Capítulo 04
—No le he preguntado si ha podido hacer todos sus recados de esta mañana. —Dejó a un lado el Times cuando Anna le puso delante la bandeja de la comida.
—Los he hecho, sí. ¿Necesita algo más, milord?
Él la observó. Estaba de pie entre las flores del jardín trasero, con las manos sujetas delante y una expresión neutra.
—Anna —comenzó, pero se dio cuenta de que oírlo llamarla por su nombre de pila había hecho que se envarase—. Siéntate, por favor, y quiero decir que me gustaría que lo hicieras.
Ella lo hizo en el extremo de una silla, como una escolar revoltosa, con la espalda rígida y la mirada al frente.
—Me estás regañando sin decir una palabra —dijo el conde con un suspiro—. Fue sólo un beso, Anna, y me dio la impresión de que a ti también te gustaba.
Ella bajó la vista mientras el rubor le ascendía por un lateral del cuello.
—Ése es el problema, ¿no es cierto? —preguntó con un repentino acceso de lucidez—. Puede que aceptaras mis disculpas y que me trataras con condescendencia, pero disfrutaste del beso.
—Milord —replicó Anna sin levantar la vista de sus puños, apretados en el regazo—, ¿es que no puede comprender que dar alas a su... pícaro comportamiento sería buscarme la ruina?
—¿La ruina? —resopló él—. Elise va a disfrutar de una propiedad el resto de sus días, como regalo por la ruina causada por mí, entre otros. Si eso puede considerarse ruina. Yo no le arrebaté su virginidad, señora Seaton, y no soy hombre que deje tirados a otros despreocupadamente.
Anna guardó silencio, pero luego levantó los ojos. En su rostro había una expresión obstinada.
—No buscaré trabajo en otro sitio a causa de lo ocurrido entre nosotros, pero debe parar.
—¿Parar qué, Anna?
—No debería llamarme por mi nombre de pila, milord —dijo ella, levantándose—. No le he dado permiso para hacerlo.
Él se levantó también, como si fuera una dama ante la cual tuviera que mostrar sus buenos modales.
—¿Puedo pedirle permiso para llamarla por su nombre de pila, al menos cuando estemos solos?
Con gran satisfacción, se dio cuenta de que la había cogido por sorpresa. Lo consideraba un hombre demasiado autocrático como para pedir nada, lo que, una vez más, le recordó la manera en que se comportaba su padre. Pero había conseguido que lo mirara, que lo mirara de verdad, y aprovechó la ventaja.
—Me resulta imposible pensar en ti como la señora Seaton. En esta casa nadie me trata como tú, Anna. Eres amable, pero sincera, y compasiva sin ser condescendiente. Eres lo más cercano a un aliado que tengo y me gustaría pedirte ese pequeño favor.
La observó y vio que cerraba los ojos mientras una batalla se libraba en su interior, pero a juzgar por la expresión agónica de su rostro, sospechó que la victoria en aquella escaramuza iba a ser para él. Le concedería el favor que le pedía, porque se lo había pedido educadamente, lo que dejaba cierto poder en manos de ella y sólo de ella.
La vio asentir, pero la expresión de su rostro era de abatimiento.
—Y quizá tú también deberías considerarme un aliado, Anna —añadió, dejando que la preocupación, no la culpabilidad, se dejase ver en sus ojos.
Ella fijó en él una mirada tumultuosa.
—Un aliado que pone en peligro mi reputación sabiendo que, sin ella, no sería más que una indigente, o algo peor.
—No tengo intención de arruinar tu reputación —la corrigió él—. Y jamás te obligaría a hacer nada que no quisieras.
Ella se quedó de pie donde estaba y él creyó ver que un velo sospechosamente brillante le cubría los ojos.
—Tal vez, milord, acabe usted de hacerlo.
Él se quedó mirándola largo rato, tratando denodadamente de comprender aquella acusación, pero no pareció dar con una respuesta satisfactoria. Podía ofrecerle a Anna Seaton una salida, una oportunidad más allá de décadas de obedecer, recoger y servir. La deseaba y disfrutaba de su compañía fuera de la cama, algo sorprendente y que no le resultaba molesto. Sin embargo, le iba a costar llevar a cabo con éxito su seducción a causa de la reticencia que mostraba, de ese infernal sentido de la decencia que tenía.
Por el momento, se conformaría con unos deliciosos besos robados —puede que algo más que unos besos— mientras ella encontraba el valor para rechazarlo de una vez y mandarlo a freír espárragos.
Estaba reflexionando sobre todo eso delante de un vaso de limonada, cuando Val salió de la casa con cara de sueño y el pelo revuelto, el cuello de la camisa abierto y las mangas remangadas.
—Por Dios, qué calor hace. No se puede dormir —dijo, terminándose el vaso de su hermano—. Te gusta dulce, ¿eh?
—Me ayuda a tener más energía. Y como he tenido que enfrentarme a su excelencia esta mañana, creo que me lo merecía.
—¿Tan malo ha sido? —preguntó el joven, sentándose con las largas piernas cruzadas a la altura de los tobillos.
—Bastante. Quería charlar sobre lo del burdel de Fairly, pero se ha ido de aquí quejándose a gritos de la falta de nietos y de respeto.
—No parece que haya sido una conversación fuera de lo normal —comentó Val mientras John entraba con una segunda bandeja con algo que se parecía más a un desayuno.
—La señora S. me ha pedido que le diga que ésta está muy dulce, milord —informó John, poniendo un vaso delante del conde—. Y ésta menos —añadió, dejando otro vaso delante de Val.
—Creo que le echa menta —dijo éste tras un largo sorbo.
—¿La señora Seaton? —preguntó Westhaven, bebiendo de la suya—. Probablemente. Le encanta esmerarse en todas las labores domésticas.
—Pues no parecía precisamente encantada contigo al salir de aquí hace un rato.
—Valentine —espetó él, mirándolo fijamente—. ¿Me estabas espiando?
El joven señaló hacia la terraza de su dormitorio.
—Duermo ahí fuera casi todas las noches —explicó—, y no estabais susurrando precisamente. Sin embargo, estaba durmiendo hasta que ha llegado a mis oídos la parte final de una interesante conversación.
Él tuvo la decencia de quedarse mirando el vaso de limonada en medio de un largo silencio.
—¿Y bien? —inquirió el joven al cabo de un rato, sosteniendo la mirada de su hermano a la espera de su respuesta.
—Es una mujer decente, Westhaven, y dejará de serlo si te dedicas a jugar con su reputación. Lo que para ti es un placer fugaz, a ella le cambiará irrevocablemente la vida, y no podrás deshacer lo hecho. No estoy seguro de que desees cargar con algo así sobre tu asombrosamente hiperactiva conciencia, por mucho que aplauda la mejora que has experimentado en cuestión de gustos.
Él hizo girar la limonada en el vaso y se dio cuenta, con una abrumadora sensación de pesar, que Val le estaba diciendo la verdad con el talento y la elegancia que lo caracterizaban.
—Quizá deberías casarte con ella, ¿no crees? —continuó su hermano—. Os lleváis bien, la respetas y, si os casáis, se convertirá en duquesa. Ella podría hacerlo muy bien, y así apaciguarías a sus excelencias.
—No le gustaría la parte de ser duquesa.
—Podrías hacer que le mereciera la pena —repuso Val con un tono de estudiada despreocupación.
—Tendrías que oírte. Me exhortarías a que me lanzara a los brazos de una puta con sífilis con tal de que su excelencia consiguiera sus codiciados nietos.
—No, no lo haría, o no te habría puesto la posdata que te puse sobre los pasatiempos veraniegos de Elise, ¿no crees?
Él se levantó y lo miró.
—Eres molesto como una peste de proporciones bíblicas. Si no termino siendo una réplica exacta de su excelencia, se deberá en parte a tu fastidiosa influencia.
Val estaba masticando un trozo de bollo con una sonrisa de oreja a oreja, pero se las apañó para darle una ingeniosa réplica a la espalda de su hermano antes de que éste se fuera.
—Yo también te quiero.
Anna no se dejaba engañar. Después de su confrontación, el conde parecía estar guardando las distancias, pero estaba muy pensativo. Lo había pillado mirándola mientras añadía agua a las flores de la biblioteca o levantándose cuando ella entraba en una habitación. La ponía nerviosa. Se sentía como si la estuviera acechando un tigre hambriento.
El calor había ido intensificándose a medida que la semana avanzaba, acompañado de violentas tormentas nocturnas con rayos y truenos, pero sin lluvia que refrescara el ambiente. Todos en la casa bebían té, limonada o sidra fría en grandes cantidades y los lacayos se ponían la librea sólo para abrir la puerta. Los hombres llevaban la camisa remangada, el cuello abierto, y las mujeres prescindían de las enaguas.
Anna oyó el portazo de la puerta principal y supo que el conde acababa de llegar de una larga tarde atendiendo negocios en la ciudad. Le preparó una bandeja y esperó a oír la puerta del piso superior. Tuvo que ladear la cabeza para oír mejor, porque lord Valentine estaba tocando el piano. La música no sonaba alta, pero era una pieza muy emotiva y no demasiado alegre.
—Echa de menos a nuestros hermanos —comentó el conde desde la puerta de la cocina—. Más de lo que creía, como yo tal vez.
La música adoptó un registro melancólico y desesperado, más convincente por lo quedo. No era la expresión del dolor apasionado, sorprendido por la pérdida, sino de un dolor sordo, la desolación que queda después. El de las pérdidas que la propia Anna había sufrido asomaron a su corazón, amenazando con inundarla por completo, mientras el conde entraba en la cocina, mirando la bandeja dispuesta en la encimera.
Sus ojos cambiaron de dirección justo a tiempo de ver que Anna se limpiaba una lágrima furtiva.
—Ven. —La cogió de la mano y la condujo hacia la mesa. Hizo que se sentara y le dio su pañuelo, al tiempo que ponía la bandeja en la mesa y se sentaba a su lado, cadera contra cadera.
Juntos escucharon la música durante un rato largo, en el frescor que se respiraba en la cocina, envueltos en la hermosura y el dolor de la música. De repente, ésta cambió de registro. Seguía siendo triste, pero se percibía el atisbo penetrantemente dulce de la aceptación, de la paz. La muerte, parecían decir las notas, no era el final cuando había amor.
—Su hermano es un genio.
Él se reclinó contra la pared que tenía detrás.
—Un genio que probablemente sólo toca piezas como ésta a altas horas de la noche, entre putas y desconocidos. Sigue sintiéndose un poco perdido. —Deslizó los dedos entre los de ella y cerró suavemente la mano—. Supongo que como yo.
—¿Hace menos de un año?
—Sí. Victor nos pidió que guardáramos sólo seis meses de luto estricto, pero mi madre sigue llorando su pérdida. Debería haberle ofrecido a Valentine una cama hace meses.
—Probablemente no habría venido —observó Anna, girando sus manos entrelazadas para estudiar los nudillos morenos de él—. Creo que a su hermano le hace falta estar solo.
—En eso, Valentine, Devlin y yo somos iguales.
—¿Devlin es su hermanastro?
Los bastardos del duque eran, al parecer, una realidad aceptada, al menos en el seno de la familia Windham.
—Así es. —Westhaven asintió, soltándole la mano—. ¿Té, sidra o limonada?
—Lo que sea —contestó Anna, consciente de que la música había adoptado un tono más ligero. Seguía siendo emotiva, pero dulcemente esperanzada. El dolor por la pérdida no era ya tan evidente.
—Entonces limonada. —El conde se echó azúcar en la suya y después una cucharada en la de Anna y se la puso delante—. Bébetela aquí, conmigo y te contaré la historia de mi ilustre familia —dijo, sentándose de nuevo, más cerca esta vez, de modo que todo un lado de su cuerpo estaba pegado al de ella. Anna sintió el calor y el cansancio que desprendía. El conde fue describiendo a sus hermanos uno a uno, tanto los que se habían ido como los que le quedaban, legítimos e ilegítimos.
—Habla de todos ellos con mucho cariño —señaló ella—. No siempre es así entre hermanos.
—Si les tengo que reconocer algo a mis padres —replicó él, recorriendo el borde del vaso con el dedo—, es que hayan hecho de la nuestra una familia de verdad. No nos enviaron a la escuela hasta que cumplimos más o menos catorce años, y lo hicieron para que nos formáramos antes de ir a la universidad. Sea como fuere, nos habían educado extremadamente bien, por lo que no había peligro de que nos sintiéramos inferiores a nuestros compañeros. Todo lo hacíamos juntos, aunque necesitábamos un cortejo de carruajes para movernos de un lado a otro, porque, además, Dev y Maggie nos acompañaban a menudo, sobre todo en verano.
—¿Son bien recibidos entonces?
—En todas partes. Su excelencia dejó claro que las indiscreciones premaritales de un joven y viril lord no merecían censura alguna, y era una decisión irrevocable. Ayuda mucho que Devlin sea encantador, guapo y económicamente independiente, bastante rico además, y que Maggie sea bonita y bien educada, como sus hermanas.
—Eso podría incitar a otros a actuar de igual forma.
—¿Y qué me dices de ti, Anna Seaton? —El conde ladeó la cabeza para mirarla—. Tienes un hermano y una hermana, y teníais un abuelo. ¿Os llevabais bien entre vosotros?
—No —contestó ella, levantándose para llevar el vaso al fregadero—. Mis padres murieron cuando yo era pequeña. Mi hermano creció sin la supervisión de unos padres, aunque mi abuelo intentó proporcionarle la orientación que necesitaba. Mis padres se amaban profundamente, según me han contado. El abuelo nos acogió en su casa cuando murieron, pero como mi hermano es diez años mayor que yo, era bastante menos maleable. Los gritos eran algo común.
—Igual que entre mi padre y yo. —Sonrió cuando Anna se sentó de nuevo, frente a él esta vez.
—Su madre no le grita a su padre, ¿verdad?
—No. —Pareció intrigado ante esa observación—. Se limita a poner una mirada de dolor y decepción, y lo llama Percival o su excelencia, en vez de Percy.
—Mi abuelo era un maestro en ese tipo de mirada —dijo Anna con una mueca—. Me dolió mucho que me mirara así en las pocas ocasiones en que hice algo para merecerlo.
—Entonces, ¿eras una niña buena, Anna Seaton? —Y le sonrió con una luz especial en los ojos, una luz que Anna no comprendía bien, aunque no le pareció especialmente amenazadora.
—Cabezota, pero sí, una niña buena —contestó ella, levantándose de nuevo, con el vaso de él esta vez—. Y sigo siéndolo.
—¿Estás ocupada el martes que viene? —le preguntó, levantándose y apoyándose en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho mientras observaba cómo lavaba los vasos.
—No especialmente —respondió ella—. El día de mercado es el miércoles, que es cuando los hombres tienen medio día libre.
—Entonces, ¿puedo pedir que me dediques tu tiempo si hace buen tiempo?
—¿Para qué? —inquirió, mirándolo con recelo, incapaz de percibir su humor.
—Hace poco, cedí a otros el control de una de las propiedades de la familia, Monk’s Crossing —explicó—. Mi padre y yo decidimos que cada una de mis hermanas debería recibir como dote una propiedad agradable, moderadamente rentable y de preferencia cerca de Londres. Estoy buscando una que reemplace la que acabo de traspasar. Las chicas no han tenido mucha vida social este año debido a la muerte de Victor, pero al menos dos de ellas tienen posibilidades el próximo año. Me gustaría que las fincas que formarán parte de su dote estuvieran para entonces en un estado presentable.
—Entonces, ¿qué es lo que vamos a hacer el martes próximo? —preguntó Anna, cruzándose de brazos.
—Iré a ver una propiedad para una posible compra. Está en Surrey, a unas dos horas de la ciudad, y la venden por un precio sospechosamente razonable. Me gustaría que me acompañaras para realizar una valoración desde un punto de vista femenino.
—¿Qué significa eso?
El conde se apartó de la pared e hizo un gesto con la mano.
—Hay cosas en una casa en las que yo no me fijo, porque soy hombre. Las mujeres captáis determinados detalles, como si las ventanas proporcionarán suficiente ventilación, qué habitaciones serán más frías en invierno o qué chimeneas están mal situadas. Tú podrías valorar la funcionalidad de la cocina con un solo vistazo, mientras que no yo soy capaz ni de encontrar la cesta del pan.
Se acercó a ella y la miró.
—Yo puedo valorar si una propiedad está bien tasada en relación con el precio, la situación y mobiliario, pero tú puedes decirme si puede convertirse en un hogar.
—Entonces iré —asintió Anna. Estaba capacitada para la tarea, que, probablemente, no le llevaría más de una mañana—. Pero debe tener en cuenta a qué hermana va a entregársela y hablarme de ella, contarme qué es lo que le gusta y lo que no.
—Me parece justo. Podemos hablar de ello de camino.
Se fue en dirección a la sala de música, donde Val seguía interpretando piezas de distinto registro según su humor. Anna lo miró salir de la habitación, sin poder evitar apreciar la musculatura de sus estrechas caderas.
Se preguntaba cómo habían sobrevivido las damas de la buena sociedad cuando todos los hermanos Windham estaban reunidos en un mismo lugar, sobre todo con sus trajes de noche o con ropa de montar o en mangas de camisa...