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Estaba tumbado en el sofá de mi casa. Esperando que regresara Margherita y me llamara para que subiera a cenar. Me gustaba que, a pesar de vivir más o menos juntos, yo fuera por la noche a su casa como respondiendo a una invitación. Aunque sólo se tratara de subir dos pisos a pie. Hacía que las cosas resultaran menos obvias. Que no las diera por sentadas.

Estaba escuchando a Lou Reed: Transformer. El álbum de Walk on the Wild Side.

No un CD, sino un auténtico y original vinilo de treinta y tres revoluciones. Con sus crujidos, arañazos y demás.

Me lo había comprado aquella tarde en la pausa del almuerzo. Cuando tenía mucho que hacer, o quizá tenía alguna cita a primera hora de la tarde, o cualquier otra cosa, no regresaba a casa a la hora de comer. Me iba a algún bar del centro donde comen los empleados de banca y me tomaba un bocadillo y una cerveza en la barra. Después aprovechaba la pausa en alguna librería o alguna tienda de discos de las que no cierran al mediodía.

Aquella tarde había acabado en la tiendecita de un muchacho que tocaba el bajo en un grupo; hacían una especie de rock con tintes de jazz y eran bastante buenos. Los había oído tocar varias veces en los lugares que frecuentaba por la noche. En los que, en los últimos años, ya me empezaba a sentir desagradablemente fuera de lugar.

Tocar rock con tintes de jazz o lo que fuera no le daba en cualquier caso para vivir, entre otras cosas porque él y su grupo se negaban a tocar en las bodas. Por eso vendía discos, siguiendo unos horarios muy personales. Había días que cerraba sin previo aviso, otros que abría sobre las once de la mañana y permanecía abierto ininterrumpidamente hasta la noche, cuando allí dentro se reunían unos extraños e irreales personajes. Gente que te preguntabas dónde se ocultaba de día.

Aparte los CD nuevos, en aquella tiendecita se podían encontrar también montones de viejos elepés en vinilo, rigurosamente de segunda, o de tercera, o de cuarta mano. Aquel día, en el estante de los elepés, encontré una copia, original americana, de Transformer, sellada con el plástico y todo. Un disco que jamás había tenido; había tenido varias casetes con algunos fragmentos de aquel treinta y tres, cintas que, en cualquier caso, había perdido o destruido.

Soy de las pocas personas que todavía conservan un tocadiscos perfectamente operativo y pensé que aquel disco no me lo podía dejar escapar. Cuando llegué a la caja —lo cual significaba: cuando llegué delante de la silla en la cual el bajista estaba leyendo la revista de culto Mucchio selvaggio— y me enteré del precio, pensé que quizá sería mejor que me lo dejara escapar, me comprara una versión remasterizada y, con lo que me sobrara, me fuera a cenar a un restaurante de lujo.

Regurgitación adolescente de cuando no tenía dinero. Ahora ganaba mucho más de lo que conseguía gastar. Y, de esta manera —sin que el cajero-bajista se hubiera dado cuenta de todo este monólogo interior—, saqué el dinero, pagué, le pedí una bolsita rigurosamente usada, eché dentro al viejo Lou con su cara de Frankenstein y me fui.

El disco ya había terminado una primera vez y yo estaba a punto de volver a poner en movimiento el plato, colocar de nuevo la puntita de la aguja y escucharlo una vez más cuando Margherita me llamó y me dijo que subiera, que aquella noche también estaba dispuesta a darme de comer.

Había preparado habas con achicorias siguiendo la antigua receta del campo. Puré de habas, achicorias silvestres, cebolla roja de Acquaviva, pan duro y, en un plato aparte, guindillas fritas. Artículo de lujo, habría dicho el campesino al que, cuando yo era pequeño, mis padres le compraban la fruta, la verdura y los huevos frescos.

Para mí también había una botella de tinto aglianico de la región sureña del Vulture.

Sólo para mí. Margherita no bebe vino ni ninguna otra bebida alcohólica. Antes de que yo la conociera, había sido alcohólica muchos años; después había conseguido salir del infierno y ahora no tiene ningún problema si alguien bebe a su lado.

—Dentro de diez días haré el primer salto. Si el tiempo lo permite.

Lo de hacer el cursillo de paracaidismo había ido en serio. Había terminado la teoría y el entrenamiento y ahora se estaba preparando para lanzarse desde cuatrocientos, quinientos metros de altura. Mientras ella hablaba, yo intenté imaginarme la situación y noté una especie de mano que me apretaba la boca del estómago.

Ella seguía hablando, pero su voz se alejó mientras yo rodaba muy rápido hacia atrás hasta llegar a una tarde de primavera de hacía muchos años.

Hay tres chiquillos en la azotea de un edificio de ocho plantas. Alrededor de esta azotea hay una barandilla baja; a los lados, más allá de la barandilla, una cornisa muy ancha de por lo menos un metro; casi una acera. Más allá de esta acera, el vacío. Terrible, en la trivialidad de los gatos y las plantas pelonas del patio de abajo.

Uno de los chiquillos —el que juega mejor a la pelota, y ya ha fumado algún cigarrillo, y sabe explicar a los demás la verdadera función de la picha, aparte de la del pipí— propone un concurso de valentía.

Desafía a los demás a saltar la barandilla y a caminar por la cornisa a lo largo de todo el perímetro. No se limita a decirlo, sino que lo hace. Salta y camina con paso decidido, lo recorre todo y vuelve a saltar regresando a lugar seguro. Entonces lo prueba también el segundo; los primeros pasos los da con titubeos, pero después él también camina rápido y termina enseguida.

Ahora le toca al tercer chiquillo. Tiene miedo, pero no de manera exagerada. No le apetece demasiado caminar sobre el vacío, pero no parece una hazaña imposible. Los otros dos lo han hecho sin problemas y él también lo podrá hacer, piensa. Como mucho, procurará mantenerse muy pegado a la barandilla para más seguridad.

Así que él también salta, con cierta torpeza —no es muy ágil, mucho menos que los demás, por supuesto— y empieza a caminar, mirando a sus dos compañeros. Camina deslizando una mano por la superficie interior de la barandilla, como para sostenerse. El que juega muy bien a la pelota, experto en el uso de la picha, etcétera, dice que así no vale. Tiene que quitar la mano y caminar por el centro de la cornisa, sin apoyarse, tal como está haciendo ahora. Si no, no vale, repite.

Entonces el chiquillo aparta la mano y se desplaza unos centímetros hacia el vacío; y da unos cuantos pasos. Unos pasos cortos, mirándose los pies. Pero, mientras se mira los pies, los ojos se desplazan fuera del control consciente hasta enfocar un punto del patio de allí abajo. Son menos de treinta metros, pero parece un abismo que puede aspirarlo todo. En el que todo puede acabar cayendo.

El chiquillo aparta la mirada e intenta seguir adelante. Pero ahora el abismo ya le ha entrado dentro. Y en aquel preciso instante descubre que tendrá que morir. Tal vez justo en aquel momento; quizá otra vez, pero tendrá que morir.

Comprende lo que significa con una intuición fulgurante y completa.

Entonces se agarra a la barandilla, y se agacha, y casi se ovilla. Como para ofrecer menos superficie al viento —en realidad, es sólo una brisa muy ligera— que pudiera hacerle perder el equilibrio.

Ahora está casi acurrucado, apoyado contra aquella barandilla y con la espalda al abismo; y no tiene el valor de levantarse; ni siquiera el poco valor que le permitiría saltar al otro lado y pasar a lugar seguro.

Los dos amigos están diciendo algo pero él no los oye; o mejor dicho, no entiende lo que dicen. Pero, de repente, le entra otro miedo. El de que se acerquen para gastarle una broma, estilo hacer amago de propinarle un empujón; o saltar ellos también otra vez para entregarse a algún juego espantoso.

Entonces dice socorro, mamá; lo dice en voz baja y le entran ganas de llorar muy fuerte. Después, desde su posición acurrucada, se encarama muy despacio por la barandilla, casi a rastras, arañándose las manos, despellejándose las rodillas y todo. Si se pusiera de pie le sería fácil saltar, pero él no se puede poner de pie; no puede correr el riesgo de mirar otra vez hacia abajo.

Y, al final, se encuentra al otro lado. Los otros dos se burlan de él y él miente, dice que se ha torcido el pie caminando y que por eso no ha podido seguir adelante; y que es por eso por lo que ha saltado la barandilla de aquella manera tan ridícula, como si estuviera lisiado. Y después, cuando se van —y también en los días siguientes— procura cojear para convencerlos de que la historia de la torcedura es auténtica, de ninguna manera una excusa para disimular su miedo. Se pasa una semana entera cojeando y repite la historia —a los dos amigos y a sí mismo— tantas veces que, al final, él mismo confunde lo que se ha inventado con los hechos realmente ocurridos.

Aquel chiquillo, desde entonces y a intervalos regulares, sueña con saltar la barandilla de una terraza y con saltar abajo. Directamente y sin dudar. A veces sueña con subirse a la barandilla y caminar por ella como una especie de equilibrista loco; en la absoluta certeza no ya de conseguir hacerlo, sino de caer en cualquier momento; cosa que ocurre invariablemente. Otras veces sueña que sus amigos le toman el pelo; y entonces él corre hacia la barandilla, apoya en ella una mano, se vuelve, salta y se precipita al vacío mientras ellos miran estupefactos y aturdidos.

Así aprenderán a tomarme el pelo, piensa mientras se despierta presa de una invencible tristeza por su vida de muchacho que se fue; que habría podido ser tantas cosas. Que no serán.

Cuando me despierto pienso siempre precisamente en eso. Podría haber sido muchas cosas que no serán por no haber tenido el valor de intentarlo.

Entonces abro —¿o cierro?— los ojos, me levanto y voy al encuentro de mi jornada.

—Guido, ¿me escuchas?

—Sí, sí, perdóname, mientras hablabas me ha venido a la mente una cosa y me he distraído.

—¿Qué cosa?

—No, nada, una cosa del trabajo. Que he dejado colgada.

—¿Una cosa importante?

—No, nada, una tontería.