23
Después de aquella noche ya no volví a pensar en Emilio. Los días pasaron, fluidos y silenciosos. Sin ritmo, sin color. Sin nada.
Unos cuantos días antes de Navidad me llamó Claudia. Una llamada extraña. Me felicitó, yo correspondí y después ambos permanecimos en silencio. Un silencio cargado de turbación. Me pareció que había llamado por un motivo determinado, para decirme una cosa determinada, aparte de la felicitación de Navidad; y, mientras sonaba el teléfono, había cambiado de idea.
Permanecimos en silencio y yo tuve la extraña sensación de estar como en equilibrio en algún sitio o por encima de algo. Después terminamos sin que yo hubiera comprendido.
Y probablemente sin que ella tampoco hubiera comprendido.
El veintitrés de diciembre llegó una postal del Senegal. Sólo decía: «para Navidad y para el Año Nuevo». Sin firma.
Era Abdou Thiam, mi cliente senegalés —vendedor ambulante en Italia, maestro de escuela elemental en Senegal— que el año anterior había sido juzgado bajo la acusación de secuestro y asesinato de un niño de nueve años. Tras haber sido absuelto, había regresado a su país y de vez en cuando me mandaba postales con pocas palabras o a veces ninguna. Siempre sin firma y sin su dirección. Abdou había estado a punto de ser condenado a cadena perpetua y aquellas postales eran su manera de hacerme saber que no había olvidado lo que yo había hecho por él. Recordé durante unos minutos aquel juicio y todos los acontecimientos que habían ocurrido inmediatamente antes e inmediatamente después. Me pareció que había pasado toda una vida y no menos de dos años, y entonces me dije que no me apetecía en absoluto afrontar una reflexión acerca del tiempo y la naturaleza de los recuerdos. Así que guardé la postal en un cajón junto con las demás y llamé a la secretaria. Para despachar los últimos papeles, irme de allí y dejarme aspirar y aturdir por el frenesí de las calles abarrotadas de gente.
Para Nochebuena nos habían invitado a casa de unos amigos. Margherita dijo que nosotros dos nos intercambiaríamos los regalos antes de salir y, de esta manera, a las nueve de la noche, vestidos de punta en blanco, ambos nos reunimos en su casa junto al árbol de Navidad, adornado con gigantescas piñas y gajos de frutas cítricas secas. Eran casi transparentes y emitían reflejos de colores. La casa estaba llena de aromas agradables. De agujas de abeto, de limpieza, de velas perfumadas, del dulce de chocolate y canela que Margherita había preparado para aquella noche de fiesta. Los altavoces del equipo difundían las alegres notas de Bright side of the road.
—¿Vienes con las manos peligrosamente vacías, Guerrieri? Como saques de debajo de la chaqueta otro libro, o un disco o cualquier otra cosa que no sea lo que se dice un verdadero regalo, te juro que esta misma noche te abandono y me hago novia —es un decir— de un maestro de bailes sudamericanos.
—Me había equivocado con respecto a ti. Creía que eras una chica sensible, poco materialista, aficionada a las artes, a las letras, a la música. Y, en cualquier caso, no me parece ver montones de regalos para mí debajo de este árbol.
—Siéntate y espera aquí —dijo ella, desapareciendo en dirección a la cocina.
Regresó al cabo de un minuto, empujando un enorme paquete de forma irregular, envuelto en papel de color azul eléctrico y con un lazo rojo.
—Éste es tu regalo, pero si no veo el mío, ni se te ocurra acercarte.
—¿Es que tú no conoces el puro placer de dar por la felicidad del otro sin más contrapartida que su gratitud y su sonrisa? ¿No conoces...?
—No. Yo conozco el trueque. Saca mi regalo.
Meneé la cabeza.
—Bueno, ya que no conoces la poesía de la dádiva, voy para allá.
Me encaminé hacia la puerta, salí al rellano y entré de nuevo sujetando por el manillar una bicicleta eléctrica de color rojo, reluciente y bellísima.
—¿Como bofetada moral te parece suficiente?
Margherita acarició un buen rato la bicicleta, como si el hecho de verla no le bastara. Como si fuera una persona que sólo conociera las cosas tocándolas y no simplemente mirándolas. Después me dio un beso y dijo que ahora ya podía abrir mi paquete.
Era una mecedora de mimbre y madera. Siempre había deseado tenerla, ya desde pequeño, pero no recordaba haberlo dicho jamás. Me senté en ella y probé a balancearme con los ojos cerrados.
—Feliz Navidad —dije al cabo de uno o dos minutos.
En voz baja y sin abrir los ojos, como si estuviera hablando solo en una especie de duermevela.
—Feliz Navidad —me contestó ella —también en voz baja— mientras con los dedos me rozaba el cabello, el rostro, los ojos.