
Prólogo
PRÓLOGO
El tercer hombre no fue escrito para ser leído sino para ser visto. Como muchas historias de amor, comenzó en una mesa a la hora de la comida y prosiguió, junto con muchos dolores de cabeza, en diversos lugares: Viena, Ravello, Londres, Venecia, Santa Mónica.
La mayoría de los novelistas, supongo, llevan en la cabeza o en sus agendas las primeras ideas de cuentos que nunca se escriben. A veces se les da vueltas durante muchos años y se piensa con pena que habrían sido buenos alguna vez, en una época ahora muerta. De esta suerte, escribí hace años en la solapa de un sobre este primer párrafo: «Había transcurrido ya una semana desde que hiciera mi visita al cementerio para despedir los restos de Harry. Fue, pues, con incredulidad como lo vi pasar, sin que diera señales de reconocerme, entre la muchedumbre de desconocidos del Strand». Ni yo ni mi héroe continuamos la persecución de Harry, de manera que cuando sir Alexander Korda me pidió que escribiera —después de El ídolo caído— un film para Carol Reed, no tenía nada que ofrecerle aparte de este párrafo. Aunque Korda deseaba un film sobre la ocupación de Viena por las cuatro potencias, se mostró dispuesto a permitirme que siguiera las huellas de Harry Lime.
A mí, personalmente, me resulta imposible escribir el argumento de un film sin haber escrito primero un cuento. En un film hay algo más que un argumento: trazado de caracteres, estado de ánimo, ambiente; y me parece que todo esto es imposible de captar por vez primera en la opaca taquigrafía de un guión. Es posible reproducir un efecto cualquiera, pero no creo que se pueda escribir de primera intención en forma de guión. Es necesario tener la sensación de que se cuenta con un material más extenso para extraer de él los elementos necesarios. El tercer hombre, por lo tanto, aunque yo no haya tenido la intención de publicarlo, tenía que comenzar por ser un cuento antes de esas transformaciones aparentemente interminables a que iba a estar sujeto. Sobre estas transformaciones, Carol Reed y yo trabajamos en estrecha colaboración, recorriendo muchos metros de alfombra por día, para ensayar las distintas escenas. Nadie más intervino en nuestras discusiones: un argumento nunca vale más que cuando nace del intercambio de ideas entre dos personas. Para el novelista, desde luego, su novela es lo mejor que puede hacer con el tema elegido; por eso tiende a oponerse a muchos de los cambios requeridos para transformarla en un film o en una obra de teatro; pero El tercer hombre nunca pretendió ser otra cosa que una película. El lector notará muchas diferencias entre el cuento y el film y no debe imaginar que el autor tuvo que aceptarlas en contra de su propia voluntad: en muchos casos esas transformaciones fueron sugeridas por el propio autor. El film, en realidad, es mejor que el cuento porque es, en este caso, el cuento en su forma definitiva.
Algunos de los cambios introducidos obedecen a razones obvias y superficiales. La elección de un actor inglés en lugar de uno norteamericano implicó varios cambios. Por ejemplo, Joseph Cotten se opuso justificadamente al nombre de Rollo. El nombre tenía que ser un nombre absurdo, pero se me ocurrió el de Holley cuando recordé esa figura cómica, el poeta norteamericano Thomas Halley Civers. Tampoco era posible que se pudiese confundir a un norteamericano con el gran escritor inglés Dexter, cuyas características literarias denotaban ciertos ecos del suave genio de E. M. Forster. La confusión de identidades habría sido imposible, aun cuando Carol Reed no hubiese objetado, con razón, la rebuscada situación y las incontables explicaciones que no hacían sino aumentar la extensión de un film ya demasiado extenso. Otro punto de menor importancia: por deferencia a la opinión norteamericana se reemplazó a un rumano por Cooler, puesto que el contrato con Orson Welles nos había proporcionado un villano. (Incidentalmente, las populares líneas sobre los relojes de cucú fueron escritas por míster Welles mismo).
Una de las discrepancias más importantes entre Carol Reed y yo surgió a causa del final, y los hechos han dado a Reed la razón. Yo sostenía la opinión de que un entretenimiento de esta clase no debe llevar un final desgraciado. Reed, por su parte, pensaba que mi final —indeterminado como era— repercutiría, en el auditorio que acababa de ver morir a Harry, como algo desagradablemente cínico. Admito que yo estaba convencido a medias: temía que quedaran muy pocas personas en sus butacas durante la lenta caminata de la muchacha entre las tumbas y que saldrían de la sala de espectáculos con la impresión de que el final era tan alargado como el mío y más convencional. No había dado yo la debida importancia a la maestría de la dirección de Reed y en esa etapa, desde luego, ninguno de nosotros podría haber anticipado su brillante descubrimiento de míster Karas, el ejecutante de cítara.
El episodio del secuestro de Ana por los rusos (un incidente perfectamente posible en Viena) fue eliminado en una etapa bastante posterior. No estaba ligado satisfactoriamente a la historia y amenazaba con transformar el film en una película de propaganda. No teníamos ninguna intención de pulsar las emociones políticas del auditorio: sólo queríamos divertirlo, asustarlo un poco, hacerlo reír.
La realidad era sólo un telón de fondo para un cuento de hadas. Sin embargo, la historia del comercio de penicilina está basado en un hecho real tanto más sombrío cuanto que muchos de los agentes fueron más inocentes que Joseph Harbin. Hace unos días en Londres un cirujano fue con dos amigos a ver la película. Se sorprendió al verlos sombríos y deprimidos por una película con la que él había gozado tanto. Le dijeron entonces que al finalizar la guerra, cuando estaban en las Reales Fuerzas Aéreas, habían vendido penicilina en Viena. Nunca se habían detenido a meditar sobre las posibles consecuencias de semejante acción.