13
Al término de la conversación telefónica con Dellissanti le dije a Maria Teresa que no quería que me molestaran por espacio de diez minutos. Siempre me sentía un poco idiota cuando le decía a mi secretaria que no quería que me molestaran por ningún motivo, pero a veces era necesario. Apoyé los pies en el escritorio, entrelacé las manos detrás de la nuca y cerré los ojos.
Un antiguo método para cuando noto que me invade la ansiedad y no sé qué hacer.
Abrí de nuevo los ojos diez minutos después, encontré entre los papeles la hojita con aquel número de teléfono móvil y llamé a sor Claudia. El teléfono sonó diez veces sin que hubiera respuesta y, al final, pulsé la tecla roja de fin de llamada.
Me estaba preguntando qué hacer en aquel momento. Cuando llamo a un móvil y no me contestan, siempre experimento la desagradable sensación de que lo hacen a propósito. Quiero decir que han visto el número, se han dado cuenta de que soy yo y se han abstenido deliberadamente de contestar. Porque no les apetece hablar conmigo. Un legado de mis inseguridades infantiles, supongo.
Sonó mi móvil. Era sor Claudia que, evidentemente, no se había abstenido de contestar, puesto que me estaba llamando pocos segundos después de que yo lo hiciera.
—¿Sí?
—Acabo de recibir una llamada de este número. ¿Con quién hablo?
—Soy el abogado Guerrieri.
Pausa con silencio interrogativo.
Dije que necesitaba hablar con ella. Sin que estuviera presente Martina y con cierta urgencia. ¿Podía acudir a mi despacho, a ser posible aquella misma tarde?
No, aquella misma tarde no podía ir; tenía que quedarse en la casa-refugio. No estaba ninguna de sus colaboradoras y no se podía dejar la casa sin vigilancia. Entre otras cosas, también se ocupaban de muchachas bajo arresto domiciliario y siempre tenía que haber alguien en la casa para los controles de los carabineros y la policía y todo lo demás. ¿Y a la mañana siguiente? A la mañana siguiente también iría bien. ¿Pero cuál era el problema? No había ninguno. O, mejor dicho, algún problema sí había, pero quería hablar con ella personalmente, no por teléfono.
No sé cómo se me ocurrió, pero le dije que, en tal caso, yo mismo podía acercarme a la casa-refugio a la mañana siguiente, puesto que no tenía ningún juicio.
Hubo una larga y silenciosa pausa y entonces me di cuenta de haber metido la pata hasta el fondo. La casa-refugio se encontraba en un lugar secreto, me había dicho Tancredi. Con mi extemporánea y muy poco profesional propuesta había dejado a sor Claudia en un apuro. O me decía que no era posible que nos viéramos en la casa-refugio, porque yo no podía ir a la casa-refugio, y ella se veía obligada, a pesar de que la culpa hubiera sido mía, a decirme una cosa desagradable, o me decía a regañadientes que fuera para no mostrarse ofensiva.
O me soltaba una buena excusa, cosa que probablemente habría sido la mejor solución.
—Muy bien, pues nos vemos aquí, en nuestra casa.
Lo dijo en el tono tranquilo de alguien que ha evaluado la situación y ha llegado a la conclusión de que se puede fiar. Después me explicó lo que tenía que hacer para ir a «su casa». Estaba fuera de la ciudad y las indicaciones parecían elaboradas por un paranoico en fase terminal.
Me puse en marcha a las diez de la mañana del día siguiente y después, entre el tráfico urbano y los errores de trayecto ya en el campo, tardé casi una hora. En el momento de salir me había puesto en el lector de CD The Ghost of Tom Joad; cuando llegué, el compact había terminado y estaba empezando a escucharlo por segunda vez. Ante mis ojos, la carretera de tierra, por la que yo circulaba muy despacio, se confundía con las imágenes nocturnas de las carreteras norteamericanas, llenas de seres desesperados.
Shelter line stretchin’ round the corner
Welcome to the new world order
Families sleepin’ in their cars in the Southwest
No home no job no peace no rest.