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Pero regresé al despacho y trabajé sin hacer ninguna pausa, ni siquiera para ir a comer algo, hasta bien entrada la tarde. Después le dije a Maria Teresa que tenía algo urgente que hacer y me fui a la librería.

Estuve dando vueltas entre las estanterías hasta la hora del cierre y fui el último en salir, cuando la persiana metálica ya estaba medio bajada y los dependientes permanecían todos en fila junto a la caja, mirándome sin la menor simpatía.

Llamé al timbre de casa de Margherita y esperé a que me abriera.

Tenía las llaves, pero casi nunca las utilizaba. Lo mismo hacía ella con mi apartamento, dos pisos más abajo.

Cada uno conservaba su vivienda, con los libros, los pósters, los discos y todo lo demás; el desorden, concretamente en mi pequeño apartamento. El suyo era un ático grande, bonito y ordenado. No de manera obsesiva. El orden propio de quien controla con serenidad la situación. Entre nosotros dos, el control lo ejercía ella, pero a mí me parecía bien.

El único cambio tuvo lugar en su casa. Compramos una cama enorme. La más grande que había, y la colocamos en su dormitorio. Me apropié del rincón de un armario y dejé allí unas cuantas cosas mías. Después ocupé un estante del cuarto de baño. Y nada más.

A menudo me quedaba a dormir en su casa. Pero no siempre. A veces me apetecía quedarme a ver la televisión hasta muy tarde —cada vez menos— y a veces quería leer hasta muy tarde. A veces era ella la que quería dormir sola, sin nadie a su alrededor. A veces, uno de los dos salía con sus amigos. A veces ella viajaba por asuntos de trabajo y yo me quedaba en mi casa. No entraba nunca en la suya cuando ella no estaba. Y la echaba de menos a las pocas horas de haberse ido.

Volví a pulsar el timbre justo en el momento en que se abría la puerta.

—¿Nervioso?

—¿Sorda?

—Si quieres quedarte en ayunas, basta con que lo digas. No es necesario andarse con indirectas ni rodeos.

No quería quedarme en ayunas y desde el interior del apartamento me llegaban los deliciosos efluvios de una comida recién preparada. Levanté las manos a la altura del pecho, le enseñé las palmas en señal de rendición y entré pasando entre su cuerpo y el marco de la puerta.

—¿Te he dado permiso para entrar?

—Te he comprado un libro.

Ella me miró las manos vacías y yo me saqué del bolsillo de la trenca la bolsita de la librería. Entonces cerró la puerta.

—¿Qué es?

—Constantinos Kavafis. Es un poeta griego. Escucha esto: Ítaca.

Abrí el librito blanco, me senté en el sofá y leí.

— Tienes que desear que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañanas de verano / cuando en los puertos —al final y con cuánta alegría— / tú toques tierra por vez primera: / detente en los emporios fenicios y compra nácares corales y ámbares / valiosas mercancías todas ellas, también perfumes / penetrantes de todas clases, todos los embriagadores / perfumes que puedas, / visita muchas ciudades egipcias / aprende muchas cosas de los sabios. / Que tengas siempre Ítaca en la mente / que llegar a ella sea tu constante pensamiento. / Por encima de todo, no apresures el viaje, / cuida de que dure mucho tiempo, años...

Margherita me quitó el libro de las manos. Marcando la página con un dedo, miró la tapa —ninguna ilustración, sólo una poesía, también allí—, pasó los dedos por la cartulina blanca y lisa; leyó la contraportada. Después regresó al poema que yo le estaba leyendo y vi que movía en silencio los labios.

Al final, me volvió a mirar y me dio un rápido beso.

—De acuerdo. Te puedes quedar a cenar. Lávate las manos. Pon un disco y pon la mesa. En este orden.

Me lavé las manos. Puse a Tracy Chapman. Puse la mesa y me serví un vaso de vino. Todavía me apetecía un cigarrillo, pero por aquel día el peor momento ya había pasado.