Capítulo 14
—¡Milord! ¡Milord, despierte!
Westhaven trataba de abrir los ojos, acuciado por los gritos del otro lado de la puerta y los empujones que Anna le daba en el hombro.
—Gayle —susurró—. ¡Gayle Tristan Montmorency! —Ya tenía el puño cerrado para golpearlo con más fuerza cuando él le agarró la mano y le besó los nudillos.
—¡Por favor! ¡Despierte! —Sterling parecía a punto de echarse a llorar, pero el conde sólo suspiró, consciente de que a partir de ese momento iban a llamarlo «excelencia» para toda la vida.
—Escóndete debajo de las mantas —le dijo a Anna en voz baja, mientras se ponía la bata. Una parte de él daba gracias por no estar solo cuando iba a recibir la noticia de la muerte de su padre.
—Sí, Sterling —dijo, abriendo la puerta con una compostura admirable, digna de un duque.
—Un mensaje, señor —anunció el mayordomo, haciendo una inclinación de cabeza—. De lord Amery. El mensajero dice que ha habido un incendio en su nueva propiedad.
No lo había llamado excelencia, pensó, con abrumador alivio. De momento.
Pero había habido un incendio en Willow Bend.
—Haz que enganchen el coche a Pericles —ordenó—. Prepara una cesta con comida y abundante agua. Avisa a mis hermanos. Val estará en la mansión ducal. Dev estará en casa de Maggie. Que los duques no se enteren de esto bajo ninguna circunstancia, Sterling.
Esperaba que, en efecto, Devlin estuviera en casa de Maggie, pero quizá estaba en su potrero, o reunido con viejos camaradas del ejército de caballería. Leyó la nota de Douglas.
Cuando te escribo esto, los establos de Willow Bend están en llamas. No ha habido víctimas mortales hasta el momento. Me quedaré allí hasta que el fuego esté controlado. Amery.
En su cabeza daban vueltas un millar de preguntas. Cómo había comenzado el fuego, cómo se había enterado Amery, qué le habría pasado a la casa y por qué demonios tenía que ocurrir precisamente entonces.
—¿Qué ha pasado? —Anna se levantó de la cama, se puso la bata y se dirigió descalza hacia él sin hacer ruido.
—Ha habido un incendio en Willow Bend. Sólo en los establos, según la nota de Amery. Voy para allá.
—Voy contigo.
Él se sentó en la cama y la atrajo hacia sí hasta colocarla entre sus rodillas.
—No será necesario.
—La gente puede lastimarse en los incendios. Yo puedo ayudar y no quiero que vayas solo.
Él tampoco quería ir solo. Tenía muy buenos recuerdos de ella en Willow Bend, y Anna tenía razón. Aunque llevara él mismo los suministros médicos, no habría nadie allí adecuado para tratar quemaduras y otras lesiones que se podían sufrir cuando se intentaba sofocar un incendio.
—Por favor, quiero ir —suplicó, rodeándolo con los brazos.
Él se apoyó en ella, acercando la cara a la reconfortante blandura de su pecho sólo un momento. No sabía qué hacer. Debería ahorrarle el sufrimiento, pero al mismo tiempo separarse de ella durante tanto tiempo le causaba una vaga inquietud.
Parecía que la desconfianza funcionaba en ambas direcciones.
—Vístete rápido —le ordenó, dándole una palmadita en el trasero—. Y coge una muda de ropa. Los incendios son muy sucios.
Ella asintió y salió disparada hacia la puerta. Se detuvo sólo para asegurarse de que no hubiese nadie en el pasillo y salió. En su ausencia, Westhaven oyó que en algún lugar de la casa, el reloj daba las doce.
—Al menos sabemos con seguridad dónde están —dijo Helmsley mientras daba cuenta de las lonchas de beicon del desayuno.
—Lo sabemos, sí —contestó Stull, relamiéndose los labios grasientos—. Pero quién iba a pensar que el conde se llevaría a su ama de llaves para ver las consecuencias de un incendio en una de sus propiedades.
—Puede que sea algo más que su ama de llaves —comentó Helmsley.
Stull levantó bruscamente la cara y lo miró con una expresión que recordaba la de un perro al que tratan de arrebatar su comida.
—Pues más vale que no, Helmsley —repuso el barón con un resoplido—. No pienso pagar por algo usado. Y como se haya descarriado, me ocuparé de que desee no haberlo hecho.
El conde guardó silencio, deseando, no por primera vez, no haberse embarcado en aquella miserable empresa con Stull. Pero lo había hecho. Un caballero necesitaba dinero, y tenía muy pocas formas de obtenerlo.
La estancia en Londres había sido productiva. Cheevers les había sugerido que mirasen en las agencias de colocación y, con varios espías vigilando el parque, Helmsley había estado haciendo pesquisas, enseñando los retratos en miniatura de sus hermanas. En la tercera agencia reconocieron a Anna inmediatamente, pues su caso había sido memorable. Joven, sin mucha experiencia, pero obviamente bien educada, la habían colocado en la residencia del heredero de un duque, nada menos, y había resultado una espléndida elección.
Helmsley confiaba en que no demasiado «espléndida», porque Stull podía ser muy desagradable cuando le llevaban la contraria. Había visto a su hermana muy fugazmente en casa del conde la noche anterior, y su comportamiento con él, si bien natural, no le había parecido abiertamente íntimo. Confiaba por su bien que el hombre no tuviera un interés personal en su ama de llaves.
Pensó que Morgan debía de estar en otra parte, bien cuidada gracias al salario que Anna ganaba. La agencia se había mostrado de lo más comunicativa —por un precio— y así, habían averiguado que su señoría buscaba nueva ama de llaves, en este caso para una propiedad de reciente adquisición en Surrey.
El plan de Stull era sacar al conde de casa y atraerlo a Willow Bend mientras ellos aguardaban en la ciudad y le quitaban a su ama de llaves delante de sus narices. Una vez tuvieran a Anna, no les costaría sonsacarle a ésta el paradero de Morgan. Pero, igual que con los demás proyectos que Stull emprendía, aquél también se llevó a cabo con torpeza, y el resultado era que ahora tenían al magistrado buscando a unos pirómanos, algo que no era poca cosa.
Provocar un incendio, aunque sólo hubiera sido en los establos, era un delito que se castigaba con la horca, aunque los juzgarían en la Cámara de los Lores y, lo más probable, era que se limitaran a deportarlos a una colonia penal. Por enésima vez, Helmsley se preguntó por qué sus hermanas tenían que ser tan testarudas, astutas y raras, pero parecía que iba a deshacerse de ellas pronto.
Stull, cerdo codicioso, las quería a las dos, y él había aceptado creyendo que sería lo mejor para ellas, y más fácil para sí mismo, que tener que vivir con una de las dos cuando cerrara aquel desastroso negocio. Siendo sorda como era, las opciones de Morgan podían calificarse, en el mejor de los casos, de limitadas, por más que fuera nieta de un conde.
Stull se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta, se bebió lo que le quedaba de cerveza y eructó ruidosamente.
—¿Qué te parece si vamos a hablar con los vigilantes del parque? Tal vez encontremos a alguien dispuesto a controlar también la residencia urbana de Westhaven. Tarde o temprano, el ama de llaves tendrá que ir a hacer algún recado al mercado o distraerse en su medio día libre. Entonces podremos llevarnos a Anna y el conde ni se enterará.
—Una idea brillante —convino Helmsley, levantándose. La verdad es que había sido idea suya como alternativa a incendiar la residencia campestre del conde, pero el barón no solía mostrarse demasiado receptivo a las ideas de los demás cuando se le metía algo entre ceja y ceja.
Stull se frotó las manos.
—Y luego a dormir la siesta cuando más calor haga, antes de salir a pasarlo bien esta noche. ¿Qué te parece?
—Fantástico. —El conde esbozó una sonrisa. En Londres, los buenos burdeles prohibían el paso a hombres como Stull y él. Aunque poseedor de un título, Helmsley no había llegado a tomar posesión de su asiento en el Parlamento, y Stull habría votado dos veces como mucho desde que entró en posesión de su baronía. No tenían contactos. Eran caricaturas de los sofisticados lores que paseaban por la ciudad, pues carecían de su saber hacer y de su atractivo físico.
Con un poco de suerte, pronto regresaría al norte con sus hermanas, pensó Helmsley, los bolsillos llenos del dinero de Stull y la conciencia entumecida a costa de todo el alcohol que pudiera consumir sin morirse.
—Le digo que la palomita no está ahí dentro, jefe —dijo el sucio hombrecillo, mostrando su desdén por los que estaban por encima de él con cada sílaba.
—Tiene que estar ahí —insistió Helmsley, levantando las manos con gesto de desesperación—. ¿Has puesto hombres en las puertas frontal y trasera de la casa?
—Muchachos, no hombres —repuso el otro—. Los muchachos son más baratos y fiables, no les gusta tanto la cerveza y hay menos posibilidades de que desaparezcan cuando se aburren.
—¿Y dices que tus... muchachos no se han apartado de la casa en ningún momento en cuatro días? —continuó Helmsley.
—Ni un maldito minuto. La paloma no está ahí dentro, al menos la que tiene en ese retrato. Sí que entran y salen criadas y lavanderas, pero no la damita que nos ha enseñado. ¿Dónde está mi dinero, jefe?
—¡Stull! —gritó Helmsley. El barón entró en el salón que compartían moviéndose con pesadez—. Este hombre quiere su dinero.
El barón frunció el cejo, fue a su habitación y reapareció con una bolsa de terciopelo. Demasiado tarde, Helmsley se dio cuenta de que el hombre al que habían encargado la vigilancia de la residencia urbana de Westhaven miraba la bolsa de terciopelo con astucia.
—Tu dinero. —Stull lo contó cuidadosamente y se lo dejó caer en la mano desde unos centímetros más arriba—. Y ahora, vete. La chica está allí y lo sabemos. Tu trabajo consiste en decirnos cuándo sale.
—No tan de prisa —protestó el hombre con desdén—. Nos pagará ahora los cuatro próximos días también, jefe. A menos que desee recibir mi patética visita en su humilde hogar de nuevo.
Stull contó otro puñado de monedas.
—Gracias. —El hombrecillo sonrió mostrando su boca desdentada—. Si vemos a la palomita, enviaré a un chico a decírselo.
Y dicho eso, se fue, y Stull se encogió de hombros, para gran alivio de Helmsley.
—La encontraremos —dijo el barón—. Tiene un trabajo decente, probablemente gane lo suficiente como para cuidar de Morgan. Tenemos que reconocerle el mérito. Pero cuando saque la nariz de la casa de ese conde, la cogeremos y nos largaremos. Me apetece dar un paseo hasta la posada, Helmsley. ¿Podrías venir conmigo y hablarle bien de mí a la pequeña Betty?
Él esbozó una tenue sonrisa al tiempo que cogía el sombrero y los guantes. Era de la opinión de que Anna había vuelto a darles esquinazo, igual que en Liverpool, unas pocas semanas después de abandonar Yorkshire. Y no tenía intención de pasarse otros dos años persiguiéndola por toda Inglaterra, bebiendo cerveza mala y trajinándose a roñosas camareras en pos de Stull. No señor.
Anna le había dado su palabra por escrito, y él, Helmsley, se iba a asegurar de que la cumpliera o moriría en el intento. Fuera como fuese, el resultado sería el mismo: el fin de sus problemas, tanto para él como para ella.