Capítulo II

CAPÍTULO II

En el escaparate, los pasteles cubiertos de azúcar rosado, colocados sobre una carpeta de papel, el jamón, las tajadas de salchichón, las avispas que se lanzaban contra el vidrio como pequeños torpedos, llamaron la atención de Felipe. Sus pies estaban cansados de caminar por las aceras; había tenido miedo de cruzar la calle y se había contentado con andar, primero hacia un lado y después hacia el otro. Por fin había vuelto a acercarse a la casa; esa confitería era una de las avanzadas de Pimlico. Para contemplar esas golosinas, Felipe aplastaba su nariz contra el vidrio y lo empañaba, cuando vio de pronto, entre los pasteles y los fiambres a un Baines inesperado. Apenas si reconoció sus ojos saltones y su frente amplia. Era un Baines feliz, osado, con un airecito de filibustero, y sin embargo si se le miraba de más cerca era un Baines desesperado.

Felipe nunca había visto a la joven. Recordó que Baines tenía una sobrina y pensó que sin duda era ella. Tenía una cara delgada, de rasgos cansados, y llevaba un impermeable blanco. No significaba nada para Felipe; pertenecía a un mundo que él no conocía. No hubiera podido inventar sobre ella ninguna historia como las que imaginaba sobre ese hombrecito arrugado: Sir Hubert Reed, el secretario perpetuo, o sobre la señora de Wince-Dudey, que venía todos los años a Penstanley (Suffolk) cargada de un paraguas verde y de una enorme cartera negra; historias como las que podría contar sobre todos los criados de las casas donde iba a tomar el té y a jugar. Ella estaba fuera de todo eso; Felipe pensó en las sirenas, en Ondina, pero tampoco pertenecía a ese mundo, ni tampoco a las aventuras de Emilio. Ella continuaba sentada, inmóvil, mirando el pastel cubierto de un baño rosado, con la misteriosa indiferencia de los seres totalmente desheredados; mirando también las cajas de polvo de arroz semivacías que Baines había colocado sobre la mesa de mármol, entre los dos.

Baines suplicaba, explicaba, insistía, ordenaba, y la joven se ponía a llorar mirando la tetera y los tarritos de porcelana. Baines le tendía su pañuelo, pero ella no quería secarse los ojos; hacía con su pañuelo una pelota y la apretaba en el hueco de la mano, mientras dejaba correr sus lágrimas sin querer hacer nada, sin querer hablar, contentándose con oponer una resistencia silenciosa y desesperada a todo lo que temía obstinadamente, a lo que deseaba y a la vez se negaba a oír. Sus dos cerebros luchaban por encima de las tazas de té, en su amor recíproco; y desde más allá del jamón, de las avispas y del cristal polvoriento de la tiendecita de Pimlico, el sentido confuso de esa lucha llegaba hasta Felipe.

Estaba lleno de curiosidad, no comprendía y quería comprender. Se corrió hasta el marco de la puerta para ver mejor; nunca había estado menos protegido; por primera vez la vida ajena se hacía perceptible, tocaba, oprimía, moldeaba su propia vida. Nunca escaparía a esa escena. Una semana después la había olvidado, pero ejerció una influencia sobre su carrera futura, sobre la larga austeridad de su vida. Murmuró al morir: «¿Quién es ella?».

Baines había ganado; se hacía el importante y la joven estaba contenta. Se secó el rostro, abrió una caja de polvos y sus dedos se encontraron sobre la mesa. A Felipe se le ocurrió que sería divertido imitar la voz de la señora de Baines y llamar: «Baines» desde la puerta.

Ese gritó los petrificó; imposible encontrar otra palabra; se convirtieron literalmente en piedras; ya no estaban contentos y su audacia se había esfumado. El primero en recuperar su sangre fría y en reconocer la voz fue Baines, pero, esto no bastó para que las cosas volvieran a su lugar. La tarde aquella se había vaciado como una bolsa de serrín; ya no se podía hacer nada para remediarlo y Felipe sintió miedo: «No lo hice a propósito…». Eso significaba que quería mucho a Baines y que únicamente había tenido intención de burlarse de la señora de Baines. Pero al mismo tiempo había comprendido que uno no podía burlarse de la señora de Baines. Ella no era sir Hubert Reed que escribía con plumas de acero y siempre llevaba en el bolsillo un limpiaplumas; ella era la oscuridad en el momento en que una corriente de aire apagaba la llamita de su velador; ella era los montones de tierra helada que Felipe había visto un día de invierno en un cementerio mientras alguien decía: «Será necesario traer una perforadora eléctrica». Ella era el ramo de flores marchitas y podridas en la habitación oscura de Penstanley. No había posibilidad de reírse de eso. Había que soportarla mientras estaba presente y olvidarla cuando no lo estaba, suprimir su recuerdo o hundirlo en el olvido.

—Es sólo Felipe —dijo Baines haciéndole una señal para que entrara—. Le dio un pastel cubierto de un baño rosa que la joven no había comido; pero la tarde se había quebrado y el pastel se le quedaba en la garganta como pan viejo. La joven se despidió en seguida; hasta se olvidó de llevarse los polvos; semejante a un pedacito de hielo anguloso en su impermeable blanco, permaneció unos minutos en el umbral de la puerta dándoles la espalda, antes de disolverse en la luz de la tarde.

—¿Quién es? —preguntó Felipe—. ¿Es su sobrina?

—¡Ah!, sí, sí —contestó Baines—, justamente es mi sobrina.

Vertió las últimas gotas de agua sobre las gruesas hojas negras de la tetera.

—¿Por qué no beber una taza más? —dijo Baines—. La taza que reconforta —agregó Baines, con un aire inconsolable, mirando correr el líquido negro y amargo.

—Tome un vaso de limonada, Fil.

—Le pido perdón, Baines, le pido perdón.

—No es culpa suya, Fil. Pero, ahí está, yo creí de veras que era ella y no pensé en usted. Ella se cuela por todas partes.

Pescó las hojas de té que flotaban en su taza y las colocó sobre el dorso de su mano: una hoja delgada y flexible y un tallo duro. Los golpeó con la otra mano: «Hoy», y el tallo se desprendió, «mañana, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo». Pero la hoja se resistía a abandonar su mano, se quedaba donde estaba, se secaba bajo sus golpes, le oponía una resistencia de la que no parecía capaz.

—El más terco es el que gana —dijo Baines.

Se levantó, pagó la cuenta y salieron a la calle.

—No le pido que falte a la verdad —dijo Baines—, pero es mejor que no diga a la señora de Baines que nos ha visto juntos.

—Claro que no —dijo Felipe tratando de imitar el tono de voz de sir Herbert Reed—. Comprendo muy bien, Baines.

Pero no comprendía nada. Se sentía arrastrado hacia el mundo oscuro de los demás seres.

—Es estúpido —dijo Baines—, tan cerca de casa. Pero no tuve tiempo de reflexionar. Necesitaba verla.

—Por supuesto, Baines.

—No tengo tiempo que perder —dijo Baines—. Ya no soy joven. Tengo que convencerme de que no es desdichada.

—Naturalmente, es necesario, Baines.

—La señora de Baines le obligará a contarlo todo, si puede.

—Puede tener confianza en mí —dijo Felipe, con una voz seca, importante, la voz de sir Herbert. Luego agregó—: ¡Cuidado! Está espiándonos por la ventana.

En verdad estaba en la ventana del sótano y alzaba hacia ellos, entre las cortinas de tul, una mirada intrigada.

—¿Es verdaderamente necesario que entremos, Baines? —preguntó Felipe, que sentía pesar sobre su estómago algo pesado y frío como cuando había comido demasiado budín. Se colgó del brazo de Baines.

—Cuidado —dijo Baines en voz baja—, cuidado.

—Pero ¿es verdaderamente necesario, Baines? Todavía es temprano. Si me llevara a dar una vuelta por el parque…

—Es mejor que no.

—Pero… tengo miedo, Baines.

—No tiene por qué tener miedo —dijo Baines—. Nadie le hará ningún daño. Corra derecho a su habitación; yo bajaré por la puerta de servicio y hablaré con la señora Baines.

Pero él también tuvo un minuto de duda antes de bajar la escalera de piedra, aunque fingió no ver a su mujer entre las cortinas desde las que ella espiaba.

—Entre por la puerta principal, Fil, y suba derecho.

Felipe no se detuvo en el vestíbulo; corrió, deslizándose sobre el piso encerado por la señora de Baines, hasta la escalera. Al llegar arriba vio por la puerta abierta de la sala las sillas cubiertas de fundas; hasta el reloj de porcelana, sobre la repisa de la chimenea, estaba cubierto como una jaula de canarios; dio la hora en el momento en que él pasaba, y su sonido, ahogado por la tela, era misterioso. Sobre la mesa de su cuarto encontró la comida preparada: un vaso de leche, una rebanada de pan con manteca, un bizcocho dulce, y un poco de budín del almuerzo, frío y sin merengue. No tenía apetito; tendió el oído para saber, por el sonido de las voces, si se acercaba la señora de Baines; pero el sótano guardaba sus secretos. La puerta de bayeta verde separaba los dos mundos. Bebió la leche, comió el bizcocho, no tocó el resto; y pronto oyó resonar en la escalera el paso firme y apagado de la señora de Baines. Era una buena criada, caminaba sin hacer ruido; era una mujer voluntariosa y caminaba con firmeza.

Pero cuando entró en la habitación no estaba enojada; abrió la puerta sonriendo con amabilidad.

—¿Hizo un paseo agradable, niño Felipe?

Corrió las cortinas, sacó el pijama y volvió hacia él para retirar la bandeja.

—Me alegro de que Baines lo haya encontrado. A su mamá no le gustaría nada verlo salir solo. —Examinó la bandeja—: No ha comido nada, niño Felipe. ¿Por qué no toma un poquito de este budín? Voy a ir a buscarle dulce para que lo coma con él.

—No, no, gracias, señora —dijo Felipe.

—Usted no come bastante —dijo la señora de Baines. Daba vueltas alrededor del cuarto olfateando como un perro—. Dígame, niño Felipe, ¿usted no recogió los potes que yo tiré en el cesto de los papeles de la cocina?

—No —dijo Felipe.

—Naturalmente, es lo que yo pensaba. Lo preguntaba para estar segura, nada más.

Le palmeó el hombro y de un movimiento rápido sus dedos bajaron a lo largo de la solapa; tropezó con una minúscula miga de azúcar rosado.

—¡Oh, niño Felipe —dijo—, ya veo por qué no tiene apetito! Ha comprado golosinas. No debe emplear en eso su dinero para gastos.

—Pero no, no he comprado nada —dijo Felipe—, nada.

Ella probó el azúcar con la punta de la lengua.

—No me diga mentiras, niño Felipe. No las soportaré, como no las hubiera soportado su padre.

—No he comprado nada, no he comprado nada. Me lo dieron ellos, quiero decir Baines.

Pero ella se había abalanzado sobre la palabra «ellos». Había conseguido lo que quería; no cabía duda; aunque uno ignorara lo que quería conseguir.

Felipe se sintió furioso, desdichado, decepcionado porque no había guardado el secreto de Baines. Baines no hubiera tenido que confiar en él. Las personas mayores deberían guardar sus secretos para sí, y sin embargo, he aquí que la señora de Baines se disponía a confiarle otro en seguida.

—Déjeme que le haga cosquillas en la palma de la mano para saber si puede guardar un secreto.

Pero él se puso la mano detrás de la espalda. No quería que lo tocaran.

—Es un secreto entre nosotros, niño Felipe. Yo conozco todas las historias de ellos. Supongo que ella estaba tomando el té con él —dijo al azar.

—¿Y por qué no?

Su responsabilidad hacia Baines pesaba sobre su ánimo y la idea de que tendría que guardarle un secreto a ella mientras había traicionado el de Baines, le hacía medir dolorosamente toda la injusticia de la vida.

—Ella es simpática.

—Es simpática, en verdad —repitió la señora de Baines con una voz amarga a la que él no estaba acostumbrado.

—Y además es su sobrina.

—¡Ah! ¡Eso es lo que él cuenta! —comentó suavemente la señora de Baines como un eco más sordo que el sonido del reloj enfundado.

Trató de bromear.

—Viejo pícaro. Sobre todo no vaya a contarle que estoy enterada, niño Felipe. —Rígida, se había estacionado entre la mesa y la puerta y reflexionaba activamente; preparaba un plan—: Prométame que no dirá nada, niño Felipe, le daré esa caja de Meccano…

Él le volvió la espalda. No quería prometer, pero no diría nada. No quería ocuparse de sus secretos; declinaba las responsabilidades que ellos querían depositar sobre él. Sólo deseaba olvidar. Había absorbido una dosis de vida más fuerte de lo que esperaba y tenía miedo.

—… la caja de Meccano, 2-A, niño Felipe.

Nunca volvió a abrir sus cajas de Meccano, nunca construyó, nunca creó nada. Viejo diletante, murió sesenta años más tarde prefiriendo no dejar ninguna obra con tal de no evocar el recuerdo de la voz perversa de la señora de Baines, cuando le dio las buenas noches, o el ruido de sus pasos apagados y voluntariosos que por la escalera del sótano bajaban, bajaban, bajaban.