Capítulo I

CAPÍTULO I

Nunca se sabe cuándo seremos golpeados. Después de mi primer encuentro con Rollo Martins, asenté la siguiente información en mis prontuarios policiales: «En circunstancias normales buen muchacho, simple y alegre. Bebe demasiado y podría causar trastornos. Cada vez que pasa una mujer la sigue con la mirada y hace un comentario, pero tengo la impresión de que en realidad prefiere quedarse tranquilo. Nunca llegó a ser verdaderamente adulto y ésta es sin duda la causa de su adoración por Lime». Yo había escrito esta frase: «En circunstancias normales», porque nuestro primer encuentro fue en el entierro de Harry Lime. Era en febrero, y en el Cementerio Central de Viena los enterradores habían tenido que utilizar perforadoras eléctricas para abrir la tierra helada. Habríase dicho que hasta la naturaleza se empeñaba en rechazar a Lime, pero terminamos por verlo bajar a una fosa y las paladas de tierra cayeron sobre él como ladrillos. Cuando la tumba quedó cubierta, Rollo Martins se alejó rápidamente: sus piernas largas y desairadas parecían con ganas de echarse a correr mientras por sus mejillas de treinta y cinco años rodaban lágrimas de chico. Rollo Martins creía en la amistad y por esto lo que se produjo luego fue un golpe mucho más fuerte para él de lo que hubiera sido para ustedes o para mí. (Para ustedes porque hubieran dicho que era una ilusión, y para mí, porque una explicación racional aunque fuera falsa, habría acudido en seguida a mi espíritu). ¡Si por lo menos se le hubiera ocurrido confiar en mí en aquel momento, cuántas complicaciones habríamos podido evitar!

Para comprender esta historia externa y bastante triste, es necesario tener por lo menos una idea del escenario en que transcurre: Viena, esta lúgubre ciudad en ruinas, dividida por las cuatro potencias en cuatro zonas: rusa, británica, americana, francesa; delimitadas por un simple cartel; luego, en el centro de la ciudad, en el interior del Ring con sus pesados monumentos públicos y su estatuaria circular, el Inner Stadt, zona internacional bajo el control de las cuatro potencias. En este Inner Stadt, antes elegante, las potencias toman la «presidencia» como decimos nosotros, por turno, un mes cada una y se responsabilizan por la seguridad pública. De noche si cometemos la tontería de ir a despilfarrar nuestros schillings austríacos en un cabaret, es casi inevitable que veamos funcionar a la Patrulla Internacional, cuatro policías militares, uno por potencia, comunicándose entre sí —cuando se comunican— en el idioma de sus enemigos.

No he conocido la Viena de entre dos guerras y soy demasiado joven para recordar la Viena de antaño, con su encanto fácil y ficticio y su música de Strauss; para mí es sólo una ciudad hecha de ruinas sin dignidad, transformada en ese mes de febrero en grandes bloques de hielo y nieve. El Danubio era un río gris, chato y fangoso, que muy lejos de allí atravesaba el segundo bezirk, la zona rusa con el Prater derrumbado, desolado, invadido por los yuyos, sobre el cual la Rueda de la Fortuna giraba lentamente entre los restos de las calesitas semejantes a molinos abandonados, el hierro oxidado de los tanques destruidos que nadie se ocupó de recoger, y los pastos quemados por las heladas en los lugares en que la capa de nieve no era bastante espesa. No tengo tanta imaginación como para ver a esta ciudad bajo su antiguo aspecto, así como no puedo imaginarme el hotel Sacher sino como a un hotel de tránsito para oficiales ingleses, ni creer que la Kaertnerstrasse era una calle de tiendas elegantes en lugar de existir en su mayor parte apenas hasta la altura de los ojos o reconstruida hasta el primer piso. Un soldado ruso, con gorro de pieles, pasa, el fusil al hombro; unas cuantas mujeres de mala vida rondan la Oficina de Informaciones norteamericana, y algunos hombres con el sobretodo puesto beben, a pequeños sorbos, un sucedáneo de café tras los vidrios del Old Vienna. De noche es más seguro quedarse en el Inner Stadt o en las zonas de las tres potencias, a pesar de que allí también ocurren raptos —raptos absurdos según solían parecemos a nosotros—: una muchacha ucraniana sin pasaporte, un viejo inútil y a veces, desde luego, el experto o el traidor. He aquí, más o menos, la ciudad a la que Rollo Martins llegó el 7 de febrero del año pasado. He reconstruido la historia lo mejor que he podido de acuerdo con mis propias fichas y con lo que me contó Martins. Es lo más exacta posible. No he inventado una sola línea de nuestros diálogos pero no puedo responder por la memoria de Martins. Es una historia desagradable si se suprime a la joven; sería una historia triste, siniestra, de insalvable melancolía si no fuera por el episodio absurdo del conferenciante de la Sociedad de Relaciones Culturales Británicas.