Capítulo XIV

CAPÍTULO XIV

La transitoria paz del domingo se extendía sobre Viena, el viento había calmado y hacía veinticuatro horas que no nevaba. Toda la mañana los tranvías habían estado llenos: iban a Grinzing, donde se bebe vino nuevo, y a las pistas de nieve de las colinas de los alrededores. Al atravesar el canal por el puente militar provisional, Martins tenía conciencia del vacío de esa tarde; los jóvenes se habían ido con sus toboganes y sus esquíes; sólo le rodeaba la somnolencia de la edad madura que dormía la siesta. Un poste indicador le advirtió que entraba en la zona rusa, pero no vio ninguna señal de ocupación. Uno se encontraba con más soldados rusos en el Inner Stadt que aquí.

Voluntariamente había descuidado de anunciar su visitar a Kurtz. Era mejor sorprenderlo que encontrar una recepción preparada en su honor. Había tomado la precaución de llevar con él todos sus papeles incluso el salvoconducto de las cuatro potencias, cuya simple presentación le autorizaba a circular libremente por todas las zonas de Viena. Todo estaba extraordinariamente tranquilo, por aquí, del otro lado del canal, en ese barrio del cual un periodista, amante de los melodramas, había trazado un cuadro de terror silencioso. La verdad se reducía a las calles anchas, a los destrozos más importantes causados por los bombardeos, a los escasos transeúntes y al domingo por la tarde. No había nada que temer; sin embargo, en esa enorme calle vacía, donde uno oía incesantemente el ruido de sus propios pasos, resultaba difícil no mirar hacia atrás.

No tuvo ninguna dificultad para encontrar el edificio donde vivía Kurtz y cuando llamó, el mismo Kurtz abrió la puerta, en seguida, como si esperara una visita.

—¡Ah! Es usted Martins —y se acarició la cabeza con aire perplejo. Martins se había preguntado por qué Kurtz le parecía tan diferente y ahora comprendía: Kurtz no llevaba su peluca y sin embargo no era calvo. Tenía una cabellera completamente normal, cortada muy corta.

—Hubiera sido mejor hablarme por teléfono —dijo—. Por poco no me encuentra. Iba a salir.

—¿Puedo entrar un momento?

—Naturalmente.

La alacena del vestíbulo estaba abierta y Martins vio el gabán de Kurtz, su impermeable, dos chambergos y por fin, colgada de una percha, la peluca de Kurtz.

—Me alegra ver que haya vuelto a crecerle el pelo —dijo Martins que se asombró de ver en el espejo que cubría la puerta de la alacena, el rostro de Kurtz que se sonrojaba bruscamente con una llamarada de odio. Cuando se volvió Kurtz le sonreía con aire cómplice.

—Abriga la cabeza —dijo vagamente.

—¿La cabeza de quién? —preguntó Martins, pues se le había ocurrido que esa peluca pudo ser muy útil el día del accidente—. Poco importa —continuó en seguida, puesto que el fin de su visita no era interrogar a Kurtz.

—Vine para ver a Harry.

—¿Harry?

—Quiero hablarle.

—¿Está loco?

—Tengo prisa, entonces admitamos que estoy loco.

Tome nota de mi locura. Si ve a Harry o a su fantasma dígale que deseo hablarle. Un fantasma no tendrá miedo de un hombre, ¿verdad? Más bien debe ser al revés. Esperaré durante dos horas en el Prater, junto a la Rueda de la Fortuna. Si puede entrar en comunicación con los muertos, dese prisa. —Y agregó—: Recuerde que yo era amigo de Harry.

Kurtz no contestó, pero una persona invisible, en un cuarto que daba al vestíbulo, tosió para aclararse la garganta. Martins abrió una puerta, violentamente, esperando casi ver aparecer al muerto, pero sólo encontró al doctor Winkler sentado en una silla de cocina. El doctor se levantó, saludó con una rígida reverencia, que produjo su habitual crujido de celuloide.

—Doctor Winkler —dijo Martins.

El doctor Winkler estaba extraordinariamente fuera de lugar en una cocina. Los restos de un almuerzo improvisado que cubrían la mesa de madera de pino y la vajilla sucia armonizaban muy mal con la higiene del doctor Winkler.

—Winkler —rectificó con una paciencia inquebrantable.

—Ponga al doctor al corriente de mi locura —dijo Martins a Kurtz—. Quizá pueda hacer un diagnóstico. Y recuerde el lugar: junto a la Rueda de la Fortuna. A menos que los fantasmas sólo se paseen de noche.

Y salió del apartamento.

Esperó durante una hora paseándose para entrar en calor, dentro del cercado de la Rueda. El Prater aplastado, con su esqueleto hendiendo con líneas brutales la capa de nieve, estaba casi vacío. Ante un quiosco, donde vendían unos pasteles chatos, delgados y redondos como ruedas de carro, había una cola de chicos con sus bonos en la mano. Algunas parejas de enamorados se instalaban juntos en el mismo vagón de la Rueda y giraban lentamente sobre la ciudad, rodeados de vagones vacíos. Cuando el vagón llegaba a lo alto de la Rueda dejaba de girar durante dos minutos y se veían allá arriba los rostros minúsculos que se aplastaban contra el vidrio. Martins se preguntó quién iba a venir. ¿Sentía Harry todavía bastante amistad por él como para venir solo o se haría reemplazar por un pelotón de policía? Conservaba todavía cierta influencia, como lo probaba el atentado contra Ana Schmidt. Luego, cuando la aguja de su reloj empezaba a marcar la hora, Martins se preguntó: «¿Mi imaginación habrá inventado todo? ¿No estarán desenterrando del Cementerio Central el cuerpo de Harry?».

Detrás del quiosco del vendedor de pasteles un hombre se puso a silbar una tonada que Martins reconoció. Se volvió y esperó. ¿Era de emoción o de miedo que su corazón latía tan fuerte…? ¿O era sólo a causa de los recuerdos que esa tonada evocaba? Porque la vida adquiría un ritmo más acelerado cuando Harry llegaba, cuando llegaba como ahora, como si no hubiese pasado casi nada, como si nadie hubiese sido sepultado o hallado en un sótano con un tajo en la garganta… Él llegaba con su aire alegre que se adelantaba a los reproches, su aire de decir: «me aceptas como soy o me dejas…» y naturalmente ¡siempre lo aceptaban!

—¡Harry!

—¡Rollo! ¡Qué tal!

No vayan a imaginarse a Harry bajo los rasgos de un canalla. ¡Lejos de ahí! El retrato que tengo en su expediente es muy bueno. Fue sorprendido en la calle por un fotógrafo ambulante: sus piernas cortas están abiertas, los anchos hombros un poco encorvados, su estómago conoció una alimentación demasiado buena durante mucho tiempo y en su cara brilla una picardía franca, alegre, confiada en la seguridad de que su suerte le dará siempre la victoria. No cometió el error de tenderle a Martins una mano que éste hubiera podido rechazar. Se contentó con tocarle el codo diciéndole:

—¿Qué tal?

—Tenemos que hablar, Harry.

—Por cierto.

—Solos.

—Más solos que aquí imposible.

Siempre había sido buscavidas, y hasta en medio de ese Luna Park en ruinas consiguió arreglárselas. Dio una propina a la mujer que vendía los boletos y obtuvo un compartimiento para ellos dos solos.

—En otros tiempos —dijo Harry— eran los enamorados los que hacían esto, pero ahora, pobres diablos, ya no tienen bastante dinero.

Por el cristal del vagón que subía oscilando, Harry miraba con un aire de conmiseración que parecía sincera las siluetas cada vez más reducidas que habían quedado abajo.

Muy lentamente, de un lado desaparecía la ciudad; muy lentamente del otro lado subía el gran esqueleto de la Rueda. A medida que el horizonte retrocedía, el Danubio se hacía visible y los pilares del puente Kaiser Friedrich se elevaban detrás de las casas.

—Vamos —dijo Harry—, da gusto verte, Rollo.

—Estuve en tu entierro.

—Confiesa que es bastante brillante lo que hice.

—No muy brillante para tu amiga. Ella también estaba allí bañada en lágrimas.

—Es una buena chica —dijo Harry—. La quiero mucho.

—No creí lo que me dijo la policía sobre tus ocupaciones.

—Nunca te habría escrito que vinieras —dijo Harry— si hubiese sospechado lo que iba a pasar; pero no creía que la policía me persiguiera.

—¿Tenías la intención de interesarme en tus beneficios?

—Pero, chico, hasta ahora nunca he dejado de hacerlo.

Apoyado contra la puerta del compartimiento que continuaba su ascenso Harry sonreía a Rollo que lo recordaba en un rincón del patio del colegio, exactamente en la misma actitud y diciéndole: «He encontrado la manera de salir de noche. No hay ningún peligro. Sólo a ti te confío mi secreto». Por primera vez Rollo Martins se remontó hasta el pasado sin sentir ninguna admiración. Pensaba: «No ha conseguido volverse adulto». Los diablos de Marlowe llevaban cohetes atados de la cola; el mal se parece a Peter Pan… posee el privilegio horrible y espantoso de la juventud eterna.

—¿Visitaste alguna vez el Hospital de Niños? —preguntó Martins—. ¿Viste tus víctimas?

Harry echó un vistazo sobre el paisaje de juguete que se extendía debajo; luego se apartó de la puerta.

—Nunca me siento seguro en estos aparatos —dijo—. Pasó la mano por la portezuela como si temiera verla abrirse súbitamente y precipitarle en ese espacio rodeado de hierro.

—¿Mis víctimas? Déjate de melodramas, Rollo. Mira un poco ahí abajo.

Le señalaba con el dedo, por el cristal, las personas que pasaban como moscas negras al pie de la Rueda.

—¿Sentirías una piedad verdadera si una de esas manchitas dejara de moverse… para siempre? Si te dijera que voy a darte veinte mil libras por cada manchita que se quede inmóvil, verdaderamente, chico, ¿me dirías que me guarde mi dinero… sin titubear? ¿O calcularías cuántas manchitas estás dispuesto a sacrificar? Libres de impuesto a los réditos, muchacho, libres de impuestos.

Sonrió con su sonrisa infantil y agregó:

—Hoy en día es la única manera de ahorrar.

—¿Por qué no te contentaste con los neumáticos?

—¿Como Cooler? ¡Ah no! Siempre he sido ambicioso.

—Ahora estás liquidado. La policía lo sabe todo.

—Pero no podrán atraparme, Rollo, verás. No se le puede impedir a un hombre que muestre lo que vale.

El compartimiento se balanceó antes de inmovilizarse en el punto más alto de la curva. Harry se volvió y miró por la ventanilla. Martins pensó: podría darle un buen golpe, el vidrio se rompería… e imaginaba el cuerpo cayendo desde esa altura entre las moscas.

—Sabes —dijo— que la policía tiene la intención de exhumarte. ¿A quién encontrarán?

—A Harbin —contestó Harry tranquilamente. Apartó su rostro de la ventana y dijo—: Mira el cielo.

El vagón estaba en la cúspide de la Rueda y colgaba, inmóvil, mientras el sol marcaba con cicatrices de color el cielo, como papel arrugado, tras las nubes negras.

—¿Por qué los rusos trataron de detener a Ana Schmidt?

—¡Tenía documentos falsos, muchacho!

—¿Quién les informó?

—Para poder vivir en esta zona, Rollo, hay que prestar ciertos servicios. De vez en cuando tengo que darles pequeños informes.

—Supuse que tú tratabas de hacerla entrar a esta zona… porque era tu amiga, porque querías tenerla a tu lado.

—No tengo el brazo tan largo… —dijo Harry sonriendo.

—¿Qué le habría pasado?

—Nada grave. La hubieran mandado de vuelta a Hungría. En realidad no tienen nada contra ella. Tal vez un año en un campo de concentración. Estaría infinitamente mejor en su país que exponiéndose a las pesquisas de la policía británica.

—No ha contado nada sobre ti.

—Es una buena chica —repitió Harry con suficiencia.

—Te quiere.

—Dios mío, mientras duró, traté que lo pasara bien.

—Y yo la quiero.

—¡Bravo, muchacho! Sé bueno con ella. Lo merece. Estoy muy contento. (Daba la impresión de que acababa de arreglar las cosas para general satisfacción). Y podrás ocuparte de que no abra la boca, aunque no sabe nada importante.

—Tengo ganas de tirarte por la ventana.

—Pero no lo harás, muchacho. Nuestras peleas nunca duran mucho tiempo. ¿Te acuerdas esa horrible disputa en El Mónaco, cuando juramos que todo había terminado entre nosotros? Tengo una confianza ciega en ti, Rollo. Kurtz trató de convencerme de que no viniera, pero te conozco. Luego quiso convencerme de que… bueno, que arreglara un accidente. Me dijo que sería muy fácil en este vagón.

—Salvo que soy más fuerte que tú.

—Sí, pero yo tengo el revólver. ¿No creerás que una herida de revólver puede resultar visible si te cayeras desde esta altura?

El vagón volvió a girar, lentamente hacia abajo, y poco a poco las moscas crecieron hasta cobrar formas de seres humanos.

—Qué tontos somos, Rollo, de hablar de esta manera. Como si yo pudiera hacerte una cosa así… o tú a mí. —Volvió la espalda y apoyó la mejilla contra el vidrio. Un empujón—… ¿Cuánto ganas por año con tus novelas de cow-boys?

—Un millar de libras.

—Con impuestos. Yo gano treinta mil sin impuestos; es la moda. En nuestra época, viejo, nadie piensa en función de seres humanos, los gobiernos menos que nadie. Entonces, ¿por qué nosotros? Ellos hablan del pueblo y del proletariado. Yo hablo de los puercos contribuyentes. Es la misma cosa. Los gobiernos tienen sus planes quinquenales, yo también.

—Antes eras católico.

—Todavía creo, muchacho. Creo en Dios, en la Misericordia, en todo eso. Haciendo lo que hago no perjudico a las almas. Los muertos son más felices como están. ¡No pierden mucho, los pobres diablos! —agregó con su extraño tono de sincera piedad, en el momento en que el vagón aterrizaba y en que sus ojos se cruzaron con los de las presuntas víctimas, con la cara cansada por haber tratado de divertirse todo un domingo—. Podría hacerte un lugar en la organización, sabes. Sería útil. Ya no tengo a nadie en el Inner Stadt.

—Olvidas a Cooler y a Winkler.

—No te pongas a hacerte el policía, muchacho.

Salieron del vagón y Harry puso de nuevo la mano sobre el codo de Martins.

—Estaba bromeando. Ya sé que no lo harás. ¿Has tenido últimamente noticias de Bracer?

—Recibí una tarjeta suya por Navidad.

—Eran los buenos tiempos, muchacho, los buenos tiempos. Tengo que dejarte aquí. Ya volveremos a vernos uno de estos días. Si tienes alguna molestia siempre podrás encontrarme en casa de Kurtz.

Al alejarse se volvió e hizo un gesto de adiós con la mano que había tenido el tacto de no tender. Era como si el pasado entero desapareciera detrás de una nube. Martins le gritó:

—No confíes en mí, Harry.

Pero estaban demasiado lejos el uno del otro para que las palabras pudieran llegar.