
Capítulo VIII
CAPÍTULO VIII
Después de dos vasos de alcohol las ideas de Rollo Martins caían irresistiblemente en las mujeres… en las mujeres consideradas de una manera vaga, sentimental, romántica, como sexo en general. Después de tres vasos, como un piloto que efectúa un descenso para encontrar su rumbo, empezaba a dirigir sus miradas hacia alguna mujer presente. Probablemente si Cooler no le hubiera ofrecido una tercera copa no habría corrido tan pronto a ver a Ana Schmidt y si… pero hay demasiados «si» en mi estilo, pues mi oficio es comparar las posibilidades, las posibilidades humanas; y la irresistible atracción del destino no puede encontrar lugar en mi archivo.
A la hora del almuerzo Martins había leído y releído las declaraciones del sumario, demostrando así la superioridad del aficionado sobre el profesional, y mostrándose más vulnerable al alcohol de Cooler (que el profesional, retenido por el servicio, hubiera rechazado). Eran cerca de las cinco cuando llegó al apartamento de Cooler, que quedaba sobre una heladería en la zona americana: abajo el bar estaba lleno de soldados, acompañados de sus amigas; y el tintineo de las largas cucharas, unido a las carcajadas de los hombres uniformados, siguieron a Martins a lo largo de la escalera.
El inglés, que no puede sufrir a los americanos, se desconcierta ante el tipo excepcional de americano que es Cooler: un hombre de pelo gris enmarañado, de rostro benévolo y animado, de grandes ojos insatisfechos, el tipo del filántropo que uno ve desembarcar en medio de una epidemia de fiebre tifus, de una guerra mundial o del hambre en China, mucho antes de que sus compatriotas hayan encontrado el lugar en el mapa. Una vez más la tarjeta de visita con la leyenda «amigo de Harry» le sirvió de pasaporte. Cooler vestía su uniforme de oficial, pero no llevaba ninguna clase se insignias que denotaran su grado, aunque su sirviente al referirse a él le daba el título de coronel. Su manera cálida y franca de dar la mano era el gesto más cordial que Martins había encontrado en Viena.
—Todo amigo de Harry es bienvenido —dijo Cooler—. Naturalmente, he oído hablar de usted.
—¿Por Harry?
—Me gustan mucho las historias del Far West —dijo Cooler, y Martins le creyó. En cambio, no había creído a Kurtz.
—Me pregunto… ¿usted estaba, no es cierto…? Si quisiera hablarme de la muerte de Harry.
—Fue espantoso. Yo iba a cruzar la calle para acercarme a Harry. Él y el señor Kurtz estaban en la acera. Tal vez si yo no hubiera empezado a cruzar él se hubiera quedado donde estaba. Pero me vio y bajó a la calzada para ir a mi encuentro; entonces, ese jeep… Fue atroz, atroz. El chófer frenó, pero no había la menor probabilidad de evitarlo. ¿Un vaso de whisky, señor Martins? Es idiota, pero hablar de esto me destroza todo.
Agregó mientras echaba un poco de soda:
—A pesar de este uniforme nunca había visto matar a un hombre.
—¿El otro hombre estaba dentro del coche?
Cooler tomó un gran sorbo de whisky, luego, midiendo con su mirada cansada lo que quedaba en el vaso, dijo:
—¿A qué hombre se refiere, míster Martins?
—Me han dicho que había un tercer hombre.
—No sé cómo llegó a esa conclusión. Encontrará todos los detalles en el sumario de la causa.
Sirvió dos raciones más generosas que las primeras.
—Éramos sólo tres: Kurtz, el chófer y yo. Y el doctor, por supuesto. Sin duda pensaba usted en el doctor.
—El tipo con el cual hablé miraba por casualidad por la ventana (ocupa el apartamento contiguo al de Harry) y me dijo que había visto a tres hombres y al chófer. Era antes de la llegada del doctor.
—No lo dijo ante el Tribunal.
—No quería comprometerse.
—Estos europeos nunca serán buenos ciudadanos. Era su deber.
Cooler inclinó tristemente la cabeza sobre su vaso.
—Qué cosa rara es un accidente, míster Martins. Imposible obtener dos versiones que coincidan entre sí. Mire, ni siquiera míster Kurtz y yo estábamos de acuerdo sobre ciertos puntos. Las cosas se producen con tal rapidez, uno no se toma el trabajo de fijarse en los detalles y de pronto: ¡bum!, ¡crac!, y le piden a uno que se acuerde y reconstruya los hechos. Supongo que su hombrecito se habrá embarullado tratando de ordenar los hechos que ocurrieron antes y los que ocurrieron después, y no pudo distinguir, cuál era cuál, de nosotros cuatro.
—¿De ustedes cuatro?
—Contando a Harry. ¿Qué más vio, míster Martins?
—Nada interesante. Pero dice que Harry estaba muerto cuando lo llevaron a su casa.
—Estaba moribundo. No es muy distinto. Permítame que le llene su vaso, míster Martins.
—No, gracias. Ya he bebido bastante.
—Yo voy a tomar otro traguito. Quería mucho a su amigo, míster Martins, y me resulta penoso hablar de él.
—Entonces tomaré un poco más para acompañarlo.
—¿Conoce usted a Ana Schmidt? —preguntó Martins con el gusto del whisky todavía en la boca.
—¿La amiga de Harry? Sí, la he visto una vez, nada más. En realidad ayudé a Harry a fabricarle documentos. No debería confesar estas cosas a un desconocido, ¿verdad?, pero los principios han sido hechos para ser violados. También es un deber ser humano.
—¿Qué es lo que no marchaba?
—Era húngara y se decía que su padre era nazi. Tenía un miedo atroz de que los rusos la detuvieran.
—¿Por qué iban a detenerla?
—No siempre es posible saber por qué hacen ellos estas cosas. Quizá nada más que para mostrar que no es conveniente ser amigo de un inglés.
—Pero ella vive en la zona británica, ¿verdad?
—Eso no sería un obstáculo para ellos. La comandancia sólo queda a cinco minutos de viaje en jeep. Las calles no están bien iluminadas y no hay muchos policías en los alrededores.
—¿Usted le llevó dinero de parte de Harry, verdad?
—Sí, no hablemos de eso. ¿Se lo dijo ella?
El teléfono sonó y Cooler vació su vaso hasta la última gota.
—Hola —dijo—. Sí, sí, habla el coronel Cooler…
Entonces se sentó, con el receptor al oído y una expresión de dolorosa paciencia pintada en el rostro, mientras una voz muy lejana llegaba hasta la habitación.
—Sí —dijo en un momento dado—, sí.
Su mirada se detuvo en la cara de Martins, pero parecía mirar algo colocado mucho más allá del visitante.
—Ha hecho muy bien —dijo en un tono de felicitación, y agregó con un leve fastidio—: por supuesto le será entregado. He dado mi palabra. Buenas noches.
Colgó el receptor y con un gesto fatigado se pasó la mano por la frente. Parecía que trataba de acordarse de lo que tenía que hacer.
—¿Tiene algún informe —preguntó Martins— sobre ese fraude del que habla la policía?
—Perdón. ¿De qué se trata?
—La policía pretende que Harry se dedicaba a un comercio fraudulento.
—¡No! —dijo Cooler—. ¡No! Es totalmente imposible. Tenía una noción muy estricta del deber.
—Kurtz parecía creer que era posible.
—Kurtz no puede comprender los sentimientos de un anglosajón —replicó Cooler.