17

Cerré el despacho, regresé a casa, cené con Margherita y, a la hora de ir a dormir, dije que bajaría a mi apartamento. Tenía que trabajar, examinar unos documentos para el juicio del día siguiente y tardaría un buen rato en irme a la cama. No quería molestarla y prefería dormir en mi casa.

Sólo era cierto que no quería molestarla. Hay noches en que ya sabes que te la vas a pasar en blanco. No es que haya una señal especial, llamativa e inconfundible. Simplemente lo sabes. Y aquella noche lo sabía. Sabía que me metería en la cama y allí me quedaría, completamente despierto, por espacio de una hora o algo más. Después me tendría que levantar, porque no puedes estar en la cama las noches de insomnio. Daría vueltas por la casa, me pondría a leer algo con la esperanza de que me entrara el sueño, encendería el televisor y cumpliría todo el resto del ritual. No quería que todo eso ocurriera en casa de Margherita. No quería que me viera enfermo, aunque sólo fuera de insomnio ocasional. Me daba vergüenza.

Cuando le dije que me iba a mi casa para trabajar, ella me miró directamente a los ojos.

—¿Ahora vas a trabajar?

—Pues sí, ya te lo he dicho. Tengo ese juicio que empieza mañana. Habrá un montón de cuestiones preliminares, es un juicio muy pesado y tengo que volver a organizado todo.

—Eres uno de los peores embusteros que jamás he conocido.

—Conque soy muy malo, ¿eh?

—De los peores.

Me encogí de hombros, pensando que antes se me daba bastante bien decir mentiras. Aunque con ella jamás me había ejercitado.

—¿Qué es lo que te ocurre? Si te apetece estar solo, basta con decirlo.

Claro, basta con decirlo.

—Creo que esta noche no voy a dormir y, por consiguiente, no quiero que tú también te quedes despierta.

—¿No vas a dormir? ¿Y eso por qué?

—No voy a dormir. No sé exactamente por qué. A veces me ocurre. Lo de saberlo por adelantado, quiero decir.

Me miró de nuevo a los ojos, pero ahora con una expresión distinta. Se preguntaba cuál debía de ser el problema, puesto que yo no se lo había dicho y puede que ni siquiera lo supiera. Se preguntaba si podía hacer algo. Al final, llegó a la conclusión de que aquella noche no podía hacer nada. Entonces me apoyó la mano en un hombro, me lo apretó un segundo y después me dio un rápido beso.

—Muy bien, pues buenas noches, nos vemos mañana. Y, si te entra sueño, no te quedes despierto sólo por coherencia.

Me retiré con una especie de sensación de culpa indefinida y desagradable.

Después todo se desarrolló según el guión. Una hora dando vueltas en la cama con la estúpida esperanza de haberme equivocado en la interpretación de los signos premonitorios. Más de una hora delante de la pantalla del televisor viendo hasta el final El lobo de la Sila, con Amedeo Nazzari, Silvana Mangano y Vittorio Gassman.

Interminables minutos leyendo Minima Moralia, el duro texto de Adorno. Con la esperanza, que trataba de ocultarme a mí mismo, de aburrirme hasta el extremo de experimentar una sensación de sueño invencible. Me aburrí, pero el sueño no llegó.

Me quedé un poco traspuesto —una especie de ansioso duermevela— sólo cuando una luz enfermiza y un ligero, metódico e inexorable rumor de lluvia empezaron a filtrarse a través de las persianas, anunciando el día que se avecinaba.

Crucé la ciudad bajo aquella misma lluvia, tratando de protegerme con un paraguas de bolsillo adquirido unas cuantas semanas atrás a un vendedor ambulante chino. Tal como suele ocurrir la segunda vez que se utiliza algo comprado a un chino —es decir, aquella mañana—, el paraguas se rompió y yo me mojé. Cuando, a punto de sonar las nueve y media, llegué a la sala del tribunal, no estaba de buen humor.