Capítulo IV

CAPÍTULO IV

Lo que me desagradó de entrada, me contó Martins, fue su peluca. Era uno de esos postizos inconfundibles, hecho de pelo lacio y rubio, cortado derecho sobre la nuca y no muy bien sujeto. Hay algo extraño en un hombre que no acepta sencillamente la calvicie. Tenía, además, una de esas caras en las cuales las arrugas se han marcado con un cuidado excesivo, como un «maquillaje», en los lugares acertados, con la intención de expresar la inteligencia, la imaginación. Parecía haberse compuesto un tipo para colegialas románticas.

Esta conversación tuvo lugar algunos días más tarde, y cuando vino a contarme toda su historia ya las pistas estaban totalmente embrolladas. Estábamos sentados en el Old Vienna a la misma mesa que él había ocupado esa primera mañana con Kurtz, y cuando hizo esa apreciación sobre las colegialas románticas vi que su mirada, bastante parecida a la de un animal hostigado, se detenía bruscamente sobre algo. Una joven que no me pareció muy distinta de cualquier otra joven pasaba de prisa bajo la ventana de mi despacho entre las ráfagas de nieve.

—¿Bonita, eh? —le dije.

Su mirada volvió a posarse sobre mí.

—Bah —me dijo—. Hace tiempo que no me ocupo de eso. Vea, Calloway, en la vida de cada hombre llega el día en que se renuncia a esas cosas…

—Comprendo. Me había parecido que miraba a una joven.

—Es verdad. Pero sólo la miré porque me recordó a Ana… Ana Schmidt, durante unos segundos.

—¿Quién es? ¿No es sólo una joven?

—Sí, si se quiere.

—¿Qué quiere decir con «si se quiere»?

—Era la amiga de Harry.

—¿Y usted va a ser su sucesor?

—No es una mujer de esa clase, Calloway. ¿No la vio en el entierro? Estoy decidido a no volver a «mezclar las bebidas»; tengo una borrachera que me durará toda la vida.

—Usted había empezado a hablarme de Kurtz —le dije.

Al parecer había encontrado a Kurtz sentado a una mesa y leyendo con mucha ostentación El caballero solitario de Santa Fe. Cuando Martins se hubo sentado a su lado, Kurtz le dijo con un entusiasmo que sonaba extraordinariamente a falso.

—Es maravilloso cómo consigue apoderarse usted del lector.

—¿Apoderarme?

—Sí. Uno queda en suspenso. Usted es un maestro. Al final de cada capítulo uno se pregunta…

—Entonces, ¿usted era amigo de Harry? —dijo Martins.

—Su mejor amigo —pero Kurtz agregó después de una breve pausa, durante la cual su cerebro registró sin duda el error cometido—, después de usted, por supuesto.

—Cuénteme cómo murió.

—Yo estaba con él. Acabábamos de salir juntos de su casa cuando Harry vio en la acera de enfrente a una persona conocida… un americano llamado Cooler. Lo saludó con la mano, y al atravesar la calle para juntarse con él, un jeep que avanzaba como un bólido lo arrolló. En realidad, la culpa fue de Harry, no del chófer.

—Me dijeron que quedó muerto en el acto.

—¡Ojalá fuera cierto! De todas maneras, murió antes de que llegara la ambulancia.

—Entonces, ¿pudo hablar?

—Sí, y en medio de sus dolores se preocupaba por usted.

—¿Qué dijo?

—No recuerdo sus palabras exactas, Rollo. ¿Me permite que lo llame Rollo? Él lo llamaba así cuando hablaba de usted. Insistió mucho en que yo me ocupara de usted a su llegada. Que cuidara que no le faltase nada. Que tomara su pasaje de regreso…

(Cuando me repitió la conversación, Martins me dijo: «Como verá, además del dinero colecciono pasajes de vuelta»).

—Pero ¿por qué no me telegrafió para evitar que viniera?

—Lo hicimos, pero el cable no lo alcanzó. Entre la censura y la división en zonas, ocurre que los cables tardan hasta cinco días.

—¿Se investigó el caso?

—Naturalmente.

—¿Usted sabía que la policía tenía la idea absurda de que Harry estaba implicado en un tráfico fraudulento?

—No. Pero en Viena todo el mundo lo está. Todos vendemos cigarrillos y cambiamos schillings por Bafs, dinero de ocupación, y así sucesivamente.

No hay un solo miembro de la Comisión de Control que no haya violado los reglamentos.

—La policía habló de algo más grave.

—Esa gente suele imaginarse cosas absurdas —dijo el hombre de la peluca, en tono circunspecto.

—Tengo la intención de quedarme aquí hasta que les haya demostrado que se equivocan.

Kurtz volvió la cabeza con brusquedad y la peluca se desplazó levemente.

—¿Para qué? Eso no resucitará a Harry.

—Quiero que saquen de Viena a ese oficial de policía.

—No veo qué puede hacer para conseguirlo.

—Pienso empezar mis pesquisas a partir del momento en que Lime murió. Estaban usted, el tal Cooler y el chófer. ¿Puede darme sus direcciones?

—No conozco la del chófer.

—La encontraré en la comisaría. Y además está esa joven, amiga de Harry…

—Será penoso para ella.

—Lo que ella pueda sentir me es indiferente. Es de Harry de quien me ocupo.

—¿Usted sabe lo que sospecha la policía?

—No. Me enojé demasiado pronto.

—No se le ocurrió —dijo Kurtz suavemente— que a lo mejor desenterraba algo… poco honorable para Harry.

—Me atrevo a correr ese riesgo.

—Necesitará tiempo y dinero.

—Tengo tiempo, ¿y no ofreció usted acaso prestarme dinero?

—No soy rico —dijo Kurtz—. Prometí a Harry ocuparme de usted y cuidar de que pudiera tomar el avión para regresar a Inglaterra.

—No se preocupe ni por el dinero ni por el avión —contestó Martins—. Pero le apuesto cinco libras esterlinas contra doscientos schillings que hay algo turbio en la muerte de Harry.

Había golpeado a ciegas y aunque ya tuviera instintivamente la seguridad de que había algo turbio, todavía no se había atrevido a pronunciar la palabra «asesinato». Kurtz tenía una taza de café que iba a llevar a sus labios. Martins lo observó. Aparentemente el golpe no había dado en el blanco. Sin la menor emoción, con una mano que no temblaba, Kurtz llevó la taza a sus labios y bebió a largos sorbos, quizá demasiado ruidosamente. Luego dejó la taza y preguntó:

—¿Qué quiere decir con «algo turbio»?

—A la policía le pareció cómodo tener un cadáver, pero ¿no era acaso igualmente cómodo para los verdaderos traficantes?

Al terminar su frase se dio cuenta de que después de todo, la acusación que había lanzado al azar no había dejado a Kurtz insensible: la prudencia y la sangre fría lo habían petrificado. Las manos del culpable no tiemblan necesariamente y sólo en las novelas una copa se cae y traiciona una emoción. A menudo un gesto calculado revela mejor la emoción. Kurtz terminó su café como si Martins no hubiera dicho nada.

—En fin —murmuró sorbiendo un último trago—, por supuesto que le deseo buena suerte aunque no veo qué podría descubrir. Si necesita ayuda estoy a sus órdenes.

—Quiero la dirección de Cooler.

—Naturalmente. Voy a escribírsela. Es en la zona americana.

—¿Y la suya?

—Se la escribí debajo; tengo la desgracia de vivir en la zona rusa. De manera que no vaya a verme al oscurecer. Suelen ocurrir cosas desagradables por aquí.

Se incorporó con una sonrisa muy estudiada; un fino pincel había dibujado cuidadosamente en la comisura de los labios y alrededor de los ojos y de la boca unas leves líneas que acentuaban su aire amable.

—Téngame al corriente —dijo— y si necesita ayuda… pero insisto en que su empresa es poco sensata.

Tomó El caballero solitario que había quedado sobre la mesa.

—Me enorgullezco de haberlo conocido. ¡Un maestro en el arte de interesar al lector!

Una mano aplastó el jopo postizo, y pasando la otra suavemente sobre la boca borró la sonrisa: fue como si esa sonrisa no hubiese existido jamás.