Capítulo XI

CAPÍTULO XI

Después de separarse de mí, Martins se fue a beber hasta embrutecerse. Para ese fin eligió El Oriental, el cabaret minúsculo, siniestro y lleno de humo, que se abre detrás de su fachada de un exotismo de bazar, frente a la iglesia de San Basilio. Las mismas fotografías, semidesnudas en la pared de la escalera, los mismos americanos, medio borrachos en el bar, los mismos vinos malos y gins indescriptibles; hubiera podido entrar en cualquier cabaret de tercer orden, de cualquier ciudad apolillada de una Europa apolillada. En un momento dado de las horas lúgubres del amanecer, la Patrulla Internacional entró para echar un vistazo y al verlos un soldado ruso se lanzó escaleras arriba. Los americanos no se movieron y nadie le cortó el paso. Martins había bebido un vaso tras otro; probablemente también hubiera elegido a una mujer, pero las animadoras del cabaret habían vuelto a su casa y ya no quedaban mujeres salvo una periodista francesa, muy hermosa, de mirada sagaz, que comentó algo con su compañero y luego se durmió desdeñosamente.

Martins se fue a otra parte. En Maxim bailaban algunas parejas melancólicas, y en un lugar que se llamaba Chez Víctor la calefacción estaba averiada y los clientes bebían sus cóctels con el gabán puesto. Ya pasaban manchas luminosas ante los ojos de Martins y el sentimiento de la soledad le angustiaba. Su espíritu volvía hacia la joven de Dublín, hacia la joven de Ámsterdam. Siquiera esas cosas no engañan: el alcohol puro, el amor físico sin frases. No se le pide a una mujer que sea fiel. Sus pensamientos giraban en círculos, del sentimentalismo a la concupiscencia, luego abandonaban la confianza por el cinismo.

Los tranvías ya no circulaban. Marchó a pie con la voluntad obstinada de encontrar a la amiga de Harry. Quería hacer el amor con ella, así, sin romanticismos, sin vueltas. Se sentía violento, pero la calle cubierta de nieve ondulaba como la superficie de un lago y esto hizo que su imaginación tomara otra dirección, la de la melancolía, el amor eterno, el renunciamiento.

Debían de ser las tres de la mañana cuando subió la escalera que conducía a la habitación de Ana. Su ebriedad se había disipado casi completamente y sólo tenía una idea en la cabeza: saber por Ana la verdad respecto a Harry. Le parecía que esta revelación levantaría el peso del recuerdo y le daría una probabilidad de éxito junto a la amiga de Harry. Cuando un hombre está enamorado ni siquiera se le ocurre que la mujer pueda no haberse dado cuenta, cree haberlo dicho claramente en una inflexión de voz, en un roce de la mano. Cuando Ana le abrió la puerta asombrada de verlo así, todo despeinado, erguirse en el umbral, no comprendió que le abría la puerta a un extraño.

—Ana —dijo—, lo sé todo.

—Entre —dijo ella—, no es necesario que despierte a toda la casa.

Estaba en bata; el diván transformado en cama tenía ese aspecto revuelto que muestra que su ocupante no ha podido conciliar el sueño.

—Bueno, ¿y qué hay? —preguntó ella, mientras él permanecía ahí, de pie, buscando sus palabras—. Creía que iba a apartarse de mí por un tiempo, ¿o es que la policía lo busca?

—No.

—¿Usted no mató a ese hombre, verdad?

—Por supuesto que no.

—¿Está borracho?

—Un poco.

Él contestaba con fastidio. La visita no parecía tomar el giro esperado. Agregó con rabia:

—¡Perdóneme!

—¿Por qué? No me disgustaría beber un poco a mí también.

—He visto a algunos miembros de la policía inglesa. Están convencidos de que no soy culpable. Pero ellos me lo han dicho todo. Harry traficaba: un tráfico inmundo. No valía nada —agregó Martins desesperadamente—. Nos hemos equivocado usted y yo.

—Prefiero que me lo diga todo —dijo Ana.

Ella se sentó sobre la cama y él le contó todo, de pie y tambaleándose ligeramente junto a la mesa donde el papel escrito a máquina estaba abierto siempre en la primera página. Me imagino que se lo contó en forma confusa insistiendo sobre todo en lo que le había quedado grabado más profundamente: los niños muertos de meningitis y los niños en el pabellón de enfermedades mentales. Cuando calló los dos permanecieron un rato en silencio, luego ella preguntó:

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Usted no había bebido cuando le dijeron todo eso? ¿Se lo probaron en serio?

—Sí —contestó lúgubremente— eso era Harry.

—Ahora estoy contenta de que haya muerto —dijo ella—. No me hubiera gustado verlo pudrirse en la cárcel durante años.

—Pero ¿usted comprende cómo Harry, su Harry, mi Harry pudo verse mezclado…? —continuó con desesperación—. Me parece que nunca existió, que le hemos soñado. ¡Pero durante todo ese tiempo se burlaba de nosotros, imbéciles!

—Tal vez. ¿Qué importancia tiene? —dijo ella—. Siéntese. No se atormente más.

Él se había imaginado a sí mismo consolándola, pero no había previsto lo contrario.

—Si estuviera vivo —volvió a decir ella— podría explicarnos todo. Pero tenemos que recordarlo tal como lo hemos conocido. Uno ignora tantas cosas de un ser, aunque sea un ser amado, cosas buenas, cosas malas. Hay que dejar lugar para todas.

—Esos niños…

—Por amor de Dios —dijo ella enojándose— deje de fabricar a la gente a imagen suya. Harry era un ser real. No era simplemente su héroe y mi amante. Era Harry. Era un traficante. Ha hecho cosas feas. ¿Y qué hay con eso? Era el hombre que conocíamos.

—Puede recitar todos sus lugares comunes —dijo él—. ¿No se da cuenta de que la quiero?

Ella le miró absorta:

—¿Usted?

—Sí, yo —dijo él—, yo. No mato a la gente con remedios falsificados. No soy un hipócrita que convence a la gente de que es el más grande… No soy más que un mal escritor que bebe demasiado y se enamora de las muchachas…

—Pero ni siquiera sé de qué color son sus ojos —dijo Ana—. Si usted me hubiera llamado por teléfono hace un rato para preguntarme si era moreno o rubio, si llevaba bigote o no, no habría podido contarle.

—¿No podría dejar de pensar en él?

—No puedo.

—En cuanto se haya aclarado el asesinato de Koch —dijo Martins— me iré de Viena. Ya no me interesa saber si el que mató a Harry es Kurtz o el tercer hombre. El que lo mató, quienquiera que sea, ha obedecido a una especie de justicia. Quizá yo mismo lo hubiera matado en iguales circunstancias. Sin embargo, usted todavía lo quiere; quiere a un canalla, a un asesino.

—Yo quería a un hombre —contestó— ya se lo he dicho. Un hombre no es diferente porque uno descubra cosas sobre él. Es siempre el mismo hombre.

—Me espanta su manera de hablar. Tengo un dolor de cabeza terrible y usted habla, habla…

—No le pedí que viniera.

—Hace todo lo posible por irritarme.

Bruscamente ella se echó a reír.

—Es demasiado cómico —dijo—. Usted, a quien no conozco, llega aquí a las tres de la mañana y me dice que me quiere. Luego se enoja y me riñe. ¿Qué quiere que haga o que diga?

—Nunca la había visto reír. Ríase otra vez. Me gusta.

—No es bastante gracioso para dos carcajadas.

Él la tomó por los hombros y la sacudió suavemente.

—Haré muecas grotescas durante todo el día —dijo—. Me sostendré sobre la cabeza, daré vueltas de carnero. Aprenderé un montón de gracias y de cuentos divertidos para contar después de comer.

—Apártese de la ventana. No hay cortinas.

—Nadie me mira —contestó, pero verificó automáticamente lo que acababa de afirmar, pues no estaba tan seguro: una larga sombra que acababa de moverse quizá a causa del paso de una nube ante la luna, volvió a quedar inmóvil.

—Usted todavía quiere a Harry, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—A lo mejor yo también, no lo sé. —Dejó caer sus manos y agregó—: Tengo que irme.

Se alejó rápidamente. No se tomó el trabajo de mirar si lo seguían, de verificar si la sombra era sólo una sombra. Pero al llegar a la esquina se volvió por casualidad y vio justo en el recodo, aplastada contra la pared para no ser vista, una silueta espesa y corta. Martins se detuvo y miró largamente el personaje, que le parecía conocido. Tal vez, pensó, me he acostumbrado gradualmente a él durante estas veinticuatro horas. Tal vez sea uno de los hombres que han anotado tan escrupulosamente mis movimientos. Martins se quedó allí, mirando a veinte pasos la forma inmóvil y silenciosa que le observaba a su vez desde la oscura callejuela. Espía de la policía, a menos que fuera un agente de esos otros hombres, los hombres que primeramente habían corrompido a Harry y luego le habían matado. Hasta era posible que se tratara del tercer hombre…

Lo que le parecía conocido no era el rostro, pues ni siquiera distinguía el ángulo de la mandíbula. No eran sus movimientos, pues el cuerpo conservaba tal inmovilidad que Martins empezó a preguntarse si no era víctima de una ilusión, de un juego de sombras. Gritó con voz perentoria:

—¿Qué quiere?

No hubo respuesta. Gritó de nuevo con la irascibilidad de los borrachos:

—¿No puede contestar?

Hubo una respuesta, pues alguien, despertado por sus gritos, levantó la cortina de una ventana, y el rayo de luz, atravesando la angosta calleja, iluminó totalmente el rostro de Harry Lime.