
Capítulo XII
CAPÍTULO XII
—¿Cree usted en los fantasmas? —me preguntó Martins.
—¿Y usted?
—Ahora creo.
—También creo que los hombres ven cosas cuando están borrachos… a veces ratas, a veces algo peor.
No había venido en seguida a contarme su historia. Únicamente el peligro que amenazaba a Ana Schmidt lo había precipitado a mi despacho, como un ahogado que el mar devuelve a la orilla, la cara cubierta de una barba crecida, las ropas en desorden, obsesionado por una aventura que no lograba comprender.
—Si hubiera sido únicamente ese rostro —me dijo— no me habría preocupado. Había pensado mucho en Harry y de allí a confundirle con un desconocido… La luz se apagó en seguida. Yo no había hecho más que entrever al hombre (admitiendo que fuera un hombre) cuando salió corriendo calle abajo. No había ninguna curva hasta mucho más lejos, pero yo estaba tan asombrado que le dejé tomar treinta pasos de ventaja. Se dirigió hacia un quiosco de revistas y desapareció^ ante mi vista. Me puse a correr. Necesité diez segundos para llegar al quiosco. Sin duda me había oído correr, pero lo extraño es que no apareció más. Di la vuelta al quiosco: no había nadie. La calle estaba vacía. Era imposible que hubiese entrado en alguna casa sin encontrarse conmigo. Se había volatilizado.
—Lo que es natural de parte de un fantasma o de una ilusión…
—Pero no creo haber estado borracho hasta ese punto.
—¿Qué hizo usted después?
—Fui a beber un poco más. Tenía los nervios de punta.
—¿Y eso produjo la reaparición del fantasma?
—No; pero eso me hizo volver a casa de Ana.
Creo que de no mediar el atentado contra Ana Schmidt nunca hubiera venido a contarme esa historia absurda. Cuando me la contó, mi teoría fue que en realidad alguien lo seguía, pero que únicamente su nerviosidad y su borrachera habían prestado a ese rostro desconocido los rasgos de Harry Lime. Ese espía había anotado su visita a Ana Schmidt y había avisado a un miembro de la banda negra, la banda de la penicilina, por teléfono. Esa noche, los acontecimientos se sucedieron rápidamente. Ha de recordarse que Kurtz vivía en la zona rusa, en el distrito número 2, en una calle vacía, ancha y desolada que baja hasta la Prater Platz. Un hombre así debía contar con apoyos poderosos. Nada podría perjudicar tanto a un ruso como que se le conocieran relaciones amistosas con un norteamericano o con un inglés, pero el austríaco era un aliado potencial… y en todo caso, uno no teme la influencia de los arruinados o los derrotados.
Es necesario comprender que en este período la cooperación entre los aliados occidentales y los rusos había prácticamente desaparecido.
El acuerdo policial original establecido con los aliados confinaba a la policía militar (encargada de los delitos que implicaran al personal de ocupación) a la zona particular de la potencia a la cual pertenecía, salvo los casos en que estaba autorizada para entrar en otra zona. Este acuerdo funcionó perfectamente entre las tres potencias occidentales. Me bastaba telefonear a mi colega de la zona norteamericana o francesa para enviar a mis agentes a efectuar un arresto o a iniciar una investigación. Durante los primeros seis meses de la ocupación este acuerdo había funcionado razonablemente bien con los rusos: a veces quizá transcurrieran cuarenta y ocho horas antes de que yo hubiera podido obtener el permiso ruso, pero en la práctica son contados los casos en que resulta necesario obrar con mayor premura. Aun en Inglaterra no siempre es posible obtener más rápidamente una orden de allanamiento o una autorización de la superioridad para detener a algunos sospechosos. Luego las cuarenta y ocho horas se transformaron en una semana o una quincena, y recuerdo que en alguna oportunidad mi colega norteamericano, después de echar una mirada a sus archivos descubrió que había cuarenta casos que llevaban un atraso de más de tres meses sin haber recibido siquiera una respuesta a sus peticiones. Después comenzó el desorden. Empezamos a postergar o a no contestar las demandas rusas, y éstos, a veces sin permiso, enviaban sus policías, con los consiguientes choques… En la época en que tiene lugar esta historia, las potencias occidentales habían dejado prácticamente de enviar solicitudes a los rusos o de contestar las que éstos enviaban. Esto significaba que si yo quería apoderarme de Kurtz era conveniente detenerlo fuera de la zona rusa, aunque, por supuesto, era posible que sus actividades molestaran a los rusos y que su castigo fuera más rápido y severo que cualquiera que nosotros pudiéramos infligir. El caso de Ana Schmidt fue uno de esos choques: cuando a las cuatro de la mañana Rollo Martins, completamente borracho, volvió para decirle a Ana que había visto el fantasma de Harry, un portero asustado que todavía no había podido dormirse de nuevo le informó que acababa de ser arrestada por la Patrulla Internacional.
He aquí lo que había ocurrido: ustedes recordarán que Rusia estaba de turno en el Inner Stadt, y cuando Rusia estaba de turno era de esperar que ocurriesen irregularidades. En esta ocasión, en mitad de la ronda, los rusos dirigieron su coche hacia la calle donde vivía Ana. El policía militar británico que estaba aquella noche de guardia era nuevo en sus funciones: no advirtió, hasta que sus colegas se lo dijeron, que habían entrado en una zona británica. No hablaba francés y tenía escasos conocimientos de alemán: el francés, un parisino cínico, abandonó toda esperanza de hacerse entender. El norteamericano decidió intervenir en la cuestión.
—No hay inconveniente para mí —dijo el norteamericano—. ¿Y para usted?
El policía británico palmeó al ruso, quien volvió su rostro mongólico y lanzó una retahíla de incomprensibles palabras eslavas. El automóvil siguió su marcha.
Al llegar ante el edificio en que vivía Ana, el norteamericano preguntó bruscamente de qué se trataba. Apoyado contra el capot, el francés encendió un cigarrillo que apestaba. Francia no estaba en cuestión y cuando Francia no estaba en cuestión no había nada que presentara para él un interés verdadero. El ruso consiguió pronunciar algunas palabras en alemán, mientras blandía unos papeles. Por lo que los otros pudieron comprender, la policía rusa buscaba a un ruso que vivía en esa casa y cuyos papeles no estaban en regla. Subieron y el ruso quiso abrir la puerta, pero al advertir que estaba cerrada con cerrojo la abrió de un golpe de hombro. Ana estaba acostada, pero no creo que hubiera vuelto a dormirse después de la visita de Martins.
Hay un lado muy cómico en estas situaciones, cuando uno no está directamente interesado en ellas. En una atmósfera de terror europeo general, de allanamientos de domicilios, y de desapariciones, de un padre que pertenece al partido vencido, el miedo supera la impresión de comedia. Imaginen la escena: el ruso se negaba a salir de la habitación mientras Ana se vestía; el inglés se negaba a permanecer en el cuarto; el americano no quería dejar a una mujer desamparada con un soldado ruso; en cuanto al francés… creo que al francés la escena debía parecerle cómica. ¿Ven el cuadro? El ruso cumplía con su deber y vigilaba a la joven sin el menor rastro de interés sexual; el americano, caballeresco, había vuelto la espalda, pero seguía, sin duda, todos sus movimientos; el francés continuaba fumando su cigarrillo y miraba con divertido desprendimiento la imagen de Ana reflejada en el espejo del armario; el inglés se había quedado en el corredor y se preguntaba qué iba a hacer.
No quisiera que ustedes pensaran que el policía inglés hacía un papel muy triste en este asunto. En el corredor, como ya no tenía que pensar en la caballerosidad, tuvo tiempo de reflexionar, y sus reflexiones lo condujeron hasta el teléfono del apartamento vecino. Se puso en comunicación directa con mi apartamento y me arrancó de las profundidades del primer sueño. Por eso, cuando Martins me llamó una hora más tarde, yo ya sabía lo que causaba su agitación y esto hizo nacer en él una fe inmediata y muy útil en la eficacia de mis medios de acción. A partir de aquella noche no volví a oírle burlarse de los policías ni de los sheriffs.
Debo explicar otro aspecto del procedimiento policial. Si la Patrulla Internacional hace un arresto tiene que alojar a su prisionero durante veinticuatro horas en el Cuartel Central Internacional. Durante ese lapso se determina a qué potencia corresponde el prisionero. Éste era el aspecto del reglamento que los rusos se mostraban más propensos a violar. Como entre nosotros son pocos los que hablan el ruso y los rusos se resisten a explicar su punto de vista (trate usted de explicar su propio punto de vista sobre cualquier tema en un idioma que no conoce bien… no es tan fácil como pedir una comida), nos inclinamos a considerar cualquier violación de un acuerdo de parte de los rusos como un acto deliberado y de mala fe. Posiblemente ellos suponían que este acuerdo se refería solamente a los prisioneros sobre los cuales se suscitaba alguna controversia. Es verdad que se suscitaban controversias sobre casi todos los prisioneros que ellos tomaban, pero esa controversia no existía en sus mentes y nadie tiene un mayor sentido de la rectitud que un ruso. Aun en sus confesiones un ruso es honrado, vuelca sus revelaciones, pero no se justifica pues no necesita justificación. Había que contemplar todo esto antes de tomar una decisión respecto a ellos. Impartí mis instrucciones a Starling.
Cuando el soldado inglés volvió al cuarto de Ana, había estallado una discusión. Ana había dicho al americano que tenía papeles austríacos (lo que era verdad) y que estaban perfectamente en regla (lo que era una exageración). En mal alemán, el americano dijo al ruso que no tenía derecho de arrestar a una ciudadana austríaca. Pidió sus papeles a Ana, y cuando ella los mostró el ruso se los arrancó de las manos.
—Húngara —dijo, señalando a la joven con el dedo—, húngara. —Luego se puso a blandir los papeles—: Malo, malo —agregó.
El americano que se llamaba O’Brien se interpuso:
—Devuelva los papeles a la señorita.
Por supuesto, el ruso no comprendió. El americano colocó la mano sobre la culata de su revólver y Starling le dijo suavemente:
—No te metas, Pat.
—Si sus documentos no están en regla, uno tiene derecho a mirarlos.
—Te digo que no te metas. Ya veremos esos papeles en la Central de Policía.
—Si llegamos. No se puede confiar en estos conductores rusos. Lo mismo pueden llevarnos al segundo distrito.
—Veremos —dijo Starling.
—Es terrible, pero vosotros los ingleses nunca os atrevéis a resistir.
—Está bien, está bien —dijo Starling, que había estado en Dunkerque, pero sabía callarse cuando era necesario.
Volvieron al auto con Ana, que se sentó delante, muda de terror, entre los dos rusos. Luego que hubieron avanzado un corto trecho, el americano tocó al ruso en el hombro.
—Camino equivocado —dijo—. Cuartel general por ese lado.
El ruso murmuró algo en su propio idioma, haciendo un gesto conciliador mientras proseguía el camino.
—Es lo que dije —declaró O’Brien a Starling—. La llevan a la zona rusa.
Ana miró aterrorizada a través del parabrisas.
—No tema, hijita —dijo O’Brien—, yo me encargaré de ellos.
Su mano se apoyaba nuevamente en el revólver.
—Mira, Pat, éste es un asunto inglés. No tienes por qué complicarte en él.
—Eres nuevo en este juego; no conoces a estos canallas.
—No vale la pena tener un incidente.
—Caramba —dijo O’Brien—. No vale la pena… Esta muchacha necesita protección.
La caballerosidad americana está siempre, me parece, cuidadosamente canalizada. Todavía esperamos al santo americano capaz de besar las llagas del leproso.
Bruscamente el chófer frenó: había un embotellamiento. Yo sabía que tendrían que pasar ante mi cuartel auxiliar. Asomé la cabeza por la ventana y le dije al ruso farfullando en su propio idioma:
—¿Qué hacen en la zona británica?
Rezongó que era una orden.
—¿Una orden de quién? Quiero verla.
Anoté la firma, era un dato útil.
—Esto —dije— les ordena que arresten a cierta mujer de nacionalidad húngara, criminal de guerra, que vive en la zona británica con falsos documentos. Muéstreme esos documentos.
Se lanzó a una larga explicación. Pero vi que los papeles asomaban de su bolsillo y me apoderé de ellos, hizo ademán de sacar el revólver y yo le di un puñetazo. Esto me hizo sentir realmente despreciable, pero es la conducta que se espera de un oficial enojado y eso sirvió para hacerle entrar en razón —eso y el ver que tres soldados ingleses se acercaban.
—Esos papeles —dije— me parecen perfectamente en orden, pero voy a hacerlos estudiar y enviaré un informe a su coronel. Naturalmente, si lo desea, puede pedir la extradición de esta mujer. Todo cuanto exigimos es la prueba de sus actividades criminales. Temo que no consideremos al húngaro mismo como de nacionalidad rusa.
Al oírme se echó a reír (mi ruso era probablemente semiincomprensible). Luego dirigiéndome a Ana:
—Puede bajar del coche —le dije.
No podía bajar a causa del ruso que se interponía y tuve que sacarlo a él primero. Luego puse un paquete de cigarrillos en la mano del ruso diciéndole:
—Fume a mi salud.
Saludé a los otros con la mano, lancé un suspiro de alivio y el incidente quedó terminado.