
Capítulo XIII
CAPÍTULO XIII
Mientras Martins me contaba cómo había vuelto a casa de Ana y no la había encontrado, yo reflexionaba profundamente. No me sentía satisfecho ni con esa historia del fantasma ni con la idea de que el hombre con el rostro de Harry Lime podía ser sólo la visión de un borracho. Saqué dos planos de Viena y los comparé entre sí. Con un vaso de whisky reduje a Martins al silencio, y llamando a mi asistente por teléfono le pregunté si había podido encontrar el rastro de Harbin. Me contestó que no. Según sus informes Harbin se había alejado de Klagenfurt la semana anterior para ir a casa de su familia que vivía en la zona contigua. Uno siempre tiene ganas de hacer todo por sí mismo; hay que cuidar de no ser excesivamente severo con los subalternos. Estoy convencido de que yo no hubiera dejado escapar a Harbin, pero probablemente hubiera cometido una cantidad de errores que mi subalterno habría evitado.
—Está bien —le dije—, continúe sus pesquisas y trate de encontrarlo.
—Lo lamento, señor.
—No piense más en ello. Son cosas que ocurren.
Su joven voz entusiasta (si siquiera uno pudiera conservar ese entusiasmo en un trabajo de rutina, cuántas ocasiones, destellos de lucidez, perdemos simplemente porque un trabajo es sólo un trabajo) vibró a lo largo del hilo.
—Sabe, señor… no puedo dejar de pensar que hemos descartado con demasiada facilidad la posibilidad de un crimen. Hay uno o dos puntos…
—Anótelos por escrito, Cárter.
—Sí, señor. Creo, señor, si usted me permite decirlo (Cárter es un hombre muy joven), creo que deberíamos ordenar una exhumación. No hay ninguna prueba verdadera de que Lime haya muerto en el preciso momento en que lo declararon los demás.
—Soy de su opinión, Carter. Póngase en comunicación con las autoridades.
¡Martins tenía razón…! Yo me había conducido como un perfecto imbécil, pero piensen que un trabajo de policía en una ciudad ocupada no se parece en nada al trabajo de la metrópoli. Todo es nuevo; los métodos de los colegas extranjeros, el valor de las declaraciones y hasta la manera de llevar una investigación. Creo que yo había llegado a ese estado de ánimo en que uno confía demasiado en su propio juicio. Me había sentido inmensamente aliviado por la muerte de Lime. Me había contentado con la versión del accidente.
—¿Se fijó en el interior del quiosco de revistas o estaba cerrado con llave? —dije a Martins.
—No era exactamente un quiosco de revistas —contestó—, era uno de esos sólidos quioscos de hierro que hay en todas partes, cubiertos de carteles.
—Quisiera que me mostrara el lugar.
—¿Pero Ana está a salvo?
—Mis agentes vigilan su apartamento. Por el momento harán otra tentativa.
Como no quería alarmar al barrio con la salida de un coche de policía tomamos tranvías, varios tranvías, cambiando de líneas, y entramos en el distrito a pie. Yo no vestía uniforme; además pensaba que después del fracaso de su atentado contra Ana no se atreverían a hacernos seguir.
—Ésta es la curva —dijo Martins— que me hizo tomar una calle lateral.
Nos detuvimos en el quiosco.
—Pasó detrás de éste y desapareció como en una trampa.
—Es exactamente lo que hizo.
—¿Qué quiere decir?
Un transeúnte desprevenido no podía notar que el quiosco tenía una puerta. Además era noche oscura cuando el hombre había desaparecido. Atraje la puerta hacia mí y mostré a Martins la escalera de caracol que se hundía en las profundidades de la tierra.
—Dios mío —dijo— entonces no he soñado…
—Es una de las entradas del desagüe principal.
—¿Y cualquiera puede bajar?
—Cualquiera. Por alguna razón los rusos se oponen a que los clausuremos.
—¿Hasta dónde se puede ir?
—Atraviesa toda Viena. La gente se refugiaba durante las incursiones aéreas y algunos de nuestros prisioneros se han escondido y han vivido hasta dos años. Esto sirvió a los desertores… y a los ladrones. Cuando se conoce bien la ciudad se puede salir más o menos donde uno quiere por una de estas bocas de desagüe o un quiosco semejante a éste. Los austríacos tienen que emplear una policía especial para vigilar estas trampas. —Cerré la puerta del quiosco y agregué—: Por aquí desapareció su amigo Harry.
—¿Usted cree seriamente que era Harry?
—Todo parece probarlo.
—¿Entonces a quién enterraron?
—No lo sé, pero pronto lo sabremos pues vamos a hacer una exhumación.
—Tengo la vaga idea de que Koch no ha sido el único hombre molesto que han asesinado.
—Es un mazazo.
—Sí.
—¿Qué va usted a hacer?
—No sé. Puede estar seguro de que en este momento se esconde en la zona rusa. Ya no podemos llegar hasta Kurtz ahora que Harbin ha sido descubierto; y lo ha sido sin duda, pues de lo contrario no hubieran hecho toda esta comedia de muerte y de entierro.
—Pero es raro, ¿no es cierto?, que Koch no haya reconocido desde su ventana la cara de ese muerto.
—La ventana está muy alta y me imagino que habían desfigurado la cara antes de sacar el cuerpo del coche.
—Quisiera —dijo Martins pensativo— poder hablar un poco con él. Hay demasiadas cosas que no llego a comprender.
—Sin duda es usted el único que puede hablarle. Pero es arriesgado porque sabe demasiado.
—No puedo creerlo… Sólo entreví esa cara. ¿Qué puedo hacer?
—Ya no se alejará de la zona rusa. Quizá por eso trató de que llevaran a la chica allí porque la quiere, porque no se siente seguro, no sé. La única persona que podría convencerlo de que volviera de este lado es usted… o ella, si todavía cree que son sus amigos. Pero primero tiene que ser usted aunque no veo la manera.
—Puedo ir a ver a Kurtz; tengo su dirección.
—Recuerde —le dije— que cuando esté en la zona rusa, Lime puede impedirle salir y yo ya no podré protegerlo.
—Quiero aclarar esta maldita historia —dijo Martins—. Pero me niego a hacer de señuelo. Le hablaré. Eso es todo.