Capítulo 11

—Buenos días, excelencia. —Anna hizo la profunda reverencia que requería una dama de tan alta alcurnia—. ¿Dónde prefiere esperar? ¿En el salón formal, el salón del desayuno, el salón familiar o la biblioteca?

—Hace una mañana magnífica —contestó la duquesa—. ¿Por qué no en el jardín?

Anna le devolvió la sonrisa, porque los jardines eran la mejor elección. Después de varios días de un tiempo horrible, la humedad había disminuido durante la noche y el aire de la mañana era realmente delicioso.

—¿Puedo traerle un poco de limonada helada? —le preguntó, tras conducirla a un banco a la sombra—. El conde y sus hermanos suelen regresar de su paseo matinal a esta hora y van directamente a desayunar.

—¿Sus hermanos? —La duquesa, que se estaba arreglando la falda, se detuvo en seco y parpadeó una vez—. ¿Tiene unos minutos, señora Seaton?

—Por supuesto. —Anna se sentó en el mismo banco. La dama despedía una fragancia sutil y muy agradable, una nota elegante pero sencilla de rosa ligeramente especiada. No encajaba con el perfume que Anna habría esperado en una duquesa. Era mucho menos formal, más dulce y sereno.

—¿Los hermanos de Westhaven vienen a desayunar normalmente con él? Sabía que lord Valentine estaba pasando unos días aquí, pero usted ha hablado de hermanos en plural.

—Así es —respondió ella, sintiéndose acorralada. ¿Querría el conde que su madre supiera que el coronel St. Just estaba allí?

—¿St. Just también está pasando unos días en la residencia del conde? —insistió la condesa, frunciendo ligeramente el cejo en dirección a las rosas. Era una mujer guapa incluso cuando fruncía el cejo: esbelta, de cabello que iba pasando del dorado a un azul pálido y unos ojos verdes levemente almendrados en un rostro de facciones elegantes.

—Estaría más cómoda si se lo preguntara a sus hijos, excelencia —dijo Anna. Un breve silencio de sorpresa siguió a su comentario y, finalmente, el cejo fruncido de la duquesa se convirtió en una sonrisa.

—Veo que se muestra usted muy protectora con él —observó—. O con ellos. Es admirable y un rasgo que tenemos en común. ¿Puede decirme cómo está Westhaven, señora Seaton?

Ella consideró la pregunta y decidió que podía responder con sinceridad, aunque de un modo algo vago.

—Es un hombre muy ocupado —afirmó—. Los asuntos del ducado son complicados y le exigen mucho tiempo, pero en general, creo que disfruta teniendo las cosas bajo control.

—Su excelencia no siempre se fija en los detalles tan concienzudamente como debería. Westhaven lo hace mejor en ese aspecto.

Un comentario que se quedaba muy corto en opinión de Anna, pero la mujer era fiel a su marido, cosa que no era de extrañar.

—¿Y cómo está de salud?

—Su salud es buena —contestó Anna, pensando que estaba siendo sincera, al menos en referencia al presente—. Tiene el apetito de un hombre activo, para gran deleite de la cocinera.

—¿Y a usted la trata bien, señora Seaton? —preguntó acto seguido, mirándola con absoluto candor, pero la pregunta era sincera.

—Es un patrón muy bueno —respondió, sintiendo un deseo repentino, inoportuno y totalmente impropio de ella de tener a alguien con quien hablar. La duquesa era bella y elegante, pero Anna vio rápidamente en ella a la mujer que había dado a luz a ocho hijos, enterrado a dos y adoptado a dos de los hijos ilegítimos de su esposo. Era una madre y ella echaba tremendamente de menos a la suya. Había necesitado aquella conversación para acordarse de ello y caer en la cuenta le produjo un desagradable nudo en la garganta.

La mujer le dio unas palmaditas en la mano.

—Un buen patrón puede ser, independientemente de eso, es un hombre egoísta, desconsiderado y estúpido, señora Seaton. Adoro a mis hijos, pero son capaces de entrar con las botas llenas de barro en salones públicos, coquetear con las sirvientas y discutir con su padre delante del servicio. En resumidas cuentas, son humanos, y a veces resulta difícil tratarlos.

—No es difícil trabajar para lord Westhaven —dijo ella—. Paga bien por un trabajo bien hecho y es razonable y amable.

—¿Excelencia? —El conde llegó sonriendo de los establos—. Qué placer verla aquí. —Se inclinó para besarla en la mejilla y aprovechó el gesto para guiñarle un ojo a Anna subrepticiamente—. ¿Ha estado sermoneando a la señora Seaton sobre cómo doblar las sábanas?

—He estado intentando, sin éxito, averiguar si te terminas el pudin últimamente. —La duquesa se levantó y tomó el brazo que le ofrecía su hijo. Éste sonrió a Anna y le ofreció el otro.

—¿Señora Seaton?

Ella aceptó la galantería para no organizar una escena.

—Veo que estás muy bien, Westhaven. Habías perdido mucho peso. La extrema delgadez no te favorece.

—El personal me cuida bien. La alegrará saber que Dev y Val también están aquí. No tardarán en llegar. Los he dejado discutiendo acerca de un caballo cuando he salido de los establos.

—No he oído gritos —señaló la duquesa—. No puede ser una discusión muy seria.

—Devlin quiere que Val trabaje con uno de sus caballos, y él pone objeciones —explicó el conde—. O quizá quiere que Dev le suplique. ¿Cómo están el duque y mis queridas hermanas?

—Las chicas están contentas de estar en Moreland con este calor tan asfixiante que hace aquí. Pero es posible que vengan al baile de Fairly.

—Hablemos de ello en el desayuno —propuso Westhaven—. Nos acompañará, ¿verdad?

—Encantada. —Sonrió a su hijo con tanta calidez y amor que Anna tuvo que apartar la vista. La expresión de Westhaven era idéntica a la de su madre, y ella supo entonces que el conde tenía a su mayor aliado en la duquesa, al menos en los aspectos que no lo enfrentaran al duque.

—Milord, excelencia. —Se soltó del brazo de Westhaven—. Si me disculpan, avisaré a la cocinera de que tenemos una invitada.

—Por favor, no se moleste, señora Seaton —dijo la mujer—. La compañía de mis hijos es deleite suficiente. —El conde le hizo a Anna una leve inclinación con la cabeza, que ella supo no le había pasado desapercibida a la duquesa.

—Te adora —comentó la mujer cuando se quedó a solas con su hijo.

—Nos adora a todos. Los tres disfrutamos de las ventajas de una ama de llaves concienzuda. ¿Sabe que en la despensa tiene mazapán para mí, chocolatinas para Val y caramelos de violeta para Dev? Hay flores en todas las habitaciones, las sábanas huelen a lavanda y a romero, y la casa está siempre fresca y ventilada, incluso con este calor. No acierto a comprender cómo lo hace.

Su excelencia se detuvo al llegar a los escalones.

—Hacía todo eso ya antes de que trajeras a tus hermanos aquí, ¿verdad?

—Sí. Pero ahora me fijo más.

—El dolor de la pérdida hace que nos encerremos en nosotros mismos —comentó su madre con voz queda—. Estaba preocupada por ti, Westhaven. Sé que el duque dejó las finanzas hechas un desastre, pero me da la impresión de que sólo has tenido tiempo para limpiar y ordenar el desbarajuste de las cuentas que tu padre dejó esta primavera.

—Las cuentas aún no están saneadas, excelencia. No estábamos excesivamente bien, económicamente hablando, cuando tomé las riendas.

—¿Estamos en dificultades? —preguntó la duquesa con cautela.

—No, pero podríamos haberlo estado. En cierta forma, el período de luto que guardamos por Victor nos proporcionó una excusa muy oportuna para ahorrar mucho en gastos de entretenimiento. Una fiesta en Moreland no tiene comparación con uno de sus bailes, madre.

—Sólo me llamas madre cuando me riñes, Westhaven, pero este baile está patrocinado por Fairly y su familia política, así que no hace falta que me regañes.

—Le pido disculpas. —Se volvieron al oír las voces de sus hermanos en el jardín.

—¡Vaya! ¿Qué resplandor se abre paso a través de ese rosal? —dijo Dev, sonriendo de oreja a oreja—. Buenos días, excelencia. —Se inclinó profundamente sobre la mano de la duquesa y después se hizo a un lado cuando Val se acercó para besar a su madre en la mejilla.

—Madre. —El joven le sonrió—. ¿Se quedará a desayunar con nosotros para que estos dos cuiden sus modales con su hermanito pequeño?

—Me quedaré a desayunar para darme un festín visual con los tres jóvenes más gallardos de todo Londres.

—Los halagos de antes del interrogatorio, sin duda —comentó Westhaven.

La duquesa entró en la casa cogida del brazo de Westhaven por un lado y de Val por el otro. Dev los vio alejarse, sonriendo, y entonces se volvió hacia los rosales que trepaban a lo largo del muro más alejado del jardín, donde Anna estaba cortando rosas para un ramo.

—¿Hasta qué punto la ha interrogado? —le preguntó, apoyando el pie en el borde del murete.

—Buenos días, coronel St. Just. —Anna hizo una inclinación y guardó las tijeras en la cesta, que tenía sobre el murete—. La duquesa ha sido todo amabilidad. —«No como usted»—. Y ahora, si me disculpa...

—No la disculpo —la interrumpió él, cogiéndola por el brazo.

Ella lo miró primero a los ojos, y, de un modo muy significativo, la mano que le sujetaba el brazo, y de nuevo a los ojos, enarcando una ceja con expresión interrogativa.

—Yo puedo no gustarle, pero tendrá que respetarme —dijo.

—O si no ¿qué, Anna Seaton?

Se inclinó sobre ella, que percibió el aroma de su loción de afeitado. Olía a menta y a flores silvestres. Se quedó callada, consciente de que si montaba una escena, aparecería el conde, seguido muy probablemente de su madre.

—No es usted un matón, coronel, sea lo que sea lo que le preocupa.

Él retrocedió un paso con el cejo fruncido.

—Me desconcierta, señora Seaton —confesó finalmente—. Me quiero decir a mí mismo que es usted una zorra intrigante y egoísta, con aires de grandeza, pero no lo consigo, algo no encaja.

Ella lo miró con consternación.

—¿Por qué demonios está usted dispuesto a juzgarme de un modo tan desagradable? Usted mismo habrá sido objeto de la misma clase de opiniones intolerantes, sin duda.

—¿Lo ve? —St. Just casi sonrió—. A eso me refiero. No se molesta en negar etiquetas, sino que me las devuelve en forma de sutil reprobación. Puede que desease que fuera usted venal, para así poder yo cazar furtivamente en el coto de mi hermano con impunidad moral.

—Usted no cazaría furtivamente en el coto de su hermano —repuso Anna, empezando a ver cuánto había de fanfarronada en la actitud del hombre—. Usted no es tan inmoral como quiere hacerles creer a los demás, señor.

—Da la casualidad de que no —dijo él con una sonrisa—, pero también da la casualidad de que usted no es la simple y abnegada ama de llaves que quiere fingir que es ante los demás.

—Mi pasado sólo me concierne a mí. Y ahora, ¿quería usted algo, coronel, o está siendo así de desagradable gratuitamente?

—Sí que quiero algo —respondió el coronel—. Supone acertadamente que a veces me pongo melancólico, manoteo y resoplo con impaciencia sólo para impresionar, señora Seaton. Eso impide que a su excelencia le den malas ideas, para empezar. Pero no se equivoque: defenderé los intereses de mi hermano sin vacilación alguna. Si veo que está jugando con él en algún sentido, o que trata de engañarlo, me convertiré en su peor enemigo.

Anna le dedicó una débil sonrisa.

—¿Cree que a él le gustaría saber que va amenazando así a su ama de llaves?

—Lo entenderá —contestó St. Just—. Porque el otro mensaje que tengo que darle es que usted me importa porque le importa a mi hermano. Y si él decide que quiere tenerla en su vida, entonces, yo la defenderé sin vacilación alguna.

—¿Adónde quiere llegar?

—Es usted una mujer con problemas, Anna Seaton. Nadie en esta casa conoce su pasado, no tiene familia, posee los aires y la elegancia de una dama de buena cuna y, sin embargo, trabaja para ganarse el pan. La he oído hablar con Morgan y sé que oculta algo.

Ella levantó la barbilla y lo miró fijamente.

—Todo el mundo oculta algo.

—Tiene dos opciones, Anna —prosiguió St. Just, pronunciando su nombre de pila con sorprendente amabilidad—. Confíe en el conde para que la ayude a resolver sus problemas o déjelo en paz. Es un hombre demasiado bueno para que se aprovechen de él en su propia casa. Bastante tiene con su padre ya. No permitiré que usted le haga lo mismo.

Anna cogió la cesta y le dirigió una fría mirada al coronel.

—Usted, al igual que el duque, se entromete, intimida y presiona, y también saca conclusiones precipitadas sobre la vida de lord Westhaven, convencido de que lo hace porque lo quiere, cuando, en realidad, no tiene ni idea de cómo cuidar de ese hombre. Realmente impresionante, si es que alguien necesita saber de quién lo ha heredado.

Y dicho esto, le hizo una leve reverencia que destilaba ironía y se alejó a paso rápido, de tan enfadada como estaba.

St. Just se estampó en la cara la sonrisa de rigor y se dirigió al salón del desayuno, reflexionando sobre la conversación. Sabía que no se equivocaba: Anna Seaton guardaba un secreto y lo acababa de reconocer.

Pero él no había sabido abordar el asunto de forma adecuada. Para despertar el interés de Westhaven, una mujer tenía que tener agallas y determinación. No debería haberla amenazado. No debería haber tratado de intimidarla, como ella misma había dicho. Aún estaba a tiempo de remediarlo y lo haría en cuanto terminara de desayunar.

—Estás muy callada —dijo el conde cuando iban en dirección a Willow Bend.

—Estando callada, puedo engañarme y pensar que sigo en la cama, soñando entre el frescor de las sábanas. —Soñando con él la mayoría de las noches.

—¿Te estoy obligando a trabajar demasiado? —le preguntó, mirándola.

—No es eso. El calor no me deja dormir.

—¿Se comportan bien mis hermanos? Dev es ordenado, pero Val puede ser un verdadero holgazán.

—El pecado de lord Val es que se apropia de Morgan durante un par de horas todas las tardes, para que le haga compañía en la sala de música mientras él ensaya su repertorio.

—Puedes confiar en que se comportará como un caballero con ella.

—¿Y puedo confiar en que lo hagas tú?

—Puedes confiar en que pararé cuando me lo pidas —respondió Westhaven—, en que no te haría daño intencionadamente, en que escucho antes de juzgar y en que te diré la verdad. ¿Te sirve?

Anna pensó en todo lo que le ofrecía, mucho más que otros hombres en su vida.

—Me sirve.

Tendría que servirle.

Entonces, el conde dirigió la conversación hacia aspectos prácticos relacionados con Willow Bend. Un equipo de trabajadores temporales del pueblo se habían ocupado de colocar los muebles, colgar las cortinas y desembalar las cajas de ropa blanca y cubertería. La escena difería mucho de la que encontraron en su primera visita. Había carretillas, gente y ruido por todas partes.

Un muchacho salió de los establos para ocuparse de Pericles, y el conde acompañó a Anna a la entrada principal.

—Quiero que lo veas todo como lo vería mi hermana —dijo—, no como los sirvientes o los artesanos. De manera que... —Abrió la puerta y la condujo al interior—: Bienvenida a Willow Bend, señora Seaton.

Agradeció el aire público que dio al saludo y aún más que hubiera testigos a su alrededor. Carpinteros, cristaleros, albañiles y aprendices iban y venían por todas partes. Se oían los martillazos, algún que otro golpe en la parte de arriba y muchachos que corrían de un lado a otro de la casa llevando herramientas y materiales.

—¡Señoría! —exclamó un fornido hombre de estatura media, que se acercó hasta ellos.

—Señora Seaton, éste es mi capataz, el señor Allen Albertson. Señor Albertson, la señora Seaton es la dama que se encargará de dar los toques finales a su trabajo.

—Señora. —El hombre sonrió y se puso a sus órdenes—. Ha hecho un gran trabajo con este sitio, si me permite que se lo diga. ¿Por dónde empezamos, milord?

—¿Señora? —El conde se volvió hacia ella, que se sonrojó muy inoportunamente ante la cortesía.

—Por la cocina —decidió Anna—. Es la habitación que hay que tener en funcionamiento en primer lugar; es muy importante para todos los habitantes de la casa.

—A la cocina pues, señor Albertson —indicó Westhaven con un movimiento de la mano, y le ofreció el brazo a Anna.

Recorrieron todos los pisos y todas las habitaciones de la casa. En la cocina, estanterías que antes estaban vacías, albergaban ahora hileras perfectamente ordenadas de tazas y vasos, pilas de platos, toallas, mantelerías y velas. Anna pidió que colocaran el especiero más cerca de la mesa de trabajo y sugirió que pusieran un banco y un perchero de pared para las chaquetas, las capas y los abrigos en el vestíbulo de la entrada trasera.

—También haría falta un limpiabarros —señaló—, puesto que ésta es la entrada que queda más cerca de los establos y los jardines.

—¿Toma nota, señor Albertson? —preguntó el conde.

—Sí —contestó el hombre, asintiendo y poniendo los ojos en blanco cordialmente, para demostrar lo que opinaba de las ideas femeninas.

Siguieron avanzando por la casa a medida que pasaba la mañana y encontraron cortinas que iba a ser necesario coser, mesas que habían terminado en los salones que no les correspondían y un par de alfombras que se habían colocado en dormitorios equivocados. En la sala de música, Anna hizo que cubrieran el arpa y cerró la tapa del piano.

—Puede irse ya, señor Albertson —dijo el conde, cuando se dirigían a la última habitación—. Creo que los hombres pararán dentro de poco para comer.

—Así es. Ahora hace demasiado calor para el trabajo más pesado, pero regresaremos cuando refresque un poco. Señora. —Le hizo una inclinación con la cabeza y se marchó, pidiendo a gritos el cazo de agua antes de llegar a la escalera.

—Quizá le falta un poco de sutileza —comentó Westhaven—, pero es honrado y trabajador.

—Y hace un buen trabajo —señaló Anna—. La casa está preciosa.

—He querido dejar esta habitación para el final —prosiguió él, abriendo la puerta del dormitorio. Era donde habían dormido, y ella sintió un hormigueo en el estómago cuando él la invitó a entrar.

—Centro para el cuidado de la varicela del conde de Westhaven —bromeó Anna, intentando no parecer emocionada.

—Entre otras cosas. ¿Te gusta?

Ella había pretendido que fuera una habitación masculina, decorada en tonos suaves de verde y detalles en azul. Con ese objetivo, había pedido algunas piezas de mobiliario con menos adornos. Los cortinajes del dosel eran de terciopelo verde oscuro y habían puesto un cobertor a juego. Las cortinas eran un tono más claro y todo ello se complementaba con la madera oscura de la cama y las coloridas alfombras persas distribuidas por los suelos.

—Estás muy callada —observó Westhaven—. Creía que te agradaría ver los cambios.

—Me encanta —replicó con una sonrisa—. Ésta no es la habitación de la dama de la casa.

—No, claro que no —convino él—. Ya hemos visto sus habitaciones antes. Quería que ésta fuera digna de los recuerdos que guardo de ella.

—Westhaven... —suspiró Anna—. Estás siendo tan bueno...

—Sí que lo soy, y me alegro de que aprecies el esfuerzo. Te he dejado en paz todos estos días, Anna, pero estoy seguro de que has venido aquí pensando que no aprovecharía para hacerte insinuaciones.

—He venido para asegurarme de que colocaban todo en su sitio, tal como me pediste —dijo ella, sentándose en una mecedora tapizada—. Ya lo he hecho, así que podemos volver a la ciudad.

—¿Y obligar a Pericles a viajar cuando más calor hace?

Anna lo fulminó con la mirada y se levantó.

—No antepongas el bienestar de tu caballo a mi reputación. El querido Pericles puede llevarnos de vuelta, aunque sea al paso. Ya hemos terminado el trabajo que habíamos venido a hacer aquí.

—El trabajo, puede —la miró de frente—, pero aún nos quedan otras cosas pendientes. Ven aquí. —La cogió de la mano y la condujo al asiento de la ventana.

Ella no se resistió cuando se sentó a su lado sin soltarle la mano.

—Háblame, Anna —añadió, cubriendo sus manos enlazadas con la que tenía libre—. Tu actitud se ha vuelto indescifrable y mi experiencia con cuatro hermanas me dice que no es buena señal.

—No me das intimidad.

Pero cuando él estiró las piernas y su muslo quedó pegado al de ella, Anna no se apartó.

—Tienes más intimidad que nadie en toda la casa —replicó él—. Respondes sólo ante mí, diriges todos los asuntos domésticos y tienes el único salón privado de que dispone la casa en sus cuatro pisos, a excepción del mío. Y... —se detuvo para besarle los nudillos— me estás evitando.

Ella apoyó la cabeza en su hombro, cerró los ojos y notó cómo le acariciaba la sien con la nariz.

—Cariño —murmuró Westhaven—, dime qué es lo que te preocupa. Dev dice que tienes ojeras y tengo que darle la razón.

—St. Just —puntualizó ella, levantando la cabeza de su hombro.

—¿Te ha ofendido? ¿Pellizca a nana Fran demasiadas veces? ¿Ha molestado a la cocinera?

—Me ha ofendido a mí —contestó Anna con un suspiro—. O lo habría hecho si pudiera seguir enfadada con él, pero sólo lo hace para protegerte.

—El duque utilizó la misma excusa y por poco enemista a toda la familia de mi sobrina. También me estaba protegiendo cuando sobornó a Elise, y estaba protegiendo a alguien cada vez que cruzaba líneas que su esposa no aprobaría.

—Eso mismo le dije al coronel cuando me advirtió que no jugara contigo.

—Y yo quedándome casi bizco de darme gusto con la mano porque tú no quieres jugar conmigo —repuso él.

Anna sonrió a su pesar al oírlo. Cuando lo miró, Westhaven se puso bizco para demostrárselo.

—¿Qué más te dijo mi hermano? —la instó él una vez pasada la broma.

—Que si tú decides que quieres tenerme en tu vida, me defenderá. No sé qué quiso decir, es difícil saber lo que piensa.

—Te estaba dando la bienvenida a la familia, y todo eso sin decirme ni una palabra.

—Pues si ésa es su forma de dar la bienvenida, me da miedo pensar cómo serán sus amenazas.

—Dice que eres una dama con secretos. No he podido contradecirlo.

—Una vez fui una dama —dijo ella, sin mirarlo a los ojos—. Ahora soy personal de servicio.

—Y prefieres seguir siéndolo a aceptar mi proposición. Es deprimente pensar que mis besos, mi riqueza y yo mismo te atraemos menos que una vida colocando flores en las habitaciones y puliendo plata.

—¡No pienses eso! —Anna levantó la vista, horrorizada al captar su tono sinceramente dolido—. El fallo es sólo mío, tienes que creerme. Cualquier mujer se sentiría feliz de recibir tus atenciones.

—¿Cualquier mujer? —repitió él con una sonrisa de menosprecio hacia sí mismo—. A Guinevere Allen no le hicieron ni pizca de gracia.

—Porque ella estaba enamorada del vizconde, y éste de ella —arguyó Anna, levantándose—. No puedo permitir que creas algo así. Puedes elegir a quien quieras entre las debutantes de los últimos tres años, y lo sabes.

—Qué suerte tengo —ironizó, levantándose también—. Puedo pasearme por ahí conversando remilgadamente con una muchachita colgada del brazo; una muchachita aterrorizada de sólo pensar en su noche de bodas y mis atenciones. Y que encima será incapaz de reaccionar a las maquinaciones del duque, de decir nada de sus padres por exponerla en los salones de baile como un cordero al que van a sacrificar. Ningún hombre que se precie quiere tener una esposa así. ¿Qué? —añadió, regresando junto a ella—. No sé si estás horrorizada, estupefacta o, tal vez, sólo tal vez, impresionada.

—Tú lo entiendes —dijo Anna, mirándolo—. Entiendes lo que significa ser un cordero al que van a sacrificar.

—Sí —afirmó él, asintiendo—. Y también entiendo, Anna Seaton, que como no pueda tener algo más de ti en este mismo instante, no respondo de lo que pueda pasar —añadió, acariciándole los labios con los suyos—. Los albañiles se han ido y no volverán hasta que pase un poco el calor. Tenemos este rato, Anna, y me gustaría hacer algo con él.

—No me acostaré contigo —replicó ella, negando con la cabeza—. Sería... desvergonzado.

—Yo tampoco me acostaré contigo, pues —convino, besándola de nuevo, demorándose en sus labios un poco más—. Pero sí haré algo que nos va a proporcionar mucho placer a los dos. No discutas conmigo, Anna, por amor de Dios. —La rodeó por la cintura—. Tienes tantas ganas de disfrutar de un poco de placer como yo, y nada nos va a detener.

—Puedo detenerte yo —dijo ella, pero besándolo entre protesta y protesta.

—Pues hazlo más tarde —le sugirió él, quitándose el chaleco mientras la besaba en el cuello—. Mucho más tarde a poder ser. —Puso más pasión en el beso y, para consternación de Anna, ella estaba menos concentrada en protestar que él en seducirla.

Llevaba días tratando de convencerse de que los placeres físicos eran fugaces y una complicación muy poco recomendable en sus circunstancias. Se había dicho que no podía echar de menos algo que había compartido con el conde sólo en un puñado de ocasiones: algunos besos, unas pocas caricias, un placer y una intimidad inimaginables.

Pero lo cierto era que sí lo había echado de menos, como la tierra echa de menos la primavera y las flores al sol. Lo había echado de menos como un soldado echa de menos el hogar la víspera de la batalla y la noche después del combate. Cuánto lo había echado de menos...

—Eso es —la alentó él cuando ella le rodeó la cintura con los brazos—. Basta de hablar, Anna. A menos que sea para decirme si algo te gusta.

La besó largamente, acallando toda protesta, despojándola de toda voluntad. Anna quería compartir aquellos placeres con él, con él y con nadie más, en toda su vida. No quería abandonarlo, pero sabía que tendría que hacerlo.

Adelantó el cuerpo para pegarse a él con más ímpetu y Westhaven respondió estrechándola con más fuerza entre sus brazos. Las reservas y el autocontrol de Anna se fueron al traste y en su lugar sólo quedó el deseo. Deseo de aquel hombre, de estar cerca de él.

—Tu ropa —dijo Anna con un hilo de voz, arqueándose.

—La tuya —le susurró Westhaven, mientras empezaba a desabrocharle los botones de la espalda con manos hábiles, mientras ella seguía bebiendo de sus besos. A continuación, le bajó las pequeñas mangas cortas del vestido por los hombros y agachó la cabeza para acariciarle el cuello con los labios.

—Me encanta la forma en que me tocas ahí —confesó Anna.

—Y aquí —murmuró él, descendiendo un poco—, sabes a sol, a pura dulzura y a mujer.

Ella trataba de sacarle la camisa de los pantalones, pero no podía besarlo y desnudarlo al mismo tiempo. Retrocedió entonces con la respiración entrecortada y lo miró con frustración.

—Esto no funciona. Por favor, quítate la ropa. Ahora, Westhaven.

Él sonrió como diciendo: «Creía que no me lo ibas a pedir nunca», y se quitó la camisa por la cabeza, dejando que Anna mirara. Se llevó entonces la mano a la bragueta y la miró a ella, enarcando una ceja interrogativamente. Anna asintió sin dejar de mirarlo a los ojos. Con movimientos deliberados, él se quitó las botas, los calcetines y los pantalones hasta que, al final, se quedó de pie delante de ella, desnudo y excitado, con toda la naturalidad del mundo.

—Oh, Dios mío... —exclamó Anna, abriendo los ojos como platos apreciativamente—. Sí que tienes ganas.

Él se le acercó lentamente, su miembro excitado apuntando hacia su firme abdomen.

—Y tú llevas mucha ropa encima. Quítatela, Anna. Toda.

Ella asintió, consciente de que era un territorio inexplorado para los dos. Nunca antes había estado totalmente desnuda delante de Westhaven, al menos a plena luz del día.

—Cierra con llave —le exigió, tragando saliva.

Él lo hizo con una sonrisa de depredador. Le había ordenado que se desnudara y ella también había utilizado el imperativo.

—No estés nerviosa, cariño. —Su tono era tierno y divertido, pero paciente.

Lentamente, Anna dejó caer hacia adelante el cuerpo del vestido y después lo empujó hacia las caderas y más abajo. Se quedó de pie en medio de las capas de tela como Venus saliendo del mar. Westhaven la observaba a escasa distancia. Ella se inclinó entonces, se quitó las botas y las medias y dejó que la camisola cayera al suelo con el resto de la ropa.

—Mejor —dijo él, tendiéndole la mano—. Muchísimo mejor.

Anna avanzó un paso, pero entonces vaciló. Westhaven acortó la distancia restante y la estrechó contra sí, permitiéndole que pegara la cara a su pecho.

—¿Te da vergüenza? —le preguntó con tono divertido.

—Es que estamos... muy desnudos —respondió ella, sonrojándose desde el pecho hasta la cara—. Esto es nuevo.

Él bajó la cabeza para besarla y le deslizó la mano, ahuecando la palma, contra su nalga. Pero sin darle tiempo a sonrojarse de nuevo, la levantó y la depositó en mitad de la cama.

—Quédate aquí y olvídate de la vergüenza —le aconsejó, mientras ella echaba los brazos hacia atrás y se apoyaba en los codos—. Tienes un aspecto adorablemente desorientado, los labios hinchados por los besos y me necesitas. Sí, querida mía, necesitas que te saquen un poco de la ignorancia. No despojarte de tu inocencia, porque ningún hombre puede quitarte eso, pero sí de tu ignorancia. La culpa es del señor Seaton, por no haberse encargado de hacerlo.

—¿Mi ignorancia? —repitió ella, mirándolo mientras se encaramaba a la cama—. Westhaven...

—Eso es hablar, Anna —la riñó—. Habla sólo para decirme si algo te gusta.

—¡No me gusta en absoluto que me traten como si fuera un animal! —replicó con tono severo. Él se le puso a horcajadas encima y la empujó con suavidad sobre el colchón—. ¿Qué te propones?

—Calla, tesoro —le dijo, acariciándole el cuello con la nariz, inclinado sobre ella—. Hace mucho calor para que me sermonees. Debemos conservar las fuerzas.

Anna se dio cuenta de que, una vez en la cama, a Westhaven se le había pasado parte de la urgencia. Tumbado encima de aquella forma, con su erección descansando pasivamente sobre su estómago y consciente de que ella no iba a escabullirse, se mostraba más tranquilo. El ritmo de sus besos disminuyó y el silencio de la casa los envolvió.

—Algún día —explicó él, haciéndole cosquillas con la nariz en el esternón—, querrás que el encuentro sea rápido, casi agresivo. Querrás que me calle y te dará lo mismo que rompamos la ropa o que dejemos la puerta abierta o que armemos escándalo.

—¿Puedes prometerme que llegará ese día? —Anna arqueó la espalda, tratando de pegarse más a él.

—Puedo prometerte todos los días que quieras —le contestó, lamiéndole el pezón, con la mejilla apoyada en el promontorio que formaba su pecho—. Puedo prometerte noches sin dormir y que a la mañana siguiente nos levantemos con más energía que si hubiéramos descansado profundamente. Puedo prometerte largas tardes de sensual abandono, cuando en realidad ambos deberíamos estar haciendo otras cosas en otra parte. —Volvió la cabeza y se metió el pezón entero en la boca; el placer que eso le produjo a Anna fue casi insoportable.

—Sí —dijo ella con un hilo de voz, sin saber si lo había dicho en voz alta o si simplemente sentía la palabra en cada rincón de su cuerpo.

Él succionó con fuerza y utilizó los dedos para estimularle el otro pezón. Se detuvo entonces y levantó la cabeza lo justo para mirarla.

—Tómate tu tiempo, Anna. Si tú quieres, tenemos horas por delante, y mi apetito por ti es ilimitado.

—No sé qué quieres decir —se preguntó, acariciándole el pelo—. ¿Que me tome mi tiempo?

—Nuestro tiempo —precisó él, cerrando los ojos. Agachó entonces la cabeza de nuevo y pasó varios minutos excitándola con la boca. Tenía unos pechos deliciosamente sensibles, y estaba disfrutando desvergonzadamente con la desnudez que le permitía acceso ilimitado a ellos.

—Westhaven... —Anna se arqueó, inquieta, al cabo de unos minutos—. Es demasiado.

—No es suficiente —la contradijo él, acariciándole el estómago. Sus movimientos eran lentos, un recuerdo tácito de que tenían todo el tiempo del mundo. Le acarició el torso despacio, dejando que sus dedos se entretuvieran de vez en cuando con sus pezones o más abajo, en la entrada de su sexo.

—Estás perdiendo peso —le comentó, inclinándose para besarle el pecho—. Quiero que dejes de hacerlo, por favor; necesito que estés fuerte.

—Siempre adelgazo en verano —explicó Anna, consciente de que el humor de él era radicalmente distinto a cuando la tumbó en la cama—. Ya no tienes marcas de la varicela —añadió, acariciándole el abdomen, maravillada al ver lo bien que se le había recuperado la piel.

—He tenido buenos cuidados —comentó él, sonriéndole—, y he recobrado las fuerzas.

Su mano descendió aún más, introduciéndose entre el vello púbico de Anna, que sintió aumentar su frustración. Un giro radical era juego limpio, así que decidió bajar la mano ella también y explorar su erección.

—¿Cuánto rato puede estar así? —preguntó, rodeándola con los dedos, que deslizó a lo largo del pene erecto.

—Hay hombres que pasan gran parte de su adolescencia en un estado de excitación casi perpetua —contestó, cerrando los ojos—. Entre los que me incluyo. La cosa mejoró en la universidad. Por entonces, podía hacer algo más que dedicarme al placer solitario varias veces al día. Agárralo con más fuerza, cariño. Así.

Westhaven suspiró y, vencido, se tumbó de espaldas.

Anna sonrió, satisfecha por haberlo derrotado. Se sentó con las piernas cruzadas junto a él y prosiguió con su exploración.

—¿Y todos los hombres están tan bien dotados como tú? —le preguntó, acariciándole suavemente los pezones.

—Soy el hombre mejor dotado del mundo —respondió, con los ojos aún cerrados—. Vas a ser la envidia de todas las mujeres. Cuando nos convirtamos en amantes en el sentido pleno de la palabra, no vas a poder cerrar las piernas.

—Habla en serio —lo riñó ella, tirando de su miembro suavemente.

—Hablo en serio... —bromeó él con un hilo de voz—. Dios, qué gusto... Cuesta decir quién está bien dotado y quién no, porque no solemos ver a otros hombres en estado de excitación. Miramos disimuladamente, claro, pero he visto muy pocos penes justo antes de tener relaciones, aparte del mío.

—¿Has visto a otros hombres en este estado?

—La mayoría nos levantamos en este estado —le informó—. Más despacio, cariño, o no aguantaré mucho más.

Ella aminoró el ritmo mínimamente, pero se inclinó sobre él y le chupó un pezón.

—Anna —la advirtió Westhaven, ahuecando la mano contra su nuca, un gesto que contradecía su tono de advertencia.

—¿Hum? —dijo ella, succionándolo. Él gimió y comenzó a levantar las caderas, complementando la caricia de la mano femenina.

—Me vas a hacer culminar.

—¿Quieres que pare? —Se detuvo y le apartó el pelo de la frente.

Westhaven abrió los ojos y para ella fue un alivio ver la expresión humorística que había en ellos.

—Voy a excitarte con la boca, Anna, voy a hacer que grites mi nombre y que olvides el tuyo de lo mucho que te va a gustar.

Ella frunció el cejo. No era la primera vez que le anunciaba eso, y de forma muy explícita. Había pasado más de una noche en vela pensando en ello.

Le sostuvo la mirada con seriedad.

—¿Y si yo quiero utilizar la boca contigo?

—Ven aquí. —La hizo tumbarse a su lado y la estrechó con fuerza contra su cuerpo—. Cuando estás así conmigo, nada de lo me pidas, nada de lo que puedas querer, hacer o pensar podría ganarse mi censura. Me encantaría sentir tu boca en mi miembro. Me encantaría tomarte en todas las posturas que se te ocurran. Si quieres atarme, ponerme una venda en los ojos o pintarme el pene de azul, no te lo impediré.

—¿Por qué?

—Porque confío en ti —contestó él, y sus palabras la dejaron boquiabierta.

—No deberías —repuso en voz muy baja. Notó cómo su sinceridad penetraba en Westhaven y se preguntó si habría destruido la opinión que tenía de ella con sólo dos palabras.

—¿Por qué no debería? —le preguntó muy despacio, al tiempo que le recorría el cuerpo con la mano.

—Porque te voy a decepcionar. Y luego te sentirás avergonzado y enfadado, y yo también —contestó ella contra su cuello. Se volvió un poco y se sentó a horcajadas encima de él, sintiendo sus brazos alrededor cuando se inclinó sobre su cuerpo.

—¿En la cama quieres decir? —inquirió en tono vacilante.

—Probablemente ahí también —respondió Anna, apretando la nariz contra su esternón.

—Sigues pensando en dejarme —concluyó Westhaven, acariciándole la espina dorsal.

—Sé que voy a hacerlo —planteó ella con firmeza, mordisqueándole el pezón para dar énfasis a sus palabras. Ya estaba dicho. Había sido sincera con él.

—Porque no quieres casarte conmigo, te irás con tu virtud a otra parte, una vez hayas soportado la dosis requerida de mi inmoral abordaje.

Anna se incorporó y lo miró con hostilidad.

—Yo no he dicho que tenga una postura absolutamente inamovible, ni tampoco lógica en todas las circunstancias, pero no puedo casarme contigo.

—¿No puedes o no quieres? —la interrogó, mirándola a los ojos.

—No puedo. No puedo, de verdad. Nunca.

Como tampoco podía dejar de acariciarlo.

—Si pudieras elegir, Anna —dijo él, elevándose un poco para meterse un pezón de ella en la boca a modo de represalia—, ¿qué elegirías? ¿Esa obligación que te ata o la alternativa?

—A ti. —Levantó la cabeza y lo besó—. Si pudiera elegir libremente, te elegiría a ti.

No el matrimonio, la libertad, el título o la seguridad. Lo elegiría a él. Su forma de besarlo cuando le acarició de nuevo los labios con los suyos fue diferente, dulce, melancólica, pero también el beso de una mujer que sentía algo muy intenso por el hombre que estaba con ella.

Lo elegiría a él. Podía decirle eso, podía darle eso.

Anna lo miró.

—Antes has dicho que...

—He dicho muchas cosas —dijo Westhaven, sonriendo, con una expresión que a ella se le antojó tierna, parecida a la forma en que miraba a la duquesa.

—Has dicho que... —Desvió bruscamente la vista, desconcertada al ver que seguía siendo capaz de sonrojarse aun estando desnuda, a horcajadas encima del miembro viril del conde—. Has dicho que te encantaría que pusiera mi boca en tu... en ti.

—Lo he dicho, sí. —Detuvo el movimiento de sus manos—. Me encantaría.

—¿Cómo se hace? —preguntó, sonrojándose. Pero para su alivio, él no bromeó con eso ni hizo ningún comentario, sólo esperó hasta que Anna lo miró de nuevo.

—Como tú quieras —le contestó con calma— y sólo si te gusta.

—Enséñame a hacerlo. Quiero hacerlo contigo.

—Ponte cómoda —le indicó, colocándose a un lado de la cama—. Y para si no te gusta. Tómate tu tiempo y hazlo porque te dé placer.

—¿Y si te hago daño? —Se colocó de manera que su mejilla reposara sobre la parte inferior del abdomen de él y le cogió el miembro con la mano.

—No lo harás, a menos que me muerdas y me hagas sangre, e incluso eso puede tener cierto atractivo erótico.

Westhaven le puso la mano en la cabeza y Anna se dio un momento para inhalar el olor a limpio de las sábanas, de él, y la anticipación. Le lamió delicadamente el miembro erecto, como si tratara de identificar su sabor. Se relajó cuando él hundió los dedos entre su pelo y empezó a acariciarle la nuca, y se concentró en la tarea. Lo lamió con pequeñas pasadas de la lengua, vacilante, como una gata limpiaría a sus gatitos. Sintió como si fuera encendiendo pequeñas llamas en su interior; el hecho de que Westhaven le hubiera dado permiso para saciar su curiosidad le resultaba tan incendiario como tenerlo desnudo en la cama con ella.

Entonces se lo metió en la boca y la deslizó por toda la superficie. Las pequeñas llamas se convirtieron en un incendio. Experimentó con diversos movimientos, metiéndoselo entero en la boca una vez y a la siguiente un poco menos. Sin decir nada, Westhaven comenzó a levantar las caderas, lentamente, como si no quisiera sobresaltarla. Anna estaba disfrutando, aprendiendo a coordinar sus movimientos con los suyos, a dejar que el fuego ardiera y le caldeara lugares que llevaban fríos mucho más tiempo del que creía. Cuando rodeó el miembro húmedo con los dedos, Westhaven dejó escapar un suave gemido de placer, como si la pasión lo aliviara tanto como a ella.

—No mucho más, Anna —le advirtió con voz ronca—. O me derramaré...

Ése era el objetivo, ¿no? Cuando notó que Westhaven embestía en su boca a través de su mano y que su respiración se iba acelerando y entrecortando, ella lo aprisionó bien con los labios y succionó.

—Oh, Dioos mío... Anna... No...

Pero embistió con más fuerza a pesar de sus palabras. Posó la mano en la nuca de Anna y la sujetó. Su miembro palpitaba dentro de su boca, y ella no parecía dispuesta a mostrar clemencia.

—No... —susurró nuevamente, aunque su cuerpo le gritaba lo contrario durante unos agónicos momentos de placer—. Dios santo... —siseó, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, mientras sus caderas se convulsionaban con estremecimientos de placer—. Dios... Anna...

Se calló, pero no se detuvo por completo, sino que siguió acariciándole la cabeza con la mano.

—Y decías que no debería confiar en ti —susurró.

Anna se sacó el miembro satisfecho de la boca y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Westhaven no debería confiar en ella, pero lo había hecho, inmensamente. Lo percibía a pesar de su inexperiencia.

—Ven aquí. —Él se incorporó un poco y tiró de ella para que se tumbara a su lado—. No puedo creer lo que has hecho. No puedo creer lo que he hecho yo. Un hombre no se derrama en la boca de una mujer. No es propio de un caballero.

—¿Y sí lo es derramarse sobre su estómago? —le preguntó, confusa—. ¿O dentro de su cuerpo y engendrar un bastardo?

—¿Qué era lo que dijo aquella gran filósofa? —Le besó la nariz—. La postura no es absolutamente inamovible y lógica en todas las circunstancias.

Anna siguió frunciendo el cejo.

—¿Quieres decir que tú no te derramas en la boca de una mujer o que es una falta de educación, como orinar en un pozo?

—Santo Dios, dijiste que tienes un hermano, ¿verdad? No es eso exactamente. Es como comerte el postre que has apartado para un invitado, o robar las joyas de la Corona y hacer que le echen las culpas a otro. Es... es delicioso —concluyó—. Y egoísta.

—¿Por mi parte? —preguntó Anna, aún confusa—. Lo siento, pero no quería parar y tú me has dicho que parase cuando quisiera.

—Cariño —dijo él con un suspiro—, no podrías haberme complacido más ni diciéndome que Val ha engendrado dos niños gemelos legítimos. Jamás había sido objeto de un acto de generosidad tan grande, jamás, y en cuanto recobre el sentido pienso devolvértelo con creces.

Esas palabras bastaron para calmarla y acallar sus preguntas. Cerró los ojos y se adormiló en el hombro de él, que también se quedó dormido, con la mano enredada entre los cabellos de ella, en actitud posesiva.

Cuando Anna se despertó, se sintió repleta de la misma dulce sensación que experimentó tras su encuentro con Westhaven en la biblioteca. Estaban tumbados de lado, su espalda contra el pecho de él y una suave brisa se colaba por la ventana.

Notó que le ahuecaba suavemente la mano contra el pecho, pero el ritmo de su respiración permaneció invariable. Anna cerró los ojos y dejó que el placer de aquella sencilla caricia fluyera por su cuerpo. Westhaven la repitió y ella suspiró de forma audible. Entonces le rozó el pezón repetidamente.

«Tómate tu tiempo», le había dicho.

Las manos de él comenzaron a vagar por su espalda, su trasero y de vuelta a sus pechos, y Anna recordó la noche que habían pasado en aquella misma cama. Cuando también fingió estar dormida.

«Una noche malgastada», pensó con un suspiro.

—Estás despierta —murmuró Westhaven, cerrando los labios sobre el lóbulo de su oreja.

—Sí —contestó Anna, sintiendo una oleada de excitación por todo el cuerpo—. Pero no tengo ganas de levantarme y seguir con las tareas del día.

—No hay que levantarse —repuso él, deslizando la mano entre sus piernas—. Y tu única tarea es darme placer y dejar que yo te dé a ti el placer que te debo.

Ella se volvió y trató de mirarlo por encima del hombro.

—No me debes nada.

—Oh, claro que sí —la contradijo, instándola a colocarse boca abajo—. Y un caballero siempre paga sus deudas.

Anna no solía dormir boca abajo y la postura le resultó ligeramente desconcertante. No podía verlo, sólo podía sentir su mano acariciándole la espalda, bajando hacia sus nalgas, para ascender de nuevo hacia la espalda.

—Relájate. —Le besó la nuca—. Esto va a llevar un rato. Abre las piernas y disfruta.

Ella cerró los ojos y sintió la caricia de su mano, leve como la brisa, pero mejor. Sabía dónde tocar, cuánta presión ejercer, cuándo provocar y cuándo complacer. Le exploró el sexo desde atrás y volvió a levantar la mano para recorrerle suavemente los largos músculos que se extendían a cada lado de la espina dorsal. Le acarició las nalgas despacio, dedicando especial atención a la tensión presente en los músculos y depositó una ristra de besos en su nuca y sus hombros.

No debería dejarle, pensó Anna... Tardes enteras, pero no para ellos. Aquélla era su tarde, la única que tendrían, y después desaparecería, traicionando la confianza que Westhaven había depositado en ella; cogería el respeto que le demostraba y se lo tiraría a la cara.

—Ahora de espaldas, cariño —le susurró él al oído.

Ella obedeció perezosamente y entonces comenzó a explorarla de nuevo con las mismas caricias provocadoras, pero esta vez sus atenciones alternaban entre sus pechos y su rostro para descender hacia su sexo a continuación y ascender de nuevo por los hombros y el cuello nuevamente hacia los pechos.

—Separa las piernas —le pidió dulcemente, pero cuando lo hizo, pareció contentarse con seguir explorándole los pechos con la yema de los dedos. Su mano comenzó a descender muy despacio, con suavidad, hasta posarse sobre su sexo. Cambió de postura y, aunque no abrió los ojos, Anna notó su cuerpo grande meciéndose sobre ella, chupándole el pezón.

Pensó perezosamente que la estaba atormentando, provocándole una mezcla de languidez y de excitación a la que no podía resistirse. ¿Y por qué querría hacerlo? La succionó con los labios y ella hundió los dedos en el pelo de él, sintiendo que las emociones se entremezclaban con la erótica laxitud. Aquellos momentos, aquel hombre, aquellas sensaciones, cuánto valor tenía todo eso para ella.

Westhaven se detuvo y descendió, apoyando la cara en el abdomen de Anna.

—Levanta las caderas —le indicó, colocándole a continuación una almohada debajo—. En seguida comprenderás por qué. —Le acarició el vientre con la nariz, ascendió para mordisquearle la parte inferior de los pechos y después le acarició la cara interna de los muslos.

»Lo único que tienes que hacer —le dijo, descendiendo aún más— es disfrutar. Puedes pedirme que pare, pero quizá no te oiga, porque yo también tengo intención de disfrutar.

Sus palabras penetraron en la conciencia de Anna y salieron de ella como flotando. Estaba casi dormida de tan relajada que se sentía.

Pero no dormida por completo, porque, con sus caricias, Westhaven había ido provocándole una excitación que a esas alturas bullía por todo su cuerpo. Sus pechos querían sentir el contacto de su boca y de sus dedos, igual que sus nalgas y su sexo; éste lo quería a él entero. Si se lo hubiera pedido, habría accedido a copular, la excitación, los remordimientos y la laxitud estaban empatados.

Westhaven se movió y le besó los muslos abiertos. Anna experimentó una fugaz turbación. Iba a mirarla, a ver a plena luz del día partes de su cuerpo que ni siquiera ella misma se había visto.

—Eres preciosa —dijo, como si le hubiera leído la mente—, y deliciosa.

Lo que Anna sintió cuando posó la boca sobre ella fue indescriptible. Toda la dulzura, la ternura y la lánguida excitación de sus caricias previas se concentraron en el punto donde la chupaba. Delicadamente al principio, limitándose a darle un aperitivo de los placeres que podría proporcionarle. La succionó y después le lamió sus pliegues íntimos, cubriendo su sexo de sensaciones placenteras.

Pero de repente volvió a aplicarle un poco más de presión, que arrancó un suave gemido gutural a Anna.

—Puedes moverte si quieres —le dijo, rodeándole el muslo para sujetarla—. Frótate contra mí. Te sentirás mejor.

Ella levantó las caderas tentativamente, un movimiento largo y lento que apaciguó aquella agitación sorda y la intensificó al mismo tiempo. Volvió a moverse, a marcar un ritmo junto con él, para aumentar su placer. Continuaron así durante varios minutos de delicia envuelta en anhelo hasta que ese anhelo se fundió con la necesidad más apremiante.

—¿Westhaven?

¿Si no estaba bien que un hombre alcanzara el orgasmo en la boca de una mujer, le estaba permitido a ella alcanzarlo en la boca de un hombre? Quería preguntárselo, pero su mente estaba demasiado abotargada por el placer.

—Tócate los pechos, cariño —murmuró él—. Te sentirás mejor. Así.

Alargó una mano y la pellizcó suavemente. Después le buscó la mano y le cerró los dedos en torno al pezón.

No era igual que sentir sus caricias, pero tener su mano sobre la suya evocaba parte de las sensaciones. Cuando dejó de moverse para poder concentrarse mejor en lo que le estaba haciendo con su hábil boca, él le apretó suavemente los dedos sobre el pezón para instarla a que siguiera moviéndose.

—Westhaven —dijo Anna con voz ronca. «Para», quería decir, pero la palabra no acertaba a salir de sus labios. Los sentimientos que le provocaba, las sensaciones físicas se iban intensificando; una inmensa ola de placer que avanzaba inexorablemente, pero no lo bastante rápido.

—Esto te aliviará —anunció él, y Anna notó que le introducía ligeramente un dedo en el sexo. Lo hizo con cuidado, renuente a excederse, pero la ayudó a concentrar su frustración. Ella apretó los músculos vaginales en torno a su dedo y notó que Westhaven se detenía.

—Chica mala —susurró, añadiendo un segundo dedo, pero no lo bastante profundo. Cambió el ángulo de los hombros y empezó a chuparla de nuevo.

—Por favor, Westhaven, por favor...

Se arqueó contra su boca esperando, deseando, hasta tal punto era fuerte el deseo que sentía que habría suplicado si hubiera sido capaz de articular palabra. Lo hizo con el cuerpo, con las manos entre su pelo, con los suaves gemidos que escapaban de sus labios.

Comenzó a vibrar, sintiendo el inminente placer que crecía y crecía en su interior, hasta que estalló intenso, avasallador, hondo, una sensación que él alargó con su boca, sus manos y su fuerza de voluntad, empujándola sin piedad hacia lo desconocido cuando ella se habría conformado con menos, hasta que empezó a gemir y a convulsionarse con impotencia contra su boca.

—Westhaven —dijo de nuevo, revolviéndole el pelo, con la voz velada por el placer que acababa de recibir.

—Estoy aquí —murmuró él con el rostro contra su vientre.

—Cúbreme —le pidió.

Él alargó la mano para coger la sábana.

—No —se opuso Anna, tirándole del pelo—. Cúbreme con tu cuerpo. Por favor.

Una extraña petición, pero Westhaven se le puso encima y se apretó contra su pecho.

—Con todo tu cuerpo —especificó Anna con los ojos cerrados, recorriéndole los hombros y la espalda con las manos.

Él se acomodó entre sus piernas, su erección cómodamente alojada sobre el vientre de la mujer, dejando caer su peso cuidadosamente. La oyó suspirar de satisfacción. Se puso cómodo, la coronilla de ella bajo la barbilla, y dejó que su respiración se acompasara a la suya.

—Gracias —susurró Anna—. Por todo. También por esto. Gracias.