
Capítulo II
CAPÍTULO II
Un súbdito británico todavía puede viajar, si se contenta con no llevar más que cinco libras de dinero inglés, con la prohibición de gastarlas en el extranjero; pero si Rollo Martins no hubiera recibido una invitación de Lime no habría obtenido la autorización de entrar a Austria, pues todavía se le considera como territorio ocupado. Lime había sugerido que Martins podría escribir un artículo sobre la situación de los refugiados internacionales, y aunque no era el género de Martins, éste había aceptado. Ello le serviría de vacaciones y por cierto que tenía gran necesidad de ellas después del incidente de Dublín y del incidente de Ámsterdam. Para apartar a las mujeres de su pensamiento Martins las califica de «incidentes»; eran cosas que le ocurrían por casualidad, sin la intervención de su voluntad, casos fortuitos como dicen los agentes de seguros. Al llegar a Viena tenía un aspecto atemorizado y la costumbre de mirar sin cesar por encima del hombro, todo lo cual me hizo sospechar de él, hasta que comprendí que vivía presa del terror de ver surgir inopinadamente por lo menos a seis personas, una por una. Me contó, en forma vaga, que había «mezclado las bebidas», lo que era otra de sus maneras de expresarse.
El género habitual de Rollo Martins era el folletín de cow-boys, el Western[1] barato, en rústica, que firmaba con el seudónimo de Buck Dexter. Tenía un público amplio pero poco remunerador. No hubiera tenido los medios necesarios para venir a Viena si Lime no le hubiese asegurado que haría pagar sus gastos con dinero tomado de un vago presupuesto de propaganda. También le dije que podría proporcionarle Bafs papel, la única moneda de un centavo para arriba que se usaba en los hoteles y en los clubes británicos. Y es así cómo Martins llegó a Viena provisto de cinco billetes de una libra que no podía gastar, y nada más.
Un extraño incidente se había producido en Francfort donde el avión de Londres hizo una escala de una hora. Martins comía una salchicha en la cantina americana (una amable compañía aérea entregaba a los pasajeros un bono de alimentación de 65 centavos) cuando un hombre, en el cual a veinte pasos pudo reconocer a un periodista, se acercó a su mesa.
—¿Míster Dexter? —preguntó.
—Sí —respondió Martins cogido por sorpresa.
—Parece más joven que las fotografías —dijo el hombre—. ¿No quiere hacer alguna declaración? —agregó—. Represento a la Prensa de las fuerzas locales aquí; quisiéramos saber lo que piensa usted de Francfort.
—Aterricé hace diez minutos.
—Tiene razón. Entonces, ¿su opinión sobre la novela norteamericana?
—Nunca las leo —respondió Martins.
—Ingenio vivaz muy célebre —comentó el periodista.
Señaló a un hombrecito canoso de dientes sólidos que mordía un pedazo de pan.
—¿No sabe, por casualidad, si es Carey?
—No. ¿Qué Carey?
—J. G. Carey, naturalmente.
—Jamás he oído hablar de él.
—Ustedes los novelistas viven fuera del mundo. En realidad lo buscaba a él.
Y Martins lo vio cruzar la habitación y dirigirse al gran Carey que lo recibió con una sonrisa estereotipada de actor cómico, mientras colocaba el salero en su sitio. El periodista no había venido especialmente a entrevistar a Dexter, pero Martins no podía dejar de sentirse orgulloso pues hasta entonces nadie lo había calificado de novelista. Ese sentimiento de importancia y de orgullo atenuó su decepción cuando advirtió que Lime no había venido a esperarlo al aeropuerto. Nunca llegamos a convencernos de que contamos menos para los demás de lo que ellos cuentan para nosotros. Sintió el aguijón penetrante de este dolor: no ser indispensable para nadie. De pie junto al ómnibus, miraba caer la nieve, un polvo tan fino y suave que los sólidos montones blancos que yacían entre las ruinas cobraban un aire definitivo, como si no fueran de manera alguna la consecuencia de esta leve caída sino parte del sistema permanente de las nieves eternas.
Lime no había ido a recibirlo al hotel Astoria donde lo dejó el ómnibus ni había dejado el menor recado… nada, salvo una cartita enigmática dirigida a míster Dexter por un desconocido llamado Crabbin. «Lo esperábamos en el avión de mañana. Tenga la bondad de quedarse donde está. No se aleje. Habitación retenida en el hotel». Pero Rollo Martins no pertenecía a la clase de hombres que se quedan donde están. Cuando uno se queda en un salón o en el vestíbulo de un hotel, tarde o temprano ocurre un incidente: uno «mezcla las bebidas». Me parece oír a Rollo Martins diciéndome:
—Se acabaron los incidentes. Ya no quiero más incidentes —antes de sumergirse de cabeza en el más serio de todos sus «incidentes»—. Había en Rollo Martins un conflicto incesante entre su nombre absurdo y el sólido apellido holandés que su familia llevaba desde hacía cuatro generaciones. Rollo miraba a todas las mujeres que pasaban y Martins renunciaba a ellas para siempre. No sé cuál de los dos escribía los Westerns.
Martins conocía la dirección de Lime y no tenía la menor curiosidad de conocer al hombre que se llamaba Crabbin. Era evidente que este hombre se equivocaba, pero Rollo no lo asoció con la conversación de Francfort. Lime le había escrito que podría vivir en su casa; tenía en un barrio de las afueras de Viena un gran apartamento, requisado a su propietario que era nazi. Lime podría pagar el taxi; por lo tanto Martins se hizo llevar hasta un edificio situado en la zona británica. Pidió al chófer que lo esperara mientras subía al tercer piso.
¡Qué pronto se siente el silencio, hasta en una ciudad tan silenciosa como Viena, bajo los copos de nieve que caen regularmente! Martins no había llegado al segundo piso cuando ya tenía la seguridad de que no encontraría a Lime; pero ese silencio era más profundo que la simple ausencia… Sabía que no encontraría a Harry Lime en ningún lugar de Viena, y cuando llegó al tercer descansillo y vio un gran moño negro colgando del llamador comprendió que ya no le vería en este mundo. Por supuesto, la persona muerta hubiera podido ser la cocinera, una criada, cualquiera, menos Harry Lime, pero Rollo Martins sabía, lo sabía desde los últimos veinte escalones, que Lime, el Lime que desde hacía veinte años había sido su héroe (desde su primer encuentro en un sombrío corredor de colegio mientras una campana cascada daba la hora de la oración), había desaparecido. Martins no se equivocaba, o por lo menos no se equivocaba del todo. Cuando hubo tocado el timbre una docena de veces, un hombrecito malhumorado asomó la cabeza por la puerta entreabierta de otro departamento y le dijo con voz exasperada:
—No vale la pena que llame. No hay nadie. Se ha muerto.
—¿Herr Lime?
—Por supuesto, Herr Lime.
Martins me confió luego:
—Al principio estas palabras no tuvieron ningún sentido para mí. Era una de las tantas informaciones tituladas «Noticias breves» que aparecen en el Times. Le contesté: «¿Qué pasó? ¿Cómo?».
—Lo atropelló un coche —contestó el hombre—. El jueves pasado.
Luego agregó en tono enfurruñado como si ese detalle no le interesara.
—Lo entierran esta tarde. Por poco los encuentra.
—¿A quiénes?
—¡Oh! A dos de sus amigos y el ataúd.
—¿No lo llevaron al hospital?
—¿Para qué iban a llevarlo al hospital? Fue muerto aquí, ante su propia puerta; muerto de golpe. El guardabarros de la derecha lo golpeó en el hombro y lo hizo rodar hacia adelante como un conejo. En ese momento, me contó Martins, en el momento en que el hombre pronunció la palabra «conejo», fue cuando el muerto volvió a cobrar vida, cuando Harry Lime fue nuevamente el chiquilín que llevaba un rifle y enseñaba a Martins la manera de pedir un arma prestada; ese chico surgió entre las arenosas madrigueras de los prados de Brickworth gritando: «Tira, imbécil, pero tira. Allí». Y el conejo herido por Martins huyó renqueando hacia su guarida.
—¿Adónde lo entierran? —preguntó al desconocido del zaguán.
—En el Cementerio Central. Les costará trabajo con esta helada.
Martins no sabía cómo iba a poder pagar su taxi; en realidad, se preguntaba cómo podría encontrar en Viena, con cinco libras inglesas, una habitación; pero antes de buscar solución a este problema tenía que acompañar a Harry Lime a su última morada. Volvió a subir al taxi y se hizo conducir a las afueras de la ciudad, al suburbio (zona británica) en que se encontraba el Cementerio Central. Para poder llegar tuvo que atravesar la zona rusa, y para ahorrar camino una parte de la zona americana, fácil de reconocer, por los numerosos bares donde vendían helados. Los tranvías bordeaban el muro del Cementerio Central, y del otro lado de los rieles, sobre un recorrido de dos kilómetros, aproximadamente, se alternaban las marmolerías y los quioscos de flores: una cadena en apariencia ininterrumpida de monumentos funerarios que esperaban a sus ocupantes, y de coronas que esperaban a los deudos.
Martins no había pensado en la extensión de ese inmenso parque cubierto de nieve al que lo traía su última cita con Lime. Era como si Harry le hubiera dejado este mensaje: «Nos encontraremos en Hyde Park», sin precisar el lugar exacto, entre la estatua de Aquiles y el Lancaster Gate. Las calles bordeadas de tumbas, cada una de estas calles numerada y correspondiendo a una letra, se extendían en todos los sentidos como los rayos de una enorme rueda. El taxi anduvo ochocientos metros hacia el oeste, viró, y siguió ochocientos metros hacia el norte, dio otro viraje hacia el sur… La nieve daba a los grandes y pomposos mausoleos de familia un aspecto de comedia burlesca; un mechón blanco caía oblicuamente sobre el rostro de un ángel; un santo parecía adornado por unos enormes bigotes helados, y un montón de nieve se acumulaba en forma grotesca sobre el busto de un alto funcionario llamado Wolfang Gottmann. Hasta el cementerio se dividía en zonas atribuidas a las diferentes potencias: la zona rusa era fácil de reconocer a causa de sus enormes estatuas de guerreros armados, la francesa por sus hileras de anónimas cruces de madera y una bandera de color desteñida y deshilachada. Martins recordó de pronto que Lime era católico y sin duda, por este motivo, no lo enterrarían en la zona británica donde estaba buscándolo en vano. Por lo tanto, dieron media vuelta y se encontraron en el corazón de un bosque donde las tumbas estaban acurrucadas bajo los árboles, como lobos que mostraran sus dientes blancos desde la sombra de los viejos setos. De pronto vieron surgir de un grupo de árboles a tres hombres, vestidos con extraños uniformes negros y plateados y tricornios del siglo XVIII, que empujaban una carretilla; atravesaron una calle de tierra de este bosque de sepulturas y desaparecieron.
Por pura casualidad encontraron el entierro a tiempo. En un rincón exiguo del inmenso parque, del cual habían barrido la nieve, había un grupito de personas evidentemente reunidas para un asunto estrictamente privado. Un sacerdote terminaba de hablar: sus últimas frases caían como una confidencia sobre la nieve fina y paciente, y el ataúd iba a ser bajado a la fosa. Dos hombres vestidos de civiles estaban de pie junto al hoyo; uno de ellos sujetaba una corona que a todas luces había olvidado de arrojar sobre el ataúd, pues, cuando su compañero le dio un codazo salió de su letargo, sobresaltado, y dejó caer las flores.
Una joven se mantenía apartada, la cara oculta entre las manos, y yo, a unos veinte metros, de pie cerca de otra tumba, miraba con alivio la partida definitiva de Lime y anotaba cuidadosamente en mi memoria el nombre de las personas presentes. Para Martins yo no era sino un hombre cubierto de un impermeable. Vino hacia mí y me dijo:
—¿Podría decirme a quién han enterrado ahí?
—A un tipo llamado Lime —contesté sorprendido al ver que las lágrimas asomaban a los ojos de aquel forastero: no parecía un hombre acostumbrado a llorar… sinceramente, con lágrimas verdaderas. Ni era Lime la clase de persona que, a mi modo de ver, pudiera ser llorado con lágrimas auténticas por auténticos deudos. La joven también lloraba, por supuesto, pero uno excluye siempre a las mujeres de estas generalizaciones.
Martins permaneció de pie, junto a mí, hasta el final. Más tarde me confió que, siendo un viejo amigo, no quería molestar a los nuevos amigos de Lime. Su muerte les pertenecía, él se la dejaba. Le quedaba la ilusión sentimental de que la vida de Lime, por lo menos veinte años de esa vida, le pertenecía a él. En cuanto terminó la ceremonia (no soy creyente y me fastidian todos los ritos con que rodean a la muerte), Martins se dirigió hacia el taxi al paso largo de sus piernas flacas que daban la impresión de estar a punto de enredarse; no hizo la menor tentativa de hablar con los demás y sus lágrimas habían terminado por correr francamente, por lo menos las pocas gotas avaras que somos capaces de verter a nuestra edad. Como ustedes sabrán, una ficha policial nunca está completa; ningún caso queda definitivamente archivado ni aun después de la muerte de todos los que fueron implicados en él. Por lo tanto, seguí a Martins; conocía a los otros tres y quería conocer al forastero. Lo alcancé junto a su taxi y le dije:
—No tengo coche. ¿Podría llevarme hasta la ciudad?
—Naturalmente —contestó.
Yo sabía que a la salida el chófer de mi jeep me vería y nos seguiría con discreción. Cuando nos alejamos noté que Martins nunca miraba hacia atrás. Casi siempre los que fingen un dolor, los que fingen un amor, echan una última mirada o se quedan agitando sus pañuelos desde los andenes de las estaciones, en lugar de desaparecer de prisa, sin mirar hacia atrás. ¿Será porque se quieren tanto que desean exponerse el mayor tiempo posible a la mirada de los demás, aun de los muertos?
—Me llamo Calloway —dije.
—Martins —dijo él.
—¿Era usted amigo de Lime?
—Sí.
En esos últimos ocho días la mayor parte de las personas hubieran titubeado antes de admitirlo.
—¿Está aquí desde hace tiempo?
—Llegué esta tarde de Inglaterra. Harry me había invitado a venir. Yo no sabía nada.
—Habrá sido un gran golpe para usted.
—Escúcheme —me dijo— siento una necesidad terrible de beber, pero no tengo un céntimo. Le agradecería mucho que me pagara una copa.
A mi vez le contesté: «Naturalmente». Pensé un instante y luego di al chófer la dirección de un bar en la Kaertnerstrasse. Supuse que por el momento no tendría ganas de lucirse entre la muchedumbre de un bar inglés lleno de oficiales de paso acompañados por sus mujeres. Mi bar, quizá a causa de sus precios exorbitantes, nunca cobijaba a la vez más que a una sola pareja muy ocupada en sí misma. Lo malo era que también la bebida que allí servían era única: un licor de chocolate muy azucarado que a precio de oro el camarero mejoraba con coñac; pero tuve la impresión de que Martins aceptaría cualquier bebida a condición de que echase un velo sobre el presente… y el pasado. En la puerta rezaba el inevitable anuncio informando que el bar estaba abierto de seis a diez, pero bastaba empujar la puerta y cruzar los dos primeros cuartos. Nos dieron una salita para nosotros; la pareja habitual estaba en la habitación contigua y el camarero, que me conocía, nos dejó solos frente a algunos sándwiches de caviar. Afortunadamente el camarero y yo sabíamos que eso entraba, para mí, en gastos de representación.
Después de haber bebido de un trago su segundo vaso, Martins dijo:
—Perdóneme, pero era mi mejor amigo.
No pude dejar de decir, sabiendo lo que sabía y porque tenía ganas de herirlo (se aprenden muchas cosas con ese procedimiento):
—Es una frase de novela barata.
—Escribo novelas baratas —contestó en seguida.
Ya había conseguido por lo menos ese dato. Hasta su tercer vaso tuve la impresión de que no era locuaz; pero estaba casi seguro de que pertenecía a esa clase de bebedores que se vuelven desagradables al cuarto vaso.
—Hábleme de usted —le dije— y de Lime.
—Un momento —me dijo—. Necesito absolutamente otra copa y no puedo seguir viviendo a costa de un desconocido. ¿Podría cambiarme una libra o dos por dinero austríaco?
—No se preocupe —le dije llamando al camarero—. Ya me retribuirá cuando yo tenga licencia y vaya a Londres. Iba a contarme cómo había conocido a Lime.
El vaso de licor de chocolate hubiera podido ser una bola de cristal a juzgar por la manera en que lo miraba y lo hacía girar en uno y otro sentido.
—Hace mucho tiempo —me dijo—. No creo que nadie conozca a Harry tan bien como yo.
Pensé en el grueso legajo que guardaba en mi escritorio y que contenía todos los informes de los agentes y en el cual cada uno afirmaba igual amistad. Tengo fe en mis agentes; los he probado cuidadosamente.
—¿Cuánto tiempo?
—Veinte años… y hasta un poco más. Nos conocimos en el colegio cuando mi primer trimestre. Todavía veo el lugar en que lo encontré. Veo la pizarra y lo que estaba escrito en ella. Oigo sonar la campana. Tenía un año más que yo y sabía desenvolverse. Me puso al corriente de muchas cosas.
Tomó otro trago de alcohol e hizo girar nuevamente el vaso como para ver dentro de él con más claridad.
—Es raro —me dijo—. No recuerdo tan bien mi primer encuentro con ninguna mujer.
—¿Era un buen alumno?
—No, según el concepto de los profesores. Pero ¡qué cosas inventaba! Encontraba combinaciones extraordinarias. Yo era mucho mejor que Harry en historia y en geografía, pero cuando llegaba el momento de llevar sus proyectos a la práctica yo era un infeliz.
Se echó a reír; con ayuda del alcohol y de la conversación empezaba a reponerse del golpe que le había causado la muerte de Lime.
—Siempre me atrapaban a mí.
—Era muy cómodo para Lime.
—¿Qué quiere decir? —preguntó, ya irritado por el alcohol.
—Que era muy cómodo. ¿No es verdad?
—Era mi culpa, no la suya. De haberlo deseado, él hubiera podido encontrar a alguien más astuto, pero me quería mucho. Tenía conmigo una paciencia incansable.
Sin duda, pensé, el hombre se gesta en el niño, pues a mí también Lime me había parecido muy paciente.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—¡Oh! Hace seis meses, fue a Londres para un congreso médico. Usted sabrá que aunque no ejercía tenía el título de médico. Esto lo pinta de cuerpo entero. Siempre quería saber si era capaz de hacer una cosa, pero esa cosa una vez hecha dejaba de interesarle. Pero decía que siempre era útil.
Y eso también era verdad. Es extraño hasta qué punto el Lime que él había conocido se parecía al que yo había conocido; sólo que miraba la imagen de Lime desde un ángulo o bajo una luz diferentes.
—Una de las cosas que me gustaban en Harry era su sentido de lo cómico —dijo con una sonrisa que le quitó cinco años de encima—. A mí me gusta bromear, hacerme el tonto, pero Harry tenía gracia de veras. ¿Sabe que, si hubiera querido, habría podido escribir música ligera de primer orden?
Se puso a silbar un aire que me pareció muy conocido.
—Nunca he olvidado esta tonada —dijo—. Vi a Harry escribirla. Así, en dos minutos, en el revés de un sobre. Siempre la silbaba cuando tenía una preocupación. Esas notas eran su firma.
Tarareó la tonada por segunda vez y recordé de quién era esa música; naturalmente Harry no la había compuesto. Estuve a punto de decírselo, pero ¿para qué? Las últimas notas murieron; él miró su vaso con fijeza, bebió las escasas gotas que quedaban y dijo:
—Me subleva pensar que muriera así.
—Es lo mejor que podía pasarle —contesté.
Al principio no comprendió lo que había querido decir. El alcohol le había entorpecido levemente el cerebro.
—¿Lo mejor…?
—Sí.
—¿Quiere decir que no sufrió?
—Fue otra de sus suertes, en efecto.
El tono de mi voz, no mis palabras, despertó la atención de Martins. Me preguntó con un aire suave y peligroso (vi que su puño derecho se crispaba):
—¿Qué significa esa insinuación?
Es completamente inútil dar pruebas de coraje físico sin discernimiento. Aparté mi silla lo bastante como para encontrarme fuera del alcance de su puño, antes de decir:
—Eso significa que su sumario está completo en la Central de Policía; está en mi poder. No hubiera podido salvarse de una larga, larguísima condena si no hubiera tenido ese accidente.
—¿A causa de qué?
—Era, sin discusión, el más inmundo traficante del peor mercado negro que se hace en esta ciudad.
Lo vi medir con la mirada la distancia que nos separaba y decidir que desde el lugar en que estaba sentado no podía alcanzarme. Rollo hubiera querido saltar pero Martins, el tranquilo y ponderado Martins —me di cuenta— era peligroso. Empecé a preguntarme si no me había equivocado burdamente. No podía creer que Martins fuera el perfecto infeliz que Rollo acababa de describirme.
—¿Usted es de la policía? —me dijo.
—Sí.
—Siempre he detestado a los policías; cuando no son deshonestos son idiotas.
—¿Es ése el género de libros que usted escribe?
Vi que apartaba suavemente su silla con el objeto de cortarme el paso. Mi mirada alertó al camarero que comprendió en seguida. Es la ventaja de frecuentar siempre el mismo bar.
—Estoy obligado a llamarlos sheriffs —dijo Martins con voz melosa y una sonrisa sumamente forzada.
—¿Ha vivido usted en América?
Esa conversación era idiota.
—No. ¿Es un interrogatorio?
—Es el interés que usted me despierta.
—Porque si Harry era un canalla de esa clase, yo también lo soy. Siempre hemos trabajado juntos.
—Me parece que él debía de tener la intención de hacerlo entrar, no sé cómo, en su organización. No me cuesta creer que quería usarlo para sus cosas. Usted acaba de decirme que era el método que empleaba en el colegio, ¿verdad? Justamente el director empezaba a desconfiar de una o dos cositas.
—¡Ah! ¡Usted es como todos! Supongo que habrá descubierto algún sórdido negocio con la gasolina en el mercado negro y como no consigue encontrar al culpable se encarniza con un muerto. El clásico procedimiento de la policía. Pero, dígame, por lo menos ¿es usted un verdadero policía?
—Sí, de Scotland Yard. Pero cuando estoy de servicio me pongo uniforme de coronel.
En ese momento él se hallaba entre la puerta y yo. No podía alejarme de la mesa sin entrar en su radio de acción. Por otra parte no me gusta la camorra. Martins tenía varios centímetros de estatura más que yo.
—No se trataba de gasolina —dije.
—Neumáticos, sacarina… ¿Por qué los policías no prenden a algún asesino, para cambiar?
—En el caso de Lime se puede decir que el asesinato formaba parte de su renglón.
Volteó la mesa y lanzó su puño en mi dirección. El alcohol le hizo errar sus cálculos. Antes de que pudiera precipitarse de nuevo sobre mí, mi chófer se había apoderado de él y lo sujetaba fuertemente.
—No lo trate demasiado mal —le dije—. No es más que un escritor que bebió demasiado.
—Quiere quedarse tranquilo, señor —dijo mi chófer que tenía un sentido exagerado del respeto que se debe a un superior y a las personas de su clase. Es probable que también a Lime le hubiera dicho «señor».
—Escúcheme, Callaghan… si es ése su nombre…
—Calloway. Soy inglés, no irlandés.
—Voy a hacer todo lo posible para que sea el hazmerreír de Viena. La ciudad entera se reirá de usted, y en todo caso, hay un hombre muerto al cual no le dejaré marchar, simplemente porque usted es demasiado tonto para encontrar al verdadero culpable.
—Sí, ya veo; usted va a encontrar al verdadero criminal. Exactamente como en sus folletines.
—Puede dejarme ir, Callaghan. Prefiero exponer en público su cretinismo antes que ponerle un ojo negro. Un ojo negro no haría más que obligarlo a quedarse unos días en cama. En cambio, cuando usted haya saldado sus cuentas conmigo, no le quedará más remedio que irse de Viena.
Saqué de mi billetera dinero de ocupación por valor de dos libras inglesas y se las metí en el bolsillo de su chaqueta.
—Esto le bastará para esta noche —le dije— y voy a ocuparme de que le reserven un lugar en el avión de mañana, para Londres.
—Usted no puede hacerme expulsar. Mis papeles están en regla.
—Sí, pero aquí como en todas partes se necesita dinero. Si usted cambia su dinero inglés en el mercado negro lo detendré en veinticuatro horas. Suéltelo.
Rollo Martins puso orden en sus ropas.
—Gracias por las copas —dijo.
—No hay de qué.
—Me alegro de no tener nada que agradecerle. ¿Supongo que son gastos de representación?
—Exactamente.
—Volveré a verlo dentro de una o dos semanas, cuando haya conseguido algunos datos.
Yo sabía que estaba enojado, pero no que hablaba en serio. Creía que hacía esa comedia para elevarse en su propio concepto.
—Tal vez mañana vaya a despedirlo al avión.
—No pierda su tiempo, no estaré.
—Paine, aquí presente, va a llevarlo hasta el hotel Sacher. Encontrará una habitación y comida; yo me ocuparé.
Se hizo a un lado como para dejar pasar al camarero y me lanzó un mamporro. Logré evitarlo, pero tropecé contra la mesa. Antes de que tuviera tiempo de repetir su gesto, Paine le había asestado un puñetazo en la boca. Martins se desplomó entre las mesas, y cuando volvió a levantarse vi que su labio sangraba.
—Creí —dije— que había prometido no pelear. Se limpió la sangre con la manga y dijo:
—¡No! Dije que prefería desenmascarar su imbecilidad; lo cual no impide que también le ponga un ojo negro.
Mi jornada había sido larga y ya estaba cansado de Rollo Martins. Dije a Paine: «Llévelo al Sacher sin tropiezos. Si se porta bien no vuelva a golpearlo». Luego les volví la espalda para dirigirme hacia el bar interior, pues tenía bien merecida otra copa. Oí que Paine decía respetuosamente al hombre al que acababa de darle un puñetazo:
—Por aquí, señor; a dos pasos, a la vuelta de la esquina.