
Capítulo V
CAPÍTULO V
La Justicia lo esperaba detrás de un estrado de madera; estaba sentada sobre un alto taburete y llevaba grandes bigotes; era benévola y tenía seis hijos («entre los cuales tres chiquillos como tú»); no se interesaba verdaderamente por Felipe, pero fingió interesarse.
Escribió su dirección en un cuaderno y mandó a un agente a buscar un vaso de leche.
Pero el joven agente se interesaba por Felipe, porque tenía olfato.
—Supongo que hay teléfono en tu casa —dijo la Justicia—. Vamos a llamarlos y decirles que estás sano y salvo. En seguida te mandarán a buscar. ¿Cómo te llamas, hijo?
—Felipe.
—¿Tu otro nombre?
—No tengo otro nombre.
No quería que lo mandaran buscar; él quería que lo llevara alguien capaz de impresionar a la misma señora de Baines. El joven agente lo observaba, observaba la manera como bebía la leche, lo observaba cuando trataba de eludir las preguntas.
—¿Por qué te escapaste de tu casa? ¿Para andar por las calles?
—No sé.
—No hay que hacer esas cosas, jovencito. Piensa en la ansiedad de tu padre y de tu madre.
—Se han ido de viaje.
—Bueno, de tu gobernanta.
—No tengo.
—Entonces, ¿quién se ocupa de ti?
Esa pregunta fue derecha al blanco. Felipe volvió a ver a la señora de Baines subiendo la escalera para pegarle, y luego esa masa de algodón negro en el vestíbulo. Se echó a llorar.
—Vamos, vamos, vamos… —dijo el sargento.
No sabía qué hacer. Hubiera querido que su mujer estuviera junto a él. Hasta una mujer de la policía lo habría sacado de apuros.
—¿No le parece raro —preguntó el agente— que nadie lo haya buscado?
—Se imaginan que está en su cama.
—¿Tuviste miedo, verdad? —preguntó el agente—. ¿De qué tuviste miedo?
—No sé.
—¿Alguien te golpeó?
—No.
—Ha tenido una pesadilla —dijo el sargento—. Habrá creído que la casa se quemaba. Yo he educado a seis. Rosa va a volver y lo conducirá a su casa.
—Quiero volver a casa con usted —dijo Felipe al joven agente—. Trató de sonreír, pero no era experto en esos fingimientos y fracasó.
—Es mejor que vaya yo —dijo el agente—. Quizá haya ocurrido algo dudoso.
—Qué disparate —dijo el sargento—. Es un trabajo de mujer. Sólo requiere tacto. Aquí llega Rosa. Súbase las medias, Rosa; deshonra a la fuerza pública. Tengo un trabajo para usted.
Rosa entró arrastrando los pies. Sus medias de algodón negro caían sobre sus zapatos. Tenía modales toscos y una voz ronca y hostil.
—¿Otra vez prostitutas?
—No. Tiene que llevar a este joven a su casa.
Ella miró a Felipe con sus ojos redondos de lechuza.
—No quiero ir con ella —dijo Felipe, que volvió a echarse a llorar—, no me gusta.
—Vamos, Rosa, un poco más de esa famosa seducción femenina —dijo el sargento.
El teléfono, colocado sobre el escritorio, empezó a sonar; descolgó el auricular.
—¿Qué? ¿Cómo, cómo? —dijo—. ¿Número 48? ¿Tiene un médico? —tapó el auricular con la mano—. No es extraño que no hayan buscado al chico. Estaban demasiado ocupados. Accidente. Una mujer se cayó por la escalera.
—¿Grave? —preguntó el agente.
El sargento le contestó con un silencioso movimiento de los labios. No se pronuncia la palabra muerte delante de un niño (¿quién podía saberlo mejor que él? Tenía seis), uno hace muecas, ruiditos con la garganta, toda una estenografía complicada para transmitir una palabra que sólo cuenta seis letras.
—En el fondo —dijo el sargento al joven agente— es mejor que vaya usted y que me traiga un informe. El médico ya está allí.
Rosa se alejó arrastrando los pies: mejillas rojas como manzanas, medias en tirabuzón. Puso las manos detrás de la espalda. Su boca grande estaba llena de dientes negros como la morgue está llena de cadáveres.
—Me dice que lo lleve y ahora porque hay algo interesante… No es que yo espere justicia de los hombres…
—¿Quién está en la casa? —preguntó el agente.
—El mayordomo.
—Usted cree —dijo el agente— que alguien vio…
—Confíe en mí —dijo el sargento—, he educado a seis. Los conozco de arriba abajo. No pueden enseñarme nada nuevo sobre los chicos.
—Parece haber sufrido una fuerte impresión.
—Pesadillas.
—¿El mayordomo se llama…?
—Baines.
—¿Tú quieres mucho a ese señor Baines? —dijo el agente a Felipe—. ¿Es bueno contigo?
Trataban de hacerle decir cosas. Él desconfiaba de todas las personas que lo rodeaban en esa habitación. Respondió: «Sí» sin convicción, porque tenía miedo de encontrarse de golpe cargado de nuevas responsabilidades, de nuevos secretos.
—¿Y a la señora de Baines?
—Sí.
Se inició un conciliábulo junto al escritorio. Rosa se quejaba con voz ronca. Era como la personificación de la mujer y defendía su femineidad con una exageración artificial, mostrando al mismo tiempo, con ayuda de sus medias caídas y de su cara sin afeites, que la despreciaba. El carbón de leña crujía en la estufa; el cuarto estaba demasiado caliente para esa tibia noche de fin de verano. Un cartel pegado a la pared describía un cadáver encontrado en el Támesis o más bien las ropas del ahogado: jersey, calzoncillo de lana, camiseta de lana con rayas azules, zapatos número cuarenta, traje de sarga azul estropeado en los codos, cuello duro. No habían encontrado nada particular en ese cuerpo; salvo sus medidas, era un cuerpo corriente.
—Ven —dijo el agente.
El asunto le interesaba, estaba contento de ir a comprobar, pero no podía dejar de sentirse un poco avergonzado por la compañía de ese chico en pijama. Había olfateado algo, no sabía muy bien qué, pero las sonrisas de los transeúntes le resultaban penosas. Los cafés habían cerrado y las calles estaban nuevamente llenas de hombres que trataban de prolongar el día. Recorrió con paso rápido las calles menos frecuentadas, eligiendo las aceras más oscuras, negándose a ir más lentamente mientras Felipe, a medida que se acercaban, trataba de retenerlo haciéndose tironear, y arrastrando los pies. Temía ver a la señora de Baines que esperaba en el vestíbulo; ahora sabía que estaba muerta. Se había enterado por las contorsiones de la boca del sargento; pero no estaba enterrada; no la habían hecho desaparecer. Cuando se abriera la puerta vería una persona muerta tendida en el vestíbulo.
El sótano estaba iluminado, y con gran alivio de Felipe, el agente se dirigió hacia la entrada de servicio. Quizá, después de todo, no viera a la señora de Baines. El agente golpeó porque en la oscuridad no se podía ver la campanilla y Baines vino a abrir. Se irguió en el umbral de la limpia y brillante cocina del sótano y se pudo ver la frase triste, plausible, satisfactoria que había preparado, helarse en sus labios cuando vio a Felipe. No había esperado ver a Felipe así, escoltado por un agente. Tuvo que volver a pensarlo todo. No era un hombre hipócrita; de no haber sido por Emmy hubiera dejado que la verdad lo condujera adonde ella quisiera.
—¿El señor Baines? —preguntó el agente.
Él asintió. No encontraba las palabras necesarias; estaba desconcertado por el rostro inteligente y sagaz del policía, así como por la imprevista aparición de Felipe.
—¿Este chico vive aquí?
—Sí —dijo Baines.
Felipe adivinaba que Baines trataba de transmitirle un mensaje, pero su espíritu se negó a recibirlo.
Quería a Baines, pero Baines lo había arrastrado a secretos y aprehensiones que él no comprendía. El pensamiento deslumbrante de la mañana: «Esto es vivir», se había convertido en la escuela de Baines en ese atroz recuerdo: «Esto era la vida». El pelo con olor a humedad rozando su boca, la pregunta torturada, jadeante y cruel: «¿Dónde están?», la masa de algodón negro cayendo en el vestíbulo. Esto es lo que pasaba cuando uno quería a alguien: se veía metido en complicaciones; y Felipe se liberó de la vida, del amor, de Baines, con un egoísmo implacable.
Había cosas entre ellos, pero él las suprimió como un ejército en retirada corta los hilos del telégrafo y hace saltar los puentes. Es posible que en el territorio que se abandona, uno haya dejado cosas queridas: una mañana en el parque, un helado en la confitería de la esquina, salchichas para la comida; pero en la retirada hay intereses mayores que esas pérdidas temporales. Cuando los tractores se ponen en marcha los ancianos imploran que los lleven, pero uno no puede, por culpa de ellos, poner en peligro la retaguardia: una larga y total retirada, lejos de la vida, de las preocupaciones, de las relaciones humanas está en juego.
—El doctor está aquí —dijo Baines. Señaló con la barbilla el interior de la habitación; humedeció sus labios, siempre fijos en Felipe, como un perro que suplica y al que no comprenden.
—Ya no hay nada que hacer —agregó—. Resbaló por los escalones de piedra de esta escalera del sótano. Yo estaba aquí. La oí caer.
Trataba de no mirar la libreta donde el agente con una minúscula letra como patas de moscas, anotaba en una sola página una enorme cantidad de cosas.
—¿El chico vio algo?
—No ha podido ver nada. Yo lo creía en su cama. ¿No sería mejor que fuera a acostarse? Es una cosa atroz. ¡Ah! —dijo Baines perdiendo por completo la cabeza—, es una cosa terrible para un chico.
—¿Está aquí? —preguntó el agente.
—No la he movido ni un centímetro —dijo Baines.
—Entonces sería mejor que él…
—Vuelva a subir hasta la entrada y pase por el vestíbulo —dijo Baines, el rostro lleno, cada vez más, de esa muda súplica de perro: un secreto más, guarda este secreto, hazlo por el viejo Baines, nunca más te pedirá nada.
—Vamos, ven —dijo el agente—, voy a llevarte hasta tu habitación. Ya eres todo un señor y debes pasar por la puerta principal como dueño de la casa. A menos que vaya usted a acostarlo, señor Baines, mientras yo hablo con el médico.
—Sí —dijo Baines—, iré.
Baines atravesó la habitación para acercarse a Felipe, suplicando, suplicando mientras avanzaba con su rostro más suave y estúpido que Felipe conocía bien: «Aquí está Baines, el viejo colonial. ¿Qué diría de un rancho con aceite de palma, eh?… Una vida de hombre, cuarenta negros, nunca tiré un tiro. Se lo repito, los quiero, no puedo evitarlo. No es lo que llamamos afecto, es algo que no podemos comprender». Los mensajes luminosos se apagaban en los últimos puestos de las fronteras, eran suplicantes, imploraban, evocaban recuerdos: «Es Baines, su viejo amigo. ¿Un bocado antes de las once? Un vaso de limonada gaseosa no le hará daño. Salchichas, un largo y lindo día». Pero los hilos del telégrafo estaban cortados, los mensajes fueron a perderse en el enorme vacío de la habitación rigurosamente limpia en la cual nunca había habido lugar para que un hombre pudiera esconder sus secretos.
—Vamos, Fil, es hora de dormir… Vamos a pasar por la calle… (Tap, tap, tap, el telégrafo; el mensaje acaso llegue… ¿quién sabe, quién sabe? A lo mejor alguien arregló los hilos). Y entraremos por la puerta principal.
—No —dijo Felipe—. No, no quiero. Usted no puede obligarme. Me resistiré. No quiero verla.
El agente se volvió bruscamente hacia ellos:
—¿Qué pasa? ¿Por qué no quiere ir?
—Está en el vestíbulo —dijo Felipe—. Sé que está en el vestíbulo. Está muerta. No quiero verla.
—¿Pero usted la movió? —dijo el agente a Baines—. ¿Usted la trajo hasta aquí? Ha mentido, ¿eh? Eso significa que ha puesto orden. ¿Estaba solo?
—Emmy —dijo Felipe—. Emmy.
No quería guardar más secretos. Iba a terminar de una vez por todas con Baines, la señora de Baines y la vida adulta que lo rebasaba. Esto no era asunto suyo, y nunca, nunca más —decidió— compartiría sus confidencias y buscaría su compañía.
—Todo esto es culpa de Emmy —dijo con una voz temblorosa que recordó a Baines que después de todo era sólo un niño; estaba loco por esperar ayuda de un niño que no comprendía lo que eso significaba y que no había podido leer el alfabeto Morse de su terror; el día había sido largo para Felipe y se caía de cansancio. Se notaba que dormía de pie, apoyado en el aparador, y que todo él volvía a la paz tranquilizadora de su habitación de niño. No se le podía guardar rencor. Cuando se despertara al día siguiente habría olvidado todo, o casi todo.
—Hable ahora —dijo el agente dirigiéndose a Baines con una ferocidad profesional—, ¿quién es ella?
Y así, sesenta años más tarde, el anciano sorprendió a su secretaria que velaba sola en su cabecera, preguntando: «¿Quién es ella? ¿Quién es ella?», mientras naufragaba poco a poco en la muerte, encontrando quizá, de paso, en su caída, la imagen de Baines: Baines sin esperanzas, Baines que dejaba caer la cabeza, Baines que iba a confesar.