
Capítulo XV
CAPÍTULO XV
Ana estaba en el teatro —me contó Martins— porque los domingos hay función por la tarde. Tuve que presenciar la pieza entera por segunda vez. Se trataba de un pianista entrado en años y de una joven que le quería perdidamente, además de una esposa comprensiva, terriblemente comprensiva. Ana trabajaba mal… era una mala actriz, aun en sus mejores momentos. Después fui a verla a su camerino, donde la encontré muy agitada: creo que pensaba que yo iba a hacerle proposiciones y no tenía ningunas ganas. Le anuncié que Harry vivía y creí que iba a ponerse contenta y que yo me pondría furioso al verla tan contenta, pero permaneció sentada junto al tocador mientras sus lágrimas corrían sobre la crema grasienta. Entonces empecé a lamentar que no se hubiera alegrado. Tenía una cara desesperada y yo la quería. Le conté mi entrevista con Harry, pero sin duda no me escuchaba porque cuando callé me dijo:
—Lo preferiría muerto.
—Merecería estarlo.
—Quiero decir que muerto estaría a salvo… a salvo de todo el mundo.
Pregunté a Martins: ¿Le mostró las fotos que le di, las de los niños?
—Sí. Pensé que los remedios heroicos se imponían. Había que liberarla del veneno de Harry. Coloqué las fotografías en medio de sus potes de cremas. Ella no podía dejar de mirarlas. Le dije: Harry sólo puede ser detenido si la policía consigue atraerlo a esta zona. Debemos ayudar a la policía.
—Creía que era su amigo —me dijo.
—Era mi amigo.
Entonces me dijo: Nunca ayudaré a detenerlo. No quiero volver a verle, no quiero volver a oír su voz. No quiero que vuelva a tocarme, pero me niego a hacerle daño.
Me sentía lleno de amargura. No sé por qué, pues después de todo yo no había hecho nada por ella. Había hecho todavía menos que Harry.
—Tiene ganas de que vuelva —le dije como si la acusara de un crimen.
Me contestó: No tengo ganas de que vuelva pero está en mí. Es un hecho…, es diferente de la amistad. Cuando tengo un sueño de amor, el hombre siempre es él.
Martins titubeaba. Lo animé a hablar:
—¿Entonces?
—Me levanté y la dejé. Ahora le toca a usted manejarme. ¿Qué quiere que haga?
—Quiero actuar pronto. En verdad, era el cuerpo de Harbin el que estaba en el cajón, de manera que podemos detener a Winkler y a Cooler inmediatamente. Kurtz por el momento está fuera de mi alcance, lo mismo que el chófer. Mandaremos una solicitud oficial a los rusos para que nos permitan detener a Kurtz y a Lime: es por el orden de nuestros expedientes. Si decidimos emplearlo como anzuelo, su mensaje tiene que llegar inmediatamente a manos de Lime, y no cuando usted se haya arrastrado veinticuatro horas por esta zona. Yo veo la cosa así: lo han traído aquí para hacerlo hablar en cuanto vuelva al Inner Stadt; yo le informé que habían encontrado a Harbin; usted asoció los hechos y corrió a advertir a Cooler. Dejaremos escapar a Cooler para atrapar al pez gordo. No tenemos ninguna prueba de que haya participado en el negocio de la penicilina. Se escapará al segundo distrito para unirse a Kurtz. Así Lime sabrá que usted los ayudó. Tres horas después usted le avisa que la policía lo persigue, que tiene que esconderse y que necesita verlo.
—No vendrá.
—No estoy seguro. Elegiremos cuidadosamente nuestro escondite: en un lugar donde él piense que hay poco peligro. Vale la pena intentarlo. La idea de sacarlo del paso excitará su orgullo y su sentido del humor. Y así creerá comprar su silencio.
—En el colegio nunca me sacó del paso —dijo Martins.
Era evidente que había revisado cuidadosamente su pasado y que había sacado conclusiones.
—Usted nunca estaba metido en líos verdaderamente serios y él no tenía por qué temer un desenlace grave.
—Le grité que no tenía que confiar en mí —dijo—, pero no me oyó.
—¿Está de acuerdo?
Me había devuelto las fotografías de los niños; estaban colocadas sobre mi escritorio y vi que las miraba largamente.
—Sí —me dijo—, de acuerdo.