10
Encendí el tercer o quizá el cuarto MS y aspiré con gratitud el humo que me desgarraba los pulmones.
Claudia me contó el resto. Lo que ocurrió después. Los años en el reformatorio. La escuela. Sor Caterina, que trabajaba como voluntaria en el Instituto. Iba casi todos los días a ver a los chicos y las chicas que permanecían encerrados allí. Era una monja rara, distinta de las demás. Se vestía de manera normal, era joven, era simpática, no quería hablar de religión a toda costa, y se hizo amiga de la pequeña Angela. Que era la única que estaba encerrada allí dentro por un homicidio cometido antes de cumplir los catorce años. Sometida a las medidas de seguridad del reformatorio judicial por ser menor de catorce años y, por consiguiente, no imputable. Y peligrosa.
Sor Caterina le enseñó un montón de cosas a aquella niña extraña y silenciosa que se ocupaba de sus asuntos y no hacía amistad con nadie. Le llevaba libros y la niña los devoraba y le pedía más. Le enseñó a tocar la guitarra, le enseñó a preparar unos dulces muy ricos. Le enseñó los primeros auxilios, porque ella era enfermera.
Un día, mientras ambas conversaban en el patio del Instituto, la niña, que a aquellas alturas ya se había convertido en una muchacha, le dijo a la monja que ya no quería que la llamaran Angela. Pronto saldría del reformatorio y quería que sor Caterina le diera un nuevo nombre. Para el exterior. Para su nueva vida.
La monja se desconcertó ante aquella petición y le dijo a la chica que lo tendría que pensar. Cuando regresó la vez siguiente, lo primero que le preguntó la chica fue si ya tenía su nuevo nombre. Sor Caterina le dijo que su madre se llamaba Claudia. La chica dijo que era un bonito nombre y que, a partir de aquel momento, se llamaría Claudia. Sor Caterina estaba a punto de decir algo, pero después se calló. Se quitó el pequeño crucifijo que siempre llevaba —la única señal visible de su condición de monja— y se lo puso alrededor del cuello a la chica.
Cuando salió del Instituto, Claudia fue encomendada a una familia del Norte, porque a casa de su madre había dicho que no quería volver. Se sacó un título en una escuela profesional, se puso a trabajar como obrera y empezó a practicar las artes marciales. Primero el kárate y después aquella disciplina asesina inventada unos siglos atrás por una monja.
Un día se enteró de que en una comunidad que acogía a prostitutas y muchachas sometidas a abusos sexuales estaban buscando voluntarias para que echaran una mano. Se presentó y en la entrevista dijo que era monja. Sor Claudia, de la orden de las Franciscanas Menores. La orden de sor Caterina.
—No sé cómo se me ocurrió decir que era monja. No lo sabría explicar ni siquiera ahora. Quizá, de manera inconsciente, pensaba que siendo monja estaría a salvo. No quiero decir físicamente. Estaría a salvo de las relaciones con las personas. Estaría a salvo... de los hombres, quizá. Pensé que todo sería más fácil, que no tendría que explicar un montón de cosas.
Se volvió a mirarme, después se pasó la mano por el rostro y reanudó sus palabras.
—Creo que ya sé lo que estás pensando. ¿No tenía miedo de que me descubrieran? No lo sé. Desde luego, nadie ha dudado jamás de que yo fuera una verdadera monja. Puede parecer extraño, pero es así. Tiene gracia. Dices que eres monja y a nadie se le ocurre comprobar si lo eres de verdad. Nadie te pide ninguna documentación. ¿Por qué tendría una que inventarse que es monja? La gente lo acepta y basta. Como mucho, alguien te pregunta por qué no llevas hábito, tú explicas que en tu orden no es obligatorio, y listo. Y de esta manera, en poco tiempo te conviertes en una monja para todos.
Otra pausa. De nuevo aquella mano pasada por el rostro en la sombra.
—Era tranquilizador. Era mi manera de esconderme estando en medio de la gente. Era mi manera de protegerme. Era mi manera de escapar quedándome allí.
Ya no había mucho más que contar. Había empezado a trabajar en aquella comunidad. Formaba parte de una asociación que tenía otras en toda Italia. Cuando se enteró de que querían abrir una nueva casa-refugio cerca de Bari y buscaban a alguien con experiencia que pudiera trabajar allí a tiempo completo, con un pequeño sueldo, para poner en marcha la comunidad, ella se ofreció.
Cuando terminó su historia, me pidió un cigarrillo. Me alegré extrañamente de que lo hiciera y de podérselo ofrecer mientras yo, por mi parte, sacaba otro, y de poder fumar juntos en silencio mientras de vez en cuando se oía el rumor de los automóviles que se acercaban, pasaban por delante de nuestra área de descanso y se alejaban como flechas.
—Hay un sueño que se repite una o dos veces al año. Él llama desde el dormitorio a la niña Angela aquella mañana estival. La niña Angela acude, él le dice que cierre la puerta, la hace sentar en la cama y, en aquel momento, se abre la puerta y aparece sor Claudia. Para salvar a la niña. Pero nunca lo consigue, porque siempre, en aquel momento, yo me despierto.
Hizo girar entre los dedos el cigarrillo, ya casi consumido. Contempló las ascuas como si ocultaran algún secreto o una respuesta.
—Una noche llegué a soñar que alguien me devolvía a la casa-refugio el perro Snoopy. Que no había muerto, sino que sólo se había escapado. Esbozó una especie de sonrisa, entornando los ojos como si tratara de distinguir un objeto lejano.
Yo me notaba la garganta como obstruida y tenía que hacer un esfuerzo para tragar saliva.
—¿Sabes?, sor Caterina, en el Instituto, me hizo leer una poesía de una poetisa cuyo nombre no recuerdo. Era inglesa, o quizá americana. Estaba dedicada a un perro bastardo como Snoopy. Empezaba así: «si no hay un Dios para ti, tampoco hay un Dios para mí».
—Es preciosa.
Mientras lo decía, me di cuenta de que eran las primeras palabras que pronunciaba desde que nos habíamos sentado en aquel banco de aquella área de descanso de aquella autopista. Experimenté una extraña sensación de paz mientras lo decía. Mientras ella me tomaba la mano y me la estrechaba sin mirarme.
Yo, en cambio, sí la miré.
Lloraba en silencio.
Antes de volver a subir a la furgoneta encontré un contenedor de basura y arrojé los cigarrillos junto con el encendedor.
Claudia dijo que conduciría ella y me llevó a casa en algo menos de una hora.
Me volvió a sujetar la mano poco antes de despedirse. Fuera, la oscuridad de la noche ya empezaba a diluirse.
Cuando entré en casa lo primero que hice fue cepillarme los dientes para quitarme el sabor del humo.
Después abrí todas las ventanas, cogí un viejo y raro disco de vinilo y lo puse en el plato.
El fresco viento del amanecer atravesó la casa y yo me apoyé en el respaldo de la mecedora justo cuando empezaban a escucharse los crujidos de las primeras notas, Albinoni, el célebre adagio. Sobre aquellas notas, como si procediera de otra dimensión, el recitado de la voz misteriosa de Jim Morrison.