acuerdo. El doctor Kamé dio otra orden a la vieja y ella salió con prisa otra vez. El doctor Maäsh me dijo: «Es inútil hacer un sacrificio al binkizaka, ya que son mitad bestias y no comprenden los ritos de propiciación. Éste ha sido un caso de emergencia, mi colega y yo hemos tenido que decidir en la medida radical de sacar la aflicción del paciente, quemándola. Hemos mandado traer la Piedra del Sol, el más sagrado tesoro de nuestro pueblo».
La mujer regresó seguida de dos hombres cargados con lo que parecía ser a simple vista un cuadrado de piedra. Después vi que en la superficie superior habían sido incrustados fragmentos de jade en forma de cruz. Sí, muy similar a su cruz Cristiana. En los cuatro espacios entre los brazos de la cruz, la roca había sido completamente horadada y en cada uno de esos agujeros se había colocado un pedazo de chipilotl, cuarzo. Sin embargo, y eso es importante para entender lo que siguió, mis señores, cada uno de esos cuarzos cristalinos habían sido tallados y pulidos de tal manera que su circunferencia era perfectamente redonda y uniformemente convexa por sus dos lados. Cada uno de aquellos vidrios transparentes de la Piedra del Sol eran como pelotas achatadas o como conchas extremadamente simétricas.
Mientras los dos hombres recién llegados sostenían la Piedra del Sol sobre Diez, que en esos momentos yacía totalmente inconsciente, la vieja tomó una escoba y con el palo hizo unos agujeros en el techo de paja, dejando entrar por cada uno de ellos un rayo de sol, hasta que al fin hizo uno que dejó caer un rayo de sol directamente sobre el paciente. Los dos doctores corrieron la piel del puma para ajustar la posición de Diez con relación al rayo de sol y a la Piedra del Sol. Entonces sucedió la cosa más maravillosa y yo me acerqué para poder observar mejor.
Bajo la dirección de los doctores, los dos hombres sostuvieron la pesada piedra alisada, ajustándose de tal manera que un rayo de sol pasara a través de uno de los cristales de cuarzo, cayendo directamente sobre la mano ulcerada de Diez. Después, moviendo la piedra hacia arriba y hacia abajo a través del rayo de sol, concentraron todo el poder de esa luz sobre un punto, que caía directamente sobre la llaga. Los dos doctores sostenían la mano en ese lugar, mientras los otros dos hombres concentraban más la luz en ella, y, créanme o no, como ustedes prefieran, un poco de humo salía de la horrible llaga. Después de un momento, se escuchó un sonido siseante y se vio una pequeña llama allí, casi invisible al reflejo de esa luz intensa. Los doctores movieron con mucho cuidado la mano, de tal manera que el sol formara una llama alrededor de la llaga.
Por fin, uno de ellos dijo algo y los dos hombres se llevaron la Piedra del Sol afuera de la choza, la vieja volvió a acomodar el techo de paja con su escoba y el doctor Maäsh se movió para que me inclinara y mirara. La úlcera había sido cauterizada limpia y totalmente como si hubiera sido hecho con una varilla de cobre al rojo vivo. Felicité a los dos físicos sinceramente, ya que nunca antes había visto algo parecido. También felicité a Diez por haber soportado esa quemada sin ninguna queja. «Es triste decirlo, pero él no sintió nada —dijo el doctor Maäsh—. El paciente está muerto. Lo hubiéramos podido salvar todavía si usted nos hubiera dicho todo lo referente al binkizaka y evitar la rutina innecesaria de llamar a todos los dioses mayores. —Aun hablando mal el náhuatl, su tono era de crítica agria—. Todos ustedes son iguales cuando necesitan un tratamiento médico, guardan un silencio obstinado acerca de los más importantes síntomas. Insisten en que el físico primero tiene que adivinar la enfermedad y entonces curarla y si no, él no ha ganado su salario». «Estaré muy complacido en pagar todos los salarios, señor doctor —dije también agriamente—. ¿Sería usted tan amable de decirme qué es lo que ha curado?».
En esos momentos fuimos interrumpidos por una mujercita ajada de piel oscura, quien se había deslizado dentro de la choza y tímidamente dijo algo en el lenguaje local. El doctor Maäsh tradujo de mala gana. «Ella ofrece pagar todos los gastos, si usted consiente en venderle el cuerpo en lugar de comérselo, como ustedes los mexica acostumbran a hacer con los esclavos muertos. Ella es… ella era su madre». Yo rechiné los dientes y dije: «Por favor, infórmele que los mexica no hacemos tales cosas, que le devuelvo a su hijo sin cobrarle nada y que sólo siento no poder ofrecérselo vivo». El rostro lleno de angustia de la mujer fue cambiando mientras el físico hablaba. Entonces ella le hizo otra pregunta. «Es nuestra costumbre —tradujo él— enterrar a nuestros muertos junto con la esterilla en la que fallecen. Ella quiere comprarle esa piel maloliente de león de montaña». «Es de ella —dije, y por alguna razón mentí—. Su hijo mató a la bestia». El doctor podría ganar su salario como intérprete, pero nada más, pues le conté toda la historia de cómo había matado al animal, solamente dándole a Diez el lugar de Glotón de Sangre, y haciendo parecer como que Diez había salvado mi vida de un eminente peligro casi a costa de la suya. Al final de la historia el rostro de la mujer brillaba de orgullo maternal.
Claramente se veía que le costaba mucho esfuerzo al disgustado doctor, pero tradujo la última frase de ella. «Ella dice que si su hijo fue tan leal al joven señor, es porque usted es un hombre bueno y digno. Los Macoboö están en deuda con usted para siempre». Entonces, ella dijo algo y cuatro hombres más penetraron en la habitación, probablemente de la misma familia, y se llevaron a Diez sobre la maldita piel de la que ya nunca más se despegaría. Yo salí de la choza después de ellos y me encontré con que mis socios habían estado escuchando por la ventana. Cózcatl estaba lloriqueando, pero Glotón de Sangre me dijo sarcásticamente: «Eso fue muy noble. ¿Pero no se le ha ocurrido, a mi joven señor, que esta llamada expedición comercial está dando más de sí en valor, de lo que ha adquirido todavía?». «Acabamos de adquirir algunos amigos», dije.
Y así fue. La familia Macoboö, que era muy numerosa, insistió en que todos nosotros fuéramos sus invitados durante nuestra estancia en Chiapán y nos prodigaron hospitalidad y adulación. No había cosa que pidiéramos que no se nos fuera dada completamente gratis, como yo había dado al esclavo muerto, devolviéndolo a su familia. Creo que lo primero que pidió Glotón de Sangre, después de un buen baño y de una buena comida, fue a una de las bellas primas; recuerdo que también a mí me ofrecieron una y muy bella, pero después, pues el primer favor que les pedí a los Macoboö fue que me buscaran a una persona de Chiapán que hablara y comprendiera el náhuatl. Y cuando me llevaron a ese hombre, la primera pregunta que le hice fue: «Esos cristales de cuarzo que tiene la Piedra del Sol, ¿no podrían ser utilizados para producir fuego, en lugar de nuestros tediosos aperos?». «Naturalmente —dijo él, sorprendiéndose de que le hiciera una pregunta tan innecesaria—. Nosotros siempre los usamos para eso». «¿Los que están en la Piedra del Sol?». «Oh, no, ésos no. La Piedra del Sol se utiliza sólo para prender los fuegos de los altares ceremoniales y cosas parecidas. O para curar. Quizás usted haya notado que los cristales de la Piedra del Sol son tan grandes como el puño de hombre. Un cuarzo tan claro y de ese tamaño es extremadamente raro y naturalmente los sacerdotes se apropian de éstos y los proclaman sagrados. Sin embargo, simples fragmentos sirven también para prender fuegos, cuando están adecuadamente pulidos y cortados».
Él buscó entre su manto y extrajo de la orilla de su taparrabo un cristal con la misma convexidad de una concha de mar, pero no más grande que la uña del pulgar. «No necesito decirle, joven señor, que esto solamente funciona como instrumento para encender cuando el dios Kakal arroja sus rayos de luz a través de él. Sin embargo, aun en la noche o en un día nublado esto tiene un segundo uso… para ver de cerca cosas pequeñas. Déjeme enseñarle». Utilizando el bordado de la orilla de su manto para ese propósito, él me lo demostró sosteniéndolo a una distancia adecuada entre el objeto y el ojo, yo casi salto de la sorpresa, cuando el diseño del tejido se aumentó tanto, que podía contar cada uno de los hilos coloreados en él. «¿En dónde consiguen estos cristales?», pregunté, tratando de que mi voz no sonara muy ansiosa por adquirirlos. «El cuarzo es una piedra muy común en estas montañas —dijo con franqueza—. En cualquier parte de nuestras tierras todos nos podemos tropezar con un buen puñado de cuarzo, o con un pedacito y lo guardamos hasta que podemos traerlo aquí a Chiapán. Aquí vive la familia Xibalbá y sólo ellos conocen por generaciones el secreto de cómo transformar la piedra en bruto, en estos útiles cristales».
«Oh, no es un secreto muy profundo —dijo el maestro Xibalbá, a quien todos recurrían para ese menester—. No son como los conocimientos en hechicería o profecía. —Mi intérprete nos había presentado y una vez que hubo traducido, el artesano en cristal continuó—: Es solamente cuestión de conocer cómo dar la curvatura apropiada y luego tener la paciencia de afilar y pulir cada cristal con exactitud». Teniendo la esperanza de que mi voz sonara igualmente inexpresiva, dije: «Son cosas muy interesantes y útiles también. Me pregunto si no habrán sido ya vistos y copiados por los artesanos de Tenochtitlan». Mi intérprete me hizo notar que probablemente nunca antes los habían visto, ya que la Piedra del Sol jamás se había exhibido a los ojos de ninguna persona de Tenochtitlan. Después tradujo el comentario del maestro Xibalbá: «Dije, joven señor, que no es un gran secreto hacer cristales. No dije que fuera fácil de imitar. Uno debe saber, por ejemplo, cómo conservar la piedra centrada con precisión para poder afilarla. Mi bisabuelo Xibalbá aprendió el método de la Gente Jaguar, quienes fueron los primeros en vivir aquí en Chiapán».
Dijo eso con orgullo y parecía ser una simple conversación casual acerca de los secretos de su profesión, pero estoy seguro de que nunca antes había revelado esos secretos más que a su propia progenie. Y eso me cayó como anillo al dedo: que los Xibalbá fueran los únicos guardianes de ese conocimiento; que los cristales no fueran fácilmente imitables; que me dejara comprar los suficientes de ellos…
Pretendiendo incertidumbre, dije: «Yo pienso… yo creo… quizás pudiera vender estas cosas como curiosidades en Tenochtitlan o Texcoco. No estoy completamente seguro… pero sí, quizás los escribanos, para una mayor exactitud en los detalles de sus palabras-pintadas…». Los ojos del maestro brillaron traviesos y me preguntó directamente: «¿Cuántos cree usted, joven señor, que pudiera requerir casi con seguridad?». Yo sonreí y dejé caer mi proposición: «Eso depende de cuántos me podría usted proveer y a qué precio». «Usted puede ver aquí toda la cantidad que tengo de material para trabajar en estos momentos».
Se movió hacia una de las paredes de su cuarto de trabajo, que estaba llena de anaqueles desde el piso hasta el techo; en cada tabla, acomodados en nichos de tela de algodón, estaban los cuarzos en bruto. Eran objetos blancos, opacos, distinguiéndose por sus ángulos de seis lados, como eran encontrados en la tierra, y se alineaban a lo largo por tamaños que iban desde la falange de un dedo, hasta el tamaño de una mazorca. «Aquí está lo que he pagado por este material —continuó el artesano, alargándome un papel de corteza lleno de columnas de números y glifos. Estaba sacando la cuenta mentalmente, cuando él dijo—: Con él puedo hacer seis veintenas de cristales, terminados en diferentes tamaños». Le pregunté: «¿Y cuánto tiempo tomaría en hacerlos?». «¿Veinte días?». «¡Veinte días! —exclamé—. ¡Pensé que un solo cristal le llevaría todo ese tiempo!». «Nosotros los Xibalbá hemos tenido cientos de gavillas de años de práctica —dijo—. Y tengo siete hijos aprendices para ayudarme. También tengo cinco hijas, pero por supuesto que ellas tienen prohibido tocar las piedras, no vaya a ser que siendo mujeres las arruinen». «Seis veintenas de cristales —medité, repitiendo su manera provinciana de contar—. ¿Y cuánto me cobraría por ellas?». «Lo que usted ve allí», dijo, indicando el papel de corteza. Perplejo, hablé con el intérprete. «¿No entendí bien? ¿No dijo él que esto era lo que había pagado por todo el material? ¿Por la piedra en bruto?». El intérprete asintió y después a través de él me dirigí al artesano: «Esto no tiene sentido. Aun una vendedora de tortillas pide más por ellas que por lo que pagó por el maíz. Usted no recibe nada de utilidad. Ni siquiera un mes de salario por su trabajo y el de sus siete hijos». Los dos, el intérprete y el artesano sonrieron indulgentes y menearon sus cabezas. «Maestro Xibalbá —persistí—, vine aquí preparado para comerciar, sí, pero no para robar. Le puedo decir honestamente que estoy dispuesto a pagar ocho veces este precio, y sería muy feliz de pagar seis y estaría encantado de pagar cuatro». Me contestó inmediatamente: «Y yo me vería obligado a rehusar». «En el nombre de todos los dioses, suyos y míos, ¿por qué?». «Usted ha probado ser un amigo de los Macoboö. Así es que usted es amigo de todos los chiapa, y nosotros los Xibalbá somos chiapa también. No, no proteste más. Váyase. Disfrute de su estancia entre nosotros. Déjeme volver a trabajar y regrese en un mes por sus cristales».
«¡Entonces nuestra fortuna ya está hecha! —se regocijó Glotón de Sangre, mientras jugaba con una muestra de cristal que me había dado el artesano—. No necesitamos viajar más. ¡Por el gran Huitztli, cuando regresemos, podemos vender estas cosas a cualquier precio que pidamos!». «Sí —dije—. Pero tenemos que esperar un mes y todavía nos quedan otras mercancías para tratar y tengo razones personales para visitar a los maya». Él gruñó: «Aunque estas mujeres de Chiapán son de piel oscura, son fantásticas en comparación con las que encontraremos entre los maya». «Viejo sinvergüenza, ¿no puedes pensar en otra cosa que no sea mujeres?». Cózcatl, quien no pensaba en lo absoluto en mujeres, suplicó: «Sí, continuemos adelante. Hemos venido desde tan lejos para no ver la selva». «También pienso en la comida —dijo Glotón de Sangre—. Estos Macoboö nos han extendido un amplio mantel de comida, que la selva no hará. Además, perdimos a nuestro único cocinero capaz cuando murió Diez». Dije: «Tú y yo seguiremos adelante, Cózcatl. Dejemos que este anciano flojo se quede aquí, si es lo que él desea, y que viva de la fama de su nombre».
Glotón de Sangre gruñó un poco más, pero como yo ya sabía su deseo de viajar era más fuerte que cualquier otro. Pronto se fue al mercado a comprar las cosas que necesitaría para nuestra travesía por la selva. Mientras tanto, yo fui otra vez con el maestro Xibalbá para invitarlo a que tomara de nuestras mercancías aquellas que llamaran su atención, como un anticipo al pago que le haría posteriormente en moneda corriente. Él, otra vez, mencionó su numerosa progenie y estuvo muy contento de seleccionar una cantidad de mantos, taparrabos, blusas y faldas. Ese trueque me dejó a mí también muy satisfecho, ya que esas mercancías eran las más pesadas de cargar. Su selección me dejó a dos esclavos sin carga y no tuve ningún problema en encontrarles comprador entre los chiapa, quienes me pagaron con polvo de oro.
«Visitaremos otra vez al físico —dijo Glotón de Sangre—. Hace mucho tiempo que yo recibí protección contra la mordedura de cualquier serpiente, pero tú y el muchacho todavía no han sido tratados». «Gracias por tus buenas intenciones —dije—. Pero no creo que pudiera confiar en el doctor Maäsh, ni siquiera para tratarme un granito en mi trasero». Él insistió: «Cualquier tonto puede hacer lo necesario, pero sólo un doctor puede tener todos los colmillos necesarios para hacerlo. La selva hierve en serpientes venenosas. Cuando pises una, desearás haber visitado la choza del doctor Maäsh primero. —Y él empezó a contar con sus dedos—: Allí encontraremos a la serpiente barbilla-amarilla, la coralillo, la nauyaka…».
Cózcatl se puso pálido y yo recordé al viejo mercader de Tenochtitlan, contando cómo había sido mordido por una nauyaka y cómo se había tenido que cortar su propia pierna para no morir. Así es que capitulé y Cózcatl y yo fuimos a ver al doctor Maäsh, quien utilizó los colmillos de cada una de las serpientes que Glotón de Sangre había mencionado y de tres o cuatro más. Con cada uno de esos colmillos nos picó la lengua, nada más lo suficiente como para que saliera una gota de sangre. «Hay un poquito de veneno seco en cada uno de estos colmillos —explicó—, esto hará que a los dos les salga una roncha suave. Ésta desaparecerá en unos cuantos días y entonces ustedes quedarán a salvo de la mordedura de cualquier serpiente conocida. Sin embargo, hay otra precaución que se debe tener en cuenta. —Sonrió maliciosamente y dijo—: Desde este momento y para siempre, sus dientes son tan letales como los de cualquier serpiente. Así es que tengan mucho cuidado de a quién muerden».
Así, nosotros dejamos Chiapán tan pronto como nos pudimos escabullir de la insistente hospitalidad de los Macoboö, y especialmente de las dos primas, jurando que pronto regresaríamos y volveríamos a ser sus invitados otra vez. Para continuar hacia el este tuvimos que escalar otra hilera de montañas, sin embargo, para entonces el dios Títitl había restaurado el clima cálido propio de aquellas regiones, así es que nuestra caminata no fue tan dura a pesar de estar muy por encima de los bosques.
Por el otro lado de la montaña, desde las rocas con líquenes de las alturas hasta donde empezaba la línea de los árboles, la bajada era muy pronunciada; después un escarpado descenso entre una floresta de pinos, cedros y enebros. Desde allí, los árboles que me eran familiares empezaron a escasear, pues estaban rodeados por otras clases que nunca antes había visto y todos parecían estar luchando por sus vidas contra las lianas y enredaderas que trepaban y se enredaban alrededor de ellos.
Lo primero que descubrí en la selva, fue que la cortedad de mi vista no era allí un gran inconveniente, ya que las distancias no existían; todo estaba muy cerca entre sí. Extraños árboles contorsionados, plantas verdes de gigantescas hojas, altos y empenachados helechos, monstruosos y esponjados hongos, todos ellos creciendo cerca nos apresaban y nos rodeaban por todas partes, casi sofocándonos. El endoselado del follaje sobre nuestras cabezas era como una nube verde que nos cubría; caminando entre la selva, aun al mediodía, siempre nos encontrábamos dentro de un crepúsculo verde. Cada cosa que crecía, incluso los pétalos de las flores, parecía exudar una humedad caliente y viscosa. Aunque aquélla era la estación seca, el aire en sí era denso, húmedo y pesado para respirar, como una niebla clara. La selva olía a especias, a almizcle, un olor maduro dulzón de raíces: todos los olores del desenfrenado crecimiento de raíces podridas.
Desde las copas de los árboles, sobre nosotros, los monos aulladores y los monos araña chillaban, e incontables variedades de papagayos gritaban indignadas por nuestra intromisión, mientras otros pájaros de inconcebibles colores relampagueaban de un lado a otro como flechas de advertencia. El aire que nos rodeaba estaba lleno de chupamirtos no más grandes que una abeja, y abanicado por revoloteantes mariposas tan grandes como murciélagos. Bajo nuestros pies, en la hierba, se escuchaba un sonido susurrante de criaturas activas o huidizas. Quizás algunas eran serpientes venenosas, pero la mayoría eran criaturas inofensivas: el pequeño lagarto itzam que corre en sus patas traseras; los sapos con dedos prensiles que trepaban los árboles huyendo de nosotros; las iguanas con papadas y crestas multicolores; el lustroso jaleb, quien escapaba sólo un corto trecho y luego volviéndose nos miraba fijamente. Aun los animales más grandes y feos, nativos de esas selvas, temían a los humanos: el pesado tapir, el peludo capybara, el oso hormiguero con sus formidables garras. A menos de que uno pisara dentro de un arroyo sin precaución, encontraría cocodrilos y caimanes acechando, pero aun esas bestias masivas no eran peligrosas.
Nosotros éramos más una amenaza para aquellas criaturas de lo que ellas eran para nosotros. Durante el mes que estuvimos en la selva, las flechas de Glotón de Sangre nos proveyeron de las diversas carnes de jaleb, iguanas, de capybaras y del tapir. ¿Comestibles, mis señores? Ya lo creo. La carne del jaleb no se distingue mucho de la de la zorra; la carne de la iguana es tan blanca y suave como la del cangrejo de río que ustedes llaman langosta; el capybara sabe igual al más tierno conejo y la carne del tapir es muy similar a la de su puerco.
Al único de los animales grandes que teníamos que temer era al jaguar. En aquellas selvas del sur, los gatos son más numerosos que en todas las tierras templadas. Por supuesto, que sólo un jaguar demasiado viejo o demasiado enfermo para cazar una presa más ágil atacaría a un hombre ya desarrollado sin ninguna provocación. Sin embargo, el pequeño Cózcatl podía ser una tentación irresistible, así que nunca lo dejábamos fuera del grupo protector de adultos. Y cuando caminábamos por la selva en una hilera, Glotón de Sangre nos hacía llevar nuestras espadas cortas apuntando hacia arriba, derecho sobre nuestras cabezas, porque la manera favorita de cazar del jaguar de la selva es simplemente descolgarse desde la rama de un árbol y dejarse caer sobre su inadvertida víctima, al pasar por debajo.
Glotón de Sangre había comprado en Chiapán dos cosas para cada uno de nosotros y creo que no hubiéramos podido sobrevivir en la selva sin ellas. Una era una delicada tela mosquitera en la cual nos enrollábamos aun cuando caminábamos durante el día, tan pestilentes eran los insectos voladores; otra, una cama llamada gishe, también conocida por hamaca de cuerdas, que se colgaba entre dos árboles. Era mucho más cómoda que las esterillas o petates, así es que en todos mis viajes siguientes llevé conmigo una gishe y siempre la utilizaba en donde había árboles.
Nuestras camas elevadas nos ponían fuera del alcance de las serpientes y las mosquiteras por lo menos disuadían a los murciélagos chupadores de sangre, a los escorpiones y a otras plagas con algo de iniciativa. Pero nada podía mantener lejos a las más ambiciosas criaturas; por ejemplo, a las hormigas, éstas usaban las cuerdas de nuestras gishes como puentes y hacían túneles bajo nuestras mosquiteras. Si alguna vez quieren saber lo que se siente con la picadura de una hormiga roja, reverendos frailes, sostengan uno de los cristales del maestro Xibalbá entre el sol y su carne.
Sin embargo, había cosas todavía más horrorosas. Una mañana desperté sintiendo que algo oprimía mi pecho, cautelosamente levanté mi cabeza para ver una mano gruesa, peluda y negra yaciendo en él, una mano dos veces más ancha que la mía. «Un mono me está agarrando —pensé somnoliento—, debe de ser de una nueva raza desconocida, más grande que un hombre». Entonces caí en la cuenta de que aquella cosa pesada era una tarántula «come-pájaro» y que sólo había un delgado mosquitero entre mi carne y sus mandíbulas segadoras. En ninguna otra mañana de mi vida me levanté con tanto celo, aventando el mosquitero y corriendo más allá de las cenizas del fuego del campamento, todo a la vez y gritando de tal manera que puse en pie a todos los demás, casi con tanta urgencia.
Debo decir, también, que no todo en la selva es feo, amenazante o pestilente. Para un viajero que toma razonables medidas de precaución, la selva puede ser hospitalaria y bella a la vez. La caza es fácil para tener carne comestible; muchas de las plantas son muy nutritivas; incluso algunos de los hongos parduscos que crecen allí son deliciosos. Hay en la selva una rama de liana muy gruesa que parece tan costrosa y seca como el barro cocido, pero si se corta un pedazo tan largo como un brazo, se puede ver que adentro es tan porosa como un panal de abejas, y si se pone por encima de la cabeza escurrirá una generosa bebida, tan fresca, dulce y fría como el agua. En cuanto a la belleza que la selva encierra, no puedo describir las flores tan brillantes que vi allí, solamente puedo decir que de miles y miles que había, no recuerdo dos similares en forma y color.
Los pájaros más hermosos que vimos eran de las numerosas variedades del quétzal, de vívidos colores y crestas y plumajes diferentes. Pero sólo dos o tres veces vislumbramos el más primoroso de todos los pájaros, el quétzal tótotl: el único con una cola de plumaje esmeralda tan larga como las piernas de un hombre. Ese magnífico pájaro está tan orgulloso de su plumaje como cualquier noble que use sus plumas más tarde. O por lo menos eso me dijo una muchacha maya llamada Ix Ikoki. Me explicó que el quétzal tótotl hace su nido en forma globular y que éste es único entre los demás pájaros, porque tiene dos agujeros de entrada. Así el pájaro puede entrar por uno y salir a través del otro sin tener que dar la vuelta por dentro y correr el riesgo de romper una de las espléndidas plumas de su cola. También me dijo Ikoki, que el quétzal tótotl come solamente pequeños frutos que arranca de los árboles al pasar volando y los come mientras vuela en lugar de pararse cómodamente en una rama de árbol, para asegurarse que el jugo no gotee ni manche sus plumas colgantes.
Ya que mencioné a la muchacha Ix Ikoki, debo decir también, que en mi opinión ni ella ni ningún otro ser humano de los que vivían allí, añadió ninguna belleza apreciable a la selva de aquellas tierras.
De acuerdo con todas las leyendas, los maya una vez tuvieron una civilización poderosa, rica y resplandeciente, a la que nosotros los mexica jamás nos hemos aproximado, y las ruinas vivientes de lo que fueron una vez sus ciudades, nos dan una poderosa evidencia para sostener tales leyendas. Es evidente, también, que los maya aprendieron todas sus artes y oficios directamente de los incomparables tolteca, antes de que esos magníficos artesanos desaparecieran. Por un lado, los maya tuvieron muchos de los mismos dioses de los tolteca, los mismos que nosotros los mexica nos apropiaríamos más tarde. Al benevolente Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl, ellos lo llaman Kukulkán. El dios de la lluvia a quien nosotros llamamos Tláloc, ellos lo llaman Chak.
En ese viaje y en los sucesivos, he visto lo que queda de las muchas ciudades maya y nadie puede negar que debieron de haber sido magníficas en su principio. En sus plazas vacías y en sus patios, todavía se pueden ver estatuas admirables, tallados paneles de piedra, fachadas ricamente ornamentadas e incluso pinturas en las que los vívidos colores no se han despintado a través de gavillas sobre gavillas de años, desde que fueron pintadas por primera vez. Yo, particularmente, me di cuenta de un detalle en los edificios maya —las aberturas de las puertas están rematadas graciosamente en forma piramidal— lo que nuestros modernos arquitectos todavía no han podido hacer o quizás nunca han podido imitar.
Les llevó a los arquitectos, artistas y artesanos maya, muchas generaciones, cuidadoso trabajo y amor para construir y embellecer aquellas ciudades. Pero ahora están vacías, abandonadas y olvidadas. No hay trazas de que alguna vez hayan sido sitiadas por ejércitos enemigos, o que hayan sufrido algunos de los más insignificantes desastres de la naturaleza; a pesar de eso, sus habitantes, que se contaban por millares, las abandonaron por alguna razón. Y los descendientes de aquellos habitantes son ahora tan ignorantes y tan despegados de su historia que no pueden decir, ni siquiera aventurar una opinión plausible, del porqué sus ancestros evacuaron aquellas ciudades, mientras que a la selva se le está permitido reclamarlas y destruirlas. En esos días los maya no podían decir por qué ellos, que habían heredado toda esa grandeza, vivían resignadamente en aldeas de chozas de paja a la vera de las ciudades fantasma.
Los dominios vastos y unificados de los maya, formalmente regidos desde su ciudad capital llamada Mayapán, han venido a ser divididos geográficamente de norte a sur. Para entonces, mis compañeros y yo estábamos viajando por la parte más importante: la lujuriosa selva del país llamado Tamoán Chan, La Tierra de las Tinieblas, cuyas extensiones sin límites corrían hacia el este desde las fronteras del territorio de los chiapa. Hacia el norte, por donde viajé en otra ocasión, se extiende la gran península a lo largo del océano del norte, el lugar en donde sus exploradores españoles tocaron tierra por primera vez. Yo hubiera pensado que después de echar una mirada a esas tierras infecundas e inhospitalarias, ellos debieron haber vuelto a España, para no regresar aquí jamás. Pero en lugar de eso, le dieron a aquella tierra un nombre todavía más absurdo que el de Cuernos de Vaca por Quaunáhuac o el de Tortilla por lo que debía ser Texcala. Cuando aquellos primeros españoles tocaron tierra y preguntaron: «¿Cómo se llama este lugar?», los habitantes, que nunca antes habían oído hablar castellano, naturalmente replicaron: «Yectetán», que quiere decir solamente: «No entiendo». De ahí sacaron esos exploradores el nombre de Yucatán y supongo que la península será llamada así para siempre. Pero no debería reír, ya que el nombre que los maya le dieron a esa tierra: Uluümil Kutz o Tierra de Plenitud, era igual de ridículo o quizás irónico, pues la mayor parte de esa península es desgraciadamente infértil e inhóspita.
Así como dividieron su tierra, los maya ya no son un solo pueblo regido por un solo gobernante. Ellos se han fraccionado dentro de una profusión de tribus teniendo a la cabeza despreciables caciques y todos ellos son insolentes y discordes. La mayoría de los maya están tan desanimados y sumidos en letargo que viven en lo que sus ancestros debían de haber considerado como una repugnante inmundicia. Y todavía, cada una de esas tribus insignificantes, pretende ser la única y verdadera descendiente de la gran raza maya. Personalmente creo que los antiguos maya desconocerían toda relación con cualquiera de ellos.
Esos zafios ni siquiera pueden decir los nombres de lo que fueron las grandes ciudades de sus ancestros, sino que las llaman como les da la gana. Una de esas ciudades, que ahora está casi ahogada por el crecimiento de la selva, todavía muestra una pirámide que se levanta hacia el cielo, un palacio con torreones y numerosos templos, pero sin ninguna imaginación ellos la llaman por Palemké, la palabra maya para denominar cualquier «lugar santo». En otra ciudad abandonada, las galerías que todavía no han sido invadidas por raíces y lianas destructivas, muestran en sus paredes murales diestramente pintados con escenas de guerreros en plena batalla, ceremonias cortesanas y cosas parecidas. Cuando les pregunté a los descendientes de esos guerreros y cortesanos qué sabían del lugar, se encogieron de hombros con indiferencia, llamándolo por Bonampak, que sólo quiere decir: «paredes pintadas».
Uluümil Kutz es una ciudad casi destruida por la erosión y muy bien podría haber sido conocida por El Lugar en Donde el Hombre Creó Belleza, por la arquitectura intrincada y todavía delicada de muchos de sus edificios, sin embargo, es solamente llamada Uxmal, que significa «tres edificios». Otra ciudad que está situada magníficamente en lo alto de una colina, mirando hacia un ancho río, en lo profundo de la selva, tiene las ruinas o cimientos de por lo menos cien grandes edificios construidos con trozos de cantera verde, que yo conté y creo que ha de haber sido el más majestuoso de todos los centros antiguos maya. Sin embargo, los campesinos que viven ahora en sus alrededores lo conocen por Yaxchilán, que quiere decir que es un lugar en donde hay algunas «piedras verdes».
Oh, debo de reconocer que algunas tribus, como la notable de los xíu al norte de la península y los tzotxil de las selvas del sur, todavía manifiestan alguna inteligencia y vitalidad y se preocupan por su perdida herencia. Reconocen clases de acuerdo al nacimiento y condición social: noble, clase media, clase baja y esclavos. Todavía mantienen algunas de las artes de sus antepasados; sus sabios saben medicina y cirugía, aritmética y astronomía y llevan un calendario. Cuidadosamente preservan los incontables libros escritos por sus predecesores, aunque el hecho de que ellos conozcan tan poco de su propia historia me hace dudar de que aun sus sacerdotes mejor educados puedan leer esos libros o se tomen la molestia de hacerlo.
Sin embargo, también los antiguos maya, civilizados y cultos, observaban algunas costumbres que nosotros los modernos debemos considerar muy extravagantes y es una lástima que sus descendientes hayan escogido perpetuar esas excentricidades mientras dejan a un lado acciones mucho más dignas. Para un forastero como yo, lo más notablemente grotesco es lo que los maya consideran como bello, dentro de su propia apariencia.
Por la evidencia de las antiguas tallas y pinturas, los maya siempre tuvieron narices de pico de halcón y puntiagudas barbillas, y por siempre se empeñaron en aumentar esa semblanza con las aves de presa. Lo que quiero decir es que, tanto los antiguos maya como los actuales, han deformado a sus hijos desde el nacimiento. Una tabla lisa es puesta sobre la frente del recién nacido y dejada allí durante toda la infancia. Cuando al fin se le quita, el niño tiene una frente tan puntiaguda como su barbilla, y eso hace que la prominencia natural de su nariz parezca más como un pico. Y eso no es todo. Un niño o una niña maya pueden ir desnudos hasta una edad en que su desnudez es positivamente indecente. Sin embargo, aunque desnudos, ellos siempre llevarán unas bolitas de arcilla o resina suspendidas por un cordón que llevan alrededor de la cabeza, de tal manera que cuelguen directamente entre los ojos. Esto es con la intención de que el niño crezca bizco, lo cual, los maya de todas las tierras y clases juzgan como otro rasgo de gran belleza. Algunos hombres y mujeres maya son tan bizcos que pienso que si no fuera porque tienen de por medio su nariz ganchuda, los ojos se les juntarían. Ya he dicho que hay muchas cosas bellas en las selvas del país de Tamoán Chan, pero no incluiría a la población humana entre ellas.
Probablemente hubiera ignorado a todas esas mujeres con cara de halcón si no hubiera sido porque, en la primera aldea que pasamos la noche y eso fue entre los limpios tzotxil, una muchacha parecía mirarme con determinación anhelante y yo deduje que ella se había sentido herida de pasión por mí a primera vista. Así es que ni corto ni perezoso me presenté a ella con mi último nombre: Nube Oscura que en su lenguaje es Ek Muyal y ella me confió tímidamente que se llamaba Ix Ikoki o sea Estrella del Atardecer. No fue sino hasta que estuve bastante cerca de ella, que me di cuenta de que era excesivamente bizca, por lo que llegué a la conclusión de que no me había estado viendo en absoluto. Incluso en ese momento en que estábamos cara a cara, podría haber estado mirando al árbol de detrás mío, o a sus propios pies desnudos, o quizás a los dos al mismo tiempo, nunca lo pude determinar.
Eso me desconcertó de alguna manera, pero la curiosidad me impelió a persuadir a Ix Ikoki para que pasara la noche conmigo. Y con esto no quiero decir que estuviera encendido por una curiosidad lasciva, acerca de que una muchacha bizca pudiera ser interesantemente peculiar en otros de sus órganos. Simplemente fue que por algún tiempo me había estado preguntando cómo se podría copular, con cualquier mujer o cómo sería el acto realizado en una hamaca. Tengo el gusto de comunicarles que no sólo lo encontré factible sino también delicioso, como si lo hiciera en el aire, en una libertad sin restricciones, profunda como el agua. En verdad, me sentí tan transportado que no me di cuenta, sino hasta que descansamos consumidos y sudorosos uno junto al otro en el vaivén de la gishe, que había dado varias mordidas de amor a Ix Ikoki y por lo menos una de ellas tenía una gota de sangre.
Por supuesto que eso me hizo recordar las palabras de advertencia del doctor Maäsh, después de habernos administrado el tratamiento contra las mordeduras de serpientes y no pude pegar un ojo en toda la noche, sufriendo la agonía de la aprensión. Estuve esperando que Ix Ikoki cayera en convulsiones o poco a poco se fuera poniendo tiesa y fría a mi lado, y me preguntaba cuál sería el terrible castigo que los tzotxil daban a los asesinos de sus mujeres. Sin embargo, Ix Ikoki no hizo otra cosa más alarmante que roncar toda la noche por su gran nariz, y a la mañana siguiente se sentó con ligereza a la orilla de la hamaca, con sus ojos bizcos radiantes.
Naturalmente que estaba muy contento de no haber matado a la muchacha, pero también ese hecho me perturbó y me llenó de ira. Si el viejo chapucero del doctor-de-pulso, quien nos dijo que desde aquel momento nuestros dientes estaban llenos de veneno, sólo estaba repitiendo una más de las estúpidas supersticiones de su pueblo, quería decir que era seguro que Cózcatl y yo no estábamos protegidos contra el indudable veneno de las serpientes, o que Glotón de Sangre jamás lo estuvo. Así es que advertí a mis socios y desde entonces pusimos más precaución al ver en dónde poníamos nuestros pies y manos cuando regresamos otra vez a través de la selva.
Poco después fui a ver a otro físico, pero de la clase que había deseado por tanto tiempo y que desde tan lejos había ido a ver: uno de esos doctores maya famosos por su habilidad en tratar las dolencias de los ojos. Su nombre era Ah Chel y era de la tribu de los tzotxil, y tzotxil quiere decir Gente Murciélago, lo que tomé por un buen augurio ya que los murciélagos son las criaturas que pueden ver mejor en la oscuridad. El doctor Ah Chel tenía otras dos cualidades que me lo hacían más recomendable: hablaba fluidamente el náhuatl y no era bizco. Creo que no hubiera tenido mucha confianza en un doctor bizco.
No se puso a oír mi pulso o a llamar a algún dios o a utilizar algún otro tipo místico de diagnóstico. Empezó con toda franqueza a ponerme unas gotas del jugo de la hierba camopalxíhuitl en mis ojos, para engrandecer mis pupilas y así poder ver adentro de ellas. Mientras esperábamos que la droga surtiera efecto, me puse a platicar, quizá por el ansia de mi propio nerviosismo, y le conté acerca del doctor Maäsh y las circunstancias de la enfermedad y la muerte de Diez. «La fiebre del conejo —dijo el doctor Ah Chel, asintiendo—. Deben estar muy contentos de que ninguno de ustedes contrajo también esa enfermedad del conejo. La fiebre no mata por sí misma, pero debilita tanto a la víctima que ésta sucumbe por contraer otra enfermedad, una que hace que se le llenen los pulmones de un líquido espeso. Pudiera ser que su esclavo todavía estuviera vivo, si usted lo hubiera bajado de las alturas a un lugar en donde hubiera podido respirar un aire más pesado y rico. Bien, ahora déjeme verlo».
Él utilizó un cristal exactamente igual a los del maestro Xibalbá y sin duda hecho por aquel gran artesano. Lo acercó a cada uno de mis ojos mirando con atención, después se echó para atrás y dijo llanamente: «Joven Ek Muyal, usted no tiene nada que aflija a sus ojos». «¿Nada?», exclamé. Y me pregunté que si después de todo, Ah Chel era tan charlatán como Maäsh. Entre dientes le dije: «No hay nada malo en mis ojos, excepto que no puedo ver más allá de lo largo de mi brazo. ¿Y a eso es a lo que usted le llama nada?». «Lo que quiero decir es que usted no tiene ninguna enfermedad o perturbación en su visión que yo o cualquier otro doctor pudiera tratar». Eché una de las maldiciones de Glotón de Sangre, con la esperanza de que eso hiciera que el gran dios Huitzilopochtli pateara sus partes privadas. Ah Chel me hizo un gesto para que le acabara de escuchar. «Usted ve las cosas borrosas por la forma de sus ojos y esto es de nacimiento. Esa forma poco común del globo del ojo distorsiona la visión precisamente como lo hace esta pieza de cuarzo poco común. Sostenga este cristal cerca entre su ojo y una flor y usted ve bien la flor, pero sostenga el cristal entre su ojo y un jardín distante y solamente verá un manchón de colores». Yo dije afligido: «¿Entonces no hay medicina para esto, ni operación…?». «Lamento decirle que no. Si usted tuviera la ceguera de la enfermedad provocada por la mosca negra, sí, yo podría lavar sus ojos con medicamentos. Si estuviera afligido de lo que nosotros llamamos la cortina blanca, sí, yo podría cortarla y darle mejor visión, aunque no perfecta. Pero no existe ninguna operación que haga que el globo del ojo sea más pequeño, no sin destruirlo totalmente. Nosotros nunca llegaremos a conocer un remedio para su condición, al igual que ningún hombre conocerá el secreto del lugar en donde los cocodrilos viejos van a morir». Sintiéndome todavía más miserable, murmuré: «¿Entonces debo vivir todo el resto de mi vida en niebla, cegato como un topo?». «Bien —dijo él, sin simpatizar con mi autocompasión—. Usted también puede vivir dándole gracias a los dioses por no estar completamente ciego por la cortina o por las moscas o por cualquier otra causa. Usted verá a muchos que lo están. —Él hizo una pausa y luego me hizo notar—: Ellos nunca lo verán a usted».
Quedé tan deprimido por el veredicto del físico que pasé el resto del tiempo en Tamoán Chan de un humor negro y temo que no fui muy buena compañía para mis socios. Cuando un guía de la tribu de los pokomán, de la lejana selva sur, nos mostró los maravillosos lagos de Tziskao, los miré tan fríamente como si el dios de la lluvia maya, Chak, los hubiera creado sólo para afrentarme personalmente. Esos lagos son aproximadamente sesenta cuerpos diferentes de agua, que no están conectados unos con otros por corrientes y no tienen ninguna visible que los provea, aunque nunca disminuyen de agua en la estación seca, ni se desbordan en la estación de lluvias. Pero lo verdaderamente notable acerca de ellos es que ni siquiera dos de sus cuencas son del mismo color.
Desde la altitud en donde estábamos mirando seis o siete de esas cuencas, nuestro guía, apuntando hacia ellas, dijo con orgullo: «¡Contemple usted, joven viajero Ek Muyal! Aquélla es de un azul-verde oscuro; esa otra, de color turquesa; aquélla, verde brillante como una esmeralda; la de allí, verde oscuro como el jade, y ésa, azul pálido como el cielo en invierno…». Yo gruñí: «Pueden ser rojas como la sangre, por lo que a mí respecta». Y por supuesto esto no era realmente la verdad. La verdad era que yo estaba viendo todo y a todos a través de mi negro desaliento.
Por un tiempo muy breve, acaricié una idea optimista tratando algunos experimentos con el cristal del maestro Xibalbá. Sabía que era para ver cosas de cerca, más de cerca y claramente, pero aun así traté de todas formas, sosteniéndolo cerca de mi ojo, a la distancia de un brazo mientras miraba unos árboles distantes, luego poniéndolo cerca de las ramitas de un arbusto y retrocediendo hasta que difícilmente podía ver el mismo cristal. De nada sirvió. Cuando lo apuntaba hacia las cosas a la distancia de una mano, el cuarzo hacía que todo se viera indistinto más de lo que lo veían mis ojos sin ayuda. Y esos experimentos me deprimieron todavía más.
Aun con los compradores maya estuve irritado y taciturno, pero afortunadamente había tanta demanda por nuestras mercancías que mi conducta desagradable fue tolerada. Bruscamente rehusé el canje de sus pieles de jaguar, ocelotes y otros animales, y las plumas de guacamaya, de tucán y de otros pájaros. Lo que yo quería era polvo de oro o moneda corriente, pero esas cosas casi no circulaban en aquellas tierras incivilizadas. Así es que les dejé saber que canjearía nuestras mercancías: telas, vestidos, joyería y chucherías, medicinas y cosméticos, solamente por plumas de quétzal tótotl.
Debo hacer notar que, en teoría, cualquier cazador que adquiera esas plumas verde-esmeralda del largo de una pierna estaba obligado, bajo pena de muerte, a presentarse inmediatamente al cacique de la tribu, quien las utilizaría ya sea como adorno o como moneda corriente en sus tratos con otros caciques maya y los más poderosos gobernantes de otras naciones. Pero en la práctica, creo que no tengo mucha necesidad de decirles que los cazadores daban a sus caciques sólo unas pocas de esas raras plumas y guardaban para sí la mayor parte de ellas, para su enriquecimiento. Ya que yo rehusé tratos que no fueran más que con plumas de quétzal tótotl, los clientes ofrecieron sus pieles y otras cosas entre sus propios compañeros, haciendo apresurados tratos… y yo obtuve las plumas del quétzal tótotl.
Conforme fuimos canjeando nuestras mercancías, fui vendiendo los esclavos que las cargaban. En esa tierra de débiles, ni siquiera los nobles tenían mucho trabajo para los esclavos y pagaban poco por ellos. Sin embargo, cada cacique tribal estaba ansioso de vanagloriarse de su superioridad sobre los otros rivales y tener más esclavos, aunque más bien fueran una carga para su despensa, eso constituía un legítimo lujo del que se podían envanecer. Así es que, en muy buen polvo de oro vendí nuestros diferentes esclavos en una forma imparcial, dos por jefe, a los caciques de los tzotxil, quiché y tzeltal y solamente nos acompañaron de regreso a la tierra de los chiapa los dos que nos quedaron. Uno cargaba el gran bulto, aunque ligero, de las plumas de quétzal tótotl, y la carga del otro consistía en aquellas mercancías que todavía no habíamos vendido.
Como lo había prometido, el artesano Xibalbá había terminado los cristales que estaban listos cuando regresé a Chiapán —ciento veintisiete de ellos, en varios tamaños—, y gracias a que había vendido los esclavos, pude pagarle en polvo de oro como le había prometido.
Mientras él envolvía cada cristal por separado, cuidadosamente, y luego los acomodaba todos juntos en una tela haciendo un solo paquete, yo le dije por medio del intérprete: «Maestro Xibalbá, estos cristales hacen que un objeto se vea más grande. ¿Alguna vez ha inventado usted cristales que hagan que las cosas se vean más pequeñas?». «Oh, sí —dijo sonriendo—. Hasta mi bisabuelo trató de hacer algunas otras cosas aparte de los cristales para encender fuego. Todos lo hemos hecho. Yo también, sólo por diversión».
Le platiqué cuán limitada era mi visión y añadí: «Un doctor maya me dijo que mis ojos estaban formados de tal manera que parecía que siempre estaba mirando a través de uno de esos cristales de aumento. Yo me pregunto si podría encontrar una cosa como cristal reducido y si al mirar a través de él…». Él me miró con interés, se frotó la barbilla, dijo «hum» y se fue a su cuarto de trabajo que estaba atrás de la casa. Regresó trayendo un cajón de madera con varios departamentos pequeños y en cada uno de ellos había un cristal. Ninguno de ellos era como el cristal simétricamente convexo como una concha de mar; todos ellos eran de diferentes formas, incluso algunos eran pirámides en miniatura. «Guardo esto sólo como una curiosidad —dijo el artesano—. No tienen ningún uso práctico, pero algunos de ellos tienen raras características. Éste por ejemplo. —Él levantó un pedacito con tres lados planos—. Éste no es un cuarzo, sino una clase de piedra caliza transparente, lo crea o no. Y yo no corté ni pulí esta piedra, sus partes son planas por naturaleza. Sosténgala más allá en el sol, y vea la luz que arroja en su mano». Así lo hice, esperando a medias un dolor causado por una quemada. En lugar de eso exclamé: «¡La neblina de joyas de agua!». La luz del sol al pasar por el cristal hacia mi mano se transformaba; era una banda de colores, partiendo desde el rojo oscuro en un extremo, hasta el amarillo, el verde, el azul y el púrpura profundo; un pequeño simulacro del arco coloreado que surge en el cielo después de la lluvia. «Pero usted no anda buscando cosas para jugar —dijo el hombre—. Usted quiere un cristal de disminución. Aquí está». Y él me dio una pieza redonda que no tenía su superficie convexa sino cóncava; lo que quiere decir que se veía como si tuviera dos platos juntos pegados en el fondo.
Yo lo sostuve sobre la orilla bordada de mi manto y el diseño se encogió a la mitad de su tamaño. Levanté mi cabeza todavía deteniendo el cristal enfrente de mí y miré al artesano. Las facciones del hombre, que habían estado borrosas antes, de repente tuvieron forma y se pudieron distinguir, pero su rostro era tan pequeño que parecía como si él se hubiera alejado de mí, como si estuviera en la plaza. «Es maravilloso —dije temblando. Dejé el cristal y me froté el ojo—. Puedo verle… pero muy lejos». «Ah, entonces su disminución es demasiado poderosa. Ellos tienen diferentes grados de intensidad. Trate éste». Aquél era cóncavo sólo por un lado; la otra cara era perfectamente plana. Lo levanté con precaución… «Puedo ver —dije y lo hice como una plegaria de gratitud hacia el más benéfico de los dioses—. Puedo ver de cerca y de lejos. Hay manchas y ondulaciones, pero todo lo demás es claro y distinto como cuando era un niño. Maestro Xibalbá, usted ha hecho algo que los célebres doctores maya admiten que no pueden hacer. ¡Usted ha hecho que vea otra vez!». «Y durante todas esas gavillas de años… nosotros pensamos que estas cosas eran inservibles… —murmuró muy asombrado consigo mismo. Después habló alegremente—. Así es que se necesita un cristal con una superficie plana y con una curva en su interior. Pero usted no puede ir alrededor, sosteniendo siempre esa cosa lejos, enfrente de usted así. Eso sería como si estuviera atisbando por el agujero de un canuto. Trate de acercarlo lo más posible a su ojo». Así lo hice y grité y me disculpé diciendo: «Pensé que mi ojo se salía de su cuenca». «Todavía muy poderoso. Debe ser rebajado. Pero hay manchas y ondulaciones según dice usted. Así es que debo buscar una piedra más perfecta y sin los defectos del más fino cuarzo. —Sonrió y se frotó las manos—. Usted me ha puesto la primera tarea nueva que los Xibalbá han tenido por generaciones. Regrese mañana».
Me consumía por la excitación y la espera, pero no dije nada a mis compañeros, en caso de que ese experimento lleno de esperanza terminara en la nada. Tanto ellos como yo volvimos a residir con los Macoboö para nuestra gran comodidad y para el regocijo de las dos primas y esta vez nos quedamos seis o siete días. Yo sostuve que todos necesitábamos un buen reposo antes de emprender la larga jornada de regreso y Cózcatl y Glotón de Sangre no pusieron objeciones. Mi verdadera razón era que estaba visitando varias veces al día al maestro Xibalbá, mientras él trabajaba sobre el cristal más escrupulosamente exacto, haciendo una labor que nunca antes le había sido pedida por nadie. Había conseguido un pedazo de topacio claro y maravilloso, que estaba empezando a graduar dándole la forma de un disco plano a una circunferencia, que cubría mi ojo desde la ceja hasta la mejilla. El cristal quedaba plano en la parte de afuera, pero en su parte cóncava interior precisaba de cierto espesor y curvatura que solamente podía determinar experimentando sobre mi visión, para irlo graduando lentamente. «Puedo irlo adelgazando y haciendo mayor la curvatura del arco, poco a poco —dijo él—, hasta que acertemos con el poder exacto de reducción que usted requiere. Pero necesitaremos saberlo con precisión, si corto demasiado se arruina».
Así es que estuve yendo a las pruebas y cuando uno de mis ojos se puso rojo por el esfuerzo cambié al otro y luego otra vez al primero. Finalmente, para mi indecible regocijo, llegó el día, y el momento de ese día, en que pude sostener el cristal en cualquiera de mis dos ojos y ver perfectamente. Todo en el mundo era ya claro y bien delineado, desde un libro sostenido para leer hasta los árboles de las montañas más allá del horizonte de la ciudad. Estaba extasiado y el maestro Xibalbá se sentía casi igual, lleno de orgullo por su creación sin precedentes.
Le dio al cristal una pulida final con una pasta húmeda de cierta clase de arcilla roja, muy fina. Después alisó la orilla del cristal y lo montó sobre un fuerte anillo de cobre forjado para sostenerlo con seguridad. Este anillo tenía un mango corto con el cual podía sostenerlo enfrente de cada uno de mis ojos y el mango estaba atado a una correa de piel tan larga que podía tenerla siempre alrededor de mi cuello, listo para usarse y asegurado para no perderse. Cuando el instrumento estuvo terminado lo llevé a casa de los Macoboö, pero no se lo enseñé a nadie sino que esperé una oportunidad para sorprender a Glotón de Sangre y a Cózcatl.
A la caída del crepúsculo, nos sentamos en el atrio con nuestros anfitriones, la madre del difunto Diez y algunos otros miembros de la familia, siendo todos los hombres maduros fumábamos después de nuestra comida de la tarde. Los chiapa no fuman poquíetl, en lugar de eso ellos usan una jarra de arcilla a la que se le hacen varios agujeros; luego la rellenan con picíetl y hierbas olorosas acomodándolas para ser fumadas; después cada uno de los participantes inserta en cada hoyo de la jarra una larga caña hueca y toda la comunidad goza fumando.
«Allá viene un muchacha muy bonita», murmuró Glotón de Sangre apuntando con su caña hacia la calle. Lo único que podía vislumbrar a la distancia era algo pálido que se movía en la oscuridad, sin embargo dije: «Pídeme que la describa». «¿Eh? —gruñó el viejo guerrero levantando sus cejas, y usando sarcásticamente mi apodo formal me dijo—: Bien, Perdido en Niebla, descríbela… como tú la ves». Puse mi cristal en el ojo izquierdo y vi a la muchacha claramente a pesar de la escasa luz. Con entusiasmo, como si hubiera sido un tratante de esclavos en su puesto, enumeré todos los detalles físicos de su cuerpo… el color de su piel, lo largo de sus trenzas, cómo eran sus pies desnudos, las facciones regulares de su rostro, que en verdad era muy bonito. Añadí que el bordado de su blusa era de los llamados diseños de cerámica. «También lleva —concluí—, un fino velo sobre su pelo en donde han quedado atrapados unos cuantos kukaji, cocuyos. Un adorno muy atractivo». Después solté la carcajada al ver las expresiones de las caras de mis socios.
Como nada más podía utilizar un solo ojo al mismo tiempo, había cierto apocamiento, una carencia de extensión en todo lo que veía. A pesar de ello, pude otra vez ver casi todo tan claramente como cuando era un niño y eso era suficiente para mí. Debí haber mencionado que el topacio era de un color amarillo pálido; cuando veía a través de él, todo parecía estar iluminado por el sol, aun en los días grises, es por eso que quizá yo vi al Mundo mucho más hermoso de lo que otros lo vieron. Sin embargo pude descubrir al mirar un espejo de téxcatl, que el uso de mi cristal no me hacía verme muy hermoso, ya que el ojo que lo cubría se veía más chico que el otro. También, como a mí era más fácil sostener el cristal con mi mano izquierda mientras tenía ocupada la derecha, por un tiempo sufrí de jaquecas. Pronto aprendí a sostenerlo alternativamente en los dos ojos y esa molestia desapareció.
Comprendo, reverendos escribanos, que deben de estar aburridos de mi cháchara entusiasta acerca de este instrumento que para ustedes no es ninguna novedad. Nunca había visto un invento como ése hasta muchos años después, cuando tuve mi primer encuentro con los primeros españoles que llegaron. Uno de los frailes capellanes que desembarcaron con el Capitán General Cortés llevaba dos de esos cristales, uno en cada ojo, sostenidos por un cordón de piel atado alrededor de su cabeza.
Pero, para mí y para el artesano en cristales, mi topacio fue una invención nunca vista antes. De hecho, él rehusó todo pago por su trabajo y aun por el topacio, que debió de ser muy costoso. Insistió en que se sentía bien pagado por el simple orgullo de haber hecho una cosa, que aun los maestros artesanos de la Gente Jaguar jamás soñaron. Así es que en vista de que no quiso aceptar nada de mí, dejé con la familia Macoboö, para que se las entregaran, una cantidad de plumas de quétzal tótotl suficiente como para hacer que el maestro Xibalbá fuera probablemente uno de los hombres más ricos en Chiapán, pues yo sentía que él merecía serlo.
Aquella noche, miré las estrellas.
Como había estado por tanto tiempo deprimido, de pronto y muy comprensiblemente me sentía muy feliz, así es que les dije a mis socios: «Ahora que puedo ver, ¡me gustaría contemplar el océano!». Y estuvieron tan contentos con mi cambio de temperamento, que no pusieron ninguna objeción y pronto dejamos Chiapán yendo hacia el sur y luego hacia el este, aunque tuvimos que volver a atravesar gran cantidad de montañas, en las que había varios volcanes en movimiento. Sin embargo, salimos de esa sierra sin ningún incidente y llegamos a la orilla del mar, en las Tierras Calientes, habitadas por la Gente Mame. A esa región llana se la conoce por Xoconochco y los mame se dedican a trabajar en la producción de algodón y sal, que comercian con otras naciones. El algodón crece en una tierra ancha y fértil que queda entre las montañas rocosas y las playas arenosas. En aquel tiempo estábamos en invierno y por eso no había nada distintivo en esos campos, pero volví a visitar Xoconochco en la estación caliente, cuando las motas de algodón son tan grandes y profusas que las ramas verdes que las sostienen desaparecen de la vista; todo el campo parece blanqueado por una pesada nieve, a pesar de que caían bajo el peso del calor agobiante del sol.
La sal se recoge cada año, construyendo diques en las partes poco profundas de las lagunas a lo largo de la costa y dejando secar sus aguas para después cerner la sal de la arena. Como aquélla es tan blanca como la nieve, es muy fácil de distinguir en la arena, pues todas las playas del Xoconochco son de un color negro opaco; están formadas por el cascajo, el polvo y las cenizas de los volcanes que se encuentran tierra adentro. La espuma de las rompientes del mar del sur tampoco es blanca, sino que se ve de un color gris sucio ocasionado por las arenas oscuras siempre en movimiento.
Como la cosecha de algodón y la recolección de la sal son dos faenas muy fatigosas, los mame estuvieron muy contentos de pagarnos un buen precio, en polvo de oro, por los dos últimos esclavos que nos acompañaban, y también nos compraron las últimas mercancías que nos quedaban. Así, tanto Cózcatl, Glotón de Sangre y yo nos quedamos sin carga, solamente con nuestros bultos de viaje, un pequeño fardo de cristales para encender lumbre y un fardo voluminoso pero ligero de plumas que podíamos cargar sin ayuda. De regreso a casa, ya no nos molestaron más bandidos, quizás porque no parecíamos ser una caravana de mercaderes o quizás porque todos los que existían habían oído acerca de nuestro primer encuentro, cuando pasamos por allí.
Nuestra ruta al noroeste fue fácil a todo lo largo de la costa, por tierras llanas todo el camino, teniendo a nuestra izquierda lagunas tranquilas o un mar murmurante, y a nuestra derecha las altas montañas. El clima era tan agradable que sólo buscamos refugio en dos aldeas: Pijijía entre la Gente Mame y Tonalá entre la Gente Mixe, y solamente para darnos el lujo de tomar un baño de agua fresca y gozar de las delicias que el mar local nos ofrecía: huevos crudos de tortuga y carne cocida de ese mismo animal, camarones cocidos, toda clase de mariscos cocidos o crudos, y aun filetes asados de un pez llamado yeyemichi, que nos dijeron que era el más grande del mundo y puedo decir que es uno de los más sabrosos.
Al fin nos encontramos caminando afanosos directamente hacia el este y otra vez sobre el istmo de Tecuantépec, pero ya no nos detuvimos en esa ciudad, porque antes de llegar allí nos encontramos con otro mercader que nos dijo que si nos desviábamos un poco hacia el norte de la ruta este, que llevábamos, encontraríamos un camino más fácil a través de las montañas de Tzempuülá, diferente del que habíamos tomado antes. A mí me hubiera gustado mucho volver a ver a mi preciosa Gie Bele, no tanto por visitarla simplemente, sino también para poder inquirir acerca de esas personas misteriosas que guardaban el colorante púrpura. Pero después de todo nuestro vagabundear, creo que me sentía impelido de volver a casa urgentemente. Como sabía que mis compañeros también se sentían igual, me dejé convencer para desviarnos hacia el norte, hacia el camino sugerido por el mercader. Esa ruta también nos llevó por un largo camino, a través de otra parte de Uaxyácac por la que no habíamos pasado antes, aunque no quisimos detenernos para nada, hasta que llegamos otra vez a la ciudad capital de Záachilà.
Igual como lo hicimos al empezar nuestra expedición, también había ciertos días del mes que se consideraban propicios para regresar. Así es que como ya estábamos muy cerca de casa, pasamos un día completo de ocio en el placentero pueblo de Quaunáhuac que está en la montaña. Cuando por fin habíamos escalado la última altura, los lagos y la isla de Tenochtitlan estuvieron la vista y me fui deteniendo en el camino para poder admirarla a través de mi cristal. Quizás viéndola a través de un solo ojo se haya perdido la dimensión de la ciudad, pero de todas maneras era algo muy consolador de ver: los edificios blancos, los palacios brillando a la luz del sol primaveral, los coloridos destellos de sus jardines en las azoteas, las volutas de humo azul de sus templos y fogones, sus banderas de plumas flotando casi sin movimiento en el aire suave, y luego la inmensa pirámide con sus templos gemelos dominándolo todo.
Con una mezcla de orgullo y alegría, cruzamos finalmente el camino-puente de Coyohuacan y entramos en la poderosa ciudad la tarde del día de buen augurio Uno-Casa, en el mes llamado El Gran Despertar, en el año Nueve-Cuchillo. Habíamos estado fuera por ciento cuarenta y dos días, más de siete meses nuestros, y habíamos vivido muchas aventuras y conocido muchos pueblos y lugares maravillosos, pero era muy agradable regresar al centro de la majestad mexica, El Corazón del Único Mundo.
Estaba prohibido a todo pochtécatl que entrara, en plena luz del día, dentro de la ciudad con toda su caravana, o que desfilara ostentosamente a su entrada, sin importar el éxito que hubiera obtenido y cuanta utilidad pudiera traer la expedición. Aun sin que hubiera existido esa ley de moderación, cada uno de los pochtécatl se daba cuenta de que debía regresar a casa con prudencia y discreción. No todas las personas en Tenochtitlan se daban cuenta de cómo dependía de los intrépidos mercaderes viajeros toda la prosperidad mexica, pues mucha gente se resentía de la legítima utilidad que los mercaderes percibían por la prosperidad que brindaban. La clase noble reinante en particular, ya que ellos obtenían su riqueza del tributo pagado por las naciones vencidas e insistían en que el comercio pacífico derogaba su porción devengada del botín de guerra, y estaban en contra del «simple comercio».
Así es que cada uno de los pochtécatl que regresaban, entraba a la ciudad con vestidos sencillos, escondidos bajo una capa de polvo, y dejaba que los portadores de su tesoro lo siguieran en uno o dos hombres. Cuando un mercader construía su casa debía ser muy modesta, aunque en sus armarios, arcones y bajo los pisos, fuera acumulando gradualmente una riqueza que le permitiría construir un palacio que rivalizaría con el del Uey-Tlatoani. Mis socios y yo no tuvimos ningún problema al entrar en Tenochtitlan; no llevábamos ninguna caravana de tamémime y nuestra carga consistía sólo en unos cuantos bultos polvorientos; nuestras ropas estaban manchadas y gastadas y ninguno de nosotros fue a su propia casa, sino que llegamos a una posada común para viajeros.
A la mañana siguiente, después de baños consecutivos de agua y vapor, me puse mi mejor ropa y me presenté en el palacio del Venerado Orador Auítzotl. Como no era un desconocido para el mayordomo de palacio, no tuve que esperar mucho tiempo para ser recibido en audiencia. Besé la tierra frente Auítzotl aunque me abstuve de utilizar mi cristal para verlo claramente, ya que no estaba seguro de lo que el Señor pudiera objetar al ser visto así. De todas maneras, conociéndolo como lo conocía, puedo asegurar que él lucía tan mal encarado como siempre y tan fiero como la piel de oso que adornaba su trono. «Estamos muy complacidos y también muy sorprendidos de verte regresar intacto, pochtécatl Mixtli —dijo con aspereza—. ¿Entonces, tu expedición fue un éxito?». «Creo que dejará buena utilidad, Venerado Orador —repliqué—. Cuando los viejos pochteca hayan evaluado la mercancía, usted podrá juzgar por la parte que le corresponderá a su tesoro. Mientras tanto, mi señor, espero que usted encuentre esta crónica interesante».
A lo cual entregué a uno de sus asistentes los libros maltratados por el viaje que tan fielmente había escrito. Contenían muchas de las cosas que les he estado narrando, reverendos frailes, con la excepción de haber omitido muchas insignificancias, como mis encuentros con mujeres, aunque, considerablemente incluía más descripciones del terreno, de las comunidades y sus gentes, aparte de muchos mapas que había dibujado.
Auítzotl me dio las gracias y me dijo: «Nosotros y nuestro Consejo de Voceros, los examinaremos atentamente». Yo le contesté: «En caso de que alguno de sus consejeros sea muy viejo o falto de vista, Señor Orador, encontrará esto muy útil —y le alargué uno de los cristales para encender lumbre—. Traje un buen número para vender, pero el más grande y brillante lo traje como un regalo para el Uey-Tlatoani».
Él no se sintió muy impresionado hasta que le pedí permiso para acercarme y demostrarle cómo podía utilizarlo, tanto para el escrutinio en la lectura de palabras pintadas como para cualquier otra cosa. Después lo guié hacia una ventana abierta y utilizando un pedazo de papel de corteza le enseñé cómo podía utilizarlo también para encender un fuego. Entonces quedó encantado y me dio las gracias efusivamente.
Mucho tiempo después, me dijeron que Auítzotl siempre llevaba su piedra de hacer lumbre a todas las campañas guerreras en las que tomaba parte, pero que se divertía más en darle un uso menos práctico en tiempos de paz. Ese Venerado Orador ha sido recordado, hasta nuestros días por su carácter irascible y sus caprichos crueles; su nombre ha venido a ser parte de nuestro lenguaje, pues cualquier persona que cause problemas, ahora es llamada auítzotl. Pero al parecer, el tirano tenía también un rasgo infantil para hacer travesuras. En conversación con cualquiera de sus más dignos sabios, se las arreglaba para llevarlo hacia una ventana y sin que el sujeto se diera cuenta, sostenía su cristal de tal manera que los rayos del sol pasaran a través sobre la espalda o la rodilla desnuda del hombre quemándolo y luego se moría de risa al ver al viejo sabio saltando como un conejo joven.
Del palacio regrese a la posada para recoger a Cózcatl y Glotón de Sangre, ambos también limpios y bien vestidos, y por nuestros dos fardos de mercancías. Los llevamos a la Casa de los Pochteca e inmediatamente fuimos recibidos por los tres viejos que nos habían ayudado en nuestra partida. Mientras nos servían tazas de chocólatl con esencia de magnolia, Cózcatl abrió el más grande de nuestros bultos para que su contenido fuera examinado. «¡Ayyo! —exclamó uno de los viejos—. Ha traído solamente en plumas una respetable fortuna. Lo que debe hacer es conseguir a los nobles más ricos y ofrecérselas en subasta, por polvo de oro. Cuando se alcance el precio más alto, hasta entonces, deje que el Venerado Orador sepa acerca de la existencia de esta mercancía. Simplemente para mantener su propia supremacía, él pagará muy por encima del precio más alto de postura». «Como ustedes lo aconsejen, mis señores», dije estando de acuerdo y luego hice otra señal a Cózcatl para que abriera el bulto más pequeño. «¡Ayya! —dijo otro de los viejos—. Me temo que en esto usted no ha estado muy atinado. —Y movía tristemente entre sus dedos, dos o tres cristales—. Están muy bien pulidos y cortados, pero me apena decirle que no son joyas. Son simples cuarzos, cuyo valor intrínseco es mucho menor al del jade y no tiene ninguna relación religiosa como la que le da tan insólito valor a éste».
Cózcatl no pudo evitar una risita, ni tampoco Glotón de Sangre una sonrisa de conocimiento. Yo también sonreí cuando dije: «Sin embargo, observen, mis señores», y les mostré las dos propiedades de los cristales e inmediatamente se excitaron. «¡Increíble! —dijo uno de los viejos—. ¡Usted ha traído algo completamente nuevo a Tenochtitlan!». «¿Dónde los encontró? —dijo otro—. No, no piense ni siquiera en contestarme. Discúlpeme por preguntarle eso. Un tesoro único que sólo puede ser del que lo descubrió». El tercero dijo: «Ofreceremos los más grandes a los nobles más altos y…». Le interrumpí haciéndole notar que todos los cristales, chicos y grandes tenían la misma propiedad por igual, de agrandar los objetos y de encender fuegos, pero él me hizo callar con impaciencia. «No importa eso. Cada pili querrá un cristal de acuerdo a su alto rango y a su sentido de propia importancia. Ahora bien, un ornamento tallado artísticamente en jade vale dos veces su peso, en polvo de oro. Por éstos, sugiero que empecemos a ofrecerlos a ocho veces el valor de su peso. Con los pípiltin ofreciendo cada vez más, usted obtendrá mucho más». Jadeé perplejo: «Pero mis señores, ¡eso nos haría ganar mucho más de mi peso en oro! Aun después de haber contribuido con la parte correspondiente a el Mujer Serpiente, a esta honorable sociedad y aun dividido en tres partes… ¡nos colocaría entre los tres hombres más ricos de Tenochtitlan!». «¿Y por qué pone usted algún reparo en eso?». Yo tartamudeé: «Es que… no me parece muy correcto… tener una ganancia tan inmensa en nuestra primera aventura… y viniendo de un cuarzo común como ustedes dicen… y sobre todo de un producto que puedo suplir en grandes cantidades. Porque, yo podría proveer de cristales para encender a cada una de las más humildes amas de casa en todos los dominios de la Triple Alianza». Uno de los viejos dijo cortante: «Quizás usted pueda, pero tendrá el buen sentido de no hacerlo. Usted nos ha dicho que el Venerado Orador ahora posee una de estas piedras mágicas. Sólo los dioses saben cuántos pípiltin existen en estas tierras. Sin embargo y de momento, solamente ciento veintiséis de ellos pueden poseer un cristal similar. Mira, muchacho, ¡ellos pagarán cualquier precio por muy extravagante que sea, aunque estas cosas estuvieran hechas de cieno compacto! Después, naturalmente, tú puedes ir a conseguir más, para ser vendidos a otros nobles, pero nunca más de esta cantidad a un mismo tiempo…».
Cózcatl estaba radiante de felicidad y se veía a Glotón de Sangre más que divertido. Yo me encogí de hombros y dije: «Por supuesto que no voy a objetar nada por ganar una riqueza substancial». «Oh, ustedes tres gastarán inmediatamente parte de ella —dijo uno de los viejos—. Usted ha mencionado las partes correspondientes al tesoro de Tenochtitlan y de nuestro dios Yacatecutli, pero quizás no sepan acerca de nuestra tradición; cada pochtécatl que regresa a casa, si lo hace con una gran utilidad, da un banquete a todos los demás pochteca que están en la ciudad, en esos momentos». Yo miré a mis socios y ellos asintieron sin vacilación, así es que dije: «Para nosotros será un placer, mis señores. Pero, somos nuevos en esto…». «Nos sentiremos muy contentos de poderlos ayudar —dijo el mismo anciano—. Hagamos el banquete pasado mañana en la noche. Pondremos a su disposición todas las facilidades que para esa ocasión les brinda el edificio. También nosotros nos encargaremos de todo lo relativo al banquete: comida, bebida, músicos, danzantes, mujeres y, por supuesto, invitaremos a todos los pochteca calificados y accesibles, mientras que ustedes pueden invitar a aquellas personas que deseen. Ahora —y movió su cabeza como un gallo—, el banquete puede ser modesto o extravagante de acuerdo a sus gustos y generosidad».
Otra vez consulté silenciosamente con mis socios y luego dije expansivamente: «Es el primero. Tiene que estar a la altura de nuestro éxito. Si fueran ustedes tan amables, me gustaría pedirles que cada plato, cada bebida, cada invitación sean de lo más fino posible y sin mirar el costo. Hagamos que este banquete sea recordado».
Yo por lo menos, lo recuerdo vívidamente.
Anfitriones e invitados vestíamos de lo mejor. Como ya formábamos parte de los prósperos y emplumados pochteca, a Cózcatl, a Glotón de Sangre y a mí se nos estaba permitido usar cierta cantidad de ornamentos de oro y joyas, para señalar nuestra nueva posición en la vida. Aunque nosotros solamente utilizamos unas pocas chucherías modestas. Yo sólo llevaba el broche de oro y piedra-sangre que la Señora de Tolan me había dado hacía ya mucho tiempo y una pequeña esmeralda en la aleta derecha de mi nariz, pero mi manto era del más fino algodón bordado; mis sandalias, de lo más fino y con lazos hasta la rodilla; mi pelo, que me lo había dejado crecer durante el transcurso de mi viaje, estaba recogido en la nuca con un anillo de piel roja trenzada.
En los patios del edificio se asaban tres venados sostenidos y volteados por varas, sobre una inmensa zona de brasas y toda la comida era incomparable en calidad y en cantidad. Los músicos tocaban, pero no tan fuerte como para molestar la conversación. Había muchas bellas mujeres circulando entre la multitud y muy seguido alguna de ellas ofrecía una graciosa danza acompañada por la música. Tres de los esclavos del establecimiento fueron puestos a nuestro servicio y cuando no estaban ocupados en eso, se colocaban detrás de nosotros tres, dándonos aire con grandes abanicos de plumas. Nos presentaron a toda una procesión de mercaderes y escuchamos sus relatos sobre sus más notables excursiones y adquisiciones. Glotón de Sangre había invitado a cuatro o cinco de sus compañeros, viejos guerreros, y muy pronto todos ellos estuvieron alegremente borrachos. Como Cózcatl y yo no conocíamos a nadie en Tenochtitlan, no tuvimos a quien invitar, pero de pronto apareció un huésped inesperado, que hubiera podido ser un invitado mío.
Una vez a mi lado dijo: «Topo, tú nunca dejas de sorprenderme». Cuando me volví para ver quién era, me encontré con el viejo color cacao que varias veces había aparecido en otros momentos significativos de mi vida. En esa ocasión estaba menos sucio y mejor vestido, por lo menos llevaba manto encima de su taparrabo. Le dije sonriendo: «No más topo», y levanté mi topacio para verlo con más claridad. Al hacer eso, de alguna forma tuve la sensación de encontrar algo muy familiar en él, pero a la vez diferente, como si me recordara a alguien más. Él sonrió casi con maldad, diciendo: «Siempre te encuentro de diferentes maneras: primero como una insignificancia, luego como un estudiante, un escribano, un cortesano, un villano perdonado, un héroe guerrero… y ahora, un próspero mercader, mirando malignamente a través de un ojo dorado». Yo le dije: «Usted mismo, venerable, me sugirió que viajara. Bien venido a la fiesta, diviértase». «Ayya, yo no puedo, si tú no puedes». Levanté las cejas. «¿Y por qué no habría de gozar de mi banquete, para celebrar el éxito de mi empresa?». «¿De tu empresa? —preguntó mofándose—. ¿Todas tus hazañas pasadas, han sido por tu propia voluntad? ¿Sin ayuda? ¿Tú solo?». «Oh, no —dije, con la esperanza de que mi negación desviara los golpes de las oscuras implicaciones, que se desprendían de sus preguntas—. Usted será presentado a mis socios, que tomaron parte en esta empresa». «En esta empresa. ¿Y hubiera sido posible ésta sin el regalo inesperado de mercancías y capital que invertiste?». «No —dije otra vez—. Y espero darle las más cumplidas gracias a la persona que me lo donó y compartir con…». «Es muy tarde —me interrumpió—. Ella ha muerto».
«¿Ella?», dije haciendo eco en el vacío, porque naturalmente yo estaba pensando en mi formal benefactor, Nezahualpili de Texcoco. «Tu difunta hermana —dijo—. El regalo misterioso fue la herencia de Tzitzitlini». Moví la cabeza negando. «Mi hermana está muerta, viejo, como usted acaba de decir, pero ciertamente que ella nunca me dejó esa fortuna». Siguió hablando como distraídamente: «El Señor Garza Roja de Xaltocan también murió durante tu viaje hacia el sur. Naturalmente que él llamó a su cabecera al sacerdote de la diosa Tlazoltéotl y como la confesión que hizo fue tan sensacional, difícilmente se pudo mantener en secreto. Sin duda muchos de tus invitados distinguidos tienen conocimiento de esa historia, aunque por supuesto, son lo suficientemente corteses como para no hablarte de ello». «¿Qué historia? ¿Qué confesión?». «El encubrimiento de Garza Roja a la última atrocidad que su hijo Pactli cometió con tu hermana». «Nunca fue lo suficientemente encubierta para mí —dije con un gruñido—. Y todo el mundo sabe cómo me vengué de él». «Excepto que Pactli no mató a Tzitzitlini».
De pronto sentí que todo me daba vueltas y sólo pude jadear. «El Señor Alegría la torturó y la mutiló a fuego y navaja con una insana habilidad, pero no fue su tonali que muriera en el tormento. Luego, con el permiso tácito de su padre y con, por lo menos, la muda aquiescencia de los padres de la muchacha, la echó fuera de la isla. Eso fue lo que Garza Roja confesó a La Que Come Suciedad, y cuando el sacerdote hizo esto público causó un rugir en todo Xaltocan. Me aflige decirte también, que el cuerpo de tu padre fue hallado al pie de la cantera; al parecer saltó desde la orilla. Tu madre cobardemente huyó. Nadie sabe a dónde, lo que es una fortuna para ella. —Él empezó a irse diciendo con indiferencia—: Creo que son todas las nuevas que han ocurrido desde que te fuiste. Bien, ¿podemos ahora divertirnos…?». «¡Espera! —dije fieramente, cogiéndolo del nudo que sostenía su manto en el hombro—. ¡Tú, fragmento con patas de las tinieblas de Mictlan! ¡Cuéntame el resto! ¿Qué fue de Tzitzitlini? ¿Qué quieres decir con eso de que el regalo me lo envió ella?». «Ella te dejó todo el dinero que recibió y Auítzotl le pagó un buen precio cuando ella se vendió a sí misma para su zoológico, aquí en Tenochtitlan. Ella no pudo o no quiso decir de dónde venía o quién era, sólo fue popularmente conocida por la mujer-tapir».
Si no hubiera sido porque lo estaba deteniendo de su hombro, me hubiera caído. Por un momento, todo y todos desaparecieron alrededor de mí, mientras veía a través del largo túnel de mi memoria. Yo contemplaba otra vez a Tzitzitlini, a la que yo había adorado; ella, la del rostro amado, la del cuerpo bello y movimiento flexible. Luego vi aquel objeto repugnante e inmóvil del zoológico, en la parte de los monstruos, me vi vomitando de horror y vi, otra vez, aquella lágrima de pena que resbaló de su único ojo.
Mi voz sonó hueca en mis oídos, como si de verdad estuviera parado en un túnel largo, cuando le dije acusándolo: «Tú lo sabías. Viejo vil, tú lo sabías antes de que Garza Roja confesara. Y tú hiciste que yo me parara enfrente de ella y mencionaste que había estado acostado con una mujer… y me preguntaste si me hubiera gustado…». Me estremecí, y estuve a punto de vomitar otra vez nada más de acordarme. «Era bueno que por lo menos la vieras por última vez —dijo él con un suspiro—. Ella murió un poco después. Piadosamente en mi opinión, aunque Auítzotl quizás se haya enojado mucho, habiendo pagado tan pródigamente…».
Volví en mí y me di cuenta de que lo estaba sacudiendo con violencia y diciendo con demencia: «Nunca hubiera comido la carne de tapir en la selva, de haberlo sabido. Pero tú lo has sabido todo el tiempo. ¿Cómo lo sabías?». Él no contestó, sólo dijo suavemente: «Se creía que la mujer-tapir no podía mover esa masa de carne chamuscada, pero de alguna manera se volvió cara abajo, y su hocico de tapir quedó obstruido hasta que murió sofocada». «¡Bien, pues ahora es tu turno de morir, maldito adivino de los demonios! —No creo que para entonces estuviera borracho, sino más bien fuera de mí por la pena, la rabia y repulsión—. ¡Regresarás a Mictlan adonde perteneces!». Caminé violentamente entre la multitud de huéspedes y sólo con ofuscación, le oí decir detrás de mí: «Los guardianes del zoológico todavía insisten en que la mujer-tapir no hubiera podido morir sin la ayuda de alguien. Era lo suficiente joven como para haber vivido en esa jaula por muchos años, muchos años más».
Encontré a Glotón de Sangre y con rudeza lo interrumpí en la conversación que sostenía con uno de sus amigos. «Necesito un arma y no tengo tiempo de ir por una. ¿Llevas tu daga?». Buscó bajo su manto en la banda de atrás de su taparrabo y dijo con un hipo: «¿Es que tú vas a cortar la carne?». «No —le dije—. Quiero matar a alguien». «¿Tan pronto? —sacó su corta daga de obsidiana y pestañeó para poder verme mejor—. ¿Vas a matar a alguien que yo conozca?». «No —le dije—. Sólo a un sórdido hombrecillo, pardusco y tan arrugado como una semilla de cacao. Poca pérdida para cualquiera. —Alargué la mano—. La daga, por favor».
«¡Poca pérdida! —exclamó Glotón de Sangre sin soltar el cuchillo—. ¿Tú quieres asesinar al Uey-Tlatoani de Texcoco? ¡Mixtli debes de estar tan proverbialmente borracho como los cuatrocientos conejos!». «Seguro que alguien lo está —grité—. ¡Deja ya de parlotear y dame el cuchillo!». «Nunca. Vi al hombre pardusco hablando contigo y reconocí su disfraz peculiar —Glotón de Sangre se guardó la daga otra vez—. Él nos honra con su presencia aunque escoja venir disfrazado. Cualquiera que sea tu imaginario disgusto para con él, no dejaré que tú…». «¿Disfrazado? —le interrumpí—. ¿Disfraz?». Glotón de Sangre había hablado con la suficiente frialdad como para calmarme un poco.
Uno de los guerreros, amigo de él, me dijo: «Quizás sólo nosotros, que hemos combatido con frecuencia con él, nos damos cuenta de ello. Nezahualpili le gusta ir así a veces, de esa manera puede observar a los demás desde su propio nivel y no desde las gradas del trono. Aquellos de nosotros que lo hemos conocido lo suficiente como para reconocerlo, no lo hacemos notar». «Todos estáis lamentablemente embrutecidos —dije—. Yo también conozco a Nezahualpili y sé que él tiene todos sus dientes». «Un pedacito de óxitl puede ennegrecer dos o tres de ellos —dijo Glotón de Sangre hipando—. Líneas hechas con óxitl pueden parecer arrugas en una cara oscurecida con aceite de nuez. Y él tiene talento para que su cuerpo parezca tosco y ajado, y sus manos nudosas como las de un hombre muy viejo…». «Pero en realidad él no necesita de marcas y contorsiones —dijo el otro—. Simplemente puede empolvarse todo el cuerpo con la tierra del camino y parecer totalmente un extranjero. —El guerrero hipó en su turno y sugirió—: Si usted quiere matar al Venerado Orador esta noche, joven anfitrión, vaya y busque a Auítzotl y luego oblíguenos a todos nosotros también».
Me fui de allí sintiéndome tonto y confuso, pero por encima de todos esos sentimientos estaba la angustia, la rabia y… bien eran muchos y tumultuosos…
Volví otra vez a buscar al hombre que era Nezahualpili… o un adivino o un dios del mal… ya no con la intención de matarlo sino para arrancarle las respuestas a muchas más preguntas. No lo encontré. Se había ido, como también se fue mi apetito por el banquete, por la compañía y por el regocijo. Me deslicé afuera de la Casa de los Pochteca, regresé a la hostería y empecé a recoger las cosas más esenciales para viajar en una bolsa pequeña. La pequeña figurita de Tzitzi, la diosa del amor Xochiquétzal, llegó a mis manos, pero separé éstas rápidamente como si hubiera tocado fuego. No la puse adentro de mi bolsa. «Vi que te fuiste y te seguí —dijo el joven Cózcatl desde la puerta del cuarto—. ¿Qué pasó? ¿Adónde vas?». Dije: «No tengo corazón para contarte todo lo que ha pasado pero parece que es del dominio público. Pronto sabrás todo. Es por eso que me iré por un tiempo».
«¿Adónde, Mixtli?». «No lo sé. Solo… por ahí vagando». «¿Puedo ir contigo?». «No».
La expresión ansiosa de su rostro decayó, así es que le dije: «Creo que será mejor que esté solo por un tiempo, para pensar qué voy a hacer del resto de mi vida. Y no te estoy dejando como un indefenso esclavo sin amo, como una vez temiste. Tú eres tu propio amo y rico a la vez. Tendrás tu parte en nuestra fortuna, tan pronto como los ancianos hagan el trueque. Te encargo que guardes segura la mía y estas otras pertenencias hasta que regrese». «Por supuesto, Mixtli». «Glotón de Sangre será otra vez llamado a cuartel. Quizás tú y él podáis comprar una casa… o cada uno una casa. Puedes terminar tus estudios o aprender algún arte o poner un negocio. Y yo regresaré otra vez, algún día. Si tú y nuestro viejo protector todavía tienen espíritu para viajar, podemos hacer otros viajes juntos». «Sí, alguna vez —dijo él tristemente, luego enderezó sus hombros—. Bien, ¿te puedo ayudar en algo, en esta abrupta ida tuya?». «Sí, sí puedes. En mi bolsa para colgar al hombro y en la bolsa cosida dentro de mi máxtlatl llevaré una cantidad pequeña de dinero para mis gastos, pero también quiero llevar oro por si acaso encuentro alguna mercancía excepcional, como cuando encontré el cristal para encender lumbre, y quisiera llevar el polvo de oro escondido en donde ningún bandido pueda fácilmente encontrarlo». Cózcatl pensó por un momento y después dijo: «Algunos viajeros meten el oro en cáscaras de nuez y luego las esconden en el recto». «Es un truco que todos los ladrones conocen muy bien. No, mi pelo ha crecido bastante largo y creo que lo puedo utilizar para eso. Mira, he sacado todo el oro en polvo de sus cañitas y lo he puesto en esta tela. Haz un bultito apretado con él, Cózcatl, e inventaremos alguna manera segura de acomodarlo en la parte de atrás de mi cuello, como si fuera una cataplasma, escondida bajo el pelo».
Mientras yo terminaba de preparar mi bolsa, él dobló la tela meticulosamente una y otra vez. Hizo un rollo flexible casi del tamaño de una de sus manitas, pero era tan pesado que lo tuvo que levantar con ambas manos. Me senté, arqueé la cabeza y él me lo acomodó a través de la nuca. «Ahora… para que se sostenga ahí… —murmuré—. Déjame ver…». Lo acomodó en el lugar con dos fuertes cordeles atados a cada lado de sus puntas corriendo detrás de mis orejas y cruzando sobre mi cabeza. Eso quedaba mucho más seguro y escondido si me ponía una tela doblada a través de mi frente, como las que utilizábamos para la carga y amarrándola atrás. Muchos viajeros llevaban eso para mantener su pelo y el sudor fuera de sus ojos. «Es bastante invisible, Mixtli, a menos de que sople el viento pero entonces podrías hacer una capucha con tu manto». «Sí, gracias, Cózcatl. Y —lo dije rápidamente no queriendo prolongar la despedida— hasta pronto».
No tenía miedo de La Llorona, ni de ningún otro de los espíritus malévolos que se suponía que cazaban en la oscuridad a los incautos que se aventuraban por las calles, como yo. En verdad, que resoplé desdeñosamente cuando pensé en Viento de la Noche… y en el extranjero cubierto de polvo con el que me había encontrado frecuentemente, en otras noches. Caminé vigorosamente fuera de la ciudad y llegué pronto al camino sur que conduce a Coyohuacan. A la mitad del camino, en el fuerte de Acachinanco, los centinelas se mostraron más que sorprendidos de ver a alguien caminando durante la noche. Pero como venía vestido de fiesta, no me detuvieron con la sospecha de que fuera un ladrón fugitivo, sino que sólo me hicieron una o dos preguntas para asegurarse de que no iba borracho y de que estaba perfectamente consciente de lo que estaba haciendo y me dejaron proseguir.
Un poco más allá, giré a mi izquierda para tomar el camino de Mexicaltzinco, pasé por ese pueblo dormido y continué hacia el este caminando toda la noche. Cuando llegó la aurora y otros viajeros tempraneros en el camino me empezaron a saludar con precaución mientras me miraban extrañados, me vine a dar cuenta de que presentaba un espectáculo poco común: un hombre vestido casi como un noble, con sandalias amarradas hasta las rodillas, con un broche enjoyado en el manto y una esmeralda de adorno en su nariz, pero con un bulto de mercader, un morral al hombro y una banda en la frente. Me quité las joyas y las escondí dentro de mi bolsa, volteé mi manto hacia dentro para esconder el bordado. El bultito que llevaba en la cabeza, al principio fue muy molesto, pero al fin llegué a acostumbrarme a usarlo y sólo me lo quitaba cuando dormía, o tomaba un baño de agua o vapor, en privado.
Aquella mañana me encaminé de prisa hacia el este, mientras el sol se levantaba y calentaba rápidamente, no sintiendo ninguna fatiga ni necesidad de dormir; mi mente era todavía un tumulto de pensamientos y recuerdos. (Eso es lo peor de sentir pena: el modo en que invita a acumular recuerdos de días felices, en comparación acerca de la presente miseria de uno). Durante la mayor parte de ese día seguí otra vez por el camino que un día marché, a lo largo de la costa sur del Lago de Texcoco, con el ejército victorioso que regresaba de la guerra con Texcala. Sin embargo, después de un rato ese camino divergió del mío y deje la orilla del lago para adentrarme en un país en donde nunca había estado antes.
Vagué por más de un año y medio a través de muchas tierras nuevas para mí, antes de alcanzar algo que pareciera destino. Durante la mayor parte de ese tiempo, estuve tan fuera de mi mente que en estos momentos no puedo contarles, mis señores escribanos, todas las cosas que vi y que hice. Yo creo que si no hubiera sido por eso, todavía recordaría muchas palabras que aprendí en los lenguajes de esos lejanos lugares; incluso se me hace difícil traer a mi memoria la ruta general que seguí. Sin embargo, todavía recuerdo unos cuantos paisajes y sucesos, tantos como los pocos volcanes de esas tierras del sur, yacen todavía sobre sus suelos.
Entré a grandes zancadas y con audacia en Quautexcalan, La Tierra de los Peñascos del Águila, la nación en la que una vez había entrado con el ejército invasor. No hay duda, de que si me hubiera anunciado como mexica, nunca más hubiera salido de ella. Y estoy muy contento de no haber muerto en Texcala, porque la gente de allí tiene una idea religiosa tan simple como ridícula. Ellos creen que cuando un noble muere, vivirá otra vida gozosa en el mundo del más allá; cuando cualquier plebeyo muere, vivirá otra vez una vida miserable. Los nobles muertos, hombres y mujeres, simplemente cambian sus cuerpos mundanos y regresan como nubes flotantes o pájaros de radiantes plumajes o joyas de un valor fabuloso. Los plebeyos que mueren regresan como sucios escarabajos, o comadrejas furtivas o como mofetas apestosas.
De todas maneras, no morí en Texcala, ni siquiera fui reconocido como uno de los odiados mexica. Aunque los texcalteca siempre han sido nuestros enemigos, físicamente no son diferentes de nosotros los mexica; ellos hablan el mismo lenguaje y me fue muy fácil imitar su acento para pasar como uno de ellos. La única cosa que me hizo un poco conspicuo en su tierra fue que yo era un hombre joven y saludable, lleno de vida y no mutilado. La batalla en la cual yo había tomado parte, había diezmado la población masculina, entre las edades de la pubertad y la senectud. Sin embargo, todavía quedaba una nueva generación de jóvenes desarrollándose. Ellos crecieron aprendiendo un odio todavía más profundo hacia los mexica, jurando vengarse de nosotros y cuando los españoles llegaron ellos ya eran adultos y ustedes saben en qué forma se vengaron.
Sin embargo, en aquel tiempo de vagabundeo ocioso a través de Quautexcalan, todo eso estaba en el futuro. El haber sido uno de los pocos adultos y un hombre apropiado, no me causó ningún problema, al contrario, fui muy bienvenido por las numerosas y seductoras viudas texcalteca, cuyas camas hacía mucho tiempo que estaban frías.
De allí, me dirigí hacia el sur, a la ciudad de Chololan, capital de los tya nuü y, de hecho, la única concentración grande que quedaba de esos Hombres de la Tierra. Era evidente que los mixteca, como todos los llamaban a excepción de ellos mismos habían creado y mantenido una vez una cultura refinada y envidiable. Por ejemplo, en Chololan yo vi unos edificios de gran antigüedad, primorosamente adornados con mosaicos que parecían tejidos petrificados y sólo podían haber sido los modelos originales de los templos construidos supuestamente por los tzapoteca, en el Hogar Santo de Lyobaan, de la Gente Nube.
También hay una montaña en Chololan, que en aquellos días tenía en su cumbre un magnífico templo dedicado a Quetzalcóatl, un templo de lo más artísticamente embellecido con tallas coloreadas de la Serpiente Emplumada. Sus españoles lo arrasaron, aunque, aparentemente, tomaron prestado algo de la santidad de ese lugar, pues he oído decir que han construido una iglesia Cristiana en su lugar. Déjenme decirles: esa montaña no es tal; es una pirámide de ladrillos cocidos al sol, hecha por los hombres y tiene muchos más ladrillos que los pelos que tiene un hato de venados, cubiertos de cieno y hierbas desde tiempos antes de los tiempos. Nosotros creemos que es la pirámide más antigua de todas estas tierras; sabemos que ha sido la más gigantesca que se ha construido. Puede ser que ahora se vea como cualquier otra montaña cubierta de árboles y de arbustos y puede ser que sirva para exaltar y elevar su nueva iglesia, pero no dejo de pensar que su Señor Dios debe de sentirse muy incómodo por haber usurpado esas alturas que fueron levantadas para el servicio de Quetzalcóatl y no para otro.
La ciudad de Chololan estaba gobernada no por un hombre sino por dos, con igual poder. Ellos eran llamados por Tlaquiach, el Señor De Lo Que Está Encima, y Tlalchiac, el Señor De Lo Que Está Abajo, significando que reinaban, por separado, sobre las cosas espirituales y materiales respectivamente. Me fue dicho que los dos hombres tenían diferencias con frecuencia y que incluso llegaron a los golpes, pero en aquel entonces ellos estaban, por lo menos temporalmente, unidos en una enemistad contra Texcala, la nación por la que acababa de pasar. Ya olvidé cuál era la pendencia, pero, al poco tiempo de mi llegada a Chololan, había arribado también una comisión de cuatro nobles texcalteca, mandados por su Venerado Orador, Xicotenca, para discutir y resolver la disputa.
Los Señores Tlaquiach y Tlalchiac rehusaron, incluso, dar audiencia a los enviados; en lugar de eso, ordenaron a los guardias de su palacio que los cogieran y los mutilaran, haciéndolos regresar a su tierra a punta de espada. Los cuatro nobles tenían la piel de su caras completamente desollada y antes de que regresaran a Texcala bamboleantes y gimiendo, sus cabezas parecían hechas de carne cruda con bolas de ojos y sus rostros parecían colgajos pendiendo sobre sus pechos. Creo que todas las moscas de Chololan los siguieron por el camino del norte, fuera de la ciudad. Puesto que yo sólo podía ver como resultado de ese ultraje una guerra, y como que no quería que se me llamara a filas para pelear, también salí apresuradamente de Chololan, y me dirigí hacia el este.
Después de haber cruzado otra frontera invisible y ya estando en la nación Totonaca, me detuve un día y una noche en una aldea y desde la ventana de la posada podía ver al poderoso volcán llamado Citlaltépetl, Estrella de la Montaña. Estaba muy satisfecho de verlo desde esa respetable distancia, usando mi cristal de topacio. Podía ver su picacho helado y humedecido por las nubes, desde la aldea por siempre caliente, verde y llena de flores.
El Citlaltépetl es la montaña más alta de todo el mundo conocido, tan alta que la nieve cubre su cono enteramente más arriba de su tercera parte, excepto cuando su cráter arroja grumos mezclados de lava y ceniza y hace que la montaña se vea roja en su cumbre en lugar de blanca. Me han dicho que éste fue el primer punto visible que avistaron sus barcos desde alta mar. En el día, sus vigías veían la nieve de su cono y por la noche el resplandor de su cráter, mucho antes de que pudieran vislumbrar cualquier otra cosa de la Nueva España. El Citlaltépetl es tan viejo como el mundo; sin embargo, hasta ahora ningún hombre, nativo o español, ha podido escalarlo hasta su cumbre. Y si alguno lo hizo, es muy probable que las estrellas al pasar le hayan arañado el trasero.
Luego llegué a otro límite de las tierras Totonaca, la playa del océano del este; a una bahía encantadora llamada Chalchihuacuecan, que significa «El Lugar En Donde Abundan Cosas Bellas». Si menciono esto es solamente porque constituye una pequeña coincidencia, si bien yo no lo sabía entonces. En otra primavera, otros hombres pusieron sus pies en ella, reclamando para España esa tierra, plantando en sus arenas una cruz de madera y una bandera de colores sangre y oro y llamando a ese lugar por el de la Vera Cruz.
Las playas de ese océano eran mucho más bonitas y hospitalarias que las costas a lo largo del Xoconochco. Las bahías no eran de tierra negra volcánica, sino de fina arena blanca y amarilla y algunas veces tenían el color rojizo del coral. El océano no era turbulento y en color verde sucio, sino de un cristalino turquesa, gentil y murmurante. Rompía sobre las arenas con una espuma blanca y susurrante y en muchos lugares se inclinaba tanto playa adentro y el agua estaba tan baja, que podía vadear casi fuera de la vista de la tierra, antes de que el agua me llegara a la cintura. Al principio, la costa del océano me guió casi directamente hacia el sur, pero después de varias largas-carreras, esa costa se curvaba en un gran arco. Así es que casi imperceptiblemente me encontré viajando hacia el sureste, luego hacia el este y finalmente hacia noreste. Como ya dije antes, lo que nosotros en Tenochtitlan llamábamos el océano del este, es más apropiadamente el océano del norte.
Por supuesto que esas playas no son todas sólo arenas festoneadas por palmeras, pues las hubiera encontrado monótonas si así fueran. A lo largo de mi camino, muchas veces me encontré con ríos desembocando en el mar y necesité acampar a la espera de algún pescador o barquero que me cruzara en su canoa hueca, de tronco de árbol. En otros lugares, me encontré con que las arenas secas se humedecían bajo mis sandalias y luego las mojaba y de pronto estaba dentro de aguas cenagosas; los insectos infestaban esos pantanos, mientras desaparecían las graciosas palmeras para dar paso a los árboles de mangle con raíces nudosas, que sobresalían como las viejas piernas de un hombre. Para poder salir de esos pantanos, a veces acampaba y esperaba que alguna barca de pescador pasara para que me llevara bordeando su orilla. Sin embargo, otras veces rodeaba tierra adentro hasta que los pantanos disminuían a flor de tierra y se disipaban en tierra seca, por la cual podía transitar.
Recuerdo que la primera vez que lo hice me llevé un buen susto. La noche me cogió en la húmeda orilla de uno de esos pantanos y pasé un rato amargo tratando de encender un fuego. De hecho, éste fue tan pequeño y daba tan poca luz, que cuando levanté los ojos pude ver, a través del heno que colgaba más allá, en los mangles, un fuego mucho más brillante que el mío, pero que ardía con una flama azul que no era natural.
«¡La Xtabai!», pensé inmediatamente, habiendo oído historias del fantasma de una mujer que camina por esas regiones, envuelta en unas vestiduras que emiten una luz atemorizante. De acuerdo con esas historias, cualquier hombre que se aproxime a ella se dará cuenta de que su vestido es solamente una caperuza para esconder la cabeza, y que el resto de su cuerpo está desnudo y es seductoramente bello. Él, inevitablemente, se verá tentado a acercarse más, pero ella seguirá tratando de esquivarlo y de repente se encontrará caminando sobre arenas movedizas, de las que por desgracia no podrá salir. Mientras él es tragado por ellas y antes de que su cabeza desaparezca, la Xtabai por fin dejará caer su capucha para revelar que su rostro es sólo una calavera sonriendo perversamente.
Llevando mi cuchillo de obsidiana, me moví agachándome hasta donde estaban las raíces y los árboles de mangle y después me arrastré sobre ellos. La llama azul me esperaba. Probaba cada parte del terreno antes de poner completamente mi pie con todo su peso y si bien me llegué a mojar hasta las rodillas y mi manto se desgarró con las espinas de los arbustos circundantes, nunca llegué a hundirme. La primera cosa que noté fue un olor poco usual. Por supuesto, todo el pantano era lo suficientemente fétido; con aguas estancadas, raíces podridas y mohosos hongos venenosos, pero ese nuevo olor era horrible: como de huevos podridos. Yo pensé para mí: «¿Cómo es posible que un hombre persiga aun a la más bella Xtabai, si ella apesta tanto?». Sin embargo proseguí y, finalmente me paré enfrente de la luz, pero no era un fantasma de mujer en lo absoluto. Era una llama sin humo, que perdiendo altura brotaba directamente del suelo. No sé qué la mantenía viva, pero obviamente se alimentaba de aquel aire nocivo que se colaba de alguna fisura del pantano.
Quizás otros fueron atraídos a sus muertes por la luz, pero la Xtabai es completamente inocente de eso. Y nunca he podido descubrir por qué ese aire maloliente puede prender una llama cuando un aire ordinario no lo hace. Sin embargo después, en varias ocasiones me volví a encontrar con el fuego azul, siempre con el mismo hedor y la última vez me tomé la molestia de investigar, y encontré otro material tan extraordinario como el aire que lo enciende. Cerca de la llama de la Xtabai me paré sobre una clase de vegetal viscoso e instantáneamente pensé: «Esta vez las arenas movedizas me han agarrado». Pero no; fácilmente pude librarme y cogí un puñado apretado de ese cieno y regresé con él al campamento.
Era negro como el óxitl que se extrae de la savia del pino, aunque más pegajoso, como goma. Cuando lo examiné enfrente del fuego, un pedacito cayó sobre las llamas causando un fuego más alto y más caliente. Muy contento de ese descubrimiento accidental, tiré todo el puñado sobre el fuego y éste ardió brillantemente toda la noche, sin que yo tuviera que poner más ramas. Desde entonces cada vez que tenía que acampar cerca de un pantano, no me tomaba la molestia en juntar ramas secas, buscaba el cieno negro, ciertas clases de burbujas y fango, y siempre hacía un fuego mucho más caliente y brillante del que podría haber hecho cualquiera de los aceites que acostumbrábamos para el uso de nuestras lámparas.
Para entonces, estaba en las tierras de la gente que nosotros los mexica llamábamos indiscriminadamente los olmeca, simplemente porque ese pueblo era nuestro principal suministrador de oli. Por supuesto, sus gentes estaban divididas en varias naciones: Coatzacuali, Coatlícamac, Cupilco y otras, pero toda esa gente era muy parecida. Muchos hombres iban inclinados bajo el peso de sus nombres y las mujeres y los niños iban constantemente masticando. Es mejor que me explique.
En los árboles originarios de esa nación, hay dos clases que cuando su corteza se corta, gotea una savia que se solidifica hasta cierto grado. Un árbol produce el oli que nosotros usamos en su forma más líquida como goma de pegar y en su forma más dura, en nuestras elásticas pelotas tlachtli. La otra clase de árbol, produce una goma más suave de sabor dulce llamada tzictli. No tiene absolutamente ningún uso excepto ser mascada. No quiere decir comida; nunca se traga; cuando pierde su sabor o elasticidad se escupe y otro pedazo se pone en la boca y se masca, se masca y se masca. Sólo las mujeres y los niños hacen eso; en los hombres se consideraría afeminado. Sin embargo, gracias a los dioses, ese hábito no ha sido introducido en ninguna otra parte, porque hace que las mujeres olmeca, que por otro lado son muy atractivas, se vean tan faltas de animación y tan bobas, como la cara llena de bolas de un manatí eternamente rumiando las cañas de un río.
Puede ser que los hombres no masquen tzictli, pero ellos tienen una costumbre igual de imbécil. En algún tiempo de su pasado, empezaron a usar distintivos para su nombre. En su pecho un hombre colgaba un pendiente de cualquier material que pudiera conseguir; cualquier cosa desde una concha marina hasta oro, llevando su nombre en glifo para que cualquier persona que pasara lo leyera. Así, si un extranjero preguntaba algo, podría dirigirse a él por su nombre. Quizás era innecesario, pero en aquellos días el distintivo del nombre se usaba solamente para incrementar la cortesía.
A través de los años, sin embargo, ese simple pendiente acabó siendo muy elaborado. Ya que ahora se le agrega también el símbolo de la ocupación del que lo lleva: un puño de plumas, por ejemplo, si él se dedica a ese comercio, y también indicación de su rango: si pertenece a la nobleza o los plebeyos; también distintivos adicionales con los glifos de los nombres de sus padres, abuelos y aun los más distantes antepasados; y chucherías dé oro, plata o piedras preciosas como una ostentación de su riqueza; y para aclarar cuál es su estado civil, enmarañados listones de colores para demostrar si es soltero, casado, viudo o padre de tantos hijos; además, otra señal de sus proezas militares, varios discos llevando los glifos de las campañas en las cuales tomó parte. Puede traer muchas más de esas chucherías colgando de su cuello hasta las rodillas. Así hasta nuestros días, cada hombre olmeca se inclina y casi se esconde bajo la aglomeración de preciosos metales, joyas, plumas, listones, conchas y coral. Y así, ningún extranjero tiene que hacerle preguntas; cada hombre lleva la respuesta a cualquier cosa que otro quiere saber de él o acerca de él.
A pesar de esas excentricidades, no todos los olmeca son tontos que se dedican durante toda su vida a cortar la corteza de los árboles. Son también aclamados y con justicia por sus artes, antiguas y modernas. Esparcidas aquí y allá, a lo largo de las tierras costeras, están las antiguas ciudades desiertas de sus antepasados y algunas de esas reliquias que quedan son sorprendentes.
Particularmente me sentí impresionado con las tremendas estatuas talladas en basalto, ahora medio hundidas en la tierra y cubiertas de hierbas. Todo lo que se puede ver de ellas son sus cabezas. Presentan una expresión vívida de truculencia alerta y todos sus cascos tienen una semejanza a las piezas de cuero protectoras para la cabeza de nuestros jugadores de tlachtli, por lo que es posible que las tallas representen a los dioses que inventaron ese juego. Digo dioses y no hombres, porque cualquiera de esas cabezas, por no mencionar sus cuerpos enterrados que van más allá de toda imaginación, es tan inmensamente grande, que puede caber en ella la casa de un ser humano.
Hay allí también, muchos frisos, columnas y cosas parecidas de piedra, incisos con figuras de hombres desnudos, algunos muy desnudos y muy machos, que parecen que están danzando, bebiendo o convulsionándose, por lo que yo presumo que los ancestros de los olmeca eran gente muy alegre. Y allí también hay figuritas de jade con detalles preciosos y soberbiamente terminadas, aunque es muy difícil distinguir las antiguas de las modernas, ya que aún quedan muchos artesanos entre los olmeca, quienes hacen trabajos increíbles en el tallado de piedras preciosas.
En la tierra llamada Cupilco, en su ciudad capital Xicalaca, bellamente situada en un delgado y largo pedazo de tierra, con el océano azul pálido a un lado y con una laguna verde claro al otro lado, encontré a un artesano llamado Tuxtem cuya especialidad era hacer peces y pájaros pequeñitos, no más grandes que la falange de un dedo, y cada una de las infinitesimales plumas y escamas de esas criaturas estaban hechas alternativamente en oro y plata. Más tarde yo llevé algunos de sus trabajos a Tenochtitlan y aquellos españoles que vieron y admiraron las pocas piezas que me quedaban dijeron que ningún artesano en ninguna parte de lo que ellos llamaban el Viejo Mundo, jamás había hecho nada tan maravilloso.
Yo continué siguiendo la costa, que entonces me guiaba hacia el norte a lo largo de la península maya de Uluümil Kutz. Ya les he descrito brevemente esa tierra monótona, mis señores, y no gastaré más palabras para hacerlo, excepto para mencionar que en su costa del oeste recuerdo solamente un pueblo, lo suficientemente grande para ser llamado pueblo, Kimpéch; y en la costa del norte otro, Tihó; y en la costa del oeste otro, Chaktemal.
Para entonces había estado ausente de Tenochtitlan durante más de un año. Así es que en una forma general me encaminé a casa otra vez. Desde Chaktemal me dirigí a tierra, hacia el oeste, cruzando a lo ancho de la península. Llevé conmigo bastante atoli, chocólatl y otras raciones de comida para viajar, además de cierta cantidad de agua. Como ya he dicho, es una tierra árida, con un clima maligno y no tiene una estación de lluvia bien definida. Crucé esas tierras en lo que podía ser su mes de junio, que es el mes dieciocho del año maya, llamado Kumkú, «Trueno»; no lo llamaban así porque trajera tormentas o por lo menos una llovizna, sino porque ese mes es tan seco que las tierras de por sí secas hacen el ruido de un trueno artificial, gimiendo y crujiendo, como si ellas se encogieran y se arrugaran.
Quizás ese verano fue mucho más seco y caliente de lo usual porque hice un extraño y valioso descubrimiento, según supe después. Un día llegué a un pequeño lago que parecía estar formado del cieno negro, que ya antes había encontrado en los pantanos de los olmeca, y que había utilizado para prender los fuegos de mis campamentos. Tiré una piedra en el lago, pero ésta no se hundió; rebotó en la superficie como si el lago hubiera sido de oli duro. Con mucho cuidado puse un pie en su negra superficie y me encontré con que ésta sostenía perfectamente bien mi peso. Era chapopotli, un material parecido a resina dura, pero negro. Derretido es usado para hacer que las antorchas ardan más brillantemente, para rellenar las grietas de los edificios, como un ingrediente en varias medicinas y como una pintura que no deja pasar el agua. Sin embargo, jamás había visto un lago lleno de eso.
Me senté en su orilla para comer un poco, contemplando ese descubrimiento. Mientras estaba allí sentado, el calor del Kumkú que todavía estaba haciendo que el campo retumbara y estallara alrededor de mí, hizo que de pronto se resquebrajara el chapopotli del lago. Su superficie se abrió en todas direcciones, como si hubiera estado hecha de telaraña, después, se separó en pedazos negros y dentados, que fueron arrojados a un lado, mientras que de su fondo sobresalían unas cosas largas negroparduscas que parecían ser las ramas y los brazos de un árbol, por mucho tiempo enterrado.
Me felicité a mí mismo por no haberme aventurado en el lago, en el momento en que éste crujió, pues probablemente hubiera sido herido en su convulsión. Pero, para cuando acabé de comer, todo estaba quieto otra vez. El lago ya no era liso; estaba agrietado con un revoltijo de fragmentos lustrosamente negros, sin embargo, no parecía que fuera otra vez a agitarse y tenía mucha curiosidad acerca de los objetos que habían sido arrojados fuera de la superficie. Así es que, cautelosamente volví a aventurarme por el lago, y cuando comprobé que no me hundía, caminé con cuidado a través de los pedazos y protuberancias agrietadas, y me encontré con que esas cosas eran huesos.
Aunque ya no estaban blancos, como generalmente lo están los huesos viejos, pues habían perdido su color durante el tiempo que estuvieron enterrados, éstos eran de un tamaño inconcebible, y entonces recordé que una vez nuestras tierras estuvieron habitadas por gigantes. Pero, aunque reconocí una costilla y un hueso de muslo allí, también me di cuenta de que no pertenecían a un gigante humano, sino a algún animal monstruoso. Lo único que puedo suponer es que, mucho tiempo antes, el chapopotli debió de haber estado líquido y que, alguna criatura sin fijarse pisó dentro de él y fue atrapado y succionado hacia adentro. Después, a través de las gavillas de años el líquido se solidificó a su presente consistencia.
Luego encontré dos huesos mucho más grandes que los otros, por lo menos así lo pensé. Cada uno era tan largo como mi estatura y cilíndrico, pero en uno de sus extremos era tan ancho como mi muslo y en su otro extremo terminaba en una punta áspera, tan ancha como mi dedo pulgar. Hubieran sido todavía más largos si no fuera porque habían crecido curvos en forma gradual, retorciéndose en su punta en una media espiral. Como los otros, estaban de un color negropardusco por el chapopotli, en el que habían estado enterrados. Estuve meditando por algún tiempo antes de ponerme en cuclillas y rascar su superficie con mi cuchillo, hasta encontrar su color natural: un blanco perla lustroso y suave. Esas cosas eran colmillos, unos colmillos inmensos como los de un jabalí. Sin embargo, pensé para mí, que si ese animal atrapado había sido un jabalí, en verdad debió de ser de la era de los gigantes.
Me levanté y consideré el asunto. Había visto pendientes, nariceras y otras chucherías similares, talladas en colmillos de osos, de tiburones, de jabalíes y eran vendidos por su peso, al mismo precio del oro. Lo que me preguntaba era: ¿qué podría hacer un maestro escultor como el difunto Tlatli, con un material como el de esos colmillos?
Como el país estaba escasamente habitado, cosa que no era sorprendente en vista de su destemplanza, tuve que andar hasta las tierras verdes y dulces de Cupilco, antes de llegar a la aldea de una oscura tribu olmeca. Todos los hombres se dedicaban a sacar la goma de los árboles, pero entonces no era la estación de recolectar la savia, así es que estaban sentados sin trabajar. No necesité ofrecer demasiada paga para que cuatro de los más fuertes trabajaran para mí, como cargadores. Aunque casi los perdí cuando se dieron cuenta de hacia dónde nos dirigíamos. El lago negro, me dijeron, era al mismo tiempo sagrado y pavoroso, y un lugar al que se deba evitar; así es que tuve que aumentar el precio prometido, antes de seguir adelante. Cuando llegamos allí y les mostré los colmillos, se dieron prisa en sacarlos; dos hombres para cada colmillo y luego, a pesar de lo pesados que eran, corrieron alejándose lo más rápido posible.
Los guié a través de Cupilco y hacia la orilla del océano a lo largo de esa franja de tierra, hacia la ciudad capital de Xicalanca, para llegar al taller del maestro Tuxtem. Él miró sorprendido y no muy complacido, cuando mis cargadores se acercaron bamboleándose bajo el peso de lo que parecían ser unos troncos. «No soy tallador de madera», dijo él, inmediatamente. Pero yo le expliqué lo que creía que eran, cómo los había encontrado y cuán raros debían de ser. Él tocó el lugar que yo había raspado y su mano que primero se detuvo expectante, lo acarició después y en sus ojos surgió un brillo.
Despedí a los cansados cargadores dándoles las gracias y pagándoles un poco más. Entonces, le dije al artista Tuxtem qué quería que él hiciera con mi descubrimiento.
«Quiero algunas tallas para vender en Tenochtitlan. Usted puede cortar los colmillos ajustándolos a sus conveniencias. De las partes más largas, quizás pueda hacer figuritas talladas de dioses y diosas mexica. De las piezas más chicas, quizá pueda hacer tubos para poquíetl, peines, dagas ornamentales. Aun de los fragmentos más pequeñitos puede hacer pendientes y cosas parecidas. Pero lo dejo a su gusto, maestro Tuxtem, a su juicio artístico». «De todos los materiales con que he trabajado en mi vida —dijo solemnemente—, éste es único. Me proporciona una oportunidad y un desafío que seguramente nunca volveré a tener. Antes de sacar la más pequeña muestra con que experimentar, pensaré larga y profundamente qué aperos y qué sustancias debo utilizar para darles el pulido final… —Hizo una pausa y luego dijo casi desafiante—. Es mejor que le diga lo siguiente: De mí y de mi trabajo simplemente demando lo mejor. Éste no será un trabajo de un día, joven señor Ojo Amarillo, ni de un mes». «Claro que no —convine—. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo hubiera tomado los trofeos y me hubiera ido. De todas maneras, no tengo ni idea de cuándo volveré a pasar por Xicalanca, así es que tome usted todo el tiempo que requiera. Ahora, en cuanto a su paga…». «Sin duda soy un tonto por decir esto, pero estimo que el mayor precio que se me pueda pagar es la promesa de que usted dará a conocer que las piezas fueron esculpidas por mí y dirá mi nombre». «Tonto de la cabeza, maestro Tuxtem, si bien lo digo admirando la integridad de su corazón. Ya sea que usted ponga un precio o no, ésta es mi oferta. Usted tomará una vigésima parte, por peso, del trabajo terminado que usted hará para mí o del material en bruto, para hacerlo a su gusto». «Una oferta magnífica. —Él inclinó la cabeza en señal de aquiescencia—. Ni aun siendo el más ambicioso de los hombres, me hubiera atrevido a pedir un pago tan extravagante». «Y no tema —añadí—. Yo escogeré a los compradores tan cuidadosamente como usted escogerá sus aperos. Solamente serán personas capaces de comprender el valor de estas cosas. Y a cada una de ellas se les dirá: esta pieza fue hecha por el maestro Tuxtem de Xicalanca».
Si en la península de Uluümil Kutz el tiempo había sido seco, en Cupilco era la temporada de lluvias, una temporada muy molesta para viajar en esas Tierras Calientes, en donde casi todo era selva desparramándose. Así es que me dirigí de nuevo hacia las playas abiertas, caminando hacia el oeste, hasta que llegué al pueblo de Coatzacoalcos, al que ustedes ahora llaman Espíritu Santo, y en donde terminan las rutas comerciales del norte al sur, a través del angosto istmo de Tecuantépec. Pensé, que como ese istmo era una tierra llana, de pocos bosques y con un buen camino, podría hacer una jornada fácil aunque la lluvia me cogiera con frecuencia. Y, también, que al otro lado del istmo había una posada hospitalaria, en donde estaba mi adorable Gie Bele de la Gente Nube, y en donde podría tener un agradable descanso antes de continuar hacia Tenochtitlan.
Así es que de Cotzacoalcos me desvié hacia el sur. Algunas veces caminé en compañía de caravanas de pochteca o con mercaderes individuales y pasamos a muchos otros yendo en dirección contraria. Pero un día en que iba viajando solo por un camino solitario, cuando llegué a su cumbre, vi a cuatro hombres sentados debajo de un árbol al otro lado. Estaban andrajosos y parecían bestiales; lentamente y con expectación se levantaron cuando yo me aproximé. Recordé a los bandidos con los cuales nos habíamos encontrado antes, y puse mi mano sobre mi cuchillo de obsidiana que traía en la banda de mi taparrabo. No podía hacer otra cosa más que caminar y tener la esperanza de pasar con un simple intercambio de saludos. Sin embargo, aquellos cuatro hombres no pretendieron invitarme a compartir su comida, o pedir compartir mis raciones o siquiera hablar, solamente cayeron sobre mí.
Desperté. O desperté lo suficiente como para darme cuenta de que estaba desnudo sobre una esterilla, con una cobija abajo y otra encima de mi desnudez. Me encontraba en una choza aparentemente vacía, sin ningún otro mueble y a oscuras, excepto por la luz del día que se filtraba a través de las hendeduras de las paredes y del tejado de paja. Un hombre de mediana edad estaba arrodillado a mi lado y por sus primeras palabras comprendí que era un físico. «El paciente vuelve en sí —dijo a alguien que estaba detrás de él—. Temí que nunca se recobrara de ese prolongado estupor». «¿Entonces, vivirá?», preguntó una voz femenina. «Bien, por lo menos puedo empezar a aplicarle el tratamiento, que no hubiera sido posible si se hubiera quedado insensible. Yo diría que él llegó apenas a tiempo con ustedes». «Estaba tan mal, que casi lo echamos fuera. Sin embargo, a través de la sangre y la tierra, lo reconocimos como Zaa Nayàzú».
Ese nombre no me sonó muy bien. Por un momento y de alguna manera, yo no podía ni recordar mi nombre, pero tenía la intuición de que era un poco menos melodioso de como lo pronunció, cantando, esa voz de mujer.
Mi cabeza me dolía atrozmente y sentía como si todo su contenido me lo hubieran sacado y en su lugar me hubieran puesto brasas al rojo vivo, y también me dolía todo el cuerpo. Mi memoria estaba en blanco y no recordaba muchas cosas más, además de mi nombre, pero estaba lo suficientemente consciente como para saber que no me había enfermado o algo por el estilo, sino que de alguna manera había sido golpeado o herido. Deseaba preguntar dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y quién me estaba atendiendo, pero no pude hablar.
El doctor le decía a la mujer que yo no alcanzaba a ver: «Quienes hayan sido los ladrones, intentaron darle un golpe de muerte. Si no hubiera sido por esa pesada banda que lo protegió, ahora lo estaría; su cuello se habría roto o su cabeza se habría partido como una calabaza. Sin embargo, el golpe fue un choque muy fuerte para su cerebro, eso es evidente por la gran hemorragia nasal. Y ahora que sus ojos están abiertos, observe, una pupila está más grande que la otra».
Una muchacha se inclinó por el hombro del doctor y me miró. A pesar de la triste condición en que estaba, pude darme cuenta de que su rostro era muy bello y que del pelo negro que lo enmarcaba partía desde su frente un mechón blanco, hacia atrás. Tuve la vaga impresión de haberla visto antes y para mi perplejidad, también parecía encontrar algo familiar con el simple hecho de mirar hacia el techo de paja. «Si sus pupilas no son iguales —dijo la muchacha—, ¿es eso un mal síntoma?». «Sí, en extremo —dijo el doctor—. Una indicación infalible de que algo anda mal dentro de su cabeza. Así es que, además de tratar de fortalecer y nutrir su cuerpo, de curar sus contusiones y magulladuras, debemos tener cuidado de que su cerebro esté libre de todo esfuerzo y excitación. Manténgalo caliente y sin luz. Dele caldo y sus medicinas cada vez que despierte, pero por ningún motivo lo deje sentarse y trate de que no hable».
De la manera más tonta, traté de decirle al físico que estaba totalmente incapacitado para hablar. Entonces, de repente, la choza se hizo más oscura y yo tuve la desagradable sensación de ir cayendo rápidamente en las tinieblas profundas.
Me dijeron más tarde que estuve así por muchos días y muchas noches, que mis períodos de consciencia eran solamente esporádicos y breves, y que, entre esos períodos, yacía en un estupor tan profundo que tenía muy preocupado al doctor. En mis momentos de consciencia, algunas veces solamente, recordaba cuando había estado el físico, pero siempre se encontraba allí la muchacha. Siempre estaba dejando caer sobre mis labios, con cuidado, un caldo sabroso y caliente o una amarga poción, o lavaba con una esponja aquellas partes de mi cuerpo que podía sin cambiarme de posición, o me ponía un ungüento que olía a flores. Su rostro era siempre el mismo, bello, preocupado, sonriendo con ánimo hacia mí; pero extrañamente, o por lo menos así le parecía a mi mente ofuscada, a veces tenía el mechón blanco y a veces no.
Debí de haber estado entre la vida y la muerte, y debí de haber escogido entre presentarme ante los dioses o dejar eso más tarde a mi tonali. Sin embargo, llegó el día en que desperté con mi mente un poco más clara, miré al techo y me pareció singularmente familiar, miré a la muchacha que estaba cerca de mí, miré su mechón blanco y me las arreglé para gruñir: «Tecuantépec». «Yaa —dijo ella en náhuatl y luego siguió—: Quema», y sonrió. Era una sonrisa cansada, después de una vigilia de día y de noche atendiéndome. Traté de preguntar, pero ella me puso un dedo frío sobre mis labios. «No hables. El doctor dijo que no debías hacerlo por un tiempo. —Ella hablaba el náhuatl de forma vacilante, aunque mejor de lo que yo recordaba haberlo oído hablar anteriormente en aquella choza—. Cuando estés bien, nos podrás contar todo lo que recuerdes de lo que te sucedió. Ahora, yo te contaré lo poco que sabemos».
Había estado limpiando un pavo en el patio de la posada, una tarde, cuando una persona llegó allí tambaleándose, no venía por donde pasan las rutas comerciales que van del este al oeste, sino que se acercaba por el norte, a través de los campos vacíos que están en la ribera del río. Hubiera huido adentro de la posada y atrancado la puerta, si el susto que se llevó la hubiera dejado moverse con más rapidez y por eso pudo reconocer algo familiar en el hombre desnudo, sucio y cubierto de sangre cuajada, que tenía enfrente. A pesar de haber estado casi al borde de la muerte, el instinto de conservación debió de obrar en mí, para poder recordar dónde estaba la posada. Mi cara abatida parecía una máscara y mi pecho estaba cubierto de sangre que todavía manaba de mi nariz. Tenía el resto de mi cuerpo lleno de rojos arañazos hechos por espinas, con marcas de contusiones por los golpes y las caídas. Las plantas de mis pies desnudos estaban abiertas, incrustadas de polvo y piedrecillas. Pero ella me reconoció como el benefactor de su madre y me ayudó. No me llevaron a la hostelería, porque no hubiera podido descansar apaciblemente. Para entonces era un lugar próspero y de continuo movimiento, muy favorecido por los pochteca mexica como yo que, según me dijo ella, le habían ayudado a mejorar su conocimiento del náhuatl. «Por lo tanto, creímos que era mejor traerte aquí, a nuestra antigua casa, en donde podríamos atenderte sin ser molestado por las continuas idas y venidas de los huéspedes. Y después de todo, es tuya, recuerda que tú se la compraste a mi madre. —Ella hizo un movimiento para que yo no hablara y continuó—: Supimos que te atacaron unos bandidos, pues llegaste desnudo y sin ningún bulto».
De pronto me sentí alarmado al recordar algo. Con un esfuerzo ansioso levanté mi brazo dolorido y lo dejé caer sobre mi pecho, mientras mis dedos encontraban el topacio que todavía estaba colgando de su correa y di un gran suspiro de alivio. Aun aquellos ladrones tan rapaces, debieron de pensar que era el símbolo de algún dios, y supersticiosamente se abstuvieron de robarlo. «Sí, sólo traías eso puesto —dijo la muchacha al ver mi movimiento—. Y esa cosa pesada, que no sé qué es». Sacó por debajo de mi esterilla el pesado bultito con sus cordones y la banda que servía para sujetarlo a la frente. «Ábrelo», dije, y mi voz sonó ronca después de no haber hablado en tanto tiempo. «No hables», me repitió, pero me obedeció y cuidadosamente fue desdoblando capa tras capa de tela. Al quedar al descubierto el polvo de oro, que por alguna causa se había endurecido por la transpiración, era tan brillante que casi iluminaba el interior oscuro de la cabaña, y ponía chispas doradas en sus ojos oscuros. «Siempre supusimos que eras un joven rico —murmuró, luego pensó por un instante y dijo—: Pero, tú te preocupaste primero por el pendiente. Antes que el oro». No sabía si podía hacerle entender mi explicación sin palabras, pero le hice un guiño y con otro esfuerzo alcancé el cristal y esa vez lo llevé a mi ojo y la miré a través de él, por todo el tiempo que pude sostenerlo allí. Y entonces me quedé sin habla aunque hubiera podido hablar, de lo bella que era. Mucho más bella de lo que pensaba o recordaba. Y entre otras cosas, no podía recordar su nombre.
El mechón claro cautivó mi ojo, pero no era necesario para cautivar el corazón. Sus largas pestañas eran como las alas del más pequeño chupamirto. Sus cejas tenían la curvatura de las alas de las gaviotas al levantar el vuelo. Sus labios se elevaban en sus junturas, también, como alas desplegadas, en las que parecía atesorar una sonrisa secreta. Cuando sonreía, como inconfundiblemente lo estaba haciendo en aquellos momentos, quizá por la expresión intrigada de mi rostro, aquellas alas se profundizaban hasta convertirse en unos hoyuelos encantadores y su rostro resplandecía más que mi oro. Si la choza hubiera estado llena de gente desgraciada, afligida por un duelo o por las almas sombrías de los sacerdotes, se hubieran sentido impelidos por su sonrisa, a sonreír a pesar de ellos mismos.
Me sentí muy feliz por haber vuelto a Tecuantépec y haber encontrado a aquella muchacha, aunque habría deseado llegar saludable y fuerte, con todo el éxito de un joven pochtécatl. En lugar de eso, yacía postrado en una cama, casi sin vida y flácido y no era un espectáculo muy agradable de ver, cubierto como estaba con las costras de numerosos arañazos y cortes. Me sentía muy débil todavía como para comer por mí mismo o tomar mis medicinas, excepto por su mano. Y si, además, no olía mal, era porque me tenía que someter a que ella me lavara todo el cuerpo.
«Eso no es conveniente —protesté—. Una doncella no debe lavar el cuerpo desnudo de un hombre». Ella dijo con calma: «Ya te hemos visto desnudo antes. Y debiste de haber venido desnudo a través de la mitad del istmo. Además —y en aquellos momentos su sonrisa era atormentadora—, aun una doncella puede admirar el cuerpo de un hombre joven y guapo». Creo que me ruboricé en toda la extensión de mi cuerpo, pero por lo menos la debilidad me ahorró la mortificación de que uno de mis órganos estuviera impelido a responder a su contacto y quizás hacerla huir de mi presencia.
No había pensado en las ventajas del matrimonio desde los sueños poco prácticos que Tzitzitlini y yo habíamos compartido. Pero no necesitaba pensar mucho para decidir que nunca encontraría en ninguna otra parte o nunca más, quizás, una novia tan deseable como aquella muchacha de Tecuantépec. A pesar de que la herida de mi cabeza aún estaba en proceso de curación, mi cerebro todavía retenía en su memoria algunas de las tradiciones tzapoteca; que la Gente Nube tenía muy pocas razones y deseos para casarse con forasteros y si alguno de ellos lo hacía, quedaba para siempre proscrito. A pesar de ello, cuando el doctor me dijo que ya podía hablar, traté solamente de decir aquellas palabras que me hicieran atractivo a los ojos de la muchacha. Aunque sólo era un mexica despreciable, y en aquellos momentos un espécimen ridículo y desdichado, hice gala de todo el encanto de que era capaz. Le di las gracias por su bondad para conmigo, la cumplimenté también por su belleza y le dije muchas lisonjas y palabras persuasivas. Pero dentro de mis más floridos discursos, me las arreglé para mencionar la considerable fortuna que, a tan temprana edad, había ya amasado, y los planes que tenía para engrandecerla más; también le hice ver claramente que si se casaba conmigo no le faltaría nada. Aunque me abstuve de hablar abruptamente y aun de insinuar una proposición, hice alusiones al respecto, como: «Me sorprende mucho que una muchacha tan bonita como tú, no se haya casado». Ella sonreía y decía algo como: «Ningún hombre me ha cautivado lo suficiente como para perder mi independencia». Otra vez le dije: «Pero seguramente eres cortejada por muchos pretendientes». «Oh, sí. Desafortunadamente, los jóvenes de Uaxyácac tienen muy poco que ofrecer. Yo creo que están más interesados en tener la parte que me corresponde de la hostería, que en tenerme a mí». En otra ocasión dije: «Debes de conocer a muchos hombres elegibles, entre el constante tráfico de huéspedes de tu posada». «Bien, ellos me dicen que son elegibles. Pero tú sabes que la mayoría de los pochteca son viejos, muy viejos para mí, y además extranjeros. Sin embargo, me hacen la corte ardientemente, aunque siempre he sospechado que tienen una esposa en casa y no me sorprendería que tuvieran otras esposas al final de cada una de las rutas en que viajan». Yo me atreví a decir: «Yo no soy viejo. No tengo esposa en ninguna parte. Si alguna vez tengo una, será ella sola y para el resto de mi vida». Me miró largamente y después de cierto silencio dijo: «Quizá te hubieras casado con Gie Bele. Mi madre».
Repito, mi mente no estaba todavía bien del todo, como debiera de estar. Hasta ese momento, había olvidado por completo que me había acostado con su madre —¡ayya, qué vergüenza!— y en su propia presencia. Dadas las circunstancias, debió de haber pensado que era el más salaz sinvergüenza, cortejando de repente a la hija de esa mujer.
Sólo pude murmurar con un embarazo muy grande: «Gie Bele… ya recuerdo… lo suficientemente mayor como para ser mi madre…». A lo cual la muchacha me volvió a mirar largamente, sin decir nada y yo pretendí quedarme dormido.
Quiero reiterarles, mis señores escribanos, que mi mente había sido afectada tremendamente por el golpe recibido, y que con verdadero tormento volvía lentamente a su entendimiento. Ésta es la única excusa que tengo por los desatinos que dije. El peor de todos, el más triste y que me trajo las más largas y últimas consecuencias, fue el que hice una mañana, cuando le dije a la muchacha: «Me he estado preguntando cómo lo haces y por qué». «¿Cómo hago qué?», preguntó ella, mostrando su sonrisa. «Algunos días tu pelo tiene ese mechón blanco, maravilloso en toda su longitud. Otros, como en estos momento, no lo tienes».
Involuntariamente, con un gesto femenino de sorpresa, pasó su mano a través de su rostro, que por primera vez vi desanimarse. Y por primera vez, también, aquellos rincones de su boca, como alas levantadas, decayeron. Se quedó parada y nos quedamos mirándonos el uno al otro por un buen rato. Estoy seguro de que la expresión de mi rostro era la de un sinvergüenza. Cuál era la emoción que ella sentía, no puedo decirlo, pero cuando por fin habló, había un ligero temblor en su voz. «Yo soy Beu Ribé —dijo ella e hizo una pausa como si estuviera esperando que yo hiciera algún comentario—. En tu lenguaje quiere decir: Luna que Espera». E hizo otra pausa, y yo le dije de todo corazón: «Es un nombre muy bello, y te queda a la perfección». Evidentemente estaba esperando oír otra cosa, pues me dijo: «Gracias —pero lo dijo mitad enojada y mitad dolida—. Es mi hermana menor, Zyanya, la que tiene un mechón blanco en su Pelo».
No me había dado cuenta, estúpidamente, de que eran dos muchachas igualmente bellas, las que me atendían en días alternados. Había caído apasionadamente enamorado de lo que, en mi confusión, había tomado por una sola y bella doncella. Y había sido capaz de eso, solamente porque de la manera más tonta había olvidado que una vez por lo menos estuve un poco enamorado de su madre… de la madre de ambas. Si me hubiera quedado más tiempo en Tecuantépec en mi primera visita, esa intimidad hubiera culminado en haber llegado a ser el padrastro de las muchachas. Lo más espantoso de todo fue que durante esos días de mi lenta convalecencia, había estado, indiscriminadamente, simultáneamente y con imparcial ardor, cortejando a ambas, a ellas que hubieran podido ser mis hijastras.
Deseé morir. Deseé haber muerto en los eriales del istmo. Deseé no haber salido nunca del estupor en el que había estado por tanto tiempo. Pero lo único que pude hacer fue esquivar su mirada y no decir nada más. Beu Ribé hizo lo mismo. Siguió atendiendo a mis necesidades tan apta y tiernamente como siempre, pero conservaba su rostro alejado del mío y cuando no tenía otra cosa que hacer por mí, se iba sin ninguna ceremonia. En sus siguientes visitas durante aquel día, trayendo comida o medicinas, permaneció silenciosa y reservada.
El siguiente día le correspondía a la hermana menor, la del mechón blanco, y yo la saludé con un: «Buenos días, Zyanya», sin hacer ninguna mención acerca de mi indiscreción del día anterior, pues tenía la esperanza de poder pretender que había estado bromeando y que siempre había notado la diferencia entre las dos muchachas. Pero, como era lógico, ella y Beu Ribé desde un principio debían de haber discutido la situación, así es que a pesar de mis brillantes esperanzas, no la engañé más de lo que ustedes esperaban. Me miró de reojo largamente mientras yo parloteaba, aunque su expresión parecía ser más divertida que enojada o resentida. Quizás haya sido la forma en que las muchachas acostumbraban a mirar, como atesorando una secreta sonrisa.
Con verdadera pena, tengo que comunicarles que todavía no acababa de cometer desatinos, o de quedar desolado por las nuevas revelaciones. De pronto se me ocurrió preguntar: «¿Es que tu madre atiende todo el tiempo la posada, para que vosotras tengáis que cuidarme? Yo pensé que Gie Bele podría disponer de un momento para venir a…». «Nuestra madre murió», me interrumpió y por un momento su rostro se nubló. «¿Qué? —exclamé—. ¿Cuándo? ¿Cómo?». «Hace más de medio año. En esta casa, ya que no podía pasar su confinamiento en la hostería entre los huéspedes». «¿Confinamiento?». «Mientras esperaba la llegada de su bebé».
Si no hubiera estado acostado, me hubiera caído.
Dije débilmente: «¿Tuvo un bebé?». Zyanya me miró con cierta preocupación. «El físico dijo que no debías causar problemas a tu mente. Te contaré todo cuando estés más fuerte». «¡Que los dioses me condenen en Mictlan! —eructé, con mucho más vigor del que pensé que tendría—. Debió de ser mi bebé, ¿no es así?». «Bien… —dijo ella y dejó escapar un profundo suspiro—. Tú fuiste el único hombre con quien se acostó después de la muerte de mi padre. Estoy segura de que ella sabía cómo tomar las debidas precauciones, porque cuando yo nací ella sufrió muchísimo y el doctor la previno de que debía ser la última criatura. De ahí mi nombre. Pero como habían pasado tantos años, debió pensar que ya no estaba en edad de concebir. De todas maneras —Zyanya retorció sus dedos—, sí, ella estaba preñada por un extranjero mexica y tú sabes cuáles son los sentimientos de la Gente Nube, acerca de esas relaciones. No hubiera pedido ser atendida por un físico de los be’n zaa».
«¿Entonces, ella murió por negligencia? —demandé—. ¿Solamente porque la testaruda de su gente rehusó a asistirla…?». «No lo sé. Quizás hubieran rehusado, pero ella no les preguntó. Había un joven viajero mexica en la posada, que había estado por un mes o más. Él fue muy solícito con ella por su condición y se ganó su confianza hasta que ella le contó todas las circunstancias, y él la comprendió con tan buen corazón, como ninguna otra mujer lo hubiera hecho. Él dijo que había estudiado en una calmécac, escuela, y que ahí había recibido clases rudimentarias en el arte de la medicina. Así es que cuando le llegara su tiempo, él estaría aquí para ayudarla». «¿Ayudarla? ¿Cómo, si ella murió?», dije, maldiciendo silenciosamente al entremetido. Zyanya se encogió de hombros con resignación. «Ella había sido prevenida del peligro. Fue un parto muy difícil y que llevó mucho tiempo. Tuvo una gran hemorragia y mientras el hombre trataba de contenerla, el bebé se estranguló con el cordón umbilical». «¿Los dos murieron?», sollocé. «Lo siento. Tú insististe en saber. Espero que no vaya a provocarte una recaída». «¡Que me condene en Mictlan! —maldije otra vez—. El bebé… ¿qué fue?». «Un niño. Ella pensaba… si hubieran vivido… ella decía que lo iba a llamar Zaa Nayàzú, como tú. Pero por supuesto no hubo ceremonia de nombre». «Un niño. Mi hijo», dije rechinando los dientes. «Por favor, Zaa, trata de tener calma —dijo ella, utilizando mi nombre por primera vez, con agradable familiaridad, y añadió compasivamente—: No hay a nadie a quien culpar. No creo que ninguno de nuestros doctores lo hubiera hecho mejor, de como lo hizo ese extranjero bondadoso. Como ya te dije, tuvo una gran hemorragia. Nosotras limpiamos la casa, pero todavía quedan algunos rastros indelebles. ¿Ves?». Levantó la cortina que cubría la puerta dejando pasar un rayo de luz y me enseñó en el marco de la puerta, la mancha rojiza que dejó el hombre al estampar allí su firma, la huella sangrienta de su mano.
No sufrí una recaída. Continué mejorando, mi cerebro gradualmente se fue despojando de sus telarañas y mi cuerpo recobró su fuerza y su peso. Beu Ribé y Zyanya continuaron cuidándome alternativamente y ninguna de ellas dio lugar a ningún avance amoroso de mi parte, y por supuesto tuve mucho cuidado de no mencionarles nada más que pudiera tomarse por un cortejo. En verdad, me maravillaba de su tolerancia para atenderme en todo y prodigarme tantos cuidados, considerando que fui la causa primordial de la muerte de su madre. En cuanto a mis sueños, la esperanza de ganarme la voluntad de alguna de las muchachas y casarme con ella, aunque sincera y perversamente amaba a las dos por igual, estaba fuera de todo pensamiento. La posibilidad de que ellas alguna vez hubiesen sido mis hijastras, fue sólo una especulación. Sin embargo, el que yo había engendrado a su medio hermano, de tan corta vida, era un hecho inalterable.
Llegó el día en que me sentí lo suficientemente bien, como para seguir mi camino. El doctor me examinó y dijo que mis pupilas estaban normales otra vez, pero insistió en que diera un poco de tiempo a mis ojos para que éstos se fueran acostumbrando poco a poco a la plena luz del día, y así lo hice yendo afuera de la puerta primero y luego más lejos cada día. Beu Ribé sugirió que estaría más cómodo si pasaba ese tiempo de convalecencia en la posada, ya que había una habitación vacía en aquel momento. Así es que accedí y Zyanya me trajo algunas ropas de su difunto padre. Por primera vez, en no sé cuántos días, me puse un manto y un taparrabo otra vez. Las sandalias que me prestaron eran demasiado pequeñas para mí, así es que le di a Zyanya un poquito de polvo de oro y fue corriendo al mercado a comprarme un par de mi talla. Después, con pasos vacilantes, pues no estaba tan fuerte como había pensado, dejé aquella choza para siempre.
No era difícil de ver que la posada se había convertido en un lugar favorecido por los pochteca y otros viajeros. Cualquier hombre con buen sentido y buena vista se sentiría complacido en pernoctar allí, sólo por tener el privilegio de estar cerca de las bellas y casi gemelas anfitrionas. Sin embargo, la hostería también ofrecía habitaciones limpias y cómodas, alimentos de buena calidad y sirvientes atentos y corteses. Las muchachas habían hecho esas mejoras deliberadamente, pero, sin calcularlo conscientemente, también habían saturado el aire de todo el establecimiento con sus sonrisas y buen humor. Con suficientes sirvientes para hacer las faenas pesadas y el fregado, las muchachas tenían sólo que supervisar, así es que siempre andaban vestidas de la mejor manera y para realzar el doble impacto de sus bellezas se vestían como gemelas, siempre igual. Aunque al principio me resentí de la forma en que los huéspedes masculinos las miraban y de cómo bromeaban con ellas, después me sentí agradecido de que estuvieran tan ocupados en enamorarlas, ya que no se dieron cuenta, como yo lo hice un día, de algo mucho más sorprendente acerca de la ropa de las muchachas.
«¿En dónde conseguisteis esas blusas?», pregunté a las hermanas sin que me oyeran los otros viajeros y mercaderes. «En el mercado —dijo Beu Ribé—. Pero eran todas blancas cuando las compramos. Nosotras las decoramos». La decoración consistía en un diseño que bordeaba el escote cuadrado de las blusas y el borde del dobladillo. Era de lo que nosotros llamamos «diseño de cerámica», del que he escuchado decir a algunos de sus arquitectos españoles, con cierta sorpresa al verlo, «el diseño de las grecas griegas», aunque no sé qué es una greca griega. Y esa decoración no estaba bordada, sino pintada en color, y el color era de un púrpura vivo y profundo.
Yo pregunté: «¿Dónde conseguisteis ese colorante?». «Ah, esto —dijo Zyanya—. Es bonito ¿verdad? Entre los efectos de mi madre, encontramos un pequeño recipiente de cuero que tenía un colorante de este color. Mi padre se lo dio poco antes de que él desapareciera. Como sólo había lo suficiente para teñir estas dos blusas, no pudimos pensar qué otro uso darle. —Luego me dijo vacilante y casi con desazón—: ¿Tú crees que hicimos mal, Zaa, al apropiárnoslo para una frivolidad?». Dije: «De ninguna manera. Todas las cosas bellas deberían estar reservadas solamente a las personas bellas. Pero, decidme, ¿habéis lavado ya esas blusas?». Las muchachas me miraron perplejas: «Pues, sí, varias veces». «Entonces el color no se corre, ni se decolora». «No, es un buen colorante —respondió Beu Ribé y entonces me dijo lo que había estado tratando de averiguar—. Esto es por lo que perdimos a nuestro padre. Él fue al lugar en donde se encuentra el colorante, para comprar una gran cantidad y hacer una fortuna con esto, y nunca más regresó». Dije: «Eso fue hace años. ¿No erais vosotras demasiado jóvenes como para recordar si vuestro padre mencionó adónde había ido?». «Hacia el suroeste, a lo largo de la costa —dijo frunciendo el ceño por la concentración—. Él habló de un lugar salvaje con grandes rocas, en donde el océano ruge y se estrella». «En donde vive una tribu ermitaña que se llama Los Desconocidos —agregó Zyanya—. Oh, también mencionó, ¿recuerdas Beu?, dijo algo acerca de caracoles. Nos prometió traernos conchas pulidas para hacernos un collar». Tratando de no parecer demasiado ansioso, pregunté: «¿Podría alguna de vosotras guiarme cerca del lugar en donde creéis que él fue?». «Cualquiera puede —dijo la hermana mayor, haciendo un gesto vago hacia el oeste—. La única costa con rocas en estas partes es allá». «Pero el lugar exacto del colorante debe de ser un secreto bien guardado. Nadie más lo ha encontrado desde que vuestro padre fue a buscarlo. Una de vosotras podría recordar, mientras vamos hacia allá, algunas otras alusiones que haya dejado caer». «Es posible —dijo la más joven—. Pero, Zaa, tenemos que encargarnos de la hostería». «Por mucho tiempo, mientras me estuvisteis atendiendo, os turnasteis como hosteleras. Seguro que alguna de vosotras podría tomarse unas vacaciones. —Ellas se miraron con incertidumbre y yo persistí—: Estaréis persiguiendo el sueño de vuestro padre. Él no fue un tonto. Allí hay una fortuna en colorante púrpura». Alcancé una maceta cerca de allí y corté de la planta dos pajitas, una corta y una larga y las sostuve en mi puño de tal manera que sobresalieran al mismo nivel. «Escoged. La que tome la pajilla corta se gana unas vacaciones y una fortuna que los tres podemos compartir».
Las muchachas vacilaron sólo un momento, luego estiraron sus manos y escogieron. De eso hace más o menos cuarenta años, mis señores, y hasta este día no puedo decirles quién de los tres ganó o perdió al escoger. Lo único que puedo decirles es que Zyanya tomó la más corta. Y así, como un eje pequeño y trivial da vueltas, nuestras vidas dieron vuelta en ese instante.
Mientras las muchachas cocinaban y secaban comida de pinoli y molían y mezclaban chocólatl para nuestras provisiones, fui al mercado de Tecuantépec para comprar otras cosas que necesitaríamos en el viaje. En la tienda del armero sopesé y balanceé varias armas, finalmente seleccioné una maquáhuitl y una lanza corta que se acomodaba mejor a mi brazo.
El armero dijo: «¿Se está preparando el joven señor para enfrentarse a algún peligro?». Respondí: «Voy a la tierra de los chóntaltin. ¿Ha oído hablar de ellos?». «Ayya, sí. Esa gente horrible que vive en la costa. Chóntaltin es por supuesto la palabra en náhuatl. Nosotros los llamamos los zyú, pero quiere decir lo mismo: “Los Desconocidos”. Actualmente, todos son huave, una de las tribus de los huave más bestiales y escuálidas. Quizá sepa que los huave no tienen realmente tierra propia. Nosotros los toleramos viviendo en pequeños grupos aquí y allá, en tierras que no nos son aptas». Yo dije: «Arriba, en las montañas de Tzempuülá, una vez pasé la noche en una de sus aldeas. No eran gente muy sociable».
«Bueno, si durmió entre ellos y despertó vivo, conoció a una de las tribus huave más benigna. No encontrará a los zyú de la costa tan hospitalarios. Oh, ellos le darán una bienvenida calurosa, quizá demasiado calurosa. A ellos les gusta asar y comerse a los visitantes, para cambiar un poco su monótona dieta de pescado».
Yo estuve de acuerdo con él, en que ellos eran encantadores, pero le pregunté cuál era el camino más fácil y expedito para llegar. «Usted puede ir directamente de aquí hacia el suroeste, pero hay una cadena de montañas volcánicas por ese camino. Le sugiero que siga el río que corre hacia el sur hasta el océano, luego a lo largo de las playas. O hacia nuestro puerto pesquero de Nozibe donde podrá encontrar a un barquero que lo llevará todavía más rápido por el mar».
Y eso fue lo que Zyanya y yo hicimos. Si hubiera estado viajando solo, no me hubiera puesto a pensar en escoger una ruta tan fácil, pero quería ahorrarle a la muchacha la mayor cantidad posible de rigores e incomodidades. Sin embargo, después descubrí que ella era una buena compañera, dura para viajar; nunca se quejó del mal tiempo, o de acampar al aire libre o si comía comida fría o ninguna, o si estaba rodeada por la selva y por animales salvajes. Pero ése fue un viaje pausado y cómodo. Fue un solo día de camino, un paseo agradable, a través de las llanuras paralelas al río hasta el puerto de Nozibe. Ese nombre sólo significa «Salinas» y el «puerto» consistía en unos cuantos postes con techos de hojas de palma, en donde los pescadores podían sentarse a la sombra. La playa estaba llena de redes tendidas para secarse y para remendarse; había un gran movimiento de canoas hechas de troncos huecos, yendo y viniendo a través de las rompientes o arrastradas en la arena por los hombres.
Encontré a un pescador que estuvo algo reacio en admitir que en algunas ocasiones había visitado a los zyú al otro lado de la costa, que algunas veces había completado su pesca comprándoles algunos pescados y que hablaba un poco de su lengua. «Pero de mala gana, me permiten que les hable. —Y luego me previno—. Un forastero que se aproxime a ellos va hacia su propia muerte». Tuve que subir mi oferta de pago hasta un precio exorbitante, para que estuviera de acuerdo en llevarnos, de ida y vuelta, en su bote, a lo largo de la costa de esa nación, y servirme como intérprete allí, si es que me daban la oportunidad de decir algo. Mientras tanto, Zyanya había encontrado un refugio de palma desocupado y extendido, sobre la arena suave, las cobijas que habíamos traído de la hostería. Así es que aquella noche, dormimos castamente retirados el uno del otro.
Nos pusimos en camino al amanecer. El bote estaba cerca de la playa, exactamente en la línea en donde el agua rompía y el botero remó en un silencio moroso, mientras Zyanya y yo parloteábamos alegremente, haciéndonos notar el uno al otro los maravillosos paisajes tierra adentro, que parecían enjoyados. La extensión de la playa se veía como un polvo de plata, pródigamente esparcido entre la turquesa del mar y la esmeralda de las palmeras, de las que prorrumpían frecuentemente bandadas de aves color rubí y pájaros dorados. Sin embargo, conforme nos íbamos alejando hacia el oeste, la arena blanca gradualmente se fue oscureciendo hasta llegar a ser gris y luego negra; de las verdes palmeras se levantaba una hilera de volcanes. De repente, algunos de ellos echaban humo. Las erupciones violentas y los temblores de tierra, me dijo Zyanya, ocurrían con mucha frecuencia en esa costa.
A la mitad de la tarde, nuestro botero rompió su silencio. «Ahí está la aldea zyú a la que voy a llamar», y con sus remos hizo girar nuestro bote hacia un montón de chozas que estaban en una playa negra. «¡No! —exclamó Zyanya, de repente y con excitación—. Tú me dijiste, Zaa, que podría recordar algunas otras cosas que mi padre dijo. ¡Y así es! ¡Él mencionó la montaña que camina en el agua!». «¿Qué?».
Y ella apuntó enfrente de la proa del bote. Más allá de la aldea zyú, las arenas se terminaban abruptamente en un formidable peñasco, como una montaña que se hubiera salido de la hilera de volcanes que estaban tierra adentro. Se levantaba como una muralla a lo largo de la playa y se extendía mar adentro. Aun a la considerable distancia en que estábamos, podía ver, con mi cristal de topacio, los chorros de agua emplumada que se estrellaban muy alto, contra la falda del gigantesco peñasco.
«¡Ve qué rocas tan grandes forman esa montaña! —dijo Zyanya—. ¡Ése es el lugar en donde se encuentra el colorante púrpura! ¡Ahí es donde debemos ir!». Yo le aclaré: «Ahí es a donde yo debo ir, muchacha». «No —dijo el barquero negando con su cabeza—. La aldea ya es bastante peligrosa». Tomé mi maquáhuitl y la sostuve de tal manera que él la pudiera ver y acaricié su orilla inicua de obsidiana negra y dije: «Usted dejará a la muchacha aquí en la playa. Dirá a los nativos que no la molesten, que regresaremos por ella al oscurecer. Luego usted y yo iremos a la montaña que camina en el agua».
Él gruñó y predijo cosas espantosas, pero movió su bote hacia la playa. Supongo que todos los hombres zyú debían de estar pescando, porque sólo unas cuantas mujeres salieron de las chozas, cuando nosotros desembarcamos. Eran unas criaturas sucias, con los pechos desnudos, descalzas y vestidas con faldas harapientas. Oyeron impasibles todo lo que les dijo el barquero y miraban de fea manera a la muchacha bonita que se quedaba desamparada entre ellas, pero no hicieron ningún movimiento siniestro, mientras estuvimos al alcance de la vista. No me sentía muy feliz de dejar a Zyanya allí, pero eso era preferible a llevarla a un peligro mayor.
Cuando el botero y yo estuvimos otra vez fuera de la playa, hasta un hombre acostumbrado a vivir en la tierra como yo, podía ver que era casi imposible aproximarse al declive de la montaña. Sus peñascos irregulares, muchos de ellos tan grandes como un palacio de Tenochtitlan, se extendían alrededor como un obstáculo insalvable. El océano rompía sobre esas rocas de riscos y torres, dejando caer toda su fuerza en columnas de agua blanca. Éstas se levantaban increíblemente altas y como se suspendieran un momento y luego se dejaran caer con fuerza con un rugido estruendoso, como si todos los rayos de Tláloc tronaran al mismo tiempo, y después, se deslizan otra vez adentro, haciendo remolinos que engullían y succionaban tan poderosamente, que incluso algunos de aquellos peñascos del tamaño de una casa se estremecían a simple vista.
La agitación del mar era tan fuerte que el barquero tuvo que utilizar toda su destreza para que pudiéramos desembarcar sin zozobrar en una playa al este de la montaña. Cuando hubimos arrastrado la canoa por la arena fuera del alcance de las garras del mar, y cuando al fin dejamos de toser y de escupir el agua salada, sinceramente lo felicité: «Si usted se puede enfrentar tan valerosamente a este mar borrascoso, no debe temer a esos viles zyú». Mis palabras parecieron infundirle cierto valor, así es que le di mi lanza para que la llevara y le hice una seña para que me siguiera. A grandes zancadas atravesamos la playa hacia la pared de la montaña, y encontramos un declive por el cual pudimos subir. Éste nos llevó a cierta altura de la montaña, como la mitad del camino entre el nivel del mar y la cumbre, y desde esa altura podíamos ver la interrumpida playa que continuaba hacia la parte oeste. Dimos la vuelta hacia la izquierda siguiendo la orilla, hasta que llegamos a un promontorio muy por encima de esa hilera de grandes rocas desparramadas y de la furia de las grandes olas. Estaba en el lugar del que habló el padre de Zyanya, pero no parecía el sitio más adecuado para encontrar el precioso colorante púrpura o los frágiles caracoles o cosa parecida.
Lo que encontré fue un grupo de cinco hombres que escalaban hacia nosotros. Obviamente eran sacerdotes zyú pues estaban tan sucios y con el pelo tan enredado como los sacerdotes mexica y para añadir algo más a su falta de elegancia, no llevaban vestiduras harapientas, sino andrajosas pieles de animal, cuyo olor llegaba hasta nosotros. Los cinco hombres nos miraban hostilmente y cuando el que parecía ser el más importante de ellos dijo algo en la lengua huave, también sonó hostil. «Dígales y dígaselo rápido —dije al botero—, que vengo a ofrecerles oro a cambio de comprarles un poco de su colorante púrpura». Antes de que él pudiera hablar, uno de los hombres gruñó: «No necesito él. Yo hablo lóochi. Yo sacerdote de Tiat Ndik, dios del mar, y éste es su santuario. Ustedes morirán por poner pies aquí». Yo traté de convencerlos con simples palabras lóochi, de que no hubiera tenido que introducirme en terreno santo, si hubiera podido hacer mi proposición en cualquier otro lugar o de otra manera. Pedí su indulgencia por mi presencia y que considerara mi oferta. Aunque sus cuatro subordinados seguían mirándome con miradas asesinas el sacerdote principal pareció un poco más apaciguado y sus maneras fueron más obsequiosas. O por lo menos, su siguiente amenaza a mi vida no fue tan ruda. «Váyase ahora, Ojo Amarillo, quizá pueda salir con vida».
Traté de sugerir que, ya que de todas maneras había profanado esos santos recintos, sólo tomaría un poco más de tiempo el que pudiéramos intercambiar mi oro, por su colorante. Él dijo: «Colorante santo para dios del mar. Ningún precio lo puede comprar. —Y volvió a repetir—: Váyase ahora, quizá pueda salir con vida». «Muy bien. Pero antes de que me vaya, ¿puede usted satisfacer mi curiosidad? ¿Qué tienen que ver los caracoles con el colorante púrpura?». «¿Chactzi?». Él hizo eco de la palabra lóochi de caracoles, sin comprender, y se volvió hacia el barquero para que tradujera, quien estaba perceptiblemente temblando de miedo. «Ah, el ndik diok», dijo el sacerdote comprendiendo. Vaciló por un momento, pero se volvió y me hizo señas para que lo siguiera. El botero y los otros cuatro hombres se quedaron allí en lo alto, mientras el sacerdote principal y yo descendíamos hacia el mar. Fue un largo camino, las paredes resonaban, los chorros de agua blanca rompían cada vez más arriba y más arriba, alrededor de nosotros rociándonos con una espuma fría. Al fin, llegamos a una depresión abrigada por grandes peñascos y en ella había un estanque de agua que sólo chapoteaba de un lado a otro, mientras afuera el resto del océano se estrellaba rugiendo. «Lugar santo de Tiat Ndik —dijo el sacerdote—. Donde el dios nos deja escuchar su voz». «¿Su voz? —dije—. ¿Quiere usted decir, algún ruido del océano?». «¡Su voz! —insistió el hombre—. Para oír, tiene que poner cabeza adentro».
Sin dejar de verlo y sin soltar mi maquáhuitl, me arrodillé e incliné mi cabeza de lado, hasta que uno de mis oídos descansó sobre el agua que chapoteaba. Al principio sólo pude oír el latido de mi propio corazón, que pulsaba en mi oído, era un sonido atemorizante; luego, escuché uno todavía más extraño; empezó suavemente, pero lentamente se fue haciendo más audible. Pudo haber sido algún silbido bajo el agua —si es que alguien puede hacerlo bajo el agua— y silbaba una melodía mucho más sutil de la que podría cualquier músico en la tierra. Aun ahora, no puedo compararlo con ningún otro sonido que haya escuchado en toda mi vida. Mucho después, decidí que debió de haber sido el viento que corría a través de las grietas y hendiduras de aquellas rocas, silbaba y simultáneamente al entrar al agua, emitía un sonido diferente. Ese silbido engañador, sin duda llegaba de algún otro lado, y el estanque sólo lo revelaba como una música que no era terrenal. Pero en ese momento y bajo esas circunstancias, estaba dispuesto a aceptar la palabra del sacerdote, de que era la voz de un dios.
Mientras tanto él se estaba moviendo alrededor del estanque y observándolo desde varios puntos, finalmente metió el brazo hasta su hombro. Buscó por un momento y luego sacando su mano la abrió ante mí, diciendo: «Ndik diok». Me atrevería a decir que tenía cierta relación con el caracol de tierra, pero el padre de Zyanya se había equivocado al prometerle un collar de pulidas conchas. Aquella criatura era una babosa viscosa del largo de mi dedo. El liso caracol no tenía ninguna concha en su espalda y no se distinguía en nada que yo pudiera ver.
El sacerdote inclinó su cabeza cerca de la babosa que tenía en su mano y la apretó fuertemente. Evidentemente eso molestó a la criatura, porque orinó o defecó en su mano; era una pequeña substancia amarillo-pálido. El sacerdote con cuidado volvió a dejar al animal en una roca dentro del agua, luego sostuvo la palma de su mano ante mí para que observara y yo me retiré un poco, por el olor de pescado podrido que despedía aquella substancia. Sin embargo y para mi sorpresa, empezó a cambiar de color; del amarillo al verde, del verde al azul, del azul al rojo y luego se fue haciendo de color más profundo y más intenso hasta llegar al fin a un púrpura vibrante.
Sonriendo, el hombre levantó la mano y restregó la substancia en mi manto. La mancha brillante seguía oliendo de forma horrible, pero sabía que su colorante jamás se desteñía o se borraba. Él me volvió a hacer un gesto para que lo siguiera y nosotros ascendimos entre las rocas dando traspiés mientras que con una combinación de señas y su lóochi lacónico, el sacerdote me explicó todo lo referente al ndik diok.
Los hombres zyú exprimen a los caracoles solamente dos veces al año, en los días santos que son seleccionados por una complicada adivinación. Aunque hay miles de caracoles marinos adheridos a las rocas, de cada uno de ellos se extrae una cantidad diminuta de segregación. Así es que para colectarlo, los hombres tienen que nadar entre el agua de rompientes tumultuosas y sumergirse entre ellas, en busca de caracoles que exprimir, poniendo sus substancias en redecillas de hilo de algodón o en recipientes de cuero y volviendo a dejar a las criaturas ilesas. Los caracoles se tienen que mantener vivos hasta la siguiente extracción, sin embargo, los hombres no son tan indispensables; en cada uno de esos rituales de medio año, cuatro o cinco se ahogan o se estrellan contra las rocas.
«¿Pero cómo es posible que usted rehúse un beneficio, después de tantos trabajos y de tanto sacrificio de su gente?», pregunté arreglándomelas para hacerme comprender por el sacerdote. Él volvió a hacer señas con la cabeza y me guió todavía más lejos, hacia una gruta viscosa y me dijo con orgullo: «Nuestro dios del mar a quien escuchó, Tiat Ndik». Era una estatua en bulto hecha sin maestría, que solamente consistía en una pila de rocas redondas: un gran peñasco para el abdomen, uno más pequeño para el pecho y uno, todavía más pequeño, para la cabeza. Sin embargo, toda esa cosa —ese montón de inútiles rocas inanimadas— estaba coloreada de un púrpura brillante.
Alrededor del Tiat Ndik había recipientes y redecillas de algodón llenas de colorante; un tesoro de incalculable valor enterrado ahí.
Cuando regresamos al punto de partida, el disco rojo encendido de Tonatíu se estaba hundiendo a lo lejos en el océano, al oeste y bullendo entre nubes vaporosas. Luego el disco desapareció y por un momento vimos la luz de Tonatíu brillando fuera del mar, allí en la orilla tenue del mundo, un destello verde esmeralda, brillante, breve y nada más. El sacerdote y yo regresamos hacia donde habíamos dejado a los otros, mientras él seguía tratando de convencerme de que las ofrendas del colorante púrpura eran necesarias, ya que si no se halagaba con ellas a Tiat Ndik, los zyú no tendrían más peces en sus redes.
Yo argüí: «Por todos esos sacrificios y ofrendas, su dios del mar los deja vivir en una existencia miserable, comiendo pescado. Déjeme llevar su púrpura al mercado y yo les traeré el suficiente oro como para que puedan comprar una ciudad. La ciudad de una nación agradable y honesta, llena hasta el borde de mejores alimentos que el pescado y con esclavos que les sirvan». Él continuó obstinadamente: «El dios nunca lo permitiría. El púrpura no se puede vender. —Después de un momento añadió—: Algunas veces nosotros no comemos pescado, Ojo Amarillo». Él sonrió y señaló a los cuatro sacerdotes que estaban alrededor de un fuego.
Estaban asando dos muslos humanos acabados de cortar, utilizando mi lanza para eso. No había ninguna señal del resto del barquero. Tratando de no aparentar en mi rostro el temblor que sentía, tomé de mi máxtlatl el bultito de polvo de oro y lo tiré al suelo entre el sacerdote y yo. «Ábralo con cuidado —dije—, no sea que se lo lleve el viento. —Mientras él se arrodillaba y empezaba a desdoblar la tela, yo continué—: Si yo pudiera llenar mi canoa del púrpura, regresaría con el bote casi lleno de oro. Pero le ofrezco esta cantidad de oro sólo por la cantidad de recipientes que yo pueda cargar con mis brazos».
Para entonces ya había abierto la tela, el montón de polvo brillaba a la luz del ocaso, los otros cuatro sacerdotes se acercaron a echar una mirada sobre su figura encogida. Él dejó parte del polvo correr entre sus dedos, luego, sosteniendo la tela con sus dos manos, la sopesó con suavidad para juzgar su peso. Sin mirarme me dijo: «Usted da todo este oro por el púrpura. ¿Cuánto da por la muchacha?». «¿Qué muchacha?», pregunté y el corazón me dio un brinco. «La que está detrás de usted».
Yo lancé una mirada rápida hacia atrás. Zyanya estaba exactamente detrás de mí, se veía infeliz, y un poco más atrás de ella había seis o siete hombres de los zyú, quienes veían con ansiedad a ella, a mí y al ojo de oro. El sacerdote todavía estaba arrodillado sopesando el oro, cuando yo me volví otra vez y dejé caer mi maquáhuitl. La tela y sus manos cortadas cayeron en el suelo, aunque el sacerdote solamente se tambaleó, azorado y estremecido por la sangre que manaba de sus muñecas.
Los otros sacerdotes y los pescadores saltaron hacia él, no sé si fue para agarrar el oro que se escapaba o para ayudar a su jefe mutilado, pero exactamente en el mismo instante giré rápidamente, asiendo a Zyanya por la mano, y a golpazos y patadas me abrí paso entre el círculo cerrado de hombres y tiré de ella, encabezando una carrera a todo lo largo del risco y bajando hacia el lado este. En breve estuvimos fuera de la vista de los aporreados zyú y yo me desvié abruptamente, para escabullirme entre algunos peñascos que estaban más altos, sobre nuestras cabezas.
Los zyú nos darían caza y naturalmente esperaban que saliéramos disparados hacia nuestra canoa en la playa. Sin embargo, aunque hubiéramos podido alcanzarla y hacernos al mar, yo no tenía ninguna experiencia en el arte de remar y conocer el mar; los perseguidores probablemente nos hubieran cogido con sólo vadear adelante de nosotros.
Algunos de ellos pasaron corriendo y gritando en aquellos momentos cerca de nuestro escondite improvisado, corriendo con dirección de la playa, como yo lo había esperado. «¡Ahora, vamos colina arriba!», dije a Zyanya y no perdió aliento en preguntar el porqué, sino que subió conmigo. La mayor parte de aquel promontorio era roca desnuda y nosotros teníamos que escalar con mucho cuidado a través de las hendiduras y grietas para no ser visibles a los de abajo. Más arriba crecían en la montaña, árboles y arbustos en los que nos hubiéramos podido esconder con más facilidad, pero aquella parte estaba todavía a un largo trecho de distancia, y también estaba preocupado acerca de los pájaros, pues con sus chillidos podían descubrir nuestra posición. Cada paso que dábamos, parecía como si se levantaran en vuelo toda una bandada de gaviotas, pelícanos y cuervos marinos.
Sin embargo, luego me di cuenta de que los pájaros estaban revoloteando no sólo alrededor de nosotros, sino en todas partes de la montaña; también habían aves de tierra: papagayos, palomas, mirlos; volando alrededor a la ventura y graznando o chillando con aparente agitación. Y no solamente las aves, animales usualmente tímidos y nocturnos huían singularmente; armadillos, iguanas, ardillas, víboras y hasta un ocelote pasó brincando sin mirarnos y todos los animales, como nosotros, se movían montaña arriba. Entonces, a pesar de que todavía faltaba un buen rato para que estuviera completamente oscuro, oí el aguzado lamento del coyote desde algún lugar, y adelante de nosotros en las alturas, no muy lejos una hilera sinuosa de murciélagos salió como escupida de una grieta, y entonces supe lo que se aproximaba: una de las convulsiones tan comunes en aquella costa. «Rápido —urgí a la muchacha—. Ahí arriba. Donde salen los murciélagos. Debe de haber una caverna. Entremos en ella». La alcanzamos exactamente cuando los últimos murciélagos salían, era un túnel en la roca, lo suficientemente ancho como para que nos acurrucáramos en él, lado a lado. Qué tan profunda era, nunca lo averigüé, pero de todas maneras debió de ser una caverna muy grande por la incontable multitud de murciélagos que salieron de ella y, porque mientras yacíamos en el túnel, hasta nosotros llegaba más allá de su interior, el olor de guano acumulado. De repente, todo quedó en silencio afuera de nuestra madriguera; los pájaros debieron de haber volado muy lejos y los animales estarían ya sanos y salvos en la tierra; aun se calló el usual chillido continuo de las cigarras.
El primer temblor fue corto pero también sin ruido. Oí a Zyanya susurrando asustada: «Zyuüù», y yo la abracé protectora y fuertemente contra mí. Después oímos un rumor largo, sordo como un gruñido que venía desde algún lugar tierra adentro. Uno de los volcanes de aquella sierra estaba vomitando, si es que no en erupción, tan violentamente que hacía temblar toda la tierra, tan lejos que llegaba hasta aquí.
El segundo y tercer temblor, y no puedo recordar cuántos más llegaron intensificándose con gran rapidez, con una mezcla de movimientos oscilatorios y simultáneamente rotatorios, de golpazos y meneos. Parecía como si la muchacha y yo hubiéramos sido puestos dentro de un tronco y luego haber sido lanzados sobre los rápidos de un río y entonces oímos el ruido, tan ensordecedoramente fuerte y prolongado que hubiéramos podido estar, igualmente, dentro de un tambor que rompe corazones, siendo tocado por un sacerdote demente. El ruido era producido por la montaña que se rompía en pedazos, haciendo que todas las rocas de ese gran peñasco se extendieran más sobre el mar.
Yo me preguntaba en qué momento Zyanya y yo estaríamos entre esos fragmentos, después de todo, los murciélagos habían huido de allí, pero ya no podíamos escurrirnos fuera del túnel, aunque tuviéramos pánico, ya que estábamos siendo fieramente sacudidos. Tratamos de acurrucamos un poco más adentro del túnel, cuando de repente, la boca de éste se oscureció; un pedazo gigantesco había caído de lo alto de la montaña y había rodado exactamente allí. Afortunadamente para nosotros, siguió rodando y dejó que la luz entrara nuevamente aunque con una nube de polvo que llegó hasta nosotros haciéndonos toser.
Entonces mi boca quedó todavía más seca, pero fue de terror, al oír un sordo retumbido atrás de nosotros, que salía de dentro de la montaña. El vasto agujero de la caverna de los murciélagos era sacudido desde dentro; su techo, como una cúpula, se caía a pedazos atrayendo hacia sí, probablemente, todo el peso de la montaña. Yo esperaba que nuestro túnel se rompiera lanzándonos a los dos de pies adentro de ese colapso total y crujiente del mundo inmediato. Cubrí a Zyanya con mis brazos y puse mis piernas alrededor de ella, sosteniéndola todavía más apretadamente, con la pobre esperanza de que mi cuerpo le diera alguna protección, cuando los dos fuéramos arrojados dentro de las entrañas pulverizadas de la tierra.
Sin embargo, nuestro túnel se sostuvo firme y ése fue el último temblor alarmante. Lentamente el movimiento y los ruidos se aquietaron, hasta que no oímos más que unos cuantos ruidos afuera de nuestro refugio: el de piedras pequeñas que caían y guijarros que seguían detrás de las rocas más grandes, montaña abajo. Yo me moví, tratando de sacar mi cabeza hacia afuera para ver qué había quedado de la montaña, pero Zyanya me detuvo por la espalda. «No, todavía no —me previno—. Todavía hay más temblores. O puede haber algún peñasco oscilando sobre nosotros, listo para caer. Espera un rato». Por supuesto que ella tenía razón de ser prudente, aunque nunca le pregunté francamente si ésa fue la única razón por la que me detuvo.
Ya he mencionado los efectos que un temblor de tierra tiene sobre un ser humano fisiológica y emocionalmente. Yo sé que Zyanya podía sentir mi tepule erecto contra sus pequeñas partes. Y aun teniendo puesta su blusa y yo mi manto, podía sentir la erección insistente de sus pezones contra mi pecho. Al principio murmuró: «Oh, no, Zaa, no debemos…». Luego dijo: «Por favor, no, Zaa. Tú fuiste el amante de mi madre…». Y luego dijo: «Tú fuiste el padre de mi hermanito. Tú y yo no podemos…». Si bien su aliento estaba acelerado, siguió diciendo: «Esto no está bien…», hasta que al fin dijo, con lo que le restaba de aliento: «Bien, tú me salvaste amorosamente de esos salvajes…», después de lo cual, jadeó silenciosamente hasta que los gritos y gemidos de placer empezaron. Luego un poquito más tarde, ella susurró: «¿Lo hice bien?».
Si hay algo bueno que decir de un temblor, debo hacer notar que su singular movimiento ayuda a una muchacha virgen a disfrutar su desfloración, que rara vez se consigue de otra manera. Zyanya se deleitó tanto con eso que me retuvo hasta que nos entregamos el uno al otro dos veces más y tanto vigor me había dado el temblor, que en todo ese tiempo no nos desunimos. Después de cada eyaculación mi tepule naturalmente se encogía, pero entonces el pequeño círculo de músculos que Zyanya tenía allí, lo apretaba tan atormentadoramente que mi miembro se volvía a alargar.
Hubiéramos podido seguir así por más tiempo sin ninguna pausa, pero la boca del túnel se oscureció en esos momentos en un singular color gris-rojizo y como deseaba saber cuál era nuestra situación antes de que cayera la noche nos escurrimos hacia afuera y nos pusimos de pie. Era después del ocaso, pero el volcán o el temblor había lanzado una nube de polvo hacia el cielo y en ella todavía se reflejaban los rayos de Tonatíu, desde Mictlan, o desde donde se encontraba en ese momento. El cielo, que había estado azul oscuro, estaba entonces luminosamente rojo y coloreaba de rojo el mechón que Zyanya tenía en el pelo. También reflejaba la suficiente luz para que nosotros pudiéramos ver alrededor.
El océano estaba bullendo y agitándose espumosamente, alrededor de un área mayor de rocas. El camino que habíamos tomado para escalar la montaña ya no era reconocible; en muchas partes tenía montones de cascajo, en otras se había abierto en profundas y anchas grietas. A un lado de nosotros la montaña se había hundido formando un agujero negro, exactamente en donde había estado la caverna de los murciélagos. «Parece —reflexioné—, que las rocas al deslizarse aplastaron a todos nuestros perseguidores y quizá también su aldea desapareció. Si no fue así, seguro que nos culparán del desastre y tratarán de vengarse más». «¿Culparnos?», exclamó Zyanya.
«Yo profané el lugar sagrado de su poderoso dios. Supondrán que provoqué su ira. —Pensé acerca de eso interrogándome, y dije—: A lo mejor lo hice. —Después volví a la realidad—. Pero si pasamos aquí la noche en este lugar escondido, y mañana nos levantamos temprano y nos vamos antes del amanecer, creo que Podemos poner bastante distancia a cualquier tipo de persecución. Cuando otra vez tengamos a la vista a Tecuantépec…». «¿Podremos regresar, Zaa? No tenemos provisiones, ni agua…». «Todavía tengo mi maquáhuitl. He cruzado peores montañas de las que hay de aquí a Tecuantépec. Cuando regresemos… Zyanya, ¿querrás casarte conmigo?».
Se sorprendió de mi abrupta proposición pero no exactamente por ese hecho. Ella dijo suavemente: «Yo supuse que ya había contestado antes de que tú me lo preguntaras. Quizá sea inmodesto de mi parte lo que voy a decir, pero no puedo culpar totalmente al zyuüù por… lo que pasó». Dije sinceramente: «Le doy las gracias al zyuüù, por haber hecho esto posible. Sin embargo, desde hace mucho tiempo te quiero, Zyanya». «¡Está bien, entonces!», dijo ella, y sonrió hermosamente haciendo un gesto con sus brazos, como diciendo, está hecho. Yo negué con mi cabeza, dando a entender de que no era tan fácil y su sonrisa desapareció para dejar paso a cierta ansiedad. Dije: «Para mí, tú eres el más grande tesoro que jamás tuve la esperanza de encontrar. Para ti, yo no lo soy. —Ella empezó a hablar, pero yo moví otra vez mi cabeza—. Si tú te casas conmigo, serás proscrita para siempre de tu gente, la Gente Nube. No es un pequeño sacrificio el ser relegado por este pueblo unido, orgulloso y admirable». Ella pensó un momento, luego me preguntó: «¿Me creerías si te dijera que eres una persona de mucho valor?». «No —dije—, porque estoy mejor informado de mi valor o de mi falta de valor, más de lo que tú sabes». Ella asintió como si ya esperara una respuesta parecida. «Entonces lo único que puedo decir es que amo más a un hombre llamado Zaa Nayàzú, que lo que amo a la Gente Nube». «¿Por qué, Zyanya?». «Pienso que te he amado siempre… pero no hablemos de lo pasado. Solamente te digo que te amo hoy y que te amaré mañana. Porque el pasado se ha ido. Los hoy y los mañanas serán todos los días que podrán ser. Y en cada uno de estos días te diré, te amo. ¿Puedes creer eso, Zaa? ¿Puedes tú decir lo mismo?». Yo le sonreí. «Puedo, y más que puedo, lo haré. Te amo, Zyanya». Ella me devolvió la sonrisa y dijo de una manera traviesa: «No sé por qué estamos discutiendo eso. De todas maneras, parece que estamos marcados por nuestros destinos, por tu tonali, o por el mío o por los dos». Y ella apuntó su pecho y el mío. El colorante que el sacerdote me había embarrado estaba todavía húmedo cuando nos acostamos juntos. Así es que, en esos momentos, cada uno de nosotros tenía una mancha púrpura idéntica, ella en su blusa y yo en mi manto.
Y luego dije tristemente: «He estado mucho tiempo enamorado de ti, Zyanya, y ahora que tenemos promesa de ser esposo y esposa quisiera preguntarte lo que nunca pensé preguntarte, ¿qué significa tu nombre?».
Cuando me lo dijo, yo creí que bromeaba y solamente después de su solemne insistencia, la pude creer.
Como seguramente ya se habrán dado cuenta hasta ahora, mis señores, todas las gentes de todas las naciones tenían nombres que tomaban prestados de alguna cosa de la naturaleza, o de alguna cualidad natural o alguna combinación de los dos. Esto se evidencia en mi propio nombre de Nube Oscura y de otros de los que ya he hablado: Algo Delicado, Glotón de Sangre, Estrella del Atardecer, Flor Llameante. Así es que me costó mucho trabajo creer que una muchacha tuviera un nombre que no significaba absolutamente nada. Zyanya es sólo una palabra común y corriente y no significa nada en el mundo más que siempre.
Siempre.