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Los preliminares concluyeron enseguida.

El juez declaró abierto el juicio oral y ordenó leer las acusaciones al secretario judicial; íntegramente, según las disposiciones legales. Algo que no suele hacerse en la práctica. El juez pregunta a las partes: «¿damos por leídas las acusaciones?». Y, por regla general, ni siquiera escucha la respuesta y sigue adelante. Da por descontado que a nadie le interesa escuchar la lectura de las acusaciones, porque todo el mundo ya las conoce perfectamente por adelantado.

Aquel día Caldarola no dio por leídas las acusaciones y las tuvimos que escuchar íntegras en la nasal y opresiva voz del secretario judicial Filannino Barletta. Un hombre delgado, de piel grisácea, poco pelo y una mueca de tristeza perversa en las comisuras de la boca.

Eso no me gustó. Caldarola era un sujeto que intentaba por encima de todo despachar rápidamente los asuntos. Olía a chamusquina que perdiera tanto tiempo con las formalidades, debía de significar algo, pero yo no entendía muy bien qué.

Tras la lectura de las acusaciones, Caldarola invitó al ministerio público a presentar sus peticiones de pruebas. Alessandra se levantó y la toga se deslizó impecablemente a lo largo del cuerpo sin que fuera necesario arreglarla sobre los hombros. Tal como le ocurría a casi todo el mundo y, por ejemplo, a mí.

Habló muy poco. Prácticamente se limitó a decir que demostraría todos los hechos señalados en las acusaciones a través de los testigos de su lista y la exhibición de documentos. Por su manera de mirar al juez, me di cuenta de que ella también experimentaba una sensación similar a la mía. La de que algo estaba ocurriendo a nuestras espaldas.

Después me tocó a mí, y yo hablé todavía menos. Me remitía a las peticiones del ministerio público, solicitaba interrogar al acusado, si él accedía a responder, y me reservaba hacer mis propias observaciones acerca de las peticiones de la defensa cuando las hubiera oído.

—Se concede la palabra a la defensa del acusado.

Dellissanti se levantó.

—Gracias, Señoría. Estamos todos aquí, pero no deberíamos estarlo. En efecto, hay juicios que ni siquiera tendrían que empezar. Y éste es uno de ellos.

Primera pausa. La cabeza se volvió hacia el banco donde estábamos sentados nosotros. Alessandra y yo. Buscaba provocarnos. Alessandra mostraba un rostro inexpresivo y miraba al vacío, hacia algún lugar por detrás del estrado del juez. Yo no era tan hábil y, en lugar de ignorarlo, tenía los ojos clavados sobre él, que era exactamente lo que él quería.

—Un profesional, un académico íntegro a carta cabal, miembro de una de las familias más importantes y respetadas de nuestra ciudad, ha sido arrastrado al barro por unas acusaciones falsas que sólo tienen su origen en el resentimiento de una mujer desequilibrada y...

Me levanté casi de golpe. Había mordido el anzuelo.

—Señor juez, la defensa no puede hacer estas afirmaciones ofensivas. Y menos aún en esta fase en la que se tiene que limitar a la petición de pruebas. Le ruego que invite al abogado Dellissanti a atenerse escrupulosamente a las disposiciones legales: exponer los hechos que pretende demostrar y solicitar la admisión de las pruebas. Sin comentarios.

Caldarola me dijo que no era necesario que me alterara. Aunque, de todos modos, en caso de que no me tranquilizara, daría exactamente lo mismo. El juego no estaba en mis manos.

—Abogado Guerrieri, no se lo tome de esta manera. La defensa tiene derecho a aclarar el contexto y las razones de su petición de pruebas. De otro modo, ¿cómo puedo yo comprender si dicha petición está justificada? Usted siga adelante, abogado Dellissanti. Y usted, abogado Guerrieri, procuremos evitar ulteriores interrupciones.

Hijo de puta. Lo pensé, pero habría deseado decirlo. Grandísimo hijo de puta. ¿Qué te han prometido?

Dellissanti tomó de nuevo la palabra, totalmente a sus anchas.

—Gracias, Señoría, usted ha captado perfectamente el sentido, como siempre. Es, en efecto, evidente que, para presentar nuestras pruebas, tengo que exponer algunas consideraciones que constituyen la premisa de dichas pruebas. Queremos presentar, en esencia, tal como efectivamente haremos, una petición de comparecencia de un asesor psiquiátrico. Debemos decir, y debemos poder decir, que lo haremos porque consideramos que la presunta persona ofendida está aquejada de graves trastornos psíquicos que ponen en entredicho su credibilidad e igualmente su capacidad para prestar declaración como testigo. En estas circunstancias, sobre todo cuando está en juego la honorabilidad, la libertad y la propia vida de un hombre como el profesor Scianatico, queda muy poco espacio para eufemismos o circunloquios. Les guste o no les guste al ministerio público y a la parte civil.

Otra pausa. Su cabeza se volvió de nuevo hacia nuestro banco. Alessandra era una especie de esfinge. Si bien, mirándola con atención, se podía percibir en ella una minúscula y rítmica contracción de la mandíbula un poco por debajo del pómulo. Pero eso sólo mirándola con mucha atención.

—Así que solicitamos, en primer lugar, probar que la presunta —dijo presunta con un bisbiseo que casi pareció un escupitajo— persona ofendida está aquejada de patologías psiquiátricas que sabrá exponer mejor nuestro asesor, debidamente consignado en la lista, el profesor Genchi. Un nombre que no necesita presentación. Pedimos, además, demostrar la existencia de dichas patologías, las razones de la separación que tuvo lugar a su debido tiempo y, con carácter más general, las de una situación de grave inadaptación social e inadecuación personal de la presunta parte ofendida a través de los testigos incluidos en nuestra lista. Solicitamos también que preste declaración el profesor Scianatico, quien, lo comunico ya desde ahora, accede ciertamente a ser interrogado y a responder a cualquier pregunta para, de esta manera, poder facilitar ulteriores elementos que demuestren su inocencia. No tenemos ninguna consideración que hacer acerca de las peticiones de prueba presentadas por el ministerio público. Y tampoco acerca de las presentadas por la parte civil, la cual, a decir verdad, no parece haber hecho ninguna que sea especialmente significativa. Gracias, Señoría, he terminado.

Cuando Dellissanti terminó de hablar, Caldarola ya estaba empezando a dictar su decreto.

—El juez, oídas las peticiones de las partes, considerando...

—Pido perdón, Señoría, pero tengo algunas observaciones que hacer sobre la petición de pruebas formulada por la defensa. Si me concede usted la palabra.

Alessandra había hablado con una voz baja y cortante, apenas modulada por su leve acento de la región del Véneto. Caldarola adoptó una expresión un tanto turbada e incluso me pareció observar un atisbo de rubor en su rostro, habitualmente amarillento. Como si lo hubieran sorprendido haciendo algo vagamente vergonzoso.

—Faltaría más, señora fiscal.

—No tengo ninguna observación acerca de la petición de admisión de los numerosos testigos señalados en la lista. Me parecen excesivos, pero no es la cuestión que pretendo plantear. No ahora, por lo menos. Quisiera decir algo, en cambio, acerca de la petición de comparecencia del profesor Genchi, señalado en la lista de la defensa como asesor especializado en psiquiatría. Deseo plantear un par de cuestiones acerca de esta petición. Una se refiere específicamente al caso que desde hoy nos ocupa. La otra es de carácter más general y se refiere a si puede admitirse semejante petición. ¿El profesor Genchi ha visitado alguna vez a la señora Martina Fumai? ¿El profesor ha visto por lo menos alguna vez a la señora Martina Fumai? La defensa no nos lo ha dicho, mientras que sí nos ha dicho, en cambio, con gran, apodíctica y, sobre todo, ofensiva seguridad que la señora Martina Fumai es una desequilibrada. Si, tal como yo creo, el profesor Genchi jamás ha visitado a la persona ofendida en este juicio, me pregunto sobre qué debería versar su declaración como asesor. Porque la defensa, violando la esencia de su deber de revelar la información obtenida para sus alegatos, no nos lo ha dicho. ¿Es posible solicitar la realización de pruebas psiquiátricas a un testigo, o incluso a un acusado, sin que de las actas se pueda deducir la necesidad de llevarlas a cabo? Hay que responder a esta pregunta de carácter general antes de adoptar una decisión acerca de la petición de la defensa. Porque, señor juez, acceder a semejante petición sin que ésta se fundamente en algo significa crear un peligroso precedente. Cada vez que un testigo no sea de nuestro agrado, por las más variadas razones, buenas o menos buenas, podremos solicitar que venga un psiquiatra a hablarnos de los problemas privados y personales de este testigo. ¿Y quién no tiene problemas personales, emocionales o dependencias? Incluso problemas de alcoholismo. Unos problemas que sólo son asunto de cada uno y que el testigo desearía, con toda justicia, que siguieran siendo sólo asunto suyo.

Silabeó las últimas palabras volviéndose a mirar a Dellissanti, sentado en su banco. Entre los distintos rumores que corrían acerca de él, se incluía su afición por las bebidas de alta graduación. Incluso en horarios no convencionales como, por ejemplo, a primera hora de la mañana en bares de la zona donde tenía el despacho. El otro no devolvió la mirada. Mostraba un rostro ceñudo, con las mandíbulas fuertemente apretadas. La atmósfera estaba empezando a resultar un poco opresiva.

—Y, por consiguiente, señor juez, me opongo rotundamente a la admisión de la declaración del asesor señalado por la defensa. Por lo menos hasta que no se nos aclare en términos concretos a qué datos tendría que referirse dicha declaración y de qué manera los mencionados datos guardan relación con el objeto de este proceso.

Yo me adherí a la oposición del ministerio público. Después Dellissanti pidió nuevamente la palabra. Su tono ya no era tan relajado como al principio.

—Yo, la verdad, Señoría, no entiendo de qué tienen miedo el ministerio público y la parte civil. O quizá sí lo entiendo, si he de ser sincero, pero prefiero evitar los pretextos polémicos. Y, de todos modos, las situaciones que se plantean son dos. O la señorita Martina Fumai no tiene problemas de carácter psiquiátrico, en cuyo caso no hay nada de qué preocuparse, tratándose de la declaración de un especialista como el profesor Genchi. O la señorita Fumai sí tiene problemas de naturaleza psiquiátrica. En cuyo caso estos problemas, así los llamo en términos deliberadamente genéricos, conviene que emerjan a la superficie para que se pueda establecer su incidencia en la capacidad de prestar declaración y, más en general, para evaluar la credibilidad de dicha declaración. Y, en cualquier caso, Señoría, para evitar la prolongación de una polémica y de unas protestas claramente instrumentales, yo puedo ya de entrada presentar fotocopia de la documentación médico-psiquiátrica referente a la presunta persona ofendida.

Dellissanti tomó una carpeta de color azul cielo y la alargó con un vago gesto de la mano hacia el juez. Uno de sus bien adiestrados ayudantes se levantó de golpe, recogió la carpeta y la depositó en el estrado del juez.

En aquel momento, me levanté y pedí la palabra.

—Muy brevemente —me advirtió Caldarola, que ahora ya estaba empezando a perder la paciencia.

—Sólo dos palabras, Señoría —me estaba escuchando hablar a mí mismo y mi voz sonaba tensa—. En primer lugar, nos gustaría saber de qué manera la defensa ha entrado en posesión de esas fotocopias. Es más, si he de ser sincero, nos gustaría, en primer lugar, examinar dichas fotocopias, siendo así que el abogado Dellissanti no ha tenido la amabilidad de ponerlas a disposición del ministerio público y de la parte civil. Tal como, antes que las normas procesales, hubieran exigido las de la educación.

Dellissanti, que acababa de sentarse en una silla que a duras penas podía contener su enorme trasero, se volvió a levantar con una agilidad insospechada. Se puso muy colorado, no sólo la cara, sino también el cuello. El rubor formaba un extraño contraste con el cuello blanco de su camisa. Que apretaba un cuello brutal, casi el doble del mío. Gritó que él no aceptaba lecciones de procedimiento, y tanto menos de buena educación, de nadie. Gritó otras cosas, supongo que ofensivas; pero yo no las oí porque también levanté la voz y, en cuestión de un momento, la vista se convirtió en lo que se dice una indigna trifulca.

A veces ocurre. Las llamadas salas de justicia raras veces son lugares de reunión de caballeros. No las que yo he visto y frecuentado. No la de Caldarola aquella mañana.

Terminó de la peor manera. Por lo menos para mí. El juez dijo que me retiraba la palabra. Yo dije que me hubiera gustado igualdad de trato entre mi persona y la del abogado del acusado. Él me exigió que me abstuviera de hacer insinuaciones ofensivas y repitió —«por última vez»— que me retiraba la palabra. Yo no dejé de hablar y el tono y el volumen de mi voz no eran bajos ni tranquilos. Sabía que estaba haciendo una gilipollez. Pero no conseguía contenerme. Exactamente igual que cuando era pequeño, durante los partidos de fútbol de los campeonatos escolares, cuando respondía a las provocaciones más estúpidas, me entregaba a las peleas y regularmente me expulsaban.

Acabó más o menos como aquellos partidos de fútbol. El juez suspendió la sesión durante cinco minutos. Cuando regresó, su rostro ya no era cordial. Para salvar las formas, permitió que Alessandra y yo examináramos el expediente de Dellissanti. Contenía la copia de una historia clínica de un centro privado del Norte en el que Martina había permanecido ingresada unas cuantas semanas.

Tanto Alessandra como yo nos opusimos una vez más a admitir aquella prueba y a la comparecencia de Genchi. Caldarola ordenó hacer constar en acta su decisión con su habitual voz monocorde, en la que ahora se advertían, sin embargo, unos matices de irritación y de amenaza.

El juez, oídas las peticiones de las partes a propósito de las pruebas; considerando que todas las pruebas solicitadas son admisibles y guardan relación con el objeto del proceso; considerando, en particular, que es pertinente la obtención de documentación médico-psiquiátrica acerca de la parte ofendida e igualmente la comparecencia de un especialista en psiquiatría, ambas solicitadas por la defensa del acusado con el fin de valorar las declaraciones de la susodicha parte ofendida y establecer (tal como expresamente contempla el artículo 196 del código penal) su idoneidad física y mental para prestar declaración; considerando igualmente que el comportamiento del defensor de la parte civil, el abogado Guerrieri, en la presente vista no parece exento de que se tomen medidas disciplinarias y debe ser sometido por tanto a la evaluación de las Autoridades competentes; por estas razones: admite todas las pruebas solicitadas por las partes; aplaza el comienzo de la vista oral al día 15 de enero de 2002; dispone el envío de la copia de la presente vista al señor Fiscal del Estado en esta sede y al Consejo del Colegio de Abogados de Bari para que establezcan, dentro de sus respectivas competencias, la existencia de indicios de responsabilidad en la actuación del abogado Guido Guerrieri, del Foro de Bari.

—Has hecho una gilipollez —me susurró Alessandra mientras abandonábamos la sala.

—Ya lo sé.

Busqué algo que añadir, pero no encontré nada. A nuestra espalda se encontraba Dellissanti con los suyos. Hablaban entre sí. Hacían comentarios y, a pesar de que yo no captaba las palabras, no cabía la menor duda acerca del tono. Satisfecho.

Me despedí de Alessandra y apuré el paso porque no quería oírlos. Cualquiera que hubiera contemplado la escena y hubiera visto lo que había ocurrido antes habría pensado que huía.

Sor Claudia, que había permanecido todo el rato en la sala, se deslizó a mi lado sin que yo me diera cuenta del lugar de donde había salido.

Se fue conmigo sin hacer preguntas.

No me hizo daño aquella vez. Cuando terminó, me dijo que aquello era un secreto entre él y yo. No tenía que decirle nada a nadie. Si le decía algo a alguien, ocurrirían cosas muy feas.

Había un cachorro en el patio. Era un bastardito blanco y yo le había puesto el nombre de Snoopy. Dormía en una caja muy grande y yo le llevaba de comer todas nuestras sobras y algunas veces un poco de leche alargada con agua. Decía que era mi perro, aunque sabía muy bien que jamás me habrían permitido subírmelo a casa.

Él me dijo que si le comentaba a alguien nuestro secreto, el cachorro moriría. Yo regresé al patio, les dije a los otros niños que ya no tenía ganas de jugar y me fui a abrazar a Snoopy. Sólo entonces me puse a llorar.

De las veces que hubo después ya no conservo un recuerdo tan claro. Son confusas, se mezclan la una con la otra. Siempre en aquella habitación, con la cama deshecha, el pestazo de los cigarrillos. Los otros olores. Botellas de cerveza en la mesilla o tiradas por el suelo. Los ruidos que él hacía cuando estaba... terminando. El temor de que mi hermanita, que a menudo estaba en la habitación de al lado, pudiera entrar y vernos.

Había transcurrido más de un año —lo recuerdo muy bien porque estudiaba primero de bachillerato inferior— cuando él dijo que me estaba haciendo mayor y que había ciertas cosas —otras cosas— que yo tenía que saber y que él me tenía que enseñar. Era una tarde de lluvia y mi madre no estaba. Trabajaba también por la tarde, cuando podía, porque él siempre estaba en el paro y no podíamos salir adelante.

Aquella vez me hizo daño. Mucho daño. Y el dolor me duró varios días.

Al terminar, me dijo que ahora ya era una mujer. Mientras me lo decía, me dio un pellizco en la mejilla; con el índice y el pulgar. Como un gesto de ternura.

En aquel momento, por primera vez, pensé que habría deseado que muriera.