Capítulo IV

CAPÍTULO IV

Felipe la contemplaba aterrorizado. La señora de Baines jadeaba; habríase dicho que había revisado todas las habitaciones vacías mirando bajo las camas.

Con su pelo gris despeinado, su vestido negro abotonado hasta la barbilla y sus guantes de algodón negros se parecía tanto a las brujas de sus sueños que él no se atrevía a hablar. Su aliento era fétido.

—Ella está aquí —dijo la señora de Baines—, ella está aquí, no puede negarlo.

En su cara se marcaba a la vez la crueldad y el sufrimiento. Le hubiera aliviado gritar, pero no se atrevía: su grito podía alertarlos. Volvió con fingida dulzura hasta la cama, donde Felipe, rígido, estaba tendido de espaldas. Murmuró:

—No he olvidado la caja de Meccano. Mañana la tendrá, niño Felipe. Tenemos secretos usted y yo, ¿no es cierto? Dígame, ¿dónde están?

Él no podía hablar. El miedo lo paralizaba como una pesadilla.

—Dígale a la señora de Baines, niño Felipe —insistió—. Usted quiere mucho a su señora de Baines, ¿verdad?

Era demasiado. Él no podía hablar, pero consiguió mover la boca para susurrar una negación aterrorizada mientras retrocedía ante esa aparición grisácea.

Ella se acercó a él y silbó:

—Hipócrita, hipócrita. Se lo diré a su padre. Pero ya me ocuparé de usted cuando los haya encontrado; entonces me las va a pagar, créame, me las va a pagar.

De pronto calló y aguzó el oído. El piso acababa de crujir en la planta baja y algunos minutos después, mientras ella escuchaba, siempre inclinada sobre la cama de Felipe, subió el murmullo de dos personas dichosas que se duermen después de una larga jornada. El velador junto al espejo ofreció a la señora de Baines su propia imagen: de dolor y de crueldad que bailaba en el espejo, mujer polvorienta, que envejecía y que ya no tenía nada que esperar. Sollozó sin lágrimas; fue un ruido ronco y jadeante; pero su crueldad era una especie de orgullo que la sostenía; era su mejor cualidad, sin la cual toda ella hubiera sido lamentable. Salió de la habitación de puntillas; atravesó el descansillo a oscuras y bajó la escalera tan suavemente que detrás de una puerta cerrada nadie podía oírla. Luego todo se hundió en un profundo silencio. Felipe pudo por fin moverse; levantó las rodillas y se sentó en la cama; hubiera querido morir. No era justo; una pared se elevaba de nuevo entre su universo y el de ellos; pero esta vez era algo peor que sus alegrías lo que los adultos querían obligarle a compartir; la casa se llenaba de una pasión cuya presencia él sentía, pero no podía comprender.

No era justo, pero él debía todo a Baines: el Zoológico, la botella de limonada gaseosa, el regreso en el imperial del autobús. Hasta la comida era una razón para que fuera leal con Baines. Pero tenía mucho miedo; estaba tocando una cosa que sólo había tocado hasta ahora en sueños; la cabeza chorreando sangre, los lobos, los golpes en la puerta: ¡toc, toc, toc! La vida se precipitaba sobre él, salvajemente; si se negó a mirarla de frente en los sesenta años que siguieron, ¿cómo condenarlo? Se levantó de la cama; por costumbre se puso las zapatillas y de puntillas fue hasta la puerta; el descansillo de la planta baja no estaba totalmente a oscuras, porque los cortinajes habían ido a la tintorería y la luz de la calle entraba por los ventanales. La señora de Baines había colocado la mano sobre el picaporte de cristal de la puerta y lo hacía girar con precaución. Felipe aulló:

—Baines, Baines.

La señora de Baines se volvió y lo vio en pijama, encogido contra la puerta. Estaba indefenso, aun más débil que Baines, y su crueldad, que se despertó al verlo, la impulsó a subir los escalones. La pesadilla se apoderó una vez más de Felipe y lo paralizó. Ya no tenía el menor coraje; lo había gastado para siempre y no le habían dado tiempo para hacer una nueva provisión, con años de endurecerse gradualmente. Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar.

Pero su primer grito había hecho salir a Baines del mejor cuarto de huéspedes y anduvo más rápido que la señora de Baines. Ella aún no había llegado arriba cuando él ya la había tomado por la cintura. Ella le lanzó al rostro sus manos enguantadas en algodón negro y él le mordió la mano. No tuvo tiempo de reflexionar; luchó salvajemente contra su mujer como contra un desconocido, pero ella le devolvió sus golpes con un odio aumentado por lo que sabía. La señora de Baines iba a darles una lección a todos: aquel por quien empezara importaba poco; ellos la habían engañado, pero la imagen de la mujer vieja que había visto en el espejo se erguía junto a ella, recordándole que debía ser digna; no era bastante joven para sacrificar su dignidad, podía abofetearlo, pero no debía morderlo; podía empujarlo, pero no podía darle puntapiés.

La edad y el polvo: nada que esperar; tales fueron sus desventajas.

Pasó por encima de la baranda de la escalera en un torbellino de ropa negra y cayó en el vestíbulo. Permaneció tendida ante la puerta de entrada como una bolsa de carbón que debió haber sido bajada al sótano por la puerta de servicio. Felipe había visto. Emmy había visto. Emmy se sentó bruscamente en el umbral del mejor cuarto de huéspedes, los ojos muy abiertos, como si estuviera demasiado cansada para estar de pie un minuto más. Baines bajó lentamente al vestíbulo.

Felipe se escapó con facilidad, lo habían olvidado por completo. Salió por atrás, por la escalera de servicio, porque la señora de Baines estaba en el vestíbulo. No comprendía por qué permanecía allí, tendida; como las imágenes misteriosas de un libro que nadie le había leído; las cosas que no comprendía lo aterrorizaban. El mundo de los adultos ocupaba toda la casa; él ni siquiera estaba seguro en su cuarto de niño, invadido por el torrente de las pasiones. Lo único que podía hacer era huir por la escalera de servicio, atravesar el patio y no volver más. No pensó ni en el frío, ni en la necesidad de comer y de dormir. Durante una hora le pareció posible escapar para siempre de la gente.

Llegó a una plaza en pijama y en zapatillas, pero no había nadie para verlo. Era, en ese barrio elegante, el momento de la noche en que todo el mundo está en el teatro o en su casa. Pasó sobre la reja del jardincito: los plátanos extendían sus anchas hojas pálidas como manos entre el cielo y él. Su refugio hubiera podido ser una inmensa selva. Se acurrucó contra el tronco de un árbol y los lobos se alejaron; luego le pareció que nadie podría encontrarlo entre el banco de hierro y el tronco del árbol. Una especie de amarga alegría, un enternecimiento por sí mismo lo hicieron llorar; estaba perdido; ya nunca tendría que guardar secretos; renunciaba una vez por todas a las responsabilidades. Que las personas mayores se queden en su mundo; él se quedaría en el suyo, bien protegido en el jardincito bajo los plátanos. «En la infancia abandonada de Judas, Cristo fue traicionado».

Casi se hubiera podido ver que los rasgos todavía informes de la carita infantil se endurecían y adquirían el profundo y egoísta diletantismo de la edad madura.

Al rato la puerta del 48 se abrió y Baines miró hacia un lado, luego hacia el otro. Después hizo una señal con la mano y Emmy apareció; fue como si hubieran llegado justo para tomar un tren: ni un minuto para despedirse. Ella pasó tan rápidamente como un rostro apoyado en el cristal de un vagón que corre a lo largo del andén, un rostro pálido y desdichado de alguien que no tiene ganas de partir. Baines entró y cerró la puerta; la luz se encendió en el sótano. Un policía dio la vuelta a la plaza mirando las entradas de las casas. Se podía ver por las luces que se filtraban entre las cortinas del primer piso cuántas familias estaban en sus casas.

Felipe exploró el jardín; no necesitó mucho tiempo: veinte metros cuadrados de macizos y de plátanos, dos bancos de hierro y un sendero cubierto de grava, en cada extremo una reja cerrada con candado, un montón de hojas secas. Pero no pudo quedarse; algo se había movido en los macizos, y dos ojos centelleantes, como los de un lobo de Siberia, se habían posado sobre él. Y luego pensó que sería terrible si la señora de Baines lo encontraba allí. No tendría tiempo de saltar la reja, lo cazaría por detrás.

Salió de la plaza por el extremo menos aristocrático y se encontró inmediatamente en medio de los almacenes de pescado frito y de patatas fritas, de las modestas salas de billar inglesas, de los hoteles dudosos y mugrientos cuya puerta siempre permanece abierta. Había pocos transeúntes, porque era la hora en que los locales de bebida tienen derecho a funcionar, pero una mujer en delantal que llevaba un paquete, lo interpeló desde la acera de enfrente, y el portero de un cinematógrafo quiso detenerlo al pasar, pero él cruzó la calle. Se hundió más profundamente en este barrio; uno podía perderse en él más completamente que bajo los plátanos. En los alrededores de la plaza corría el riesgo de que lo detuvieran y lo llevaran de vuelta a su casa: en seguida se veía de dónde venía; pero a medida que se alejaba iba perdiendo las marcas de su origen. Era una noche de mucho calor. Nadie se asombraba en ese barrio de vida libre que un chico se paseara en vez de quedarse en la cama. Encontraba una especie de camaradería, hasta de parte de los adultos: ese chico que pasaba con tanta prisa podía ser el hijo de un vecino, pero nadie iba a denunciarlo: todos habían sido jóvenes. En el camino encontraba una capa protectora de polvo que subía de las aceras, de fragmentos de carbón provenientes de los trenes que lanzaban chorros de chispas al pasar detrás de las casas.

Hasta se vio arrastrado por una banda de pilluelos que huían de algo o de alguien y corrían riéndose: su torbellino lo arrastró, lo hizo doblar una esquina y luego lo abandonó dejándole un caramelo meloso en la palma de la mano.

No hubiera podido estar más perdido de lo que estaba, pero le faltaron fuerzas para perseverar. Al principio tenía miedo de que alguien lo detuviera; al cabo de una hora lo deseaba. Ya no podía encontrar el camino de vuelta y además tenía miedo de llegar solo a su casa. Tenía miedo de la señora de Baines; nunca lo había asustado tanto. Baines era su amigo, pero había ocurrido algo que había dado todo el poder a la señora de Baines. Se puso a caminar lentamente para llamar la atención, pero nadie se fijó en él. Había familias enteras que tomaban el fresco junto a sus puertas antes de entrar a acostarse; ya habían sacado a la acera los cubos de basura y se le habían ensuciado las zapatillas al pisar unas hojas de repollo. El aire se llenaba de voces, pero Felipe estaba excluido de ese concierto: esas personas eran extrañas y en adelante serían siempre extrañas. La señora de Baines era como el símbolo de esa gente y Felipe, para apartarse de ellos, se refugiaba en un profundo espíritu de clase. Había empezado por desconfiar de los policías, pero ahora hubiera deseado que un agente lo condujera a su casa. Ni siquiera la señora de Baines podía hacer nada contra un agente de policía. Se colocó junto a un vigilante que dirigía el tránsito, pero estaba demasiado ocupado para fijarse en él. Felipe se apoyó contra una pared y se puso a llorar.

No había pensado que ése era el mejor sistema; que basta capitular, darse por vencido y aceptar la piedad… le fue prodigada inmediatamente por dos mujeres y un prestamista. Un nuevo agente hizo su aparición: era un hombre joven, de aspecto incrédulo y despierto. Uno tenía la impresión de que anotaba en una libreta todo lo que veía y después sacaba conclusiones. Una mujer se ofreció para llevar a Felipe a su casa, pero no inspiró confianza al chico; no era bastante imponente como para medirse con la señora de Baines, tendida, inmóvil en medio del vestíbulo. No quiso dar su dirección; dijo que tenía miedo de volver a su casa. Consiguió lo que quería: la protección del agente, que declaró:

—Lo llevó a la comisaría.

Y tomándolo de la mano, torpemente (no estaba casado y deseaba ascender), lo condujo, doblando la esquina, por una escalera de piedra hasta el cuartito desnudo y caliente donde lo esperaba la Justicia.