Capítulo XVII

CAPÍTULO XVII

Esa noche empezó el deshielo. En toda la ciudad de Viena la nieve se derretía dejando al descubierto las horribles ruinas. Las varillas de acero colgaban como estalactitas y los andamios oxidados asomaban como osamentas entre el barro gris. Los entierros resultaban mucho más fáciles que una semana antes. Ya no había necesidad de perforadoras eléctricas para abrir la tierra helada. Cuando tuvo lugar el segundo entierro de Harry Lime, hacía casi tanto calor como en un día de primavera. Yo estaba contento de enterrarlo por fin, pero esto había costado la vida de dos hombres. Junto a su fosa el grupo se había reducido: Kurtz no estaba, Winkler tampoco. No había más que la joven, Rollo Martins y yo. Y nadie lloraba.

Cuando todo hubo terminado la joven se alejó sin decirnos una palabra, ni al uno ni al otro. Chapaleando en la nieve derretida, siguió la larga avenida bordeada de árboles que conduce a la entrada principal y a la parada del tranvía.

—Tengo coche —dije a Martins—. ¿Quiere que lo lleve?

—No —dijo—, tomaré el tranvía.

—Usted ganó. Iba a conducirme como un perfecto idiota.

—No gané —dijo—, perdí.

Lo vi alejarse sobre sus largas piernas, detrás de la joven. La alcanzó y siguieron caminando juntos. Creo que no le dirigía la palabra. Era como el fin de una historia, salvo que antes de desaparecer de mi vista ella se había apoyado en el brazo de él, que es como las historias generalmente comienzan. Manejaba muy mal las armas de fuego y carecía de conocimientos psicológicos, pero sabía arreglárselas para escribir historias de cow-boys (tener pendiente al lector) y para hablar con las mujeres (no sé de qué). ¿Y Crabbin? Crabbin mantiene todavía una gran discusión con las Relaciones Culturales Británicas respecto a los gastos de estadía de Dexter. Le dicen que es imposible pagar al mismo tiempo Estocolmo y Viena. ¡Pobre Crabbin…! Pobres todos nosotros si lo pensamos bien.