Al final llegué a una verja oxidada, cerrada con una cadena oxidada y un enorme candado. No había portero automático y, por consiguiente, llamé a sor Claudia por el móvil para que me fueran a abrir. Poco después la vi aparecer, doblando una curva del camino particular, entre unos pinos de aspecto un tanto maltrecho. Abrió la verja y con un gesto de la mano me indicó dónde aparcar, señalando detrás de la curva y los árboles por entre los cuales ella había salido; después cerró cuidadosamente la verja y el candado mientras yo avanzaba por el camino de tierra sin perderla de vista a través del espejo retrovisor.
Acababa de aparcar en una explanada que había detrás de la casa —que, en realidad, era una alquería— y estaba bajando del vehículo cuando vi regresar a sor Claudia.
Entramos en la alquería. Olía a limpio, a jabón neutro y a otra cosa que debía de ser una especie de hierba, pero que yo no conseguía identificar con exactitud. Nos encontrábamos en una espaciosa estancia, con una chimenea de piedra de cara a la entrada, una mesa en el centro y puertas a los lados. Sor Claudia abrió una de ellas y me precedió. Recorrimos un pasillo, al fondo del cual había una especie de distribuidor cuadrado con tres puertas a cada lado. Detrás de una de aquellas puertas estaba el despacho de sor Claudia. Era una estancia muy amplia, con un viejo escritorio de madera clara, ordenador, teléfono y fax. Una vieja y voluminosa instalación de alta fidelidad con tocadiscos. Dos silloncitos de piel negra con grietas por todas partes. Una guitarra clásica apoyada en un rincón. Un levísimo aroma de incienso con esencia de sándalo.
Y estanterías. Y libros, y discos. Las estanterías estaban llenas, pero ordenadas. Sólo conseguí echar un vistazo. Apenas suficiente para leer al vuelo unos cuantos títulos en inglés. Why they kill era uno de ellos; Patterns of criminal homicide, otro. Me pregunté de qué se trataría y por qué una monja hacía semejante tipo de lecturas. Nada de crucifijos por las paredes o, por lo menos, yo no los vi. Desde luego, no había ninguno detrás del escritorio. Lo que había allí era un cartel con una frase impresa en cursiva, imitando la escritura infantil.
Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de Dios.
Evangelio según Lucas, 18, 16.
En una esquina del cartel había un dibujo. Un niño de espaldas, cubriéndose la cabeza con las manos, como para protegerse de los golpes de alguien desde fuera de la escena; en el suelo, en primer plano, un osito de peluche abandonado. Era un dibujo muy triste y debajo tenía una leyenda que parecía una especie de logotipo, pero no conseguí leerla.
Sor Claudia me hizo señas de que me sentara en uno de aquellos silloncitos y ella se acomodó en el otro con un gesto fluido.
Aquella mañana, en la casa-refugio, sólo había, aparte de ella, tres chicas bajo arresto domiciliario. Y estaban muy bien escondidas, pensé, pues el lugar parecía completamente desierto.
¿Y bien?, me preguntó con la mirada.
Era lógico. Pero, en aquel momento, no sabía por dónde empezar. En mi despacho habría sido más fácil. Y, además, no estaba seguro de saber por qué motivo había querido ir a parar allí. Lo cual constituía un problema añadido.
—Necesito... necesito saber algo más acerca de Martina. De cara al juicio que empieza, como usted sabe, dentro de unos días.
—Algo más, ¿en qué sentido?
Ahí está, precisamente. ¿Y si Martina es una psicolábil, una loca, una mitómana y estamos a punto de meternos en un lío todavía más gordo del que pensábamos al principio?
—Lo que quiero decir... ¿le consta de alguna manera que Martina haya tenido problemas psiquiátricos?
—¿Y eso qué significa?
Tono muy poco colaborador.
—¿Ha estado sometida alguna vez a tratamiento, ha sufrido depresión, agotamiento nervioso o alguna otra cosa? ¿Está loca?
—¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué tiene que ver con el juicio?
El mismo tono de antes. Mejor dicho, un poco peor.
Muy bien, no quieres colaborar. Total, en la vista seré yo el que se cubra de mierda y después, cuando todo termine, me dedicaré a llevar asuntos relacionados con accidentes de tráfico. Eso, si todo va bien.
Larga pausa por mi parte. Respiración profunda. Por la nariz. La mía. Del tipo «yo tengo mucha paciencia, pero, coño, me tienes que dejar hacer mi trabajo». Ella, callada. A la espera. Me estaba poniendo nervioso.
—Présteme atención, sor Claudia. Los juicios son una cosa bastante delicada y, sobre todo, bastante complicada. El hecho de que uno, o una, tenga razón casi nunca es suficiente. Cuando se celebra un juicio, se hacen preguntas y repreguntas; el defensor de un acusado, cuando interroga a un testigo de cargo, trata de desacreditarlo por todos los medios lícitos posibles. Y a veces incluso ilícitos. Si nos constituimos en parte civil, yo tengo que saber qué es lo que sacará a relucir el abogado de Scianatico. Tengo que saber si tratarán de afirmar que Martina es una persona psicolábil, carente de credibilidad, o cualquier otra cosa; tengo que estar preparado para rebatir sus afirmaciones.
—No le sigo. Si se demuestra que él ha hecho determinadas cosas, ¿eso no es suficiente? ¿Qué tienen que ver los problemas de salud de Martina?
—Quisiera hablar claro, pero es evidente que no lo consigo. De eso se trata, precisamente: hay que demostrar que él ha hecho determinadas cosas. Y nuestra prueba son precisamente las declaraciones de la señorita Fumai, porque para el juicio no hay mucho más. Todo gira alrededor de su credibilidad. O a la ausencia de ella. A un acusado que se defiende en un juicio como éste, aunque tenga un buen abogado —en este caso, es un abogado muy bueno y peligroso— le interesa mucho revelar por sorpresa que la presunta víctima...
—¿Presunta víctima?
—Hasta que en un juicio no se demuestra que alguien ha cometido un determinado delito, este alguien es un presunto inocente. Y, si hay un presunto inocente, lo más que podemos tener es una presunta víctima. Tanto si le gusta como si no, aquí las cosas funcionan así.
No había levantado la voz, pero el tono era decididamente tenso.
—Martina ha tenido problemas psiquiátricos —dijo finalmente sor Claudia.
—¿Qué clase de problemas?
—No sé si estoy autorizada a hablar de ellos. No sé si Martina quiere que se sepan estas cosas.
—Ya se saben. Quiero decir, ya las sabe Scianatico y las sabe su abogado. Fue él quien me llamó ayer por la tarde. Más o menos me ha amenazado y me ha venido a decir que mi cliente es una loca. Yo no puedo ignorar eso. Podría haber hablado directamente con ella, claro. Es más, tendré que hacerlo con toda seguridad. Aunque sólo sea para explicarle lo que podría ocurrir en el juicio. Pero, cuando le hable, es mejor que sepa de qué hablo. ¿Me sigue?
Apoyó el codo en el brazo del silloncito y la cabeza en la mano abierta. Permaneció en dicha posición puede que un minuto, sin mirarme. Sin mirar nada de la estancia.
—Martina tuvo problemas en su infancia. Descarto que ellos puedan saber algo acerca de esos problemas. De mayor y en los últimos años ha padecido una forma de depresión combinada con anorexia nerviosa. Probablemente, ésta es la información de que disponen.
—¿Cuándo ocurrió?
—Quizá hace unos cinco años, puede que un poco más. Por lo que respecta a la anorexia, se manifestó de una forma, tal como dicen los médicos, especialmente grave. Estuvo ingresada varios días y tuvieron que alimentarla de manera artificial. Incluso con sonda.
—¿Ya había conocido a Scianatico?
—No. Al salir del hospital, estuvo sometida a terapia durante mucho tiempo. Cuando conoció a aquel... a aquel sujeto, ya se había curado. Dentro de los límites en que una persona se cura de este tipo de problema.
—¿Quiere decir que tuvo recaídas?
—No. Por lo menos, no en el sentido de haber tenido que ingresar en un centro. En los momentos de crisis tiene problemas con la comida, pero son problemas que consigue controlar. Lo consiguió incluso en los momentos más difíciles de su historia con ese tío. En cualquier caso, tiene un médico que la sigue.
—¿Un psiquiatra?
—Un psiquiatra.
Hice una pausa. Por una cuestión personal. Un retazo repentino de mi pasado; unos recuerdos que aparté de mi mente sin conseguir librarme del todo de la cacofonía de su acompañamiento.
—Y Scianatico lo sabe todo acerca de esta historia.
No era una pregunta.
—En este momento creo sinceramente que sí.
No había mucho más que añadir. Me había temido lo peor. Quiero decir, Martina no estaba loca, no era una esquizofrénica, una maníaco-depresiva ni nada de todo eso. Había tenido problemas de depresión y trastornos de alimentación, pero los había superado. Más o menos. Era una cosa que se podía manejar en el transcurso del juicio. Una situación ideal, no, por supuesto —y eso ya se sabía—, pero me había temido cosas peores.
—Ahora sólo necesito que sea la propia Martina la que me hable de todo esto. En primer lugar, porque necesito más detalles, papeles, documentación médica. Todo. Y después, porque es justo que así sea. Ella me dirá cuáles son, cuáles han sido, sus problemas y yo le diré a qué nos enfrentamos en el juicio. Al final, tendrá que ser ella quien decida.
Sor Claudia dijo que muy bien, que en cuestión de unos días acompañaría a Martina a mi despacho. Antes le explicaría lo que yo necesitaba y también le explicaría por qué lo necesitaba.
Hubo unos cuantos minutos de silencio en suspenso. Después ambos nos levantamos casi simultáneamente. Hora de irme.
—¿Le puedo hacer una pregunta?
Me miró a los ojos un instante; después me hizo señas de que sí, de que podía.
—¿Por qué me ha permitido venir aquí?
Tras mirarme otro instante en silencio, se encogió de hombros y no me contestó.
Salimos de la alquería y recorrimos en sentido contrario el camino de la ida. No se veía ni rastro de las chicas que vivían en aquel lugar. No había nadie. A nuestro alrededor el viento agitaba las ramas de los olivos, dando la vuelta a las hojas que, de esta manera, cambiaban de color, desde el verde del haz al misterioso y plateado gris del envés.
Caminando muy despacio llegamos a mi automóvil.
—A veces soy agresiva. Sin motivo.
La miré sin contestar porque estaba claro que no había terminado.
—Es que me cuesta fiarme de las personas. Incluso de las que están en el lado apropiado. Es un problema mío.
—Yo intento descargar la agresividad liándome a puñetazos.
Se me ocurrió decirlo así e inmediatamente me di cuenta de que la expresión podía resultar equívoca.
—Quiero decir que practico un poco el boxeo. Creo que ayuda. Como las artes marciales orientales.
Sor Claudia levantó la mirada hacia mí, ligeramente sorprendida.
—Qué extraño.
—¿Por qué?
—Porque yo soy instructora de boxeo oriental.
Bueno, ahora la cosa ya era un poco fuerte.
—¿Boxeo chino? ¿Quiere decir kung fu?
—La expresión kung fu no significa nada. O, mejor dicho, lo significa todo, pero no se refiere a ningún arte marcial en particular. Kung fu significa aproximadamente «trabajo duro».
La conversación era ligeramente irreal. Habíamos pasado de los problemas psiquiátricos de Martina a las artes marciales y a la filosofía china, con algún apunte de filología.
Le pregunté a sor Claudia qué era exactamente aquel boxeo chino del cual ella era instructora. Me explicó que, según la leyenda, se trataba de una disciplina creada en China por una joven monja en el siglo XVI. El nombre de aquella disciplina era wing tsun y sor Claudia impartía sus clases dos veces a la semana en un gimnasio donde se practicaba la danza y el yoga.
Dije que me gustaría asistir a un entrenamiento y ella, tras haberme mirado a la cara unos momentos —como para asegurarse de que hablaba en serio y no había dicho algo sólo por hablar—, contestó que me invitaría alguna vez.
Ahora sí que ya habíamos terminado. Así que hice un gesto de despedida un poco torpe con la mano, subí al automóvil y lo puse en marcha mientras ella se dirigía a abrir la verja para dejarme salir.
Mientras me alejaba muy despacio por la carretera de tierra, miré a través del espejo retrovisor. Sor Claudia no había vuelto a entrar. Permanecía de pie junto a una columna y parecía contemplar cómo mi coche se alejaba.
O, a lo mejor, miraba otra cosa, hacia algún punto que yo no conocía y ni siquiera podía imaginar. Había algo en el hecho de que estuviera allí sola, sobre el trasfondo de aquella campiña solitaria e irreal, que me provocó una repentina punzada de tristeza.
Al cabo de diez minutos, transcurridos en una especie de suspensión de la conciencia, me encontré otra vez en una carretera asfaltada, de nuevo en el mundo exterior.