12
Cuando le dije a Margherita que quería probar a lanzarme en paracaídas, ella me miró un buen rato sin decir nada. ¿Quería demostrar que era capaz de sorprenderla? Pues lo había conseguido, dijo cuando encontró las palabras.
Unos cuantos días después empecé el cursillo.
En el transcurso de aquellas semanas experimenté una sensación extrañísima y desconocida, que era una mezcla de nítido temor y de inquietante serenidad. Un sentido de lo inevitable y una misteriosa dignidad.
La víspera del primer salto no dormí ni un minuto. Lógicamente.
Pero me pasé todo el rato en la cama, absolutamente despierto, pensando y recordando muchas cosas. La más viva de todas, aquel juego terrible de niños en la cornisa muchos años atrás.
De vez en cuando me llegaba una oleada de purísimo miedo. La dejaba que fluyera y me atravesara todo el cuerpo cual si fuera una corriente física de energía. Y de esta manera se me pasaba. Algunas veces era más fuerte y más prolongada. Alguna vez pensaba que al día siguiente ya estaría muerto. Otras veces pensaba que en el último momento me echaría atrás. Pero también se me pasaba.
Si Margherita se dio cuenta de que me había pasado la noche en vela, no me lo dijo a la mañana siguiente.
Y yo, curiosamente, no me sentía cansado. Al contrario, tenía los brazos y las piernas sueltos y la mente limpia y despejada. No pensaba en nada.
El rugido ensordecedor del aparato se redujo hasta convertirse en una especie de borboteo de fondo. Fuerte pero ordenado en la penumbra de la carlinga. El piloto había reducido la velocidad al mínimo y casi parecía que el avión estuviera detenido en suspenso entre el cielo y la tierra.
Los que teníamos que lanzarnos éramos seis. Para mí y otros tres era nuestro primer salto. Después se lanzarían el instructor y Margherita, que había pedido estar presente, pero sólo me lo había dicho aquella mañana.
Cuando se abrió la portezuela, entró viento y una luz inquietante.
Me sentía muy cerca del misterio de la vida y la muerte.
El instructor me dijo que me situara en el umbral, al través, tal como me habían enseñado. Hice lo que me había dicho. Transcurrieron unos segundos y después él me hizo la señal para saltar. Miré abajo y me quedé quieto. Quieto durante el tiempo infinito de una escena en cámara lenta, desgranada fotograma a fotograma. Él me repitió la orden de saltar, pero yo no me moví. Todo estaba absurdamente inmóvil.
En aquel momento Margherita se me acercó y me dijo algo al oído al tiempo que me apretaba el brazo. Sobre el trasfondo del rugido del aparato no entendí las palabras, pero no hizo falta.
Así que cerré los ojos y me solté.
Unos segundos y un siglo después oí el fsss del paracaídas principal que se abría. Y el increíble silencio del vacío, con el avión ya lejos.
Aún mantenía los ojos cerrados cuando me percaté de un ruido extraño y, sin embargo, familiar. Tardé poco en comprender que era mi propia respiración, que emergía de las profundidades del silencio, del vuelo, del miedo.
Seguía con los ojos cerrados cuando me oí llamar por mi nombre. Sólo entonces los abrí y vi dónde estaba. Vi el mundo debajo de mí, vi que estaba volando sin miedo. Y vi a Margherita treinta o cuarenta metros más allá, saludándome con la mano.
Experimenté una emoción que no se puede explicar mientras yo también levantaba la mano.
Mientras levantaba ambas manos, saludando como cuando era un niño pequeño y me sentía inmensamente feliz.
FIN