Capítulo IX

CAPÍTULO IX

Al anochecer Martins caminaba a lo largo del canal. Sobre la orilla opuesta yacían los baños de Diana medio destruidos, y se veía a lo lejos, inmóvil sobre las casas en ruinas, el círculo negro de la Gran Rueda de la Fortuna del Prater. Allí, del otro lado del agua gris, se extendía el segundo distrito perteneciente a los rusos. La iglesia de San Esteban perfilaba contra el cielo, en lo alto de la ciudad interior, su enorme flecha, y cuando Martins se internó por la Kaertnerstrasse pasó ante la puerta iluminada del cuartel de policía militar. Los cuatro hombres de la patrulla internacional estaban subiendo a un jeep; el policía ruso se sentó junto al chófer (esa noche los rusos habían tomado la presidencia para las cuatro semanas siguientes), los ingleses, los franceses y los americanos subieron atrás. Los humos de su tercer whisky puro revoloteaban en el cerebro de Martins y se acordaba de la mujer de Ámsterdam, de la mujer de París. La soledad caminaba por la acera, junto a él, entre la muchedumbre. Pasó de largo frente a la esquina del hotel Sacher y siguió su camino. Rollo mandaba y lo llevaba irresistiblemente hacia la única mujer que conocía en Viena.

Le pregunté cómo sabía dónde vivía.

—La noche anterior, en la cama, estudiando su tarjeta, miré la dirección que me había dado.

Quería aprender a manejarse y entendía bien los planos. Recordaba fácilmente los nombres de las calles y por dónde había que doblar, porque cada dos viajes hacía uno a pie.

—¿Uno cada dos?

—Quiero decir cuando voy a ver a una mujer… o a alguna otra persona.

Ignoraba, naturalmente, que estaba en su casa porque esa noche no había función en el Josefstadt, a menos que también hubiera retenido eso en su memoria después de leer los carteles. En todo caso estaba en su casa, si es que uno puede expresarse así al hablar de una mujer solitaria, sentada en un cuarto sin fuego, donde la cama está disfrazada de diván, mirando distraídamente las páginas escritas a máquina de algún papel, desparramadas sobre una mesa coja, mientras sus pensamientos la arrastraban lejos de esos objetos. Martins dijo con torpeza (y nadie, ni siquiera Rollo, hubiera podido decir hasta qué punto esa torpeza formaba parte de su táctica):

—Vine para saludarla al pasar…

—¿Al pasar? ¿Para ir adónde?

Había tenido que caminar durante media hora para venir del Inner Stadt hasta los confines de la zona inglesa, pero siempre tenía una respuesta a mano.

—Bebí demasiado whisky con el coronel Cooler. Necesitaba caminar y por casualidad me encontré en este barrio.

—No tengo nada que darle de beber. Salvo té. Me queda un poco en el paquete.

—No, gracias. Usted está ocupada —dijo mirando las hojas mecanografiadas.

—No consigo ir más allá de la primera frase.

Martins tomó una hoja y leyó: «Entra Luisa:

LUISA: He oído llorar a un niño».

—Puedo quedarme un momento —dijo con una suavidad que venía de Martins más que de Rollo.

—Quisiera que se quedara.

Se dejó caer en el diván, y mucho tiempo después me contó (pues los enamorados hablan y reconstruyen los menores detalles si encuentran alguien que los escuche) que en ese momento la vio verdaderamente por segunda vez. Estaba de pie, tan turbada como él; llevaba un viejo pantalón de hombre, de franela, mal zurcido en los fondillos. Se erguía, las piernas abiertas sólidamente pegadas al suelo, como si estuviera resuelta a resistir a un adversario, sin perder terreno. Su silueta era corta, maciza y había puesto de lado su gracia, cuidadosamente, para el solo uso profesional.

—¿Está en uno de sus malos días? —le preguntó.

—Siempre estoy mal a esta hora —explicó—. Era su hora y cuando oí llamar a la puerta creí durante unos segundos…

Se sentó en una silla dura frente a él y agregó:

—Hable, por favor, usted lo ha conocido; dígame cualquier cosa.

Entonces él habló. Mientras hablaba el cielo se oscurecía detrás de los cristales. Al cabo de un momento él advirtió que sus manos se habían unido.

—Yo no tenía la menor intención de enamorarme… de la amiga de Harry.

—¿Y cuándo ocurrió? —pregunté.

—Hacía mucho frío y me levanté para ir a cerrar las cortinas de la ventana. Fue al separar mi mano cuando me di cuenta de que había estado oprimiendo la suya. Cuando me puse de pie miré desde arriba su rostro tendido hacia mí. No era hermoso, eso era lo malo. Era una de esas caras de todos los días con la cual uno puede vivir, que resisten al tiempo. Me pareció que acababa de penetrar en un país nuevo cuyo idioma no sabía hablar. Siempre había creído que lo que a uno le atrae en las mujeres es la belleza. Permanecía de pie ante las cortinas y miraba hacia afuera demorando el momento de correrlas. Sólo podía ver mi propia imagen, cuya mirada volvía a la habitación, volvía hacia Ana.

—¿Y qué hizo entonces Harry? —dijo Ana.

Yo tenía ganas de contestarle: Que el diablo se lo lleve. Está muerto. Lo queríamos los dos, pero está muerto. Los muertos han sido hechos para ser olvidados. Pero, naturalmente, en lugar de eso contesté:

—¿Qué cree usted que hizo? Se contentó con silbar su tonadita como si no pasara nada.

Y la silbé lo mejor posible. La oí ahogar un grito, me volví y antes de haber podido pensar si empleaba la buena o la mala táctica, la buena carta, el buen peón, ya había dicho:

—Está muerto. Usted no puede pasar el resto de su vida recordándolo.

—Ya lo sé —contestó—, pero quizá se produzca algo…

—¿Qué quiere decir con «se produzca»?

—Quiero decir que tal vez haya otra guerra, pero a lo mejor me muero como él o los rusos me detendrán.

—Lo olvidará con el tiempo. Volverá a enamorarse.

—Ya lo sé, pero no quiero. ¿No se da cuenta que no quiero?

Entonces Rollo Martins se apartó de la ventana y volvió a sentarse en el diván. Cuando se había levantado treinta segundos antes era el amigo de Harry y consolaba a la amiga de Harry; ahora era un hombre enamorado de Ana Schmidt, que había estado enamorada de otro hombre que ambos conocían y que se llamaba Harry Lime. Esa noche no habló más del pasado; en cambio, se puso a explicarle a la joven las personas que había visto.

—No creo una palabra de lo que me ha dicho Winkler —le dijo—, pero Cooler, Cooler me parece simpático. Es el único de sus amigos que tomó el partido de Harry. Lo fastidioso es que si Cooler tiene razón, Koch se equivoca y yo creía haber encontrado una pista.

—¿Quién es Koch?

Le explicó que había vuelto al apartamento de Harry, contó su conversación con Koch, la historia del tercer hombre.

—Si es verdad —dijo ella—, eso es importante.

—No prueba nada. Después de todo, Koch se las arregló para no declarar. Ese desconocido puede haber hecho lo mismo.

—Ésa no es la cuestión —dijo—; eso significa que los otros mienten. Kurtz y Cooler mienten.

—A lo mejor han mentido para no causar molestias a ese tercer hombre si es amigo de ellos.

—¿Un amigo más allí presente? Entonces ¿dónde está la honestidad de Cooler?

—¿Qué hacer? Koch se cerró como una ostra y me echó de su casa.

—A mí no me echará —dijo Ana—, ni tampoco su Ilse.

Emprendieron ambos el largo camino que conducía al apartamento de Lime. La nieve se pegaba a los zapatos y daba a su andar una lentitud semejante a la de los presidiarios cargados de grilletes.

—¿Queda todavía lejos? —preguntó Ana.

—Ya no. ¿Ve ese grupo de gente en la calle? Es en esa esquina.

El grupo inmovilizado en el camino parecía, en medio de esa blancura, una inmensa mancha de tinta que después de derramarse hubiera cambiado de forma y se hubiera extendido. Cuando estuvieron un poco más cerca Martins dijo:

—Creo que están frente a la casa. ¿Qué cree que habrá pasado? ¿Será una manifestación política?

Ana Schmidt se detuvo:

—¿Con quién habló usted de Koch? —preguntó.

—Sólo con usted y con el coronel Cooler. ¿Por qué?

—Tengo miedo. Esto me recuerda…

Sus ojos estaban fijos en la muchedumbre y Martins nunca supo qué recuerdo, surgido de su pasado confuso, la había puesto en guardia.

—Vámonos —imploró.

—No diga locuras. Esta vez vamos a descubrir algo, algo importante…

—Lo espero aquí.

—Pero usted va a hablar con Koch.

—Primero trate de saber por qué esa gente… Odio las muchedumbres —agregó. Cosa extraña en una mujer que trabajaba en las tablas.

Martins se adelantó solo, lentamente. La nieve crujía a su paso. No era una reunión política, pues nadie decía ningún discurso. Tuvo la impresión de que las cabezas se volvían para verlo acercarse como si esperaran a alguien. Cuando alcanzó los primeros grupos advirtió que esa gente estaba amontonada ante la casa. Un hombre, mirándolo con fijeza, le preguntó:

—¿Usted también es uno de ellos?

—¿Qué quiere usted decir?

—De la policía.

—No. ¿Qué han hecho?

—No han hecho más que ir y venir durante todo el día.

—¿Qué espera toda esa gente?

—Espera que lo saquen.

—¿A quién?

—A Herr Koch.

A Martins se le ocurrió que alguien había descubierto como él que Koch se había negado a declarar aunque esto no concernía a la policía.

—¿Qué ha hecho? —preguntó.

—Todavía no se sabe. No han llegado a ponerse de acuerdo sobre ese punto. Quizá sea un suicidio, pero también puede ser un crimen.

—¿Herr Koch?

—Por supuesto.

Un chico se acercó al hombre que le daba esos informes y le tiró de la mano: «Papa. Papá». Llevaba un gorro de lana que lo hacía parecerse a un gnomo y su cara estaba crispada y azul de frío.

—Sí, querido, ¿qué pasa?

—Los he oído hablar a través de la reja, papá.

—¡Ah, pícaro! Cuéntanos qué has oído, Hansel.

—He oído llorar a Frau Koch, papá.

—¿Eso es todo, Hansel?

—No, papá. Oí hablar al hombre muy alto.

—Ah, pícaro Hansel… cuéntale a tu papá lo que decía.

—Decía: «Frau Koch, ¿puede describirme a ese extranjero?».

—Ah, ah… piensan que es un crimen. ¿Y quién puede pretender que se equivocan? ¿Por qué Herr Koch iba a ir al sótano a cortarse el pescuezo?

—Papá, papá…

—¿Qué hay, Hansel?

—Miré por la reja y vi el carbón lleno de sangre.

—¡Este chico es extraordinario…! ¿Cómo puedes saber que era sangre? La nieve se cuela por todas partes.

El hombre se volvió hacia Martins.

—Tiene una imaginación… tal vez escriba libros cuando sea mayor.

La carita helada lanzó una mirada solemne en dirección a Martins.

—Papá —dijo el chico.

—Sí, Hansel.

—Él también es un extranjero.

—Escúchelo, señor, escúchelo —dijo el hombre orgullosamente con una carcajada que hizo volverse a una docena de cabezas—, cree que es usted el culpable, sólo porque es un extranjero. ¡Como si actualmente no hubiera en Viena más extranjeros que vieneses!

—¡Papá, papá!

—Sí, Hansel.

—¡Ahí salen!

Un cordón policial rodeaba la camilla, cubierta de una sábana, con la cual bajaban prudentemente los escalones del umbral por temor a resbalar en la nieve medio derretida.

El hombre dijo:

—No pueden hacer entrar una ambulancia en esta calle, a causa de las ruinas. Lo tienen que llevar hasta la esquina.

Cerrando la marcha apareció Frau Koch. Un chal le cubría la cabeza y llevaba un viejo abrigo de tela ordinaria. Cuando se hundió en un montón de nieve en el borde de la acera, su figura pesada adquirió el aspecto de un muñeco de nieve. Alguien la ayudó a salir y ella se volvió para lanzar una mirada de desesperación sobre esa muchedumbre de desconocidos. Si había entre ellos algunos amigos, sus ojos al pasar de un rostro al otro no los reconoció. Cuando pasó delante de Martins, él se inclinó para anudar el cordón de su zapato. Pero al levantarse se encontró con la mirada escrutadora, fija y helada del gnomo Hansel.

Martins retornó sobre sus pasos y se reunió con Ana. Mientras caminaba se volvió y vio al chico que tiraba a su padre de la mano en tanto sus labios formaban sin cesar las dos sílabas: papá, como el refrán de una lúgubre balada.

—Koch ha sido asesinado —le dijo a Ana—; vámonos rápido de aquí.

Apresuraba el paso todo lo que la nieve se lo permitía, doblando una esquina, luego la otra. La desconfianza y la vigilancia del niño parecían apoderarse de la ciudad entera como una nube que crece. No conseguían caminar bastante ligero para salir de su sombra. Martins no escuchaba lo que Ana le decía:

—Por lo tanto Koch ha dicho la verdad, «había un tercer hombre». —Y agregó poco después—: Es un crimen. No se mata a un hombre sino para ocultar un crimen.

En el extremo de la calle los tranvías, al pasar, brillaban como estalactitas. Al llegar al Ring, Martins dijo:

—Es mejor que vuelva sola a su casa. Yo debo hacerme a un lado hasta que las cosas se aclaren.

—Pero nadie puede sospechar de usted.

—Ya están haciendo preguntas sobre el extranjero que fue ayer a ver a Koch. Van a molestarme durante algún tiempo.

—¿Por qué no va a la policía?

—¡Son tan torpes! No tengo confianza en ellos. Acuérdese de lo que acusan a Harry… Sin contar que ayer traté de golpear a ese hombre llamado Callaghan. Estarán encantados de atraparme. Lo menos que pueden hacer es expulsarme de Viena. En cambio, si me quedo tranquilo, una sola persona podría denunciarme: Cooler.

—Se guardará de hacerlo.

—Sí, si es culpable. Pero no puedo creer que sea culpable.

Antes de dejarlo, Ana le dijo:

—Sea prudente. Koch sabía bien poco y lo han matado. Usted sabe tanto como Koch.

Esta advertencia le hizo pensar mientras se dirigía al hotel Sacher. Después de las nueve las calles están muy vacías y Martins volvía la cabeza cada vez que oía detrás de él un ruido de pasos, como si ese tercer hombre que los otros habían protegido tan tenazmente, fuera un verdugo dedicado a perseguirlo. Ante el Gran Hotel el centinela ruso parecía congelado, pero era un hombre, con cara de hombre, una honrada cara de campesino con ojos de mongol. El tercer hombre no tenía rostro. Era sólo la parte de arriba de una cabeza vista desde lo alto, por la ventana.

En el Sacher, míster Schmidt le dijo:

—El coronel Calloway preguntó por usted, señor. Creo que lo encontrará en el bar.

—Vuelvo en seguida —contestó Martins, saliendo rápidamente del hotel. Necesitaba reflexionar. Pero apenas había cruzado el umbral, cuando un hombre se adelantó hacia él y le dijo con firmeza, llevando la mano a su gorra:

—Por favor, señor…

Abrió la portezuela de una camioneta color caqui que llevaba una bandera inglesa pintada en el parabrisas y con una mano enérgica hizo subir a Martins. Éste obedeció sin protestar; no dudaba de que tarde o temprano lo interrogarían. El optimismo de que había dado muestras ante Ana Schmidt era fingido.

El chófer conducía muy ligero y hasta peligrosamente sobre el camino cubierto de hielo y Martins protestó. La única respuesta que obtuvo fue un gruñido malhumorado y una frase rezongada de la cual sólo pudo entender la palabra «órdenes».

—¿Acaso le ordenaron matarme? —preguntó Martins.

Esta vez no obtuvo ninguna respuesta.

Entrevió, en un relámpago, los titanes de la Holfburg que sostenían sobre sus cabezas grandes globos de nieve; luego el coche se hundió en un laberinto de calles mal iluminadas, en las cuales Martins perdió todo sentido de la dirección.

—¿Es todavía muy lejos?

Pero el chófer no pareció haberlo oído. Por lo menos, pensó Martins, no estoy arrestado, puesto que no han enviado escolta. «Me invitan (¿no es ésa acaso la palabra que emplearon?), a presentarme en el cuartel de policía para hacer una declaración».

El coche se detuvo y el chófer condujo a Martins hasta el segundo piso de una casa. Llamó a una puerta de dos hojas tras las cuales Martins oyó el ruido de muchas voces. Se volvió hacia el chófer para preguntar: «¿Dónde diablos…?». Pero el chófer ya había bajado la escalera y la puerta se abrió de par en par. Deslumbrado por la brusca transición de la oscuridad de afuera a la luz cegadora de la habitación, oyó a Crabbin sin haberlo visto llegar:

—¡Oh! Mister Dexter, estábamos muy inquietos, pero más vale tarde que nunca. Permítame que le presente a miss Wilbraham y a la Gräfin von Meyersdorf.

Un aparador cubierto de tazas de café, una pava coronada de vapor, un rostro reluciente de mujer; dos muchachos cuyas caras reflejaban la inteligente alegría de un alumno del curso primario; luego, al fondo, apretados los unos contra los otros como los retratos de un álbum de familia, la muchedumbre de rostros con rasgos anticuados, avejentados, convencidos y contentos, de los fieles lectores. Martins miró hacia atrás pero la puerta había vuelto a cerrarse.

—Lo lamento —dijo sin saber a qué santo encomendarse—, pero…

—No piense más —interrumpió míster Crabbin—; una taza de café y luego continuaremos la discusión. Tenemos una sala magnífica esta noche. Va a ser muy ayudado por su auditorio, míster Dexter.

Uno de los jóvenes le puso una taza entre las manos y el otro agregó azúcar sin darle tiempo a decir que le gustaba el café amargo. El menor de los dos muchachos le susurró al oído:

—Míster Dexter, ¿después de la polémica tendría la bondad de firmarme uno de sus libros?

Una señora gorda vestida de seda negra se abatió sobre él y declaró:

—No me importa si la Gräfin me oye, míster Dexter, pero no me gustan sus libros. Me parece que una novela debe contar una hermosa historia.

—A mí me parece lo mismo —dijo Martins extenuado.

—Vamos, Mrs. Bannocks, hay que esperar la hora de las preguntas.

—Sé que mi franqueza es excesiva, pero estoy segura de que míster Dexter aprecia la crítica honrada.

Una anciana que Martins supuso ser la Gräfin habló:

—Yo no leo mucho libros ingleses, míster Dexter, pero me han dicho que los suyos…

—¿Podría terminar su café…? —le dijo míster Crabbin. Luego le empujó hasta una sala interior donde varias personas de edad, sentadas en semicírculo, esperaban con una paciencia melancólica.

Martins no pudo contarme detalladamente esa reunión. Su mente estaba todavía turbada por la idea de la muerte. Cuando alzaba los ojos le parecía que iba a ver al pequeño Hansel y a oír su perpetuo estribillo informativo: «Papá, papá…». Parece que Crabbin declaró abierta la sesión y presentó un informe. Por lo que conozco de Crabbin estoy seguro de que les trazó un cuadro muy lúcido, leal y objetivo de la literatura novelesca contemporánea en Inglaterra. Le he oído a menudo hacer esta disertación, sin otras variaciones que las que provenían del lugar preponderante asignado a la obra del novelista presente. Sin duda, tocó al pasar algunos problemas de técnica, puntos de vista, transiciones, y luego habrá declarado que el debate estaba abierto y podían interrogar a míster Dexter.

Martins no encontró nada que contestar a la primera pregunta, pero felizmente Crabbin llenó el vacío y contestó ante la satisfacción general. Una mujer que llevaba un sombrero marrón y una tirita de piel alrededor del cuello dijo con apasionado interés:

—¿Puedo preguntar a míster Dexter si está escribiendo una nueva obra?

—Sí, ¡claro que sí…!

—¿Puedo preguntar el título?

El tercer hombre —respondió Martins, que se sintió invadido por una confianza ilusoria en sí mismo porque había franqueado ese obstáculo.

—Míster Dexter, ¿puede usted decirnos cuál es el escritor que más lo ha influenciado?

—Grey —respondió Martins sin reflexionar.

Naturalmente, pensaba en el autor de Los caballeros de la salvia escarlata, y se alegró al advertir que su respuesta parecía provocar la aprobación general. Sólo un viejo austríaco exclamó:

—¿Grey? ¿Qué Grey? No conozco ese nombre.

Martin se creyó fuera de peligro, por lo tanto respondió:

—Zane Grey; no conozco otro.

Se sintió desorientado por las risas discretas que partieron de la colonia inglesa. Crabbin se interpuso en seguida acudiendo en socorro de los austríacos:

—Es una broma inocente de míster Dexter. Quiere hablar de Gray, el poeta Gray, un genio suave, sutil y discreto: sus afinidades son evidentes.

—¿Y su nombre es Zane Gray?

—Ahí está la broma de míster Dexter. Zane Grey ha escrito lo que llamaríamos «westerns», novelitas vulgares sobre bandidos y cow-boys.

—Pero entonces ¿no es un gran escritor?

—No, no, ¡lejos de eso! —dijo míster Crabbin—. En el sentido estricto de la palabra yo ni siquiera lo llamaría un escritor.

Martins me contó que al oír esto sintió subir en él los primeros estremecimientos de la indignación. Hasta entonces nunca se había considerado a sí mismo como un escritor, pero le irritó la grosería de Crabbin a tal punto que hasta la forma en que la luz se reflejaba en los anteojos de éste le pareció un nuevo motivo de fastidio.

—Se ocupaba únicamente de divertir al público; era una especie de cómico —dijo Crabbin.

—¿Y por qué no serlo? —preguntó Martins con aire feroz.

—Bueno, usted sabe… yo sólo quería decir…

—¿Qué otra cosa era Shakespeare?

Un oyente muy atrevido respondió:

—Un poeta.

—¿Ha leído usted alguna vez a Zane Grey?

—No, verdaderamente, no puedo decir…

—Entonces no sabe de lo que está hablando.

Uno de los muchachos trató de socorrer a Crabbin.

—¿Y James Joyce? ¿Dónde colocaría usted a James Joyce, míster Dexter?

—¿Qué quiere decir con colocar? No tengo la intención de colocar a nadie en ninguna parte.

Había sido un día terriblemente lleno: había bebido demasiado con el coronel Cooler, se había enamorado, habían asesinado a un hombre y ahora tenía la impresión totalmente injustificada de que le tenían rabia. Zane Grey era uno de sus ídolos; no tenía por qué soportar todas esas necedades.

—Quiero decir, ¿lo colocaría usted entre los muy grandes?

—Para serle franco, nunca he oído hablar de él. ¿Qué libros escribió?

No se daba cuenta, pero estaba causando una impresión enorme. Sólo un gran escritor podía tomar esa actitud arrogante tan original. Varias personas anotaron Zane Grey en el dorso de algún sobre y la Gräfin, dirigiéndose a Crabbin, murmuró con voz cascada:

—¿Cómo se escribe Zane?

—Le confieso que no estoy seguro.

Un cierto número de nombres fueron lanzados simultáneamente a la cabeza de Martins, nombrecitos puntiagudos como Stein. Guijarros redondos como Woolf. Una joven austríaca con la frente cubierta por una larga mecha negra, estilo intelectual, gritó: «Daphne du Maurier». Míster Crabbin hizo una mueca y mirando de reojo a Martins le dijo:

—Sea indulgente con ellos.

Una mujer suave, con rostro bondadoso, que llevaba un jersey hecho a mano, preguntó con aire desencantado:

—¿No piensa como yo, míster Dexter, que nadie, nadie ha descrito los sentimientos tan poéticamente como Virginia Woolf…? Quiero decir en prosa.

Crabbin murmuró:

—Podría decirles algo sobre las asociaciones de ideas en el subconsciente.

—¿Las asociaciones de qué?

Una nota de desesperación se deslizó en la voz de míster Crabbin:

—Por favor, míster Dexter, estas personas son sus sinceros admiradores. Quieren oírle expresar sus opiniones. ¡Si usted supiera cómo asaltaron la sociedad para verlo!

Un viejo austríaco alzó la voz:

—¿Existe en Inglaterra en la actualidad un escritor que esté a la altura de John Galsworthy?

Hubo una explosión de gritos furiosos entre los cuales se elevaban los nombres de Du Maurier, Priestley y de un tal Layman. Martins, taciturno, hundido en su sillón volvía a ver la nieve, la camilla, la cara desesperada de Frau Koch. Pensaba: «Si yo no hubiera vuelto, si yo no hubiera hecho preguntas, ¿ese hombrecito estaría todavía vivo?». ¿Había servido a Harry ofreciendo una nueva víctima… una víctima sacrificada al miedo por Herr Kurtz, o Cooler (no podía creerlo), o el doctor Winkler? Ninguno de los tres parecía responder a la idea sórdida, macabra, de ese crimen cometido en un sótano. Le pareció oír nuevamente al chico que decía: «Había sangre sobre el carbón». Y veía a alguien volver hacia él su rostro vacío, desprovisto de rasgos, un huevo de plastilina gris, el tercer hombre.

Martins era incapaz de decir cómo se las había arreglado para terminar el debate. ¿Crabbin afrontó solo la tormenta? ¿Fue ayudado por una parte del auditorio que se puso a discutir con animación la adaptación cinematográfica de una novela americana muy conocida? Se acordaba poco de lo que precedió al discurso final que Crabbin dijo en su honor. Luego, uno de los muchachos lo condujo hasta una mesa cubierta de libros y le pidió que los firmara.

—Sólo hemos aceptado un ejemplar por cada miembro del Instituto.

—¿Qué debo hacer?

—Sólo una firma. No esperan otra cosa. He aquí mi ejemplar de La Proa Curvada. Le agradecería mucho si accediera a escribir algunas palabras.

Martins tomó su lapicero y escribió: «De B. Dexter, autor de El Caballero solitario de Santa Fe». Y el muchacho, perplejo, leyó esta frase antes de secarla con el secante. Cuando Martins se sentó y se puso a estampar su firma en la primera página del libro de Benjamín Dexter, vio en un espejo al muchacho que mostraba su dedicatoria a Crabbin. Crabbin esbozaba una pálida sonrisa mientras con un gesto maquinal se acariciaba la barbilla de arriba abajo. «B. Dexter, B. Dexter, B. Dexter», escribía rápidamente Martins: después de todo no era una mentira. Uno por uno cada libro había vuelto a poder de su propietario, que decía una frasecita de admiración y de placer como si hiciera una reverencia. ¿Era eso ser un escritor? Martins sintió subir en él una fuerte irritación contra Benjamín Dexter. «Qué tío aburrido, pedante y solemne», pensó mientras firmaba el ejemplar número veintisiete de La Proa Curvada. Cada vez que alzaba los ojos para tomar un nuevo libro encontraba la mirada perpleja e inquieta de Crabbin. Los miembros del Instituto empezaban a retirarse cargados de su botín. La sala se vaciaba. Bruscamente, Martins vio en el espejo la silueta de un agente de la policía militar. Parecía discutir con uno de los jóvenes guardias de corps de Crabbin. Martins creyó oír su propio nombre. Fue entonces cuando perdió su sangre fría al mismo tiempo que su última parcela de sentido común. Sólo quedaba un libro por firmar: trazó apresuradamente un último B. Dexter y se precipitó hacia la puerta. El muchacho, Crabbin y el policía formaban un grupo en la entrada.

—¿Y ese señor? —preguntó el policía.

—Es el señor Benjamín Dexter —respondió el joven.

—¿El toilette? ¿Hay un toilette, por favor? —preguntó Martins.

—Creí comprender que un tal Rollo Martins había venido aquí en uno de los coches de ustedes.

—Es un error, un error evidente.

—Segunda puerta a la izquierda —dijo el muchacho.

Al pasar por el guardarropa, Martins tomó su abrigo y comenzó a bajar la escalera. Al llegar al descansillo del primer piso oyó que alguien subía e inclinándose sobre la baranda reconoció a Paine, que yo había enviado para identificarlo. Martins abrió una puerta al azar y la cerró tras él. Oyó que Paine pasaba de largo. La habitación en que se hallaba estaba totalmente a oscuras; un extraño gemido lo hizo volverse hacia lo que sin duda era el centro de la habitación.

No era posible distinguir nada y el gemido había cesado. Hizo un leve movimiento; el ruido volvió a empezar semejante a una respiración dificultosa. Permaneció inmóvil y el ruido cesó. Afuera alguien llamaba: «Míster Dexter, míster Dexter». Entonces oyó un nuevo ruido. Parecían susurros; un largo monólogo interrumpido partía de la sombra.

—¿Quién está allí? —dijo Martins, y el ruido cesó nuevamente.

No pudo soportarlo más. Sacó su encendedor. Oyó un ruido de pasos que se alejaban hacia la escalera. Hizo girar varias veces la ruedecita sin conseguir hacer surgir ninguna luz. Alguien se movió en la sombra y ese movimiento fue acompañado por un chasquido de cadenas en el espacio.

Preguntó una vez más con la rabia que despierta el miedo:

—¿Quién está ahí?

Sólo le contestó el clic-clac metálico.

Martins se puso a tantear desesperadamente a izquierda y derecha para buscar el botón de la luz. No se atrevía a avanzar más porque no sabía dónde podía estar el otro ocupante de la habitación. El susurro, el gemido, el chasquido, todo había cesado. Entonces tuvo miedo de haber perdido la puerta y empezó a buscar el picaporte. La policía lo asustaba mucho menos que las tinieblas y además no sabía que estaba haciendo mucho ruido.

Paine lo oyó desde abajo y volvió a subir. Encendió la luz del descansillo, y el rayo que pasaba bajo la puerta guió a Martins. Abrió, y sonriendo débilmente a Paine se volvió para examinar una vez más la habitación. Como redondas cuentas de vidrio, los ojos de un loro se clavaron sobre él.

—Lo buscábamos, señor —dijo respetuosamente Paine—. El coronel Calloway desea hablarle.

—Me perdí —dijo Martins.

—Sí, señor. Es lo que suponíamos.