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Por regla general, yo también me habría tenido que ir. Ya había superado ampliamente mi horario, no había pasado por casa ni siquiera cinco minutos desde que saliera por la mañana y necesitaba darme una ducha y quizá también comer algo.
Pero, en lugar de irme, me quedé en el despacho. Me senté detrás del escritorio de mi secretaria. Para pensar, o algo por el estilo.
Gianluca Scianatico era un célebre imbécil. Un típico y conocido exponente de la Bari pija. Algo mayor que yo, ex matón fascista, jugador de póquer. Y cocainómano, según se decía.
Era médico y trabajaba en un hospital universitario de la Policlínica. Nadie que conociera ciertos ambientes de Bari podía creer que hubiera llegado hasta allí —licenciatura, cursos de especialización, oposición, etc.— por sus propios méritos.
Su padre era Ernesto Scianatico, presidente de una de las salas de lo penal del Tribunal de Alzada. Uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Sobre él, sus amistades, sus asuntos extrajudiciales, se había dicho prácticamente todo. Siempre en voz baja, en los pasillos del tribunal o en otro lugar. Se hablaba de declaraciones anónimas acerca de toda una serie de hechos relacionados con él, tanto de manera directa como indirecta. Se decía que algún abogado, y también algún magistrado, había intentado denunciarlo.
Se sabía que todas aquellas declaraciones, tanto anónimas como firmadas, no habían surtido el menor efecto. El presidente Scianatico era de esos que saben cubrirse las espaldas.
Una de las ideas más estúpidas que se le podían ocurrir a alguien que se dedicara a mi oficio —el de abogado penalista en Bari— era enfrentarse con él. Aproximadamente la mitad de los juicios, tras la sentencia de primera instancia, pasaba a su sala para la revisión del juicio. Es decir, aproximadamente la mitad de mis juicios pasaba a aquella sala para la revisión. Se me estaba abriendo un brillante futuro profesional, pensé.
—Enhorabuena, Guerrieri —dije entonces en voz alta, tal como me ocurría desde la infancia cuando mis pensamientos se volvían demasiado ruidosos—, has encontrado una vez más un follón en el que meterte. Has superado el fatídico umbral de los cuarenta, pero tu habilidad para acabar en líos de todo tipo, orden y condición sigue absolutamente intacta. Bravo.
Me quedé un buen rato así, preocupado. Con la mirada vagando por las estanterías y entre los volúmenes que las llenaban.
Después me harté.
Una constante de mi vida es que, al cabo de un rato, siempre me harto de todo.
De las cosas buenas y de las malas.
De casi todo.
En cualquier caso, mientras dejaba de preocuparme, acudieron a mi mente algunas de las cosas que poco antes me había contado Tancredi. De cuando él había ido a verla tras haber recibido la citación. ¿Qué le había dicho? Ah, sí. Que podía denunciarlo todas las veces que quisiera, total, a él no le ocurriría nada. A él nadie tendría el valor de tocarlo.
Y de esta manera, mientras dejaba de preocuparme, empecé a cabrearme. Me hizo falta muy poco para llegar al punto justo.
—A tomar por culo Scianatico, padre e hijo. A tomar por culo los dos. Ahora veremos si no te puede ocurrir lo que se dice nada, cabrón.
Después me dije que aquél sí era el momento de irme a casa.
Eso me lo dije mentalmente. Señal de que el estruendo del cerebro se estaba amortiguando.