Capítulo I
CAPÍTULO I
Cuando la puerta principal se hubo cerrado tras ellos y Baines, el mayordomo, volvió al sombrío y pesado vestíbulo de entrada, Felipe se sintió vivir verdaderamente. Permaneció de pie ante la puerta de su cuarto, el oído atento, sin moverse, hasta que el ruido del taxi se hubo perdido gradualmente en el extremo de la calle. Sus padres se iban a pasar unas vacaciones de quince días y él estaba «entre» dos niñeras: una recién despedida, la nueva que aún no había llegado. Se quedaba solo en la gran casa de Belgravia Square con Baines y la señora de Baines.
Podía pasearse por todas partes; hasta podía cruzar la puerta tapizada de bayeta verde que conducía a la antesala, y bajar la escalera del sótano. Tenía la sensación de estar de visita en su propia casa porque le era permitido entrar en todas las habitaciones y todas estaban vacías.
Se podía adivinar por quiénes estaban habitualmente ocupadas: en el cuarto de fumar las pipas alineadas, el tarro de tabaco de madera tallada, y al lado irnos colmillos de elefante; el dormitorio tapizado de rosa, el perfume suave y los potes de crema medio vacíos que la señora de Baines aún no había suprimido; en la sala la superficie bien barnizada del piano que nadie abría jamás, el reloj de porcelana, las mesitas absurdas y la platería; pero ya aquí la señora de Baines había iniciado su trajín: corría las cortinas, ponía sus fundas a los sillones.
—Salga de aquí, niño Felipe.
Y lo miraba con sus grandes ojos tristes y detestables mientras circulaba por la habitación para poner todo en orden, meticulosa, sin ternura, cumpliendo con su deber.
Felipe Lane bajó y empujó la puerta verde; echó un vistazo a la antesala, pero Baines no estaba; entonces, por primera vez su pie pisó los escalones que conducían al sótano. De nuevo tuvo esa impresión: esto es la vida.
La novedad de esta extraña aventura hacía vibrar sus siete años vividos en su cuarto de niño. Su cerebro activo, desbordante, se parecía a una ciudad que se sacude por el choque de un lejano temblor de tierra. Se sentía lleno de aprensiones, pero dichoso como no lo había sido nunca. Todo acababa de cobrar una importancia imprevista.
Baines, en mangas de camisa, leía el diario.
—Entre, Fil —dijo—, y póngase cómodo. Espere un momento, voy a hacerle los honores de la casa. —Tomó una botella de limonada gaseosa y la mitad de un bizcochuelo—. Las once y media de la mañana —continuó diciendo—, la hora en que se abren los despachos de bebidas, muchacho.
Y cortaba el bizcochuelo y servía la limonada.
Nunca Felipe lo había visto tan cordial, moverse con tanta soltura, sentirse más en «su casa».
—¿Debo llamar a la señora de Baines? —preguntó Felipe que se alegró mucho cuando Baines contestó que no. Ella estaba muy atareada y le gustaba estar atareada: ¿por qué privarla de ese placer?
—Un traguito a las once y media —dijo Baines, sirviéndose un vaso de cerveza—, nunca ha hecho mal a nadie y abre el apetito para el rancho.
—¿El rancho? —preguntó Felipe.
—Los viejos coloniales —explicó Baines— llaman rancho a todo lo que es alimento.
—¿Pero es una carne?
—A veces bien cocida en aceite de palma. Y después algunas papayas para terminar.
Por la ventana del sótano Felipe miraba el patio de piedra, el cubo de basuras y más lejos, detrás de las rejas, las piernas de los transeúntes que pasaban.
—¿Hacía mucho calor, allí?
—¡Ah, no puede hacerse una idea! Y advierta que no es el buen calor, la tibieza que uno encuentra en el parque en un día como hoy. Es húmedo, podrido —y Baines agregó—: podrido. —Cortó una tajada de bizcochuelo—. Tiene olor a moho —dijo, mientras su mirada recorría la habitación errando de una alacena inmaculada a otra alacena inmaculada: impresión de extrema desnudez sin un solo lugar donde un hombre pueda ocultar sus secretos. Con el aire de quien añora una cosa perdida, Baines bebió un gran trago de cerveza.
—¿Por qué papá vivía allí?
—Era su trabajo —dijo Baines—, como ahora es el mío hacer lo que hago. Pero en aquella época era también el mío. Un verdadero oficio de hombre. Le costará creerlo, pero tenía cuarenta negros bajo mis órdenes y hacían todo lo que yo les ordenaba.
—¿Y entonces por qué se fue?
—Me casé con la señora de Baines.
Felipe tomó su tajada de bizcochuelo y empezó a caminar por la habitación mientras la comía. Se daba perfecta cuenta de que Baines le hablaba de hombre a hombre: nunca lo llamaba niño Felipe como lo hacía la señora de Baines que era servil cuando no era imperiosa.
Baines conocía el mundo; había ido más allá de la reja, más allá de las piernas de las mecanógrafas que pasaban en fatigada procesión de Pimlico a Victoria y de Victoria a Pimlico. Baines estaba sentado allí, ante su cerveza, con la resignada dignidad de un expatriado. Baines no se quejaba: había elegido su destino y si la señora de Baines era su destino él era el único responsable.
Pero hoy, porque la casa estaba casi vacía, porque la señora de Baines estaba arriba y no tenía nada que hacer, se permitía el lujo de un leve rencor.
—Volvería mañana si se me presentara la oportunidad.
—¿Alguna vez mató a un negro?
—Nunca tuve que tirar sobre nadie —respondió Baines—. Naturalmente tenía un fusil. Pero no había necesidad de tratarlos con dureza. No hubiera servido más que para embrutecerlos. ¿Quiere que le diga la verdad? —agregó Baines confuso, inclinando sus ralas mechas grises sobre la cerveza—, yo quería mucho a algunos de esos negros. No podía evitarlo. Los veía reírse cogidos de la mano; les gustaba tocarse; les reconfortaba sentir a su compañero, allí, justo al lado. Nosotros no podíamos comprender en absoluto lo que eso significaba. A veces había dos que se paseaban durante todo el día, así, sin soltarse, hombres grandes, no chicos. No se trataba de amor; era algo que no podíamos comprender…
—Comiendo a deshoras —interrumpió la señora de Baines—. ¡Qué diría su mamá, niño Felipe!
Bajaba la escalera, las manos llenas de potes de crema, de ungüentos, de tubos de grasa y de pastas.
—Haces mal en alentarlo, Baines —dijo sentándose en un sillón de mimbre, con sus ojitos malévolos fijos en el colorete de Coty, la crema Ponds, el colorete Leichner, el polvo de Cyclax y el astringente de Elisabeth Arden.
Los echó uno por uno en el canasto de los papeles, pero puso de lado la crema.
—¡Contarle a un chico esas historias absurdas! —dijo—. Vaya a su cuarto, niño Felipe, mientras preparo el almuerzo.
Felipe subía los escalones hasta la puerta de bayeta verde. Oía la voz de la señora de Baines como en las pesadillas que lo asaltaban cuando la vela se extinguía en el candelabro y las cortinas se agitaban. Una voz aguda, estridente y llena de maldad hablando más alto de lo que se debe hablar. Sin matices.
—Ya estoy hasta la coronilla de ti, Baines, fomentas malas costumbres en ese chico. Ya es hora de que hagas algo útil en esta casa…
Pero Felipe no pudo oír lo que Baines contestaba. Empujó la puerta verde y surgió como un animalito que deja su cueva en medio del rayo de sol que brillaba sobre el piso y de los reflejos de todos los espejos que la señora de Baines había limpiado, pulido, embellecido.
Un objeto se rompió en el sótano y Felipe subió tristemente la escalera que conducía a su cuarto de niño. Compadecía a Baines; se puso a pensar que podían vivir felices, juntos en la casa vacía, si por alguna razón la señora de Baines tuviera que irse. No tenía ganas de sacar su tren ni sus soldados; se sentó ante la mesa, la barbilla entre las manos; la vida, es esto. Y bruscamente sintió que él era responsable de Baines, como si él, Felipe, fuera el dueño de casa y Baines un viejo sirviente que merecía ser cuidado. No podía hacer nada importante; decidió que por lo menos iba a portarse bien.
No le sorprendió que durante el almuerzo la señora de Baines estuviera muy amable; estaba acostumbrado a sus cambios de humor. Ahora era: «Un poco más de carne, niño Felipe». O: «Niño Felipe, otra cucharada de este postre tan rico». Era un postre que a él le gustaba: budín a la reina cubierto de merengue, pero no quiso repetir pues temía que la señora de Baines lo considerara otra victoria. Era de esa clase de mujeres que creen reparar cualquier injusticia dándole a uno bien de comer.
Era amarga pero le gustaba confeccionar cosas dulces; uno nunca podía quejarse de que faltaran dulces o compotas. A ella también le gustaba comer y agregaba azúcar en polvo al merengue y a la jalea de frutilla. La luz tenue que entraba por la ventana del sótano hacía danzar las partículas de polvo sobre sus cabellos pálidos mientras ella tamizaba el azúcar y Baines callaba ante su plato.
Felipe volvió a tener conciencia de su responsabilidad. Baines se había hecho ilusiones y Baines estaba decepcionado: todo se echaba a perder. El sentimiento de la decepción era algo que Felipe podía compartir. Al no saber nada sobre el amor, los celos, las pasiones, comprendía mejor que cualquier otra emoción esa pena de haber esperado algo que no ha ocurrido, una promesa que no ha sido cumplida, un acontecimiento divertido que resulta tedioso.
—Baines —le dijo—, ¿podría llevarme a pasear luego?
—No —dijo la señora de Baines—, no, no saldrá. Con toda la plata que hay que limpiar…
—Tengo quince días por delante para limpiar la platería —dijo Baines.
—El trabajo antes que el placer.
La señora de Baines repitió budín con merengue.
Baines colocó bruscamente su cuchara y su cuchillo y empujó su plato.
—Diablos —dijo.
—Nada de malos humores —dijo muy suavemente la señora de Baines—, nada de malos humores. Trata de no romper nada más, Baines. Sin contar que te prohíbo que blasfemes delante del chico. Niño Felipe, si ha terminado, puede levantarse de la mesa.
Raspó lo que quedaba de merengue sobre el budín.
—Quisiera ir a pasear —dijo Felipe.
—Va a subir a descansar.
—Quiero ir a pasear.
—¡Niño Felipe!
La señora de Baines se levantó de la mesa sin haber terminado el merengue y se adelantó hacia él, amenazadora, delgada, opaca.
—Niño Felipe, usted hará lo que se le ordena.
Lo tomó del brazo y apretó un poco; lo vigilaba con una mirada brillante, apasionada y sin alegría. Encima de ella, él veía los pies de las mecanógrafas que volvían a sus oficinas de Victoria después de haber almorzado.
—¿Por qué no voy a ir a pasear?
Pero sentía que iba a ceder; tenía miedo y le daba vergüenza tener miedo. La vida era esto; una extraña pasión que él no podía comprender agitándose en la cocina de un sótano. Vio junto al cesto de los papeles un montoncito de vidrios rotos que habían sido barridos. Su mirada pidió auxilio a Baines, pero sólo consiguió interceptar a su paso una mirada de odio: el odio triste, desesperado de un animal enjaulado.
—¿Por qué no voy a ir? —repitió.
—Niño Felipe —dijo la señora de Baines—, debe hacer lo que se le ordena. No vaya a creer que porque su papá no está, nadie aquí va a…
—¡Usted no se atrevería! —exclamó Felipe, que se estremeció al oír a Baines murmurar en voz baja:
—Es capaz de todo.
—La odio —dijo Felipe a la señora de Baines. Escapó a su presión y corrió hacia la puerta, pero ella llegó antes que él; era vieja pero ágil.
—Niño Felipe —gritó—, tiene que pedirme perdón.
—¿Qué diría su padre si lo oyera hablar así? —agregó.
Para apoderarse de él tendió una mano que los cristales de la sosa habían vuelto seca y blanca y cuyas uñas estaban gastadas hasta la carne; pero él retrocedió y puso la mesa entre los dos. Bruscamente, ante la gran sorpresa de Felipe ella sonrió: se volvió tan servil como había sido arrogante.
—Bueno, ya basta, niño Felipe —dijo en tono de alegría—; veo que va a darme mucho trabajo de aquí a que vuelvan su papá y su mamá.
Se hizo a un lado, y cuando él pasó delante de ella le pegó un golpecito cariñoso.
—Hoy tengo demasiado trabajo para ocuparme de usted. No he colocado ni la mitad de las fundas.
Entonces hasta la parte superior de la casa le pareció repentinamente inhabitable, ante la sola idea de que la señora de Baines iba a pasearse por ella para envolver los sillones en sus mortajas, extender en todas partes telas contra el polvo.
Por lo tanto ni siquiera se tomó el trabajo de subir a buscar su gorra: atravesó el vestíbulo reluciente y salió directamente a la calle: aquí también cuando miraba a derecha e izquierda se encontraba en medio de la vida.