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En la ciudad vieja de Bari, justo delante del foso del castillo Suabo, había hace muchos años una pizzería muy pequeña, sólo con el mostrador del pizzero, el horno y la caja.

Da Nino, se llamaba. No había mesas, ¿dónde las habrían colocado? Sólo preparaban pizza Margarita y romana con anchoas. El pizzero era un hombre de unos cincuenta años, bajito y delgado, con una cara hundida y unos ojos febriles que no miraban a nadie. Depositaba las pizzas ardientes con la pala sobre un minúsculo plano de mármol donde un muchacho grueso de rostro hostil picado de viruelas las envolvía una a una en papel y nos las entregaba con gestos bruscos. Como si quisiera que nos quitáramos de en medio cuanto antes porque estaba claro que no le caíamos bien. Nadie le caía bien.

Nosotros éramos cuatro amigos y nos íbamos a comer las pizzas con las manos, sentados en un murete del foso. La mejor pizza de Bari, decíamos quemándonos la lengua y el paladar y procurando evitar que la mozzarella incandescente acabara en la ropa que llevábamos puesta.

No sé si era de veras la mejor pizza de Bari. Quizá era simplemente una pizza normal, como muchas otras, pero nosotros nos sentíamos muy bohemios por el hecho de irnos de noche a la ciudad vieja, que por aquel entonces era un lugar prohibido y peligroso. Quizá era simplemente una pizza normal, pero nosotros teníamos veinte años y nos la comíamos, y bebíamos cerveza Peroni en botellas grandes y después nos encendíamos nuestros cigarrillos, sentados en aquel murete. Allí nos quedábamos hablando, fumando y bebiendo cerveza hasta muy tarde, tolerados por los habitantes de la zona, hasta que los habitantes de la zona se iban a dormir y cerraba la pizzería.

No recuerdo de qué hablábamos. Las cosas de siempre de los chicos de veinte años, creo. Chicas, política, deportes, los libros que estábamos leyendo —o que habríamos deseado escribir—, cómo cambiaríamos el mundo y la huella que dejaríamos, siempre y cuando no nos venciera el cansancio. Tal como les había ocurrido a los demás.

Cuando era muy tarde, algunas noches, ya bien entrada la primavera, volvíamos a casa atravesando la ciudad vieja completamente desierta. Llena de penetrantes olores, sucia, inquietante y hermosa.

En aquellas noches de primavera, vibraban en el aire nuestras infinitas posibilidades. Vibraban en nuestros ojos, un poco desenfocados por la cerveza, en nuestra piel tersa y bronceada, en nuestros músculos jóvenes.

En nuestro ardiente deseo de todo.

Emilio Ranieri se había suicidado un martes. El día más tonto.

Se había ido de noche a la carretera de circunvalación del aeropuerto, donde muchos años atrás íbamos a ver el aterrizaje nocturno del último vuelo procedente de Roma. Acopló un tubo de goma al tubo de escape de su automóvil e introdujo el otro extremo en el habitáculo. Después cerró todas las ventanillas, encendió el motor y esperó.

Lo encontraron a la mañana siguiente los de la policía del aeropuerto. Ninguna nota en el coche, ninguna nota en casa. Nada.

Me enteré de la noticia por la tarde, cuando estaba en el despacho. Seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido hasta la hora de marcharnos. Cuando me quedé solo, llamé a Margherita.

No fue necesario decirle que aquella noche no regresaría a casa. Me fui a dar una vuelta por la ciudad, en busca de recuerdos, de una sensación o de otra cosa. Que naturalmente no existía.

Me fui a recorrer nuestros lugares habituales. De cara al mar, cerca de la monumental entrada de la Feria de Levante; di un paseo alrededor del Teatro Petruzzelli, que ya no era un teatro, sino tan sólo un envoltorio de color rojo en el centro de la ciudad; me senté encima de un automóvil delante del lugar donde antes estaba el Jolly, el minúsculo y mítico cine de tercer reestreno. Y donde ahora sólo hay una persiana metálica sucia y cerrada. De vez en cuando prestaba atención a ciertos tristes adornos navideños, a las angustiosas luces intermitentes de los balcones y las tiendas. Faltaban menos de dos semanas para Navidad.

En determinado momento, se me ocurrió la idea de coger el coche e irme a la carretera de circunvalación del aeropuerto.

No lo hice. Por temor a los fantasmas quizá. O quizá sólo por temor a que me encontrara la policía y quizá me llevara a la comisaría y me preguntara qué hacía allí, si tenía algo que ver con el suicidio de Emilio Ranieri y todo lo demás. No fui para evitar problemas. Por cobardía.

Al final, me encontré ya muy tarde delante del castillo, sentado en el murete del foso frente al lugar donde antaño estuviera la pizzería Da Nino.

Se trata de una zona que jamás ha sido invadida por el movimiento nocturno de los últimos años. A pocos centenares de metros hay una frontera invisible: al otro lado, los pubs, los establecimientos de venta de bebidas alcohólicas, las pizzerías, los bares con piano, los restaurantes vegetarianos, las falsas bodegas tradicionales y una riada de gente a lo largo de toda la noche. A este lado, precisamente alrededor del castillo, los de la Bari vieja. Sólo un par de viejos establecimientos de venta de cerveza; una señora que en verano asa carne en un hornillo ilegal en la misma calle; otra que fríe tortitas de polenta. Chiquillos que juegan al balón en la calle, individuos con antecedentes penales o especiales en situación de libertad vigilada formando pequeños grupos cerca del puente levadizo. Es decir, lo que había sido un puente levadizo, pero que ahora sólo es un puente de piedra y nada más. La policía que de vez en cuando aparece por allí y se lleva a los sometidos a libertad vigilada para «levantar acta», tal como dicen ellos. Los sometidos a libertad vigilada tienen prohibido reunirse entre sí y, en general, mantener tratos con los que tienen antecedentes penales. Si lo hacen, cometen un delito. Pero ellos lo hacen a pesar de todo. Los que tienen antecedentes penales son sus amigos. ¿Con quién podrían reunirse a charlar un ratito? Su lugar preferido es el puente del castillo. Todo el mundo lo sabe y, como es natural, también lo sabe la policía —la jefatura superior se encuentra a pocos centenares de metros— que se da una vuelta por allí cuando necesita hacer un poco de estadística con las denuncias.

Los amantes de la vida nocturna no van por la zona del castillo y ni siquiera se acercan a él. Por lo cual, bien entrada la noche, cuando la gente del barrio ya se ha ido a dormir, todo aquello está desierto. Tal como estaba muchos años antes.

Me senté en el murete sin saber por qué había llegado hasta allí. Sin saber por qué me había ido a dar una vuelta. Sin saber nada. Mirando al vacío, sin conseguir enfocar un recuerdo concreto. Unas palabras, una voz, algo percibido por los sentidos en cualquier momento del lejano pasado. En el que habíamos vivido antes de irnos hacia la nada.

—¿Ocurre algo, abogado? ¿Hay algún problema?

Experimenté un sobresalto, como cuando te sacuden cuando estás a punto de quedarte dormido.

Era un camello al que había defendido unos cuantos años atrás; no recordaba su nombre. Su rostro se parecía al hocico de una tortuga, con un cierto aspecto bonachón y ausente al mismo tiempo.

—Un viejo amigo mío se acaba de suicidar y estoy triste. Muy triste.

El otro no dijo nada —sólo una leve inclinación de cabeza— y, tras haberlo pensado unos segundos, se sentó en el murete cerca de mí. Ambos permanecimos en silencio mientras en las callejuelas del barrio antiguo se apagaban los últimos ruidos y yo experimentaba una extraña sensación de sosiego.

A los pocos minutos, cara de tortuga se levantó y, en silencio como siempre, me dio la mano. Sentí el impulso de levantarme en señal de respeto.

Tenía una mano pequeña y un apretón delicado, pero no flojo.

Se fue en dirección a la catedral. Yo me encaminé hacia el otro lado, prestando atención al rumor de mis pisadas sobre los viejos y lustrosos adoquines desiertos.