Capítulo XVI

CAPÍTULO XVI

Al principio todo marchó según mis previsiones. Para detener a Winkler que había regresado de la zona 2 esperamos que Martins advirtiera a Cooler. Martins quedó encantado con su segunda entrevista con Cooler. Éste lo recibió sin la menor cortedad y con grandes aires protectores.

—¡Ah, míster Martins, qué placer volver a verlo! Siéntese. Estoy encantado de que todo se haya arreglado tan bien entre usted y el coronel Calloway. Es un tipo muy bueno ese Calloway.

—No se arregló nada —dijo Martins.

—Espero que no me guarde rencor por haberle dicho que usted había visto a Koch. Mire lo que calculé: si usted era inocente le resultaría fácil justificarse; si era culpable… bueno, en ese caso el hecho de que usted me hubiera resultado simpático no debía intervenir: un ciudadano tiene deberes.

—Por ejemplo prestar falso testimonio en una investigación.

—¡Bah! —dijo Cooler—, es una historia vieja. Tengo miedo de que esté enojado conmigo, míster Martins. Considere las cosas de ese modo: como ciudadano uno debe obediencia…

—La policía ha exhumado el cuerpo. Va a perseguirlos, a usted y a Winkler. Quiero que prevenga a Harry…

—No comprendo…

—Sí, comprende usted muy bien.

Era evidente que comprendía admirablemente. Martins se fue sin saludarlo. Ya estaba harto de ese rostro cansado y benévolo de ciudadano modelo.

Sólo faltaba preparar la trampa. Después de haber estudiado el plano de los desagües saqué la conclusión de que un café cerca de la entrada principal, que Martins había tomado equivocadamente por un quiosco de revistas, sería el lugar más adecuado para atraer a Lime. Le bastaba emerger de la tierra una vez más, atravesar un espacio de cincuenta pasos, llevar a Martins con él y hundirse de nuevo en la oscuridad de la cloaca. No sospechaba que conocíamos ese medio de evasión; sabía, probablemente, que una ronda de la policía de los desagües terminaba alrededor de las doce y que la otra no se ponía en marcha hasta las dos. Por eso, a las doce, Martins estaba sentado en el frío cafetín desde donde podía ver el quiosco, bebiendo café taza tras taza. Yo le había prestado un revólver. Había colocado algunos hombres lo más cerca posible del quiosco y la policía de los desagües estaba dispuesta a cerrar las bocas de acceso y a revisar los canales desde la periferia de la ciudad hasta el centro, cuando sonara la hora. Pero, si era posible, yo tenía la intención de detener a Lime antes de que volviera a bajar. Eso evitaría molestias a todo el mundo y riesgos a Martins. Por lo tanto, como acabo de decir, Martins estaba sentado en el café.

Se había levantado viento, pero sin traer nieve. Su soplo helado subía del Danubio y agitaba la nieve, como la espuma en la cresta de una ola, en la placita invadida por las hierbas que se extendía ante el café. No había calefacción, y Martins, para calentarse las manos, las apoyaba por turno sobre la taza. Ya había bebido una cantidad innumerable de tazas. Mis agentes se turnaban para esperar con él en el bar, pero yo los cambiaba cada veinte minutos, más o menos, sin regularidad. Transcurrió una larga hora; hacía tiempo que Martins había abandonado toda esperanza y yo también, yo que esperaba a algunas manzanas de distancia junto a un teléfono, rodeado de un grupo de policías de desagües, listos para bajar si era necesario. Teníamos más suerte que Martins, pues estábamos abrigados con nuestras botas altas que nos llegaban hasta los muslos y nuestros gruesos gabanes. Uno de mis hombres sostenía contra su pecho un proyector dos veces más grande que un faro de auto, y otro un par de candiles. Sonó el teléfono. Era Martins.

—Me muero de frío —dijo—. Es la una y cuarto. ¿Le parece verdaderamente útil que siga esperando?

—No debería telefonear. Quédese a la vista.

—Ya he bebido siete tazas de ese inmundo café; mi estómago se niega a absorber otra.

—Si viene ya no puede tardar. No querrá tropezar con la patrulla de las dos. Trate de aguantar todavía un cuarto de hora, pero no se acerque al teléfono.

La voz de Martins exclamó bruscamente: «¡Demonios, aquí está!», y todo ruido cesó a través de la línea. Dije a mi asistente: «Dé la señal de vigilar las bocas de desagüe» y a la policía de los desagües: «Bajamos».

He aquí lo que había ocurrido. Martins estaba telefoneándome cuando Harry Lime entró al cafetín. No sé lo que oyó, ni siquiera sé si oyó algo. El solo hecho de que un hombre perseguido por la policía, sin amigos en Viena, hablara por teléfono, bastaba para ponerlo en guardia. Había vuelto a salir del café antes de que Martins hubiera colgado el receptor. Esto sucedió en uno de los raros momentos en que ninguno de mis agentes se encontraba en el café. Uno de ellos acababa de salir y el otro estaba en la acera y se disponía a entrar. Harry Lime lo rozó al huir hacia el quiosco. Martins salió del café y vio a mis hombres. Si hubiera gritado en seguida habría sido fácil alcanzarlo, pero supongo que durante unos segundos ya no fue Lime, el traficante de penicilina el que huía, sino Harry. Martins titubeó el tiempo necesario para que Lime interpusiera el quiosco entre él y sus perseguidores. Entonces gritó: «Es él». Pero Lime ya se había hundido en las profundidades de la tierra.

¡Qué mundo extraño, desconocido de la mayoría, yace bajo nuestros pies! Vivimos sobre un país cavernoso de cascadas y de rápidos torrentes, donde la marea sube y baja como al nivel de la tierra. Si usted ha leído las aventuras de Alain Quatermain, y el relato de su viaje por el río subterráneo, hasta la ciudad de Milosis, podrá imaginar el sitio de la última resistencia de Lime. La cloaca principal, ancha como la mitad del Támesis se precipita bajo una enorme bóveda, alimentada por confluentes tributarios; esos confluentes han caído en forma de cascada desde las plataformas elevadas, y se han purificado al caer, de manera que el aire sólo es fétido en los canales superiores. El olor del río principal tiene frescura y vida, gracias a un leve soplo de ozono y en toda esa oscuridad se oye el agua que cae y que chorrea. Martins y los policías llegaron a sus orillas justo después de la marea alta, bajando primeramente por una escalera de caracol, luego siguiendo un corredor tan bajo que tenían que doblarse en dos para pasar; luego, el borde superficial del agua lamía sus pies. Mi agente paseó su linterna a lo largo del río y dijo: «Por aquí se fue». Pues el desagüe (como un profundo arroyo deja, cuando viene a morir a la orilla, una acumulación de desperdicios) arrastraba con las aguas muertas que lamían el muro, una cantidad de cáscaras de naranja, viejas cajetillas de cigarrillos y otros desechos, Lime había dejado su rastro en medio de ellos tan claramente como si hubiera caminado por el barro. Mi agente iluminaba con su mano izquierda el espacio que se extendía ante él y sostenía un revólver con su mano derecha.

—Camine detrás de mí, señor —le dijo a Martins—. Ese canalla podría tirar.

—¿Entonces por qué diablos va a ir usted delante?

—Es mi oficio, señor.

Caminaban con el agua hasta las rodillas. El policía dirigía la luz de su linterna hacia adelante y hacia abajo, para iluminar los residuos pisoteados a orillas del desagüe.

—Lo que es idiota —dijo— es que este crápula no tiene ninguna posibilidad de escapar. Todas las bocas están vigiladas y hemos puesto un cordón policial a lo largo de la zona rusa. Ahora, a nuestros hombres les basta partir de las bocas de acceso hacia el interior y recorrer los canales laterales.

Sacó un silbato de su bolsillo y lanzó una señal; de muy lejos, de uno y otro lado, le llegó la respuesta.

—Están todos abajo. Quiero decir la policía de los desagües. Conocen este lugar tan bien como yo conocía Tottenham Court Road. ¡Si mi madre me viera en este momento…!

Alzó la linterna durante un minuto para iluminar más lejos y entonces se oyó la detonación. La linterna se escapó de su mano y cayó en el torrente.

—Cochino —dijo.

—¿Está herido?

—Un rasguño en la mano, nada más. Una semana sin trabajar. Tome, señor, esta otra linterna mientras me envuelvo la mano. No la encienda, está en uno de estos corredores.

El ruido de la detonación repercutió largamente y cuando su último eco se hubo apagado un silbido resonó delante de ellos y el compañero de Martins lanzó su respuesta.

—Qué raro —dijo Martins—, ni siquiera sé su nombre.

—Bates, señor —rió en la oscuridad con una risa gutural—. No estoy en mi circuito habitual. ¿Conoce usted la Herradura, señor?

—Sí.

—¿Y el Duque de Graften?

—Sí.

—¡Ah, bueno! Se necesita de todo en este mundo.

—Déjeme pasar delante —dijo Martins—. No creo que tire contra mí y tengo que hablarle.

—Tengo orden de cuidarlo, señor. Sea prudente.

—No tema.

Pasó al lado de Bates y se le adelantó hundiéndose en el agua unos centímetros más. Cuando se hubo colocado al frente gritó: «¡Harry!», y la bóveda contestó: «Harry, Harry, Harry», en ecos que se escalonaron a lo largo del río y despertaron todo un coro de silbatos en las tinieblas. Llamó por segunda vez: «¡Harry!», y agregó: «Sal, no te servirá de nada».

Una voz extraordinariamente cercana los hizo echarse contra la pared.

—¡Eres tú, muchacho! ¿Qué quieres que haga?

—Que salgas de tu escondite, manos en alto.

—No tengo linterna, muchacho. No veo nada.

—Tenga cuidado, señor —dijo Bates.

—Péguese bien a la pared. No va a tirar contra mí —dijo Martins. Luego gritó—: Harry, voy a encender la linterna, juega limpio y sal a la luz. No puedes escapar.

Encendió la linterna y a veinte metros, en el límite del agua y de la luz, Harry apareció ante su vista.

—Arriba las manos, Harry.

Harry alzó la mano e hizo fuego. La bala rebotó contra la pared a pocos centímetros de la cabeza de Martins y Bates lanzó un grito. En el mismo momento, a cincuenta metros de distancia un proyector iluminó todo el canal; sus rayos encontraron a Harry, a Martins y los ojos fijos de Bates derrumbado en el agua entre los desperdicios que le llegaban a la cintura. Una cajetilla de cigarrillos vacía se introdujo bajo su axila y ahí quedó. Mi grupo había entrado en escena.

Enloquecido y tembloroso, Martins estaba inclinado sobre el cadáver de Bates y Harry Lime se erguía a mitad de camino entre nosotros y él. No podíamos tirar por temor de herir a Martins y la luz del proyector encandilaba a Lime. Avanzábamos lentamente, apuntando con nuestros revólveres, atisbando una posibilidad de tirar. Lime se revolvía como un conejo ante los faros de un auto. Luego, bruscamente, se sumergió en medio del agua profunda del canal. Cuando dirigimos hacia él el haz de luz, estaba zambullido y la fuerte corriente del desagüe lo llevaba rápidamente más allá del cuerpo de Bates, fuera del alcance del proyector, hacia la oscuridad. ¿Qué es lo que impulsa a un hombre sin esperanza a aferrarse a algunos minutos de vida? ¿Esto proviene de un buen o de un mal instinto? No tengo idea.

Martins estaba fuera del haz de mi proyector y sus ojos miraban fijamente correr el agua: ahora tenía su revólver en la mano y era el único que hubiera podido tirar sin peligro. Creí advertir que esbozaba un movimiento y grité: «Allí, tire, allí». Alzó la mano y tiró como había tirado a la misma voz de orden, años y años antes en las praderas de Brickworth. Y como antaño erró el tiro. Un grito de dolor semejante a una tela que se rasga hendió las tinieblas: un grito de reproche y de súplica. «Muy bien», exclamé y me detuve junto al cuerpo de Bates. Estaba muerto. Sus ojos abiertos no parpadearon cuando dirigimos el proyector hacia él. Alguien se inclinó para retirarle la caja de cartón y arrojarla en la corriente que la llevó en su torbellino… una etiqueta amarilla… Gold Flake… Bates ya estaba lejos de Tottenham Court Road.

Cuando alcé los ojos, Martins había desaparecido en la oscuridad. Lo llamé, pero su nombre se perdió en una confusión de ecos, en el estruendo y en los rugidos del agua subterránea. Luego oí un tercer disparo.

—Seguí el curso de la corriente para encontrar a Harry —me contó Martins más adelante— pero tuve que dejarle escapar en la oscuridad. No me atrevía a alzar mi linterna. No quería que sintiera la tentación de tirar por segunda vez. Sin duda mi bala lo había tocado cuando entraba en un arroyo lateral. Entonces supongo que se arrastró a lo largo del corredor hasta el pie de la escalera de hierro. A unos treinta pies encima de mi cabeza estaba la boca de acceso, pero él no hubiera tenido la fuerza de levantarla y aunque lo hubiera conseguido, la policía lo esperaba afuera. Debía saber todo esto pero sufría mucho, y mientras un animal se oculta en las sombras para morir, un hombre busca la luz. Quiere morir en su casa, en su elemento y las tinieblas no son nuestro elemento. Empezó a izarse a lo largo de los escalones, pero el dolor lo venció y no pudo continuar. ¿Por qué se puso entonces a silbar esa absurda tonadita que yo había sido lo bastante estúpido como para creer que él la había compuesto? ¿Trataba de impresionar, llamaba a un amigo, quizá al mismo amigo que le había hecho caer en esa trampa o acaso deliraba y no sabía lo que hacía? Sea lo que fuere, lo oí silbar y me acerqué al borde del agua. A tientas encontré el corredor donde él estaba. Grité: «Harry», y la voz que tarareaba calló justo sobre mi cabeza. Coloqué la mano sobre la baranda de hierro y subí; todavía temía que tirara. Al llegar al tercer escalón mi pie encontró su mano. Durante un momento creí que estaba muerto, pero lo oí gemir de dolor. «Harry», le dije. Él hizo un gran esfuerzo para volver los ojos hacia mí. Intentó hablar y me incliné para oírlo: «Pedazo de imbécil», dijo…, eso es todo. No sé si quería hablar de sí mismo, hacer una especie de acto de contricción absurdo e impropio (era católico) o si se dirigía a mí con mis mil libras por año, sujetas a impuestos, y mis imaginarios ladrones de rebaños, que no eran capaces ni de matar un conejo. Luego volvió a quejarse. Yo no podía oírle más; lo rematé de un balazo.

—Olvidemos ese detalle —dije.

—No lo olvidaré jamás —dijo Martins.