
Capítulo X
CAPÍTULO X
Me habían informado en forma muy exacta de los movimientos de Martins a partir del momento en que me señalaron que no había tomado el avión para Inglaterra. Había sido visto en compañía de Kurtz, luego en el teatro Josefstadt; yo estaba al corriente de su visita al doctor Winkler, luego al coronel Cooler y de su vuelta a la casa donde Lime había vivido. No sé cómo, mi agente perdió su rastro entre el apartamento de Cooler y el de Ana Schmidt; su informe me señalaba que Martins había errado de un lado al otro; ambos teníamos la impresión de que lo había hecho deliberadamente para confundir al policía encargado de su filiación. Traté de alcanzarlo en el hotel Sacher y lo perdí durante unos minutos.
Los acontecimientos habían tomado un cariz inquietante, por lo tanto decidí que había llegado el momento de tener una nueva conversación con él. Me debía muchas explicaciones.
Ofrecí un cigarrillo a Martins y lo hice sentar frente a mí, poniendo entre él y yo el espacio de un sólido escritorio. Lo encontré hosco, pero decidido a hablar hasta cierto límite. Le pedí informes sobre Kurtz y tuve la impresión de que me contestaba en forma satisfactoria. Le interrogué luego sobre Ana Schmidt y por sus respuestas llegué a la conclusión de que había ido a verla después de visitar a Cooler. Esto llenaba uno de los vacíos. Llevé la conversación al doctor Winkler y me habló sin dificultad.
—Usted se ha movido mucho —le dije—. ¿Descubrió algo sobre su amigo?
—¡Sí! Ustedes lo tenían en las narices y no lo vieron.
—¿De qué se trata?
—Que fue asesinado.
Esto me tomó de sorpresa. Me había rozado la idea que podía tratarse de un suicidio, pero había renunciado a esa posibilidad.
—Explíquese —le dije.
Trató de contarme la historia sin hacer alusión a Koch, hablándome de un testigo que había visto el accidente. Esto hacía su relato bastante confuso y al principio no pude comprender por qué daba tanta importancia a la presencia de un tercer hombre.
—No se presentó a la audiencia y los otros mintieron para cubrirle.
—Su testigo tampoco se presentó, pero no veo el alcance de su defección. Si el accidente era auténtico teníamos todas las declaraciones necesarias. ¿Por qué comprometer a ese otro tipo? Quizá su mujer lo creía en otra parte… quizá era un funcionario ausente, sin permiso… ocurre que la gente dé una vuelta por Viena cuando debería estar en Klagenfurt por ejemplo… Las delicias de la gran ciudad… ¡por lo que son!
—Es más complicado que todo eso. Ese hombrecito que me lo contó fue asesinado. Es evidente que temían que hubiera visto alguna otra cosa.
—¡Ah, bueno, ya caigo! Usted quiere hablar de Koch.
—Sí.
—Por lo que sabemos usted es la última persona que lo ha visto vivo.
Entonces, como ya lo he escrito, lo interrogué para descubrir si había sido seguido hasta lo de Koch por un hombre más hábil que mi policía y que hubiera sabido permanecer invisible.
—La policía austríaca —le dije— tiene muchas ganas de atribuirle ese crimen. Frau Koch contó al comisario que su marido había quedado muy turbado por su visita. ¿Quién más estaba al corriente?
—Le hablé de eso a Cooler —dijo muy agitado— y quizá después de mi partida haya telefoneado a alguien para contarle toda la historia… al tercer hombre. Se vieron obligados a cerrarle la boca a Koch.
—Cuando usted habló con Cooler de Koch, éste ya estaba muerto. Esa noche oyó ruido, se levantó, bajó al sótano…
—Entonces quedó eliminado. Yo estaba en el hotel Sacher.
—Pero él se acostó muy temprano. Su visita le recrudeció su jaqueca. Se levantó a eso de las nueve; usted llegó al Sacher a las nueve y media. ¿Dónde estuvo en ese intervalo?
—Di unas vueltas y traté de ver con claridad.
—¿Tiene algún testigo, alguna prueba de lo que dice?
—No.
Yo quería asustarlo. Hubiera sido absurdo revelarle que le habían seguido sin cesar. Yo sabía que no había degollado a Koch, pero no estaba seguro de que fuera tan inocente como pretendía. El propietario del cuchillo no es siempre el verdadero asesino.
—¿Puedo fumar un cigarrillo?
—Sí.
—¿Cómo sabe —preguntó— que fui a casa de Koch? ¿Por eso me trajo hasta aquí, verdad?
—La policía austríaca…
—No me había identificado.
—No había terminado usted de irse cuando Cooler me telefoneó.
—Esto le absuelve. Si hubiera estado complicado no habría sentido la necesidad de contarle mi historia…, quiero decir la historia de Koch.
—Podía tener la astucia de pensar que usted sería lo bastante razonable como para venir a comunicarme sus aventuras en cuanto se enterara de la muerte de Koch. A propósito, ¿cómo la supo?
Me lo contó sin el menor titubeo y le creí. En ese momento empecé a creer sin reserva en todo lo que me contaba.
—Me empeño en no creer que Cooler esté complicado —dijo—. Apostaría cualquier cosa a que es honrado. Es uno de esos americanos que tienen el sentido del deber…
—Sí —respondí—, es exactamente lo que me dijo por teléfono. ¡Hasta se disculpó de ello! Esto ocurre, me dijo, por haber sido educado en el respeto de los deberes del ciudadano. Agregó que eso le daba un aspecto afectado… Para serle franco, Cooler me irrita. Por supuesto, no sabe que estoy enterado de sus negocios de neumáticos…
—¿Entonces él también forma parte de una banda de traficantes?
—Sí, pero no es muy serio. Si ha puesto de lado 25 000 dólares es mucho. Además yo no soy el ciudadano modelo. Que los americanos se ocupen de sus compatriotas.
—Demonios —dijo pensativo—. ¿A ese tipo de maniobras se entregaba Harry?
—No. Las suyas eran mucho menos inofensivas.
—Le confieso —me dijo— que esta historia, la de la muerte de Koch, me ha perturbado. Quizá Harry estuviese mezclado en algo muy turbio. Tal vez trataba de liberarse y por eso lo mataron.
—A menos —repliqué— que no hayan querido apoderarse de su parte del botín. A menudo los malhechores se pelean.
Esta vez aceptó mis palabras sin enojarse.
—No estamos de acuerdo respecto a los móviles pero creo que usted expone los hechos con exactitud. Lamento lo que hice el otro día.
—No hablemos de eso.
Hay momentos, ése era uno, en que hay que tomar decisiones relámpago. Yo le debía algo a cambio de los informes que él me había proporcionado.
—Voy a revelarle —le dije— un número suficiente de hechos, relacionados con el caso de Harry, para que usted comprenda. Pero agárrese bien, va a recibir un golpe.
Sería sin duda un golpe. La guerra, luego la paz (si eso puede llamarse paz) permitieron un gran número de maniobras dolosas pero ninguna más vergonzosa que ésta. Aquellos que hacían mercado negro con los alimentos tenían por lo menos el mérito de proporcionarnos alimentos, y lo mismo puede decirse de todos los traficantes que vendían productos escasos a precios abusivos. Pero el tráfico de penicilina es algo totalmente distinto. En Austria, sólo se proporcionaba penicilina a los hospitales militares; los médicos civiles, aun en un hospital civil, no podían obtenerla por medios legales. Bajo su forma primitiva, el fraude era relativamente inofensivo. La penicilina era robada, luego vendida a precios fabulosos, a médicos austríacos. Una ampolla podía costar hasta setenta libras. Todavía podía decirse que era una forma de distribución… distribución injusta puesto que favorecía al enfermo rico, pero apenas la distribución original podía ser llamada más justa.
Este tráfico continuó sin tropiezos durante algún tiempo. De tanto en tanto alguien era detenido y castigado, pero el peligro sólo conseguía aumentar el precio de la penicilina. Luego se organizó el fraude: los peces gordos vieron el buen bocado, y aunque el ladrón ganó menos dinero por su trabajo, obtuvo cierta seguridad. Cuando le sucedía algo se ocupaban de sacarlo del paso. La naturaleza humana tiene también extrañas razones que sin duda el corazón ignora. Muchos rateros sentían un alivio de conciencia al pensar que trabajaban para un patrón. Ante sus propios ojos no tardaron en considerarse como honestos funcionarios: formaban parte de un grupo, y si había culpabilidad los culpables eran los jefes de ese grupo. Una combinación de este género funciona más o menos según los mismos principios que un partido totalitario.
Esta fase, es la que yo llamo la segunda fase. La tercera vino cuando los organizadores resolvieron que no ganaban bastante. No iba a continuar eternamente la imposibilidad de procurarse penicilina por medios lícitos. Quisieron ganar más dinero y más rápidamente mientras pudieran hacerlo. Empezaron por diluir la penicilina en agua coloreada y en el caso de la penicilina en polvo la mezclaban con arena. Tengo un pequeño museo en el cajón de mi escritorio y le hice ver a Martins algunas muestras. Esta conversación no alegraba a Martins, pero todavía no captaba el sentido total.
—Supongo —dijo— que el remedio resulta ineficaz.
—Si no fuera más que eso —le contesté— no nos preocuparíamos tanto, pero reflexione. Esta mezcla anula los efectos de la penicilina. Además se prevé que el empleo del producto falsificado hace que el tratamiento por penicilina aplicado a ciertos enfermos sea ineficaz en el porvenir. Lo que no tiene ninguna gracia si usted ha contraído, por ejemplo, una enfermedad venérea. Por otra parte, poner arena sobre una herida que necesita penicilina… digamos que no es sano. Hasta ha ocurrido que algunos hombres pierdan un brazo, una pierna o la vida. Pero lo que más me horrorizó fue cuando visité el hospital de niños en Viena. Habían comprado de esa penicilina para curar meningitis. Un gran número de niños se contentó con morir, pero muchos se volvieron locos. Usted puede verlos en los pabellones de alienados.
Sentado del otro lado de mi escritorio, Martins había escondido el rostro entre sus manos.
—Si uno lo piensa a fondo, la idea es bastante insostenible, ¿verdad? —le dije.
—Usted aún no me ha probado que Harry…
—Ya llegamos —contesté—. No se mueva y es cuche.
Abrí el prontuario de Lime y empecé a leer. Al principio sólo contenía pruebas por presunción y Martins se agitaba en su silla. Parecía tratarse de coincidencias: unos agentes señalaban en sus informes que Lime había sido visto en tal lugar, a tal hora; que había cierta cantidad de posibilidades, que frecuentaba tales personas. Martins protestó:
—Pero esos indicios podrían ser empleados en este momento contra mí…
—Espere un momento —le dije.
No sé por qué causa Lime había dejado de cuidarse. Quizá había comprendido que sospechábamos de él y había enloquecido. Ocupaba un lugar muy preeminente y es, en esos casos, que los hombres enloquecen con más facilidad. Colocamos a uno de nuestros agentes de portero en el hospital militar británico; conocíamos ya el nombre del que servía de intermediario, pero hasta entonces no habíamos logrado remontarnos hasta las fuentes. Sea lo que fuere no deseo abrumar al lector como abrumé a Martins con el relato de todas las etapas de la larga lucha que sostuvimos para ganar la confianza de ese intermediario, un tal Harbin. Por fin conseguimos acorralarlo hasta que confesó. Esta forma de actividad policial se parece mucho al trabajo del servicio secreto. Se busca a un agente de ambos lados sobre el cual se puede ejercer un fuerte dominio, y Harbin era exactamente el hombre que necesitábamos. Pero ni siquiera él pudo llevarnos más allá de Kurtz.
—¡Kurtz! —exclamó Martins—, pero ¿por qué no lo detuvieron?
—La hora cero está a punto de sonar —dije.
Kurtz marcaba un gran paso hacia adelante puesto que estaba en comunicación directa con Lime. Ocupaba un puesto secundario dependiente de los servicios de asistencia social. Cuando Lime tenía prisa solía mandarle a Kurtz mensajes secretos. Mostré a Martins la copia fotográfica de una carta breve.
—¿Puede usted identificar esto?
—Es la letra de Harry —leyó hasta el final—. No veo nada malo.
—No, pero ahora lea estas líneas de Harbin a Kurtz, dictadas por nosotros: éste es el resultado. Mire la fecha.
Leyó y releyó las dos cartas.
—¿Comprende lo que quiero decir?
Si fuéramos testigos del fin del mundo no creo que nos pusiéramos a conversar; y sin duda, para Martins, un mundo acababa de terminar, un mundo de confianza, de amistad fácil, de admiración por un héroe que había comenzado veinte años atrás… en el corredor de un colegio. Todos los recuerdos: las tardes sobre la hierba, las cacerías clandestinas en las praderas comunales de Brickworth, sueños, paseos, se habían marchitado de pronto como el suelo de una ciudad destruida por la bomba atómica. Durante mucho tiempo uno tendría miedo de pasear por ella. Mientras permanecía ahí, mirando sus manos en silencio, busqué en la alacena una preciosa botella de whisky y serví dos grandes vasos.
—Tome —le dije—, beba esto.
Me obedeció como si yo fuera su médico. Volví a llenar su vaso.
—¿Está usted seguro —dijo lentamente— de que él era el verdadero patrón?
—No hemos encontrado otra cosa hasta ahora.
—Él tenía la tendencia a saltar antes de mirar.
No lo desmentí, aunque en sus declaraciones anteriores me había dado una impresión distinta de Lime. Buscaba cualquier manera de reconfortarse.
—¿Y si Harry hubiera sido víctima de un chantaje? —dijo—. ¿Si le hubieran obligado a entrar en esa combinación como usted obligó a Harbin a representar un doble papel?
—Es posible.
—Si lo hubieran asesinado por temor a que hablara al ser detenido…
—No es imposible.
—Me alegro que lo haya hecho —agregó—. No me hubiera gustado que Harry delatara a sus compinches.
Hizo un ademán que significaba: «Es un asunto terminado» y dijo en voz alta: «Me vuelvo a Inglaterra».
—Preferiría que se quedara un poco más. La policía austríaca lanzará una orden de arresto contra usted si trata de irse de Viena en este momento. No olvide que, impulsado por su sentido del deber, Cooler la previno al mismo tiempo que yo.
—Naturalmente —dijo abandonando toda resistencia.
—Cuando hayamos encontrado al tercer hombre…
—Me gustaría estar presente cuando atrapen a ese crápula, a ese infecto crápula…