Fin
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Los Planes del Duque
EL SOLDADO
Devlin St. Just, conde de Rosecroft, se preparó el té y bebió con precaución.
—¿Qué clase de relación tiene usted con la niña?
—Podría decirse que soy una especie de prima, aunque no todo el mundo lo sabe, y preferiría que siguiera siendo así.
—¿No quiere que se la asocie con la hija bastarda del conde? —le preguntó su anfitrión, removiendo su té lentamente.
Emmie le sostuvo la mirada.
—Lo que quiero decir es que Bronwyn no sabe que estamos emparentadas, y preferiría decírselo yo.
—¿Y cómo sucedió? —preguntó el conde, mirándola por encima de la taza mientras bebía.
—Mi tía tuvo la amabilidad de proporcionarme un hogar cuando mi madre murió —contestó Emmie, frunciendo los labios. No disfrutaba especialmente contando aquella historia—. Me fui a vivir con ella en el pueblo antes de que Bronwyn naciera. Cuando el anciano conde se enteró, me mandó a la escuela, en Escocia.
—Entonces, su tía la trajo aquí y después el caritativo conde la envió a la escuela fuera de Inglaterra.
—Así es, y después mi tía se convirtió en la amante del joven conde. Me da la impresión de que su abuelo me mandó a estudiar para ahorrarme ese porvenir.
—Entonces, ¿Winnie es la hija ilegítima del último conde? Su tía debía de ser muy joven.
—Era diez años mayor que Helmsley, pero se decía que, como su madre murió siendo él muy joven, hacían buena pareja.
—¿Conoció usted al difunto conde?
—Sí. Cuando su abuelo se puso enfermo, hace unos tres años, me hicieron volver de Escocia, donde trabajaba como institutriz, con la intención de que lo cuidara. Cuando su señoría vio que era objeto de atenciones no deseadas por parte de su nieto, optó por instalarme en una propiedad separada de la mansión.
—¿En concepto de qué? —preguntó el conde, rellenándole la taza prácticamente sin tocar, un gesto inusualmente civilizado, teniendo en cuenta que la estaba interrogando sin tregua.
—Yo me gano el sustento —respondió Emmie, incapaz de disimular el orgullo en su voz—. Lo he hecho desde que regresé a Yorkshire. Siguiendo el consejo del anciano conde, no volví a casa de mi tía, de ahí que Winnie no sepa que somos primas.
—¿Era consciente Helmsley de que tenía una hija?
—No mucho —contestó ella—. Mi tía se las apañaba bastante bien con Winnie, y no quería molestar al conde con visitas frecuentes. Helmsley no solía elegir muy bien a sus amistades. No se fiaba de dejarla allí cuando estaba con uno de sus amigos en particular, de modo que Winnie se convirtió en un incómodo añadido a los moradores de la casa de su padre cuando mi tía murió.
—¿Y ahora vive con usted?
—Por fin, sí. —Por segunda vez esa tarde, Emmie le sonrió, pero también se le escaparon unas lágrimas y agachó la cabeza para que no viera que estaba avergonzada.
—Mujeres —masculló el conde, sacándose el pañuelo y dándoselo a continuación.
—Le pido disculpas —dijo Emmie, tratando sin éxito de sonreír. Sin embargo, aceptó el pañuelo—. Fue muy difícil verla crecer sabiendo que no había tenido a nadie que la quisiera desde que mi tía murió.
—Hay que admitir que parece querer mucho a esa niña. —La miró con el cejo fruncido—. Pero hay que preguntarse también por la clase de influencia que es usted para ella. No se gana el sustento como hacía su tía, ¿no es así?
—Lo que sí puedo asegurarle es que no me lo gano como usted insinúa de una forma tan grosera. —Se levantó y trató de meterle entre los dedos el pañuelo húmedo de lágrimas—. Tengo un trabajo honrado y no pienso tolerar insultos.
—Quédeselo —dijo él con una tenue sonrisa, al tiempo que cerraba los dedos de ella en torno al pañuelo—. Tengo muchos. Y le ruego acepte mis disculpas, señorita Farnum, puesto que me interesan sus referencias.
—¿Por qué le interesa cómo me gano la vida? —preguntó ella, sentándose de nuevo. Se concentró en doblar cuidadosamente el pañuelo prestado en vez de sostener la penetrante mirada de aquellos ojos verdes.
—Me interesa porque es usted amiga de la señorita Winnie y ella es ahora asunto mío.
—Sobre Bronwyn... —Emmie volvió a levantarse y se alejó de él—. Tenemos que llegar a un acuerdo.
—¿Tenemos?
—Ella es mi familia —señaló la joven, y a continuación añadió con voz más suave—: La única que tengo. Entenderá que debería estar conmigo.
—Entonces, ¿por qué no lo estaba? —preguntó el conde, enarcando una ceja mientras bebía.
Emmie pensó que, si tuviera cola, la movería al ritmo perezoso de los felinos.
—¿Por qué no lo estaba? —Ella dejó de moverse de un lado a otro y se entretuvo enderezando los libros de una estantería.
—Eso he preguntado. Cuando la saqué de aquella fuente, estaba sucia, cansada y llevaba todo el día sin comer.
—Se me escapó —contestó, frunciendo el cejo.
—¿Cómo dice? —le preguntó, justo detrás de ella, pero ni por todo el oro del mundo pensaba manifestar sorpresa.
—He dicho que se me escapó.
Emmie se volvió entonces para echar un vistazo y se dio cuenta de que el conde no sólo era alto, sino también corpulento. Más de lo que parecía en la distancia de la habitación, el muy sinvergüenza.
—Y yo no pude dejarla allí —musitó él—. Por si le sirve de consuelo, señorita Farnum, soy el mayor de diez hermanos y estoy acostumbrado a los pequeños.
—Parece que se lleva bien con ella, pero yo le llevo ventaja, milord. Algo que usted no podrá hacer nunca.
—¿Ventaja?
—Sí —contestó Emmie, lamentándolo un poco por él, porque no iba a poder rebatirle lo que tenía que decir—. Soy una mujer. Una niña. Bueno, una mujer adulta, pero también fui una niña, como lo es Bronwyn ahora.
—¿Es usted una mujer? —repitió el conde, mirándola de arriba abajo, haciéndola sonrojar. Llevó a cabo un escrutinio minucioso y desapasionado—. Es evidente que lo es, pero ¿por qué habría de significar eso que sabrá usted orientarla mejor?
—Hay ciertas cosas, milord... —Emmie sintió que se sonrojaba aún más, pero se negó a capitular ante la vergüenza—. Cosas que una mujer sabe, que un caballero no sabría, cosas que hay que explicarle a una niña a su debido tiempo para que sepa manejarse en la vida.
—Cosas —repitió él, frunciendo el cejo, contrariado—. ¿Cosas como dar a luz, por ejemplo?
Emmie tragó saliva. Estaba molesta con él por ser tan directo, y al mismo tiempo lo admiraba por ello.
—Pues sí. Dudo mucho que haya dado usted a luz, milord.
—¿Y usted? —preguntó, mirándola a los ojos.
—Eso no viene al caso ahora.
—Así que en eso no me saca usted ninguna ventaja, sobre todo porque he ayudado en uno o dos partos en mi vida y dudo mucho que usted pueda decir lo mismo.
—¿Y por qué demonios...? —Emmie cerró la boca antes de que le diera tiempo a hacer la pregunta obvia y maleducada que se moría por hacerle.
—Fui soldado —explicó él con suavidad—. La guerra es muy dura para los soldados, pero lo es aún más para las mujeres y los niños, señorita Farnum. Cuando una mujer se pone de parto en plena zona de combate, normalmente está dispuesta a aceptar cualquier ayuda, sin importar el sexo de la persona que lo haga, su posición o el uniforme que lleve.
—Ya veo que tiene usted experiencia en ese tema, pero no irá a decirme que conoce también los detalles del funcionamiento corporal de una dama... Quiero decir...
—¿La menstruación? —Él la miró divertido—. Posiblemente esté usted más familiarizada con ese tema que yo, lo admito, pero con cinco hermanas, sé más y soy más comprensivo con el tema de los ciclos femeninos de lo que me gustaría. Aunque estos temas aún le quedan muy lejos a la señorita Winnie.
—Bronwyn —masculló Emmie. A tan escasa distancia de él, podía oler su fragancia, un aroma que parecía combinar elegancia y barbarismo. Olía especiado más que floral, pero también tenía un matiz fresco, a hierba y a brisa y al agua de un río en movimiento.
—Responde al nombre de Winnie —dijo él—, y se le escapó.
—Así es. —Hundió los hombros y sintió que se liberaba un poco del peso que cargaba sobre ellos—. Lo hace. A veces se me ha escapado durante varias horas, por lo menos en lo que va de verano, y nadie sabe adónde va. No era tan acusado cuando mi tía murió, pero la cosa empeora a medida que crece. Me aterrorizaba...
—¿Sí? —Los ojos verdes que la miraban no la juzgaban, tan sólo la observaban con paciencia y una chispa de compasión.
—Me aterrorizaba que Helmsley se la llevara al sur o a algo peor, que dejara que ese cerdo de Stull le pusiera la mano encima. Pero el conde era su padre, de modo que yo no podía hacer nada por ella, ni tampoco tengo nada que decir sobre cómo se comporta ahora.
—Y si su tía viviera, Helmsley no estaría obligado por ley a hacer nada, ni por ella ni por la niña.
—La ley —repitió Emmie, quitándole importancia con un gesto de la mano—. La ley nos dice que lo mejor habría sido dejar que la niña muriera de hambre mientras su querido papá dilapidaba sus posesiones en los salones de juego. No me mencione la ley, milord, porque lo que es legal y correcto según ella, no siempre lo es tanto en lo que al porvenir de un niño se refiere.
—Dejando a un lado la legalidad, me encuentro en una posición mejor que usted para proteger a esa niña. Tal como el anciano conde hizo con usted al proporcionarle educación para que pudiera labrarse un futuro como institutriz, yo puedo proporcionarle los bienes materiales que Winnie pueda necesitar. Si fuera necesario, podría poner a su disposición los recursos de Moreland también.
—Pero yo soy su prima —insistió Emmie, sintiendo que los ojos se le llenaban otra vez de lágrimas—. Soy su prima y su única familia.
—No es totalmente cierto, aunque no le digo que lo contrario no pueda ser. Anna, la tía de Winnie, está casada con mi hermano, lo que me convierte en una especie de tío para ella, uno de diez, le recuerdo. La familia de Winnie ha crecido considerablemente a través del matrimonio de su tía.
—Pero no la conocen —sollozó Emmie—. Yo soy su única familia. Yo.
—Tenemos que llegar a un acuerdo —planteó él, entrelazando el brazo de la joven con el suyo para acompañarla de nuevo al sofá—. Me parece que los dos nos consideramos posibilidades mutuamente excluyentes, o se queda con el uno o con el otro. ¿Por qué no podemos ocuparnos los dos?
—Podría venir a visitarla —dijo ella, encontrándole un lado positivo a la idea. Puede que fuera un bárbaro ilustrado, aunque los argumentos que aducía para cuidar de Winnie parecían sensatos—. O tal vez Winnie podría venir aquí de vez en cuando, puesto que considera esta casa como suya.
—Yo no visito a mis responsabilidades, señorita Farnum —replicó el conde, tomando asiento a su lado—. No cuando requieren alimentación, limpieza y normas básicas de educación en la mesa que deberían habérsele inculcado hace tiempo.
—Entonces, ¿qué tipo de acuerdo propone? —le preguntó, pasando por alto la crítica a fuerza de voluntad—. Si Winnie se queda a vivir aquí, ¿dónde me deja eso a mí?
—Sencillo —contestó él con una sonrisa de bucanero como no había visto otra igual—. Usted se quedará a vivir aquí también. Ha dicho que tiene experiencia como institutriz, y la niña necesita una institutriz. Usted se preocupa por ella y manifiesta que tiene el derecho a contribuir a su educación. A mí me parece una solución perfectamente viable. Se quedará aquí en calidad de institutriz hasta que encuentre a alguien que la sustituya, alguien que consiga la aprobación de ambos.
—¿Cómo? —repitió ella, notando como si la boca y las cejas se le movieran en una sinfonía desafinada, en ningún caso con intención de expresar alegría—. ¿Quiere que sea la institutriz de Bronwyn? —Se levantó y él se quedó mirándola, pero continuó sentado—. Pero hay un problema —dijo finalmente, confiando en que no se le notara el alivio en el rostro.
—¿Sólo uno?
—Pero es enorme —precisó, mirándolo de arriba abajo—. Estoy cualificada para supervisar a una niña de la edad de Bronwyn, pero siempre he sido para ella más una amiga que la figura de la autoridad. No estoy segura de que quiera escucharme, o no me preocuparía tanto por conocer su paradero.
—Al no tener un padre con quien hablar y después de haber perdido a su madre, la niña se ha hecho demasiado independiente, un aspecto que se puede suavizar, pero no erradicar para siempre. Y aunque es posible que no la escuche, tengo plena confianza en que a mí sí me escuchará.
—¿Plena confianza? —Emmie enarcó una ceja y lo miró a los ojos.
—He sido capaz de traerla hasta la casa —contestó él, comenzando a contar con los dedos—. Le he inculcado modales en la mesa, he discutido educadamente con ella cuando no parecía muy dispuesta a escuchar y la he metido en la bañera, la he enjabonado y frotado, y ahora parece una niñita encantadora.
—Lo ha hecho —asintió ella, frunciendo el cejo—. ¿Puedo preguntar cómo?
—Nelson en Trafalgar. Uno sólo puede demostrar su capacidad en una batalla naval bajo las circunstancias adecuadas.
—¿Le ha dado un baño? —preguntó Emmie poniendo los ojos en blanco.
—Enjabonar y aclarar no es tan complicado, pero no creo que esa cría sepa de estrategia naval. Le compraré juguetes para la bañera y no creo que sea necesario que me encargue yo personalmente de bañarla a partir de este momento. Entiendo que usted posee conocimientos de historia naval, ¿no es así?
—¿Historia naval? —Emmie se quedó con la boca abierta.
—Bueno, no importa. Puedo explicarle algunas de las principales batallas, y cualquier niño que se precie sabrá comprender. ¿Estamos de acuerdo?
—¿Sobre qué? —Emmie se sentía abrumada y también algo perpleja, casi como si acabara de aparecer un regimiento de caballería cargando sobre la colina más cercana y ella estuviera en mitad de su camino.
—Será su institutriz temporal hasta que encontremos a alguien que nos parezca bien a los dos. La compensaré económicamente, claro.
—No pienso sacar provecho económico de cuidar a un miembro de mi familia.
—¿Y cómo se ganará el sustento si no quiere aceptar dinero a cambio de los servicios prestados?
—Ésa es la otra razón por la que no estoy de acuerdo con su plan —dijo ella, a quien sólo le faltó chasquear los dedos de lo aliviada que se sentía—. No puedo abandonar a mis clientes. Si dejo de proporcionarles durante mucho tiempo los productos que me compran, se irán a otra parte y yo me ganaré la fama de comerciante poco de fiar. No puedo hacer eso, señoría. Tendrá que pensar en otro tipo de arreglo.
—¿Cuál es ese negocio con unos clientes tan veleidosos?
Emmie sonrió orgullosa.
—Soy pastelera, señoría. Preparo todo tipo de productos, pan y dulces sobre todo.
—Entiendo. Entonces no hay impedimento.
—Pues claro que lo hay. —Emmie lo miró como si se hubiera vuelto loco—. No puedo abandonar mi negocio, milord, porque entonces no tendré ingresos cuando encontremos a la institutriz de Bronwyn.
—No va a abandonar su negocio —contestó él—. Lo atenderá desde aquí. Las cocinas son grandes, podrá contar con ayuda si la necesita y, como es obvio que se veía preparada para cuidar de su prima y de su negocio al mismo tiempo, no veo el problema en que lo haga aquí, en Rosecroft.
—¿Quiere que convierta la mansión en una panadería? —gritó Emmie—. Ésta es una casa antigua y muy bonita, milord, no una...
—¿Sí?
—Mis clientes no se sentirían cómodos teniendo que venir a recoger aquí sus pedidos. Helmsley no se llevaba bien con la mitad de los vecinos y a usted no lo conocen.
—Pues entonces tendremos que llevar los pedidos a domicilio. Señorita Farnum, estamos hablando de unas medidas temporales, y me gustaría pensar que la buena gente de los alrededores comprenderá que Winnie ha perdido a su padre y a su madre. En calidad de familiares suyos, debemos anteponer su bienestar a las tartas y los bollos de unos pocos clientes.
Ella le sostuvo la mirada y suspiró derrotada, porque el conde tenía razón. Maldito fuera. Ni los bollos ni las tartas, ni siquiera el pan diario de otra gente, podía ser más importante que el futuro de Bronwyn. Y también tenía razón en que la niña tenía familia —una familia rica y poderosa— que podría ofrecerle mucho más que una prima que se ganaba el sustento haciendo tartas en Yorkshire.
—Quiero que me dé su receta de la tarta de manzana —dijo ella, elevando la barbilla. Si iba a dejar que aquel hombre se ocupara de la niña a la que amaba más que a nada en el mundo, le correspondía aquella compensación al menos.
Los labios del conde se estremecieron.
—Mi querida dama, ¿por qué no habría de dársela a alguien a cuya mesa es posible que coma algún día? Nunca he comprendido ese asunto de acumular recetas. ¿Cómo lo organizamos entonces?
Se comportaba con elegancia en la victoria, Emmie tenía que admitirlo. Además, había metido a Bronwyn en la bañera y tenía la receta de la mejor tarta de manzana que había comido en su vida. La perspectiva no parecía tan sombría. Y tal vez a las cocinas de Rosecroft les viniera bien un buen fregado. En la rápida visita con él, veía que estaban equipadas con unos hornos enormes, un equipamiento moderno y bien cuidado y una superficie de trabajo interminable.
—Habrá que traer mis cosas y voy a necesitar un almacén.
—Detalles que estoy seguro que sabrá solventar. —Se colocó la mano de ella en el brazo y salieron de la cocina—. Supongo que será tarde, porque apenas se ve ya, señorita Farnum. ¿Me permite que pida el carruaje para que la lleven a casa?
—Vivo a menos de un kilómetro de distancia. No es necesario que moleste a los mozos para un viaje tan corto. He venido andando. Disfrutaré del camino de regreso.
—Como quiera. —La acompañó a la puerta de entrada, donde la esperaban sus guantes deshilachados y un horrible sombrero—. ¿Me permite que se lo lleve yo? —preguntó él, sujetando el sombrero por los lazos, con los guantes dentro—. No creo que tenga que protegerse el cutis a estas horas.
—Puedo llevarlo yo —repuso ella, alargando la mano hacia el sombrero, pero el conde volvió a enarcar la ceja.
—No comprendo aún las costumbres y la etiqueta de aquí, señorita Farnum, pero no pienso dejar que una joven vuelva a casa sola, a pie y a oscuras.
Y dicho esto, le ofreció el brazo doblado y le hizo un gesto hacia la puerta, que les abría el lacayo.
Un bárbaro. Emmie tenía ganas de patalear, darle un buen pisotón y salir caminando airadamente hacia la oscuridad. Había capitulado, aunque refunfuñando, y puede que sólo temporalmente, ante el plan del conde de compartir la responsabilidad de Bronwyn. Había aguantado que husmeara en su vida y le sirviera el té. Había aceptado trasladar su negocio a sus cocinas, pero no se dejaría intimidar.
—Conozco el camino, milord —dijo, mirándolo con cara de pocos amigos—. No es necesaria esta exhibición de modales.
—Señorita Farnum, va a ser la responsable de enseñarle a Winnie normas de decoro y educación. —La cogió de la mano y la depositó sobre su propio brazo, bajando los escalones acto seguido—. Debe empezar a dar ejemplo. Si no, se dará cuenta de que todo es mentira, y ni siquiera con mi autoridad conseguiremos que nos respete. Una dama acepta siempre que la acompañen.
—¿Es así como entrenaba a sus soldados? —preguntó, caminando de mala gana a su lado sin hacer caso de la preciosa luna llena y de la fragancia que flotaba en la noche veraniega—. ¿Los encerraba, razonaba con ellos, bromeaba, discutía y presionaba hasta que conseguía lo que quería?
—Está disgustada. Le pido disculpas si la he ofendido de algún modo —se excusó él con voz templada, no con el tono cargante e impenitente de un hombre que tolera la rabieta de una mujer. Caminaron unos metros más y entonces Emmie se detuvo y suspiró.
—Lo siento —se disculpó, soltándole el brazo—. Supongo que estoy celosa.
Él no hizo ademán de volver a cogerle la mano, sino que le posó la suya propia en la parte baja de la espalda y la instó a caminar de nuevo.
—¿Celosa de qué?
—De lo bien que se lleva con Bronwyn. Del dinero, que le permite proporcionarle todo lo que necesita. De sus contactos, porque presentan para ella un futuro mejor del que yo podría darle. De su capacidad de pedir lo que necesite con un mero giro de muñeca.
—¿Nos persiguen unos bandidos, señorita Farnum? —preguntó él, con un aterciopelado tono de barítono en la suave noche veraniega.
—No.
—Entonces, tal vez podríamos ir un poco más despacio. Hace una noche preciosa, corre una suave brisa y la oscuridad siempre me ha parecido calmante cuando uno tiene oportunidad de apreciarla.
—¿Y por qué necesita calmarse el conde de Rosecroft? —dijo ella casi con un resoplido.
—Yo también me he sentido como se siente usted ahora —respondió él sin más—. Como si otro tuviera todo lo que yo necesitaba y no tenía, y encima ni siquiera lo apreciara.
—¿Usted? —preguntó Emmie con incredulidad, pero redujo el paso y no opuso resistencia a que le tocara la espalda—. ¿Qué podría desear usted? Es el primogénito de un duque, posee título y riquezas, ha sobrevivido a muchas batallas y tiene buena mano con las niñas pequeñas. ¿Qué más puede desear?
—Mi hermano heredará el ducado de Moreland cuando el duque tenga a bien morirse. Este condado semiabandonado es una compensación por la buena conciencia de mi hermano menor y su esposa, supongo. Él y mi padre tienen considerable influencia sobre el regente y es muy posible que la esposa de Westhaven lleve en su vientre al que será el próximo heredero de Moreland. Anna sugirió que Rosecroft pasara a mí y Westhaven no paró hasta que el asunto se cerró.
—¿Y cómo puede ser eso? —preguntó Emmie, observando las sombras que la luna dibujaba en el camino—. ¿Un duque no puede elegir cuál de sus hijos hereda el título?
—No. Según consta en el título de privilegio de Moreland, hereda el hijo legítimo vivo en el momento de la muerte del duque.
—Pero usted no va a morir en un futuro cercano, ¿no? —preguntó ella, observando su robusta constitución, perpleja y preocupada ante la perspectiva de que sufriera alguna perniciosa enfermedad.
—No, señorita Farnum, el impedimento en este caso no es la muerte, sino las circunstancias que rodearon mi nacimiento.
Se produjo una levísima pausa en el paso de Emmie, pero él no lo vio en la oscuridad.
—Oh.
—Exacto. Tengo una hermana en una situación parecida, aunque Maggie y yo no somos hijos de la misma madre. El duque fue un hombre muy activo en su juventud.
—Activo y egoísta. ¿Qué les pasa a los hombres que siempre tienen esa necesidad de pavonearse y actuar sin pensar en nada más que en ellos?
—¿Qué les pasa a las mujeres que toleran nuestros egoístas impulsos sin pensar en sí mismas y las consecuencias? —replicó él con tono humorístico.
—Lo admito.
Para ser un bárbaro, razonaba bien y rápido, y era una compañía bastante agradable. Su aroma particular se mezclaba con los olores de la noche, y se dio cuenta de que ya había admitido que le gustaba la oscuridad.
Y ella había visto cómo se le ensombrecían los ojos en los momentos más impredecibles. Hablaba sin darle demasiada importancia a su trabajo sirviendo al rey y a la patria, y admitía que era el hijo bastardo de un duque. ¿Qué importancia podía tener? Para lo que era normal en aquella zona, estaría muy solicitado socialmente, y las hijas de los terratenientes se arrojarían a sus brazos igual que hicieron con Helmsley tiempo atrás, pobrecillas.
Tan absorta iba en sus pensamientos que se tropezó con la raíz aérea de un árbol, y se habría caído de no ser porque el conde la sujetó por la cintura.
—Cuidado —la advirtió, ayudándola a recuperar el equilibrio, pero dudó un momento antes de retirar el brazo. En ese instante, Emmie comprendió por qué las mujeres cometían imprudencias, como les había ocurrido a su madre y a su tía y a muchas más.
—Gracias —dijo, caminando aún más despacio. El calor y la fuerza que desprendía el conde le resultaron agradables, tranquilizadores de un modo totalmente inoportuno. A sus veinticinco años, Emmaline Farnum había caminado por la vida sin contar con la protección o el afecto de un hombre, y no había comprendido nunca qué era exactamente lo que éstos ofrecían para que las mujeres tuvieran que aguantar su compañía o, peor aún, su autoridad sobre ellas.
Y seguía sin comprender qué era exactamente, pero el conde lo tenía en abundancia. Cuanto antes encontraran una institutriz para Bronwyn, mucho mejor para todos.
—¿Por qué sigue vistiendo de negro? —le preguntó él, caminando a su lado—. Su tía murió hace varios años y nadie guarda luto riguroso por una tía durante años.
—No es obligatorio, pero mi tía fue como una madre para mí, así que teñí los vestidos más presentables que poseía, pero no he tenido dinero para reemplazarlos, ni tampoco mucha necesidad de hacerlo. Además, vistiendo de negro resultaba menos llamativa a los ojos de Helmsley y sus amigotes.
—No respetaba mucho a mi predecesor. Supongo que no siente mucho respeto por los hombres en general, dado que su tía la crió ella sola.
Otra pausa, pero, de nuevo, el conde la sujetó por la espalda para que no se cayera.
—Mi madre me dijo que mi padre se esforzó, pero que al final empezó a impacientarse y mi madre no fue capaz de obligarlo a que se quedara con ella.
—¿No sentía nada por él?
—Sí. Nunca llegaré a entender esa clase de amor, un amor capaz de apartar al ser querido y decir que es lo mejor.
—¿Sabía que llevaba a su hijo en el vientre cuando dejó que se marchara?
—No —contestó Emmie con un suspiro, sintiendo la mano de él en la espalda—. No estaba... No mostraba indicios claros de su estado, al principio, y cuando se dio cuenta ya había sucedido lo impensable; su hombre se había embarcado rumbo a las Indias.
—Tiene que alegrarse mucho de que no lo siguiera —dijo él con un tono tan oscuro como la noche—. No es vida para una mujer.
—Sobre todo cuando él termina muriendo en la batalla y allí estás tú, sin hombre, sin medios, sin hogar y con un montón de críos agarrados a tus faldas.
—Es un tema constante en su vida, ¿no es verdad? —preguntó él con curiosidad esta vez, aunque no era difícil ver el patrón.
—He tratado de no acercarme a Rosecroft todo lo posible —contestó Emmie, arrastrando los pies—. Helmsley era un recordatorio de lo más elocuente de hasta qué punto puede ser deshonesto un supuesto caballero con título.
—Era un ser de lo más desagradable —convino él—. No he conocido nunca a un hombre tan repugnante, que distara tanto de ser un caballero, a menos que incluyamos en el saco a ese cerdo que andaba confabulado con él, el barón Stull.
—¿Así que conoció a Helmsley?
—Yo lo maté —respondió sin más, cogiéndola de la mano—. Mire por dónde va. El suelo es muy irregular en esta parte.
Continuará...