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Una sola vista no fue suficiente para escuchar a los demás testigos del ministerio público. El inspector de la policía encargado de las investigaciones, que entre otras cosas había obtenido los listados de los teléfonos de Martina y de Scianatico. Los médicos del servicio de urgencias, que se limitaron a confirmar lo que habían escrito en sus informes de asistencia y de los cuales no recordaban, lógicamente, ni una sola palabra. Un par de chicas de la comunidad que habían actuado como escoltas de Martina en algunas ocasiones y que habían sido depositarías de sus confidencias.

La madre de Martina.

Era una mujer gruesa, triste e insulsa. Ella y la hija no se parecían en nada. Refirió con voz monótona y carente de vida el regreso a casa de Martina, las llamadas nocturnas, las llamadas a través del portero automático. Puso especial empeño en puntualizar que no sabía nada más; que jamás había sido testigo de las peleas entre su hija y el novio. Que su hija no tenía la costumbre de sincerarse con ella.

Estaba claro que no le gustaba haberse visto obligada a ir allí y quería largarse cuanto antes.

A lo largo de toda su declaración no miró ni una sola vez en dirección a su hija. Cuando el juez la invitó a retirarse, se fue a toda prisa. Sin despedirse de Martina; sin mirarla tan siquiera.

Fueron necesarias dos vistas para escuchar a estos testigos. Dos vistas tranquilas, sin enfrentamientos, porque todos —Mantovani, Dellissanti, yo— sabíamos muy bien que el juicio no se iba a decidir sobre la base de aquellas declaraciones. Éstas proporcionarían el contorno, el marco. El juicio, reducido a lo esencial, era la palabra de Martina contra la de Scianatico. Nadie había presenciado los golpes. Nadie había sido testigo de las humillaciones domésticas. Nadie que hubiera sido posible identificar había presenciado las agresiones por la calle.

Y nadie había presenciado otras cosas. De las cuales Martina sólo me habló unos cuantos días antes de la vista en la que estaba previsto el interrogatorio de Scianatico. Cuando nos reunimos en mi despacho y yo le hice todo tipo de preguntas. Incluidas las más embarazosas, pues necesitaba cualquier clase de información que me fuera útil para preparar la repregunta.

Aquellas otras cosas que salieron a relucir en nuestra reunión en mi despacho nos podían ser muy útiles. Si yo encontrara la manera de conseguir que Scianatico las reconociera en la vista en presencia del juez.

Aquella vista se fijó para el veinte de abril. Probablemente en ella se decidiría el proceso.

Siempre y cuando no se hubiera decidido en otro sitio, fuera de la sala. En estancias que a mí me estaban vedadas.

La llamada sonó en el despacho por la mañana, sobre las ocho y media, poco antes de que yo saliera para dirigirme al tribunal. Maria Teresa me dijo que era de la Fiscalía, del despacho de la magistrada Mantovani.

—¿Dígame?

—¿Abogado Guerrieri?

—¿Sí?

—Despacho de la fiscal sustituía Mantovani. No se retire, por favor, le paso a la fiscal.

Experimenté una sensación de inquietud. Malas noticias. Ansiedad.

—Guido, soy Alessandra Mantovani. Perdóname que te haya tenido que llamar mi secretaria, pero no es la mejor de las mañanas. Estoy de guardia y está ocurriendo de todo.

—No te preocupes, ¿qué ha ocurrido?

—Quería hablar contigo cinco minutos y, puesto que hoy tienes que venir al tribunal, quizá podrías pasar a verme un momento.

—Podría llegar incluso dentro de un cuarto de hora.

—Te espero.

Mientras abandonaba mi despacho, me dirigía al tribunal, cruzaba los pasillos aspirando el denso olor de papeles y de humanidad, noté que la ansiedad se intensificaba. Una ansiedad de cosas que escapan a tu control. Una desagradable sensación de flaqueza situada, no sé por qué, en la parte derecha del vientre.

Tuve que esperar unos cuantos minutos fuera del despacho de Alessandra. Estaba ocupada con los carabineros, me dijo la secretaria en la antesala. Cuando éstos salieron —a algunos los conocía muy bien—, llevaban consigo unos papeles y sus rostros estaban tensos y preparados para la acción. Estuve seguro de que se disponían a detener a alguien.

Entré en el despacho justo en el momento en que Alessandra se estaba encendiendo un cigarrillo. Sobre el escritorio había un paquete de Camel recién abierto.

—No sabía que fumaras.

—Lo he dejado... lo había dejado hace seis años —dijo, dando una ávida calada.

Noté que casi me daba vueltas la cabeza a causa del deseo de coger uno yo también y del esfuerzo por resistir. Si ella me hubiera ofrecido uno, lo habría aceptado, pero no lo hizo.

—Hace dos meses se recibió una solicitud del Consejo General del Poder Judicial. Una solicitud de disponibilidad para un puesto en la Fiscalía de Palermo. —Otra calada, casi violenta—. Éste no es un buen período para mí. Ni en el despacho ni, sobre todo, fuera. Si tendiera a dramatizar las cosas, diría que ya no puedo más. Pero no quiero angustiarte con mis problemas. Como máximo, si quiero desahogarme, escribo una carta, con nombre falso, naturalmente, a una revista del corazón. Una bonita historia tipo mujer cuarentona con eso que se llama una carrera, desierto afectivo, puentes cortados a su espalda, conciencia incipiente de que ya jamás será madre, etc., etc.

Qué sensación tan extraña. Alessandra Mantovani siempre me había transmitido una idea de invulnerabilidad. Y ahora, de repente, la tenía delante como una mujer normal que contemplaba con desconcierto los años que pasaban y los que llegaban, en pleno esfuerzo desesperado por no romperse en pedazos.

—Perdona. No te había llamado para llorar sobre tu hombro.

Hice un gesto como para decirle que no se preocupara, que si quería llorar sobre mi hombro, etcétera. Pero ella el gesto ni siquiera lo vio.

—Me he ofrecido para ese destino. Casi sin pensarlo. Porque no sé qué hacer en este período. No sé lo que quiero... en resumen, me parece bien. Notifiqué mi disponibilidad ayer por la mañana y he recibido esto.

Me alargó un fax. El encabezamiento estaba en caracteres cursivos un poco anticuados. Consejo Superior del Poder Judicial. El texto decía que la señora Mantovani, magistrada del Tribunal de Apelación con cargo de fiscal sustituto del Estado en el Tribunal de Bari había sido destinada, tras haber notificado su disponibilidad, por un período de seis meses prorrogables a ulteriores períodos, siempre de seis meses, a la Fiscalía del Estado del Tribunal de Palermo. La magistrada Mantovani debería presentarse en la Fiscalía de Palermo en un plazo de siete días a partir de la comunicación de la resolución.

Seguían algunos detalles técnicos. Pura jerga. Dejé de leer y levanté la mirada.

—Te vas a Palermo.

No era que digamos la frase más inteligente de mi vida, pensé inmediatamente después.

—Tengo que estar allí antes del lunes que viene. Si quería un cambio, pues bueno, no puedo quejarme.

Como no sabía qué decirle, permanecí en silencio. A la espera. Ella aplastó el filtro en un cenicero de cristal. Lo aplastó mucho más de lo que era necesario para apagar el cigarrillo.

—Hay algunos juicios y algunas investigaciones que lamento tener que abandonar. Aparte de lo demás. Uno es el nuestro, el de Scianatico. En lo que se refiere a éste y a algunos otros tengo la desagradable sensación de estar huyendo.

Estaba a punto de decir algo, pero ella me lo impidió con un gesto de la mano. No le apetecía escuchar frases de circunstancia.

—En realidad, ni siquiera estoy segura de saber por qué te he llamado. A lo mejor, me siento cobarde y quería decirte directamente y en persona que de alguna manera te dejo solo con este enredo. A la vista irá vete a saber quién. A lo mejor va alguien muy bueno. O muy buena. Ojalá no...

—¿Crees que te vas a quedar en Palermo?

—¿Quién sabe? El puesto, tal como has leído, es para seis meses prorrogables. De hecho, siempre es para por lo menos un año, y a veces más. Dentro de un año pensaré en lo que quiero hacer. La verdad es que no tengo demasiadas cosas que me aten a Bari. Y, si he de ser sincera, tampoco las hay que me aten a otros lugares.

Me sentí triste y viejo. Me sentí como alguien que se dedica a ver pasar el tiempo; como alguien que contempla cómo cambian los demás, bien o mal, se hacen mayores, se van. Toman decisiones. Mientras ese alguien se queda siempre en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, dejando que el azar decida por él. Alguien que contempla pasar la vida.

Coño, cuánto me apetecía aquel Camel.

La conversación no se alargó demasiado. Le dije a Alessandra que volvería a pasar por su despacho para despedirme, pero ella me contestó que era mejor que nos despidiéramos en aquel momento. No sabía cuánto iba a estar en su despacho aquellos días, con los preparativos y todo lo demás.

Rodeó el escritorio mientras yo me levantaba. La miré a la cara inmediatamente antes de abrazarnos.

Tenía una manchitas rojas; y unas arrugas que jamás había observado antes.

Al volver a cerrar la puerta la vi encender otro cigarrillo. Miraba hacia la ventana, a algún lugar del exterior.