21
Ir al supermercado me relaja. Siempre ha sido así, desde que era pequeño. Entonces mi madre y yo íbamos al de los almacenes Standa de Corso Vittorio Emanuele, bajábamos al sótano, cogíamos un carrito y hacíamos la compra. Recuerdo la agradable sensación de frío que se notaba al bajar el último tramo de la escalera, pasando entre los estantes refrigerados y la mezcla de olores de los alimentos crudos. La carne —en los estantes refrigerados, claro—, las verduras, la charcutería, el plástico; todo mezclado en un solo y singular olor complicado y un poco aséptico que para mí era «el olor de la Standa». Por aquel entonces, aún no había tantos supermercados y el hecho de ir a la Standa era algo así como ir al parque de atracciones de la Feria de Levante, que se celebraba en septiembre poco antes de que empezaran las clases en la escuela.
En el supermercado Standa había ciertos productos que no se encontraban en ningún otro sitio. Por ejemplo, unos quesitos envasados de aspecto vagamente exótico cuyo nombre no recuerdo. Pero el sabor sí lo recuerdo muy bien; sabían a jamón, una especie de sabor rústico mucho más intenso que el de aquellos triangulitos que yo estaba acostumbrado a comer y que no sabían a nada. Había unos biscotes franceses que parecían pastas. Eran un artículo de lujo y no se podían comer como los biscotes normales, con leche, por ejemplo. Y había muchas otras cosas con las que llenábamos el carrito, que siempre quería conducir yo; cosas que ahora llenan mi recuerdo con los colores deslucidos y nostálgicos de ciertas películas en superocho.
Creo que a todos los niños de mi edad les gustaba ir al supermercado.
A mí me sigue gustando ahora. Hay tardes que ya no aguanto a los clientes, los papeles, el despacho, las llamadas de los compañeros. Entonces me entran ganas de salir para ir a la librería o al supermercado. Por regla general, consigo que se me pasen las ganas de salir porque hay otros clientes, otros papeles, otros compañeros coñazos con quienes hablar por teléfono. Algunas veces, sin embargo, cuando he llegado verdaderamente al límite, salgo. Y algunas veces hasta cojo el coche y me ausento durante una e incluso dos horas para irme a uno de esos gigantescos hipermercados del extrarradio.
Me produce una sensación de libertad eso de dar vueltas por la tarde entre los estantes con un carrito y comprarme las cosas más inútiles, la comida más imposible, los libros con descuento del veinte por ciento, los artículos electrónicos —que después no utilizo jamás— en oferta. Cuando vuelvo al despacho, me siento mejor; no exactamente impaciente por reanudar el trabajo, pero bueno, un poco mejor.
Aquella tarde estaba precisamente en mi supermercado preferido. Una nave industrial inmensa justo en medio de uno de los suburbios más degradados de la ciudad. Un lugar casi irreal.
Me encontraba delante de las estanterías de los alimentos étnicos y estaba haciendo acopio de tacos mexicanos, arroz basmati, botes de fideos tailandeses, cuando oí salir del bolsillo de mi trenca, en crescendo, las notas de «Oh, Susana». La última e imposible melodía con la que había personalizado mi móvil. No identifiqué el número.
—¿Sí?
—¿Guido Guerrieri?
Voz de mujer.
—¿Con quien hablo?
—Claudia.
Estaba a punto de preguntar.
¿Qué Claudia?
Pero enseguida la reconocí.
—Ah, hola.
Inmediatamente después recordé que nos tratábamos de usted. No sé por qué se me había ocurrido decir «hola». Hubo un instante de silencio.
—...hola.
En aquel momento me sentí incómodo. No sabía si hablarle de tú o de usted, puesto que diciéndole «hola» en cierto modo ya la había tuteado. A veces pienso que soy un inadaptado social. Elegí la forma impersonal. Típica precisamente de los inadaptados sociales. De aquellos que cuando se tropiezan con alguien por la calle a quien no saben cómo dirigirse dicen «qué tal».
—¿Todo bien? ¿Alguna novedad?
—He llamado a tu despacho y me han dicho que no estabas. Entonces he recordado que me habías llamado al móvil y que yo había memorizado tu número. ¿Te molesto?
Bueno, verás, es que estoy aquí tratando una delicada cuestión de tráfico internacional de rollitos de primavera, pero intentaré encontrar de alguna manera un minuto para ti, monja.
No era ninguna molestia, naturalmente.
Me dijo que al día siguiente haría una exhibición de su arte marcial. Estaba abierto al público y, si todavía me apetecía ver cómo era, podía ir a aquel gimnasio de la zona de la cárcel. Ella y sus alumnos estarían allí desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche.
Me sorprendí, pero dije que iría; ella dijo que muy bien y colgó. Sin despedirse.
La tarde siguiente salí del despacho a las seis y media, aplazando una cita con un cliente que me tenía que pagar y que, por consiguiente, no puso ningún reparo. Decidí ir a pie, a pesar de que me quedaba un poco lejos, y a las siete y cuarto ya estaba en la dirección que Claudia me había facilitado. Era un gimnasio en el que hacían danza, yoga, cosas por el estilo. Se llamaba Cuerpopsique y, al entrar, pensé que estaba a punto de asistir a algo vagamente esotérico de tipo zen, meditación, movimientos lánguidos y espiritualidad oriental. Cosas que más bien no me entusiasman.
Entonces me sentí de repente un poco incómodo ante la idea de perder una tarde de trabajo de aquella manera y me dije que me quedaría una media hora por educación. Después me despediría y regresaría al despacho tomando quizá un taxi para llegar antes.
El gimnasio tenía suelo de parquet, un gran espejo que cubría toda una pared, una barra para los ejercicios de ballet. Exactamente lo que yo me había imaginado al ver el rótulo. Había unos cuantos bancos ocupados por una decena de espectadores. Me senté en uno de los pocos espacios libres.
Si el gimnasio correspondía a lo que yo había imaginado, las cosas que ocurrían encima del parquet —la lección de Claudia— eran de lo más variadas. Había unos veinte alumnos, casi todos chicos. Vestían unos pantalones negros, camisetas blancas de media manga y zapatillas negras. Sor Claudia iba vestida de la misma manera, pero su camiseta era negra en lugar de blanca. Debía de ser la señal distintiva del maestro, como un cinturón negro de yudo o algo por el estilo.
Lo que hacían no se parecía para nada a la danza, al yoga o a cualquier chorrada new age. Se pegaban entre ellos con puñetazos, puntapiés, rodillazos y codazos muy rápidos. No controlaban los golpes, tal como se hace en muchas artes marciales. No eran movimientos elegantes, pero se comprendía enseguida lo que habría ocurrido si aquellas técnicas se hubieran aplicado en una situación real, en medio de la calle, en una pelea.
Estaba asombrado por más que, en cierto sentido, lo que estaba viendo fuera coherente con las sensaciones que me había transmitido sor Claudia cuando nos habíamos conocido. Mientras seguía el entrenamiento, me vinieron a la mente en secuencia las palabras que se utilizan para denominar aquellas sensaciones. Directa, rápida, brusca, agresiva.
Mala.
La palabra «mala», como las otras, se me materializó espontáneamente en la cabeza. En libre asociación, en secuencia precisamente. En cuanto oí que mi voz interior la pronunciaba, me sentí tan incómodo como si la hubiera dicho en voz alta. O como si hubiera descubierto y nombrado una cosa que habría sido mejor mantener en secreto.
Claudia, la monja mala.
En determinado momento, sor Claudia sacó de una bolsa un largo pañuelo negro, se cubrió los ojos con él y se lo anudó detrás de la nuca. Después adoptó una especie de posición de combate mientras el que parecía el alumno más experto se situaba delante y muy cerca de ella. Era un muchacho de por lo menos metro noventa de estatura, el cabello rapado y aspecto peligroso.
Obedeciendo a una señal silenciosa e invisible, el estudiante empezó a soltar golpes contra el rostro de Claudia y ella empezó a pararlos. Todos, con los ojos vendados.
Yo he practicado boxeo muchos años. He visto, propinado, parado, esquivado y, sobre todo, recibido un montón de puñetazos. En los gimnasios, en los rings de aficionados y también en la calle. Antes de aquella tarde jamás había visto nada semejante.
Se movían con un ritmo preciso y regular que me hizo recordar un documental sobre el circo que había visto hacía muchos años La televisión era todavía en blanco y negro y había un señor más bien mayor y de aspecto simpático que, en la pista de un circo con las gradas desiertas, enseñaba prestidigitación a un grupo de chavales. Él también se vendaba los ojos y volteaba en el aire tres o cuatro o cinco pelotas sin que jamás se cayeran y siempre con el mismo ritmo. Preciso y regular. Parecía que tuviera imanes en las manos y que las pelotas se sintieran inevitable y fatalmente atraídas hacia ellas. Claudia hacía más o menos lo mismo con las hostias que le lanzaban a la cara. Tenía unas manos magnéticas y con aquellas manos magnéticas atraía y desviaba los puños cual si fueran pelotas de trapo.
En boxeo siempre nos habían dicho que no cerráramos jamás los ojos. Cuando atacabas y, sobre todo, cuando te defendías. Jamás se tenía que perder el control de la situación. Ver lo que hacía el adversario, percibir con los ojos su movimiento nada más empezar y estar preparados para reaccionar; parar o esquivar y contraatacar. Siempre me había sentido a gusto con esa idea. Los ojos siempre abiertos. Asociaba los ojos cerrados con el miedo y, de una manera trivial, los ojos abiertos con la valentía. Mirar directamente a la cara el problema, o al adversario, o lo que sea. Una de mis pocas certezas.
En determinado momento, el ritmo regular pareció alterarse. Imperceptiblemente, los puños o las paradas adquirieron más velocidad y, en un instante, todo terminó. El alumno estaba en el suelo y sor Claudia encima de él. Le retorcía un brazo y mantenía una rodilla sobre su rostro. Yo no había logrado seguir muy bien el movimiento que había conducido a aquella conclusión.
Ella se quitó la venda y todos juntos hicieron unos ejercicios de relajación. Después los alumnos se colocaron en fila delante de la maestra. Se saludaron con una levísima reverencia manteniendo el puño derecho sobre la palma de la mano izquierda y los brazos cruzados sobre el pecho.
Sólo entonces ella pareció percatarse de mi presencia y se acercó a mí mientras la clase abandonaba el parquet para dirigirse a los vestuarios.
Me levanté, ella me saludó con un movimiento de cabeza y yo contesté de la misma manera. Ahora sentía curiosidad, me apetecía hacer preguntas y me había olvidado por completo del proyecto de tomar un taxi y regresar al despacho.
—En mi vida había visto nada igual —le dije sin hacer el más mínimo esfuerzo por ser original.
Los inicios y las partidas jamás han sido mi fuerte. Ella no contestó nada porque no tenía nada que contestar.
—No recuerdo exactamente cómo se llama esta disciplina —dije, intentándolo de nuevo.
—Se llama wing tsun.
—No es precisamente una cosa de jovencitas.
—La mayor parte de las cosas de jovencitas, como las de jovencitos, no son interesantes. Dice la leyenda que el wing tsun lo inventó una monja para permitir a personas físicamente débiles derrotar a adversarios muy fuertes y corpulentos. Por otra parte, leyendas de esta clase las hay para todas las artes marciales. La más bonita es la de los orígenes del jiu-jitsu. La del médico japonés y el sauce llorón. ¿La conoces?
—No.
—Había en el antiguo Japón un médico que se había pasado muchos años estudiando los métodos de combate. Quería descubrir el secreto de la victoria, pero no estaba satisfecho porque, al final, en todos los sistemas lo que prevalecía era la fuerza o la calidad de las armas o los recursos poco nobles. Eso significaba que, por mucho que uno se entrenara y estudiara las artes marciales, por muy fuerte que fuera o muy preparado que estuviera, siempre encontraría a alguien más fuerte, o mejor armado o más astuto que lo derrotaría. —Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir un pensamiento desagradable—. ¿Te interesa de verdad o estás intentando simplemente ser amable?
¿Qué se puede contestar a semejante pregunta? Formulada por una señorita —una monja— que acaba de pisotear a un energúmeno de metro noventa como si estuviera realizando un juego de prestidigitación No se puede contestar nada. Está claro.
Me limité a mirarla a la cara con una expresión ligeramente divertida estilo a ver si terminamos de una vez con estas escaramuzas. O también yo no soy de ésos que sólo dicen las cosas para ser amables.
Por increíble que parezca, funcionó. Sus rasgos se relajaron un poco y, por primera vez, su rostro perdió parcialmente su dureza. Transformándose. Bonita, se me escapó pensar, pero enseguida reprimí el pensamiento, avergonzándome de él. Por más que fuera muy, pero que muy extraña, Claudia era una monja, y yo había estudiado toda la escuela primaria con las monjas. Ciertos esquemas, ciertos modelos, ciertas asociaciones son muy difíciles de abandonar si has estudiado primaria con las monjas. No se dice, y ni siquiera se piensa, que una monja es bonita.
Claudia reanudó su relato sin añadir más comentarios. Yo dejé de pensar en las monjas en general y en particular; y en mis triviales tabúes.
—En resumen, el médico estaba abatido porque no conseguía hacer progresos en su investigación. Un día de invierno estaba sentado junto a una ventana mientras fuera hacía horas que nevaba. Él miraba a través de la ventana mientras seguía con sus pensamientos. Todo el paisaje estaba cubierto de blanco, con mucha, muchísima nieve. Los prados, las rocas, las casas estaban cubiertos de nieve. Y también los árboles. Las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve y, en determinado momento, el médico vio la rama de un cerezo que cedía bajo el peso de la nieve y se rompía. Después ocurrió lo mismo con una gigantesca encina. Era una nevada jamás vista.
Está claro que tengo una mentalidad infantil. Me gusta que me cuenten historias si quien las cuenta lo sabe hacer. Claudia lo sabía hacer muy bien y yo estaba deseando saber cómo terminaba la historia. —En el jardín, a cierta distancia de la ventana, había un estanque y, a su alrededor, unos sauces llorones. La nieve también caía sobre las ramas de los sauces, pero en cuanto empezaba a acumularse en ellas, las ramas se doblaban y la nieve caía al suelo. Las ramas de los sauces no se rompían. Contemplando aquella escena, el médico experimentó un repentino sentimiento de júbilo y se dio cuenta de que había llegado al final de su investigación. El que es dúctil supera las pruebas; el que es duro y rígido antes o después encontrará a alguien más fuerte. Jiu-jitsu significa arte de la ductilidad. El secreto está en la ductilidad. En el wing tsun ocurre más o menos lo mismo.
Yo pensé que, si el secreto estaba en la ductilidad, no parecía que ella lo dominara del todo. Hablando claro: Claudia no daba la sensación de ser una persona dúctil.
Ella me leyó el pensamiento. O más probablemente, se limitó a seguir con lo que tenía en la cabeza.
—Es evidente que hay que aclarar el significado de la palabra ductilidad. Significa resistir hasta un punto determinado, saber exactamente en qué momento hacerlo y desviar la fuerza del adversario que, al final, se revuelve contra él. El secreto tendría que estribar en saber encontrar el punto de equilibrio entre la resistencia y la ductilidad; la debilidad y la fuerza. El principio de la victoria tendría que estar ahí. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.
Sí, claro, pensé. Sirve también para otra cosa. Hacer exactamente lo contrario de lo que espera el adversario y lo que a ti te resulta natural o espontáneo. Cualquier cosa que signifiquen estas dos palabras.
Me vino a la mente un libro que había leído unos cuantos meses atrás.
—Es una bonita historia. Me recuerda lo que dice Sun Tzu en aquel libro de estrategia militar china.
Una sombra de estupor cruzó su rostro. ¿Qué sabía yo de Sun Tzu, de la estrategia militar china y de todo lo demás?
—El arte de la guerra.
—Exactamente. Dice que la estrategia es el arte de la paradoja.
—Ahí está. ¿Has leído el libro?
No, tengo un manual con todas las citas útiles para cada circunstancia. Ésta la saqué del capítulo Cómo impresionar a las monjas maestras de artes marciales.
—Sí.
—¿Por qué?
Qué coño de pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué se lee un libro? ¡Y yo qué sé! Porque me apetece. Porque me lo encontré delante cuando no tenía nada que leer o que hacer. Porque me ha llamado la atención la tapa; o el título. O dos palabras puestas la una al lado de la otra en una página abierta al azar.
¿Por qué se lee un libro?
—No lo sé. Quiero decir, no hay un porqué. Lo vi en la librería, lo compré y lo leí. La historia de la paradoja era la que más me había llamado la atención, a pesar de no estar muy seguro de haberla comprendido cuando la leí. Ahora me parece más clara.
Claudia me miró todavía un instante a la cara. Ya no estaba tan segura de la clasificación que me había asignado, cualquiera que ésta fuera.
Después frunció los labios durante una décima de segundo. Su idea de una sonrisa. La primera. Levantó la mano para saludar; un gesto un poco torpe éste, y simpático. Después, sin decir nada más, dio media vuelta y se encaminó hacia los vestuarios. Sin esperar mi respuesta.
Así que abandoné el gimnasio y consulté mi reloj. No iba a coger ningún taxi y, por otra parte, ni siquiera regresaría al despacho.
Ya eran casi las diez, y era hora de ir a casa.
Me puse en marcha con la cabeza gacha. Mientras caminaba rápidamente hacia el centro, entre tiendas cerradas, círculos recreativos y pubs, mezclaba en mi cabeza todo lo que había visto y oído.