
Capítulo III
CAPÍTULO III
Lo que ocurrió luego no lo supe por Paine, sino mucho después por el mismo Martins, al reconstruir la cadena de acontecimientos que en realidad probaron (pero no en la forma en que él lo había previsto) que yo había caído en la trampa como un imbécil. Paine lo había acompañado simplemente hasta la recepción del hotel donde había explicado:
—Este señor acaba de llegar de Londres en avión. Dice el coronel Calloway que le dé una habitación.
Esto resuelto, había agregado: «Buenas noches, señor», y se había retirado. Probablemente se sentía un poco confuso por el labio lastimado de Martins.
—¿El señor había reservado su habitación? —preguntó el portero.
—No, no creo —dijo Martins con voz ahogada porque apretaba el pañuelo contra la boca.
—Pensé que podía ser míster Dexter. Tenemos un cuarto reservado para una semana a nombre de míster Dexter.
—¡Ah! —dijo Martins—. En efecto soy míster Dexter.
Más tarde me contó que había pensado que sin duda Lime había reservado la habitación a nombre de míster Dexter porque tenía intención de emplear para su propaganda a Bock Dexter y no a Rollo Martins. Una voz se alzó junto a él:
—Lamento que nadie lo haya esperado en el aeropuerto, míster Dexter. Me llamo Crabbin.
El que había hablado era un hombre gordo, joven, pero no en la primera juventud. Tenía una tonsura natural y llevaba anteojos con la montura de carey más gruesa que Martins había visto en su vida. No terminaba de disculparse.
—Uno de los nuestros habló por casualidad a Francfort y supo que usted estaba en el avión. Por uno de esos errores estúpidos, bastante corrientes, nos habían telegrafiado que usted no vendría. El cable tenía varias palabras mutiladas; se trataba de Suecia. En cuanto tuve esta noticia de Francfort traté de ir a recibirlo, pero no nos encontramos. ¿Recibió mi carta?
—Sí, sí —respondió vagamente Martins con la voz ahogada por su pañuelo.
—Puedo decirle en seguida, míster Dexter, cuánto me conmueve verlo…
—Es usted muy amable.
—Yo era apenas un niño y ya pensaba que usted era el novelista más grande de nuestro siglo.
Martins hizo una mueca. Abrir la boca para protestar le hubiera dolido demasiado. Se contentó con lanzar contra míster Crabbin una mirada furibunda, pero era imposible creer que ese muchacho se estuviese burlando de él.
—Tiene usted un vasto público austríaco, míster Dexter, tanto para sus originales como para sus traducciones. Aquí se lee mucho La proa curvada, que es el que yo prefiero.
Martins no cesaba de reflexionar.
—¿Usted dijo: una habitación para una semana?
—Sí.
—Muy amable de su parte.
—Míster Schmidt, aquí presente, le dará todos los días sus bonos de alimentación. Pero supongo que necesitará un poco de dinero de bolsillo. Nos ocuparemos de eso. Hemos pensado que mañana preferiría pasar un día tranquilo paseando y aclimatándose.
—Sí.
—Por supuesto, si necesitara un guía estamos a su disposición. Pasado mañana por la tarde habrá un pequeño debate en el Instituto, sobre la novela contemporánea. Hemos pensado que usted aceptaría decir algunas palabras para abrir la sesión y luego contestar algunas preguntas.
En ese momento Martins estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de librarse de míster Crabbin y también para tener casa y comida gratuitas durante una semana. En lo que respecta a Rollo, naturalmente, lo descubrí más tarde, estaba siempre dispuesto a decir sí a cualquier proposición así fuera una copa, una mujer, una broma pesada, por el placer de la novedad.
—Pues sí, por supuesto —respondió en su pañuelo.
—Perdóneme, míster Dexter, ¿le duelen las muelas? Conozco un dentista muy bueno.
—No, alguien me dio un puñetazo, eso es todo.
—Dios santo, ¿trataron de robarle?
—No, fue un soldado. Yo quería romperle la cara a su coronel.
Apartó su pañuelo para mostrarle a Crabbin su labio partido. Me contó que Crabbin se había quedado mudo de sorpresa. Martins no podía comprender esta sorpresa, porque nunca había leído las obras de su gran contemporáneo, Benjamín Dexter; ni siquiera conocía su nombre. Yo soy un gran admirador de Dexter, por eso puedo comprender el asombro de Crabbin. Como estilista, Dexter ha sido situado junto a Henry James, pero tiene más sutileza femenina que su maestro. En realidad sus enemigos suelen decir que su estilo es delicado, complejo, flotante como literatura de solterona. En ese hombre de cincuenta años su pasión por el bordado y la costumbre de aplacar su cerebro —que sin embargo no es demasiado tumultuoso— haciendo frivolidades son rasgos que aunque encantan a sus discípulos han sido juzgados en general como una indiscutible señal de afectación.
—¿Ha leído alguna vez un libro llamado El caballero solitario de Santa Fe?
—No, no creo.
—El sheriff de una ciudad llamada Lost Claim Gulch —dijo Martins— mató al mejor amigo de ese caballero solitario. El libro cuenta cómo persigue al sheriff, sin hacer nada ilegal, hasta que consigue vengar a su amigo.
—Nunca hubiera creído que usted leyera historias de cow-boys, míster Dexter —dijo Crabbin, y Martins tuvo que emplear toda su energía para impedir que Rollo contestara: «¡Pero si las escribo!».
—Y bien, voy a emplear ese sistema para acosar al coronel Callaghan.
—Nunca he oído hablar de él.
—¿No ha oído hablar de Harry Lime?
—Sí —respondió Crabbin con prudencia—, pero no lo conocía personalmente.
—Yo sí. Era mi mejor amigo.
—Nunca hubiera supuesto que… que se interesara por la literatura.
—Ninguno de mis amigos se interesa.
Los párpados de Crabbin temblaron nerviosamente tras los anteojos de carey.
—En todo caso se interesaba por el teatro —dijo en tono conciliador—. Una de sus amigas, una actriz, toma lecciones de francés en el Instituto. Él vino a esperarla una o dos veces.
—¿Joven o vieja?
—Joven, muy joven; actriz mediocre, a mi modo de ver.
Martins recordó a la joven que, junto a la tumba, ocultaba su rostro entre sus manos.
—Me gustaría conocer a todos los amigos de Harry —dijo.
—Sin duda irá a su conferencia.
—¿Austríaca?
—Así dice, pero creo que es húngara. Trabaja en el Josefstadt.
—¿Por qué pretende ser austríaca?
—Los rusos suelen interesarse por los húngaros. No me sorprendería saber que Lime la ayudó a conseguir sus papeles. Se hace llamar Schmidt, Ana Schmidt. ¿Se imagina usted a una joven actriz inglesa llamándose Smith? Por añadidura es bonita. Ese nombre siempre me pareció demasiado anónimo para ser verdadero.
Martins sintió que ya había sacado de Crabbin todo cuanto podría sacar. Por lo tanto pretextó el cansancio, la agitación del día, y después de aceptarle el equivalente de diez libras en dinero de ocupación para sus gastos inmediatos, subió a su habitación. Pensó que estaba ganando dinero rápidamente: doce libras en menos de una hora.
Estaba cansado y se dio cuenta de ello cuando se tendió sobre la cama sin haberse quitado los zapatos. Un minuto más tarde estaba lejos de Viena y caminaba en un bosque tupido donde sus pies se hundían en la nieve hasta los tobillos. Una lechuza ululó y Martins se sintió bruscamente muy solo e intranquilo. Estaba citado con Harry bajo un árbol determinado, pero en un bosque tan denso como éste, ¿cómo distinguir un árbol de otro? De pronto, entrevió una silueta hacia la cual corrió: el hombre silbaba una tonada que Martins reconoció, y su corazón pegó un brinco de alegría y de alivio al saber que ya no estaba solo. Pero el otro se volvió y no era Harry, era un desconocido, de pie en un espacio fangoso de nieve sucia y derretida; reía sarcásticamente mirando a Martins, en tanto la lechuza ululaba sin tregua. Martins se despertó sobresaltado; un teléfono sonaba junto a su cama.
Una voz en la cual se adivinaba un dejo, sólo un dejo, de acento extranjero, preguntó:
—¿El señor Rollo Martins?
—El mismo.
Para variar, era él, y no Dexter.
—Usted no me conoce —aclaró inútilmente la voz—, pero soy un amigo de Harry Lime.
También para variar oía que alguien se jactaba de ser amigo de Harry Lime. Martins sintió un impulso de simpatía hacia el desconocido.
—Me gustaría verlo —le dijo.
—Estoy en este momento en la esquina de su calle, en el Old Vienna.
—¿No podríamos dejarlo para mañana? He tenido un día muy pesado por diversos motivos.
—Harry me pidió que me ocupara de que no le falte nada. Yo estaba a su lado cuando murió.
—Yo creía… —Rollo se detuvo. Iba a decir: «Yo creía que había muerto de golpe…». Pero algo le advirtió que debía ser prudente. Dijo en cambio—: «No me ha dicho su nombre».
—Kurtz —contestó la voz—. Yo le hubiera propuesto ir a verlo, pero usted sabe que a los austríacos les está prohibido entrar al hotel Sacher.
—¿Podríamos encontrarnos en el Old Vienna por la mañana?
—Por supuesto —respondió la voz—, si usted está completamente seguro de no necesitarme hasta entonces.
—¿Qué quiere decir?
—A Harry le preocupaba la idea de que usted estuviera sin un centavo.
Acostado de espaldas, el receptor contra el oído, Rollo Martins pensaba: «Hay que venir a Viena para hacer fortuna». En menos de cinco horas era el tercer individuo totalmente desconocido que le ofrecía dinero. Contestó con prudencia.
—Puedo aguantar hasta que nos encontremos.
No veía por qué iba a rechazar un ofrecimiento interesante antes de saber cuál era exactamente ese ofrecimiento.
—Entonces, si no tiene inconveniente, ¿digamos a las once en el Old Vienna, en la Kaertnerstrasse? Me pondré un traje marrón y llevaré uno de sus libros en la mano.
—Perfecto. Pero ¿cómo ha conseguido uno de mis libros?
—Me lo dio Harry.
La voz era encantadora y parecía muy razonable, pero cuando después de haber dicho buenas noches Martins colgó el auricular, no pudo dejar de preguntarse cómo era posible que si Harry había estado realmente tan lúcido antes de morir, no le había hecho enviar un telegrama. Y acaso Callaghan no había dicho que Lime había muerto repentinamente… o que no había sufrido o… ¿habría puesto él esas palabras en boca de Callaghan?
En ese momento Martins tuvo la certeza de que en la muerte de Lime había algo turbio, algo que la policía, demasiado tonta, no había sabido descubrir. Trató de descubrirlo él mismo con la ayuda de dos cigarrillos, pero se durmió sin haber comido y sin haber resuelto ese misterioso problema. Había sido un día largo, pero no lo bastante largo como para que pudiera ver con claridad.