Capítulo 10

—Tu ama de llaves oculta algo.

Dev se sentó en el sofá, se quitó las botas y estiró su cuerpo, considerablemente largo, con un suspiro.

—Y es una ama de llaves muy guapa para haberla tenido de enfermera —añadió.

—¿Es que las enfermeras tienen que ser feas? —Westhaven dejó la pluma a un lado. Su hermanastro era un residente muy distinto a Val. Dev no se encerraba en la sala de música durante horas, haciéndole saber a toda la casa dónde estaba sin que eso pareciera molestarle. Devlin iba y venía libremente, y lo mismo podía estar en la biblioteca con un libro que en la cocina, coqueteando con la cocinera y con nana Fran. Había estado acomodando a sus caballos en los establos, pero seguía teniendo tiempo libre para meter las narices en los asuntos de su hermanastro.

—Las enfermeras tienen que ser feas. —Dev cerró los ojos—. Las amantes tienen que ser guapas. Y se supone que las amas de llaves no son guapas, pero ahí tenemos a la señora Seaton.

—No te acerques a ella.

—Que no me acerque. —Devlin levantó la cabeza y miró a Westhaven—. Que no me acerque a tu ama de llaves.

—Sí, Dev. No te acerques, y no te lo estoy pidiendo por favor.

—Veo que ya empiezas a meterte en el papel de duque. —Volvió a cerrar los ojos y enlazó las manos encima del pecho—. No hace falta que promulgues un decreto. Me comportaré, porque es una mujer que trabaja para los Windham.

—Devlin St. Just. —Las botas de Westhaven golpearon el suelo con un ruido sordo—. ¿Acaso no te trajinabas a tu ama de llaves mientras ella estaba prometida con un bruto ajeno a sus actividades en Windsor?

—Muy posible. —Dev asintió pacíficamente con los ojos cerrados—. Y me quedé sin mi juguete por una cuestión de honor.

—¿Qué clase de honor es ése? Comprendo lo que normalmente se espera de un caballero, pero debo de haberme perdido la parte de trajinarse a las amas de llaves.

—Pues tú te estabas empleando con bastante entusiasmo cuando vine a buscar un libro a la biblioteca anoche —comentó su hermanastro, abriendo un ojo.

—Entiendo.

—Precisaré mis palabras diciendo que vi vuestra orgía en el sofá —añadió Dev.

—No era una orgía.

—Entonces, ¿qué estabas haciendo? —Frunció el cejo—. ¿Darle calor? ¿Contarle los dientes con la lengua? ¿Darle instrucciones a horcajadas? A mí me pareció que te estabas trajinando muy bien a nuestra querida señora Seaton.

—No lo estaba haciendo —espetó Westhaven, acercándose a la chimenea—. Estuvimos haciendo cosas sin llegar al final.

—Te creo —contestó su hermanastro—, y eso mejora las cosas. Aunque pareciera que te la estabas trajinando, sonara como si te la estuvieras trajinando y probablemente supiera igual.

—Dev...

—Gayle... —Devlin se levantó y le puso la mano en el hombro—. No te envidio los placeres, lo sabes, pero si yo os vi cuando sólo llevo aquí un día, los demás también podrían haberos visto.

Westhaven asintió, consciente de que tenía razón.

—No me importa que la señora Seaton y tú paséis un buen rato, pero si has llegado al punto en que se te olvida cerrar con llave, entonces sí que me preocupa.

—Yo no... —Se frotó la cara con la mano—. Se me olvidó cerrar con llave, pero lo que viste no es una costumbre. Y no tengo intención de convertirlo en una costumbre, pero si lo hago, cerraré con llave.

—Me parece bien. —Dev asintió, sonriendo de oreja a oreja—. Si es capaz de hacerte decir todas esas tonterías y de que te bajes los pantalones para que todo el mundo pueda verlo, esa mujer tiene toda mi aprobación.

—Creía que, a medianoche, tendría intimidad en mi propia biblioteca —refunfuñó Westhaven.

Su hermanastro se puso serio.

—No puedes dar por hecho que vayas a tener intimidad en ninguna parte. Para empezar, el duque es dueño de la mitad del personal que tienes a tu servicio y puede comprar a la otra mitad. Segundo, se te considera un soltero codiciado. Yo, en tu lugar, asumiría que no tengo intimidad ni siquiera en mi propia casa.

—Tienes razón. —Westhaven dejó escapar el aire por la boca—. Sé que tienes razón, pero no me gusta. Tendremos más cuidado.

—Tú eres el que debe tener cuidado —prosiguió Dev—. Esta mañana, estaba tranquilamente en la terraza de mi habitación, cuando he visto a tu ama de llaves hablando muy seriamente con la doncella sorda. La señora Seaton le ha advertido que Val y tú sois hombres en los que no se puede confiar y a los que no se puede pedir que incumplan la ley. He pensado que deberías saberlo.

—Te agradezco que me lo cuentes, pero detesto responder a palabras sacadas de contexto. En algunos pueblos, existen leyes que prohíben amenazar a alguien con un bastón en público y leyes que prohíben beber alcohol durante el Sabbath.

—¿Estás seguro de que la doncella no puede hablar? —insistió su hermanastro—. ¿Sabes qué le ocurrió al señor Seaton realmente y dónde se publicaron las amonestaciones? ¿Qué recomendaciones traía la señora Seaton?

—Tus preguntas son válidas, pero no puedes poner en cuestión que hace un trabajo espléndido en esta casa.

—Absolutamente espléndido —convino Dev—. Y ella y tú os achucháis en la biblioteca.

—¿Me estás diciendo que no debería casarme con ella? —preguntó Westhaven, tratando de encontrarle un punto chistoso a una situación que era muy seria.

—Puede que tengas que casarte con ella obligatoriamente, a juzgar por lo de anoche —le espetó Devlin—. Pero asegúrate de que sabes quién es realmente la mujer con la que tienes una aventura, antes de que ésta llegue a oídos del duque.

Consciente de que después de aquella conversación no iba a trabajar más, Westhaven salió de la biblioteca en busca de su ama de llaves. No podía saber con seguridad si lo estaba evitando otra vez, pero lo cierto era que no la había visto en todo el día. La encontró en el salón de su habitación y cerró la puerta sin darle tiempo siquiera a levantarse y hacerle una inclinación.

—Me gustaría que no lo hicieras —dijo él, rodeándola con los brazos.

Anna se envaró de inmediato.

—Y a mí me gustaría que tú no hicieras esto —replicó ella, apartando la cara cuando intentó besarla.

—¿No quieres que te abrace? —preguntó, besándola en la mejilla.

—No quiero que cierres la puerta, ni que te tomes libertades, no quiero que me abordes con intenciones inmorales —contestó, con los dientes apretados.

Él dejó caer los brazos y la miró con curiosidad.

—¿Qué pasa?

—¿Qué pasa con qué? —Anna se cruzó de brazos.

—Anoche bien que querías que lo hiciera, Anna Seaton, y es totalmente aceptable que tu patrón quiera hablar de un par de cosas contigo en privado. Dev me ha dicho que te ha visto hablar acaloradamente con Morgan después de comer. ¿Te preocupa algo? ¿Tiene que ver quizá con esos secretos a los que te referías anoche?

—No debería haberte dicho nada —dijo Anna, descruzando los brazos—. Sabes que tengo la intención de buscar otro trabajo, milord. Me preguntaba si me habrías escrito ya esa carta de recomendación que me prometiste.

—Lo he hecho. Pero como Val aún no ha vuelto, está en mi mesa. Me diste tu palabra de que tendríamos el resto del verano, Anna. ¿Tan pronto vas a incumplir tu promesa?

Ella se apartó, lo que para Westhaven fue respuesta suficiente.

—Sigo aquí.

—Anna... —Desde detrás, le rodeó la cintura—. No soy tu enemigo.

Ella asintió una vez, entonces se volvió dentro de sus brazos y ocultó el rostro contra su pecho.

—Es que estoy... disgustada.

—Prerrogativa de una dama —murmuró él, acariciándole la espalda—. El calor nos afecta a todos y mientras yo me he pasado una semana tocándome las señoriales narices por enfermedad, tú has tenido que estar en pie a todas horas.

Ella no lo contradijo, pero sí inspiró profundamente y se apartó.

—No quería disgustarte —susurró él con una sonrisa, que Anna le devolvió justo cuando la puerta se abría.

—Discúlpeme, milord —dijo Stenson, estirándose todo lo que le permitía su estatura, bastante poco impresionante de por sí, miró con desdén a Anna y cerró de nuevo la puerta.

—Oh, Dios mío —se lamentó ella, dejándose caer en el sofá—. Lo que faltaba.

Él frunció el cejo, desconcertado.

—Ni siquiera te estaba tocando. Había unos buenos sesenta centímetros de distancia entre los dos y ha sido Stenson quien ha obrado mal. Debería haber llamado.

—Nunca lo hace —suspiró Anna—, y no nos estábamos tocando, pero nos mirábamos de una forma en que una ama de llaves y su patrón no se mirarían.

—¿Lo dices porque te estaba sonriendo?

—Y yo te estaba sonriendo a ti. Pero no era la sonrisa de una ama de llaves.

—Puede ser, pero, aun así, no ha sido más que una sonrisa.

—Necesitas un mayordomo, Westhaven —concluyó Anna, levantándose y acercándose a él.

—Cualquier criado puede abrirles la maldita puerta a las visitas. ¿Para qué necesito una boca más que alimentar?

—Porque el rango de un mayordomo es superior al de ese bufón servil. Te será fiel en vez de obedecer al dinero del duque y velará por que el resto del personal masculino cumpla también las normas.

—Tienes razón.

—Otra alternativa sería deshacerte de Stenson —continuó ella—, o tener a tu hermano siempre de viaje por el país con él detrás.

—Supongo que si Stenson ya está de vuelta, Val no puede andar muy lejos —observó Westhaven.

—Lo he echado de menos —comentó Anna, ligeramente desconcertada por haberlo admitido, pero lo dejó estar.

—Yo también —convino él—. Echo de menos su música, su irreverencia, su sentido del humor... ¿Qué tal se está adaptando Dev?

Ella se dirigió a la puerta y la abrió antes de responder.

—Supongo que bien —contestó, arreglando un ramo de lirios—. Aunque no duerme mucho y no parece seguir una rutina.

—Se adaptará —repuso el conde—. ¿Me avisarás cuando regrese lord Valentine?

—No hará falta —dijo Val, entrando en la habitación—. He vuelto y me alegro. Hace un calor horrible para viajar, y Stenson no quería hacerlo de noche. No es un sirviente muy sumiso, qué quieres que te diga, aunque es capaz de dejar relucientes unas botas llenas de barro.

—Y tú —replicó Westhaven abrazándolo—, se acabó lo de irte de casa a toda prisa, señor. No sabemos vivir sin tu música y sin tu diabólica capacidad para mantener la moral alta.

—No viajaré más —confirmó el joven, separándose de su hermano—, al menos hasta que remita el calor. Pero yo venía buscando a la señorita Morgan.

—Estará en la cocina —sugirió Anna—. O leyendo en el granero, probablemente. Ahora que se cena más tarde, tiene tiempo libre antes de que anochezca.

—¿Val? —El conde lo detuvo poniéndole la mano en el brazo—. Quiero que sepas que, en tu ausencia, le he pedido a Dev que se quede con nosotros. Él no tenía personal doméstico y nosotros teníamos espacio.

—¿Devlin está aquí? —Una gran sonrisa apareció en los labios de Val espontáneamente—. Pero qué buena idea, Westhaven. Ya que estamos obligados a quedarnos en la ciudad con este calor, al menos disfrutaremos de buena compañía, y del concienzudo cuidado de la señora Seaton.

Y dicho esto, salió de la habitación, dejando a Anna y al conde con una sonrisa.

—Me alegro de que haya vuelto sano y salvo —confesó Westhaven.

—¿Tres para cenar en la terraza entonces? —preguntó ella, en su papel de concienzuda ama de llaves.

—Tres, y quisiera hablar contigo de un asunto práctico.

—La cena es un asunto práctico.

—La cena es... sí, bueno, de acuerdo. —Miró hacia la puerta y continuó—: He hecho un pedido de muebles para Willow Bend, pero también harán falta cortinas, alfombras y todo eso. Me gustaría que tú te encargaras de ello.

—¿Quieres que me ocupe de esas cosas? ¿No sería más adecuado que lo hiciera tu madre o una de tus hermanas?

—Su excelencia va y viene entre la ciudad y Moreland, y está ocupada organizando las fiestas de su casa de veraneo. Mis hermanas carecen de experiencia y yo no tengo aguante para trabajar con ellas en un proyecto de esta naturaleza.

—Pero una de ellas va a ir a vivir a esa propiedad. No creo que mis gustos coincidan con los de una mujer a la que no conozco.

—En efecto —admitió él con una sonrisa—. Porque tus gustos serán mejores.

—No deberías decir esas cosas —se quejó Anna con el cejo fruncido—. No es propio de un caballero.

—Es propio de un hermano y es la verdad. Hasta yo sé que el color salmón y el morado no combinan bien, pero ése es el tipo de cosa que mis hermanas considerarían «audaz» o algo por el estilo. Y no dejarían de darme el tostón, mientras que tú, como sé de primera mano, eres capaz de convertir una casa en un hogar sin necesidad de instrucciones de su dueño.

—Me encargaré de ello —asintió Anna, levantando el mentón—. Allá tú si la casa acaba pareciéndose a uno de esos caprichos del regente. ¿Qué clase de muebles has encargado?

—¿Por qué no terminamos la conversación en la biblioteca? —sugirió él—. Puedo hacerte listas y planos y discutir sobre el asunto sin que me oiga todo el personal y mis dos hermanos.

—Deja que vaya a hablar con la cocinera y en seguida estoy contigo.

—Veinte minutos.

Westhaven subió a su habitación, donde sin duda encontraría a Stenson ocupándose de lo que otros habían estado haciendo durante su semana de ausencia.

—¿Señor Stenson? —El conde entró sin llamar (¿por qué habría de hacerlo?) y pilló a su ayuda de cámara olisqueando un pañuelo de cuello que él había dejado colgado sobre el espejo del tocador—. ¿Qué demonios está haciendo?

—Soy su ayuda de cámara, milord. —Hizo una profunda reverencia—. Es obvio que tengo que estar en sus aposentos, ocupándome de sus cosas.

—Se mantendrá lejos de aquí y se ocupará de lord Val y del coronel St. Just.

—¿El señor St. Just? —repitió el hombre con el mismo tono que si hubiera dicho «¡Ese maldito bastardo!». Dev se lo iba a pasar en grande poniendo al ayuda de cámara en su sitio, por lo que Westhaven añadió unas cuantas quejas más sobre los malos modales que exhibían las clases bajas, que no se molestaban en llamar a una puerta cerrada, y se fue.

Cuando regresó a la biblioteca, no se puso inmediatamente con la lista de muebles que había pedido para Willow Bend. En vez de eso, redactó una orden de pedido para que se cambiaran todas las cerraduras de las habitaciones del piso superior y que se hicieran sólo dos juegos de llaves, uno para él y sus hermanos y otro para su ama de llaves.

Olisqueando su pañuelo, por el amor de Dios. ¿Qué demonios se traía entre manos ese Stenson?

Se olvidó del asunto durante las dos horas que pasó hablando afablemente con Anna sobre asuntos relativos a Willow Bend. Charla que fue seguida por una cena igualmente agradable con sus dos hermanos, durante la cual se dio cuenta de que llevaban sin cenar todos juntos desde la muerte de Victor.

—¿Me vais a ayudar con mis caballos o qué? —preguntó Dev, cuando estaban ya con las chocolatinas y el brandy.

—Si insistes... —Val se llevó su copa a la nariz—. Aunque el viaje desde Brighton me ha dejado tremendamente cansado.

—Yo no tengo problema en ayudar. Pericles está capacitado para hacer pequeños esfuerzos con este calor, pero si tengo que madrugar, será mejor que me vaya a la cama —dijo Westhaven, levantándose—. Os doy las gracias, caballeros, por mantener ocupado a Stenson, aunque me parece que no le agrada especialmente su nueva tarea.

—Mis camisas sí lo van a agradecer —comentó Dev—. Es tremendamente incómodo tener que llevar a todas horas chaleco y chaqueta, para ocultar el nefasto estado de las costuras.

—Y yo me he metido en todos los charcos que he encontrado desde Brighton hasta Londres para mantenerlo ocupado.

—Tengo unos hermanos que no merezco —comentó Westhaven, marchándose con una sonrisa.

—Dime la verdad —empezó Dev, alargando la decantadora hacia Val—. ¿Te apetece venir a montar con nosotros porque crees que a Westhaven le vendrá bien? ¿Igual que piensas que su ama de llaves le ha venido bien?

El joven sonrió, haciendo girar la copa sobre el mantel de lino.

—Nos vendrá bien a todos estar juntos y vivir aquí, aunque sea sólo durante un tiempo. Lo que sí creo es que llevo demasiado rato aquí sentado, tomando el aire nocturno. —Se levantó y miró a su hermanastro enarcando una ceja—. ¿Damos un paseo?

—Muchacho —dijo Dev con una sonrisa de oreja a oreja—, he oído rumores sobre ti.

—No me cabe duda —contestó Val con desenfado, mientras echaban a andar—. Pero no son nada en comparación con lo que se oye sobre ti.

—Esos cotilleos suelen ser ciertos —declaró Devlin sin un ápice de modestia, conforme se acercaban a los establos—. Pero ¿qué demonios hacemos caminando a oscuras en mitad de la noche?

Val se volvió y lo miró a la luz de la luna.

—Aprovechar para recordarte que no hagas comentarios despectivos sobre la señora Seaton o su relación con Westhaven donde te puedan oír. ¿Sabes lo que trató de hacer el duque con su última amante?

—He oído hablar de Elise. Entonces, ¿estás al corriente de la situación entre él y la señora Seaton?

—Está considerando la posibilidad de casarse con ella —respondió Val—. O eso creo. Desde luego, los dos sienten un interés mutuo.

—Me parece que es algo más que simple interés —comentó Dev, frotándose la barbilla—. Anoche estaban trabajando en la sucesión del conde cuando me topé con ellos en la biblioteca.

—Dios mío. Yo me los he encontrado en la sala de estar de ella esta tarde, con la puerta abierta y las manos perfectamente a la vista, pero se miraban con ojos de enamorados.

—Su excelencia estará encantado —auguró su hermanastro con un suspiro.

—Será mejor que su excelencia no se entere —advirtió Val—, a menos que quieras que Westhaven pierda todo el interés.

—Gayle no sería tan estúpido, pero es un cabezota —dijo Dev, rodeando cariñosamente los hombros del joven—. Esto va a ser muy entretenido, ¿no crees? No estoy seguro de que el cortejo de nuestro hermano sea bien acogido, y encima tiene que proceder con sigilo para ganarse a su dama sin que el duque se entere. Y tenemos asientos de primera fila.

—Una suerte —opinó Val—. ¿Para ponerse a trabajar en el asunto de la sucesión, no es necesaria una buena acogida por parte del pretendiente?

Devlin esbozó una amplia sonrisa con picardía.

—Ése, querido muchacho, es un error común entre los hombres locamente enamorados de este mundo. Pero ¿qué pasa con ellas? Pues que les gusta vernos en ese estado de aturdimiento, ¿sabes?

—Es una trompetilla para sordos —explicó Val. Morgan enarcó una ceja y él le sonrió para tranquilizarla—. Mucha gente incapacitada acude a Brighton a tomar el aire del mar —continuó—. Por eso se ven muchos más avances médicos por allí. Le hablé a un par de médicos de tu pérdida de audición, y también lo he comentado con Fairly. Le gustaría examinarte, aunque no está especializado en el campo de la sordera.

La chica intentó que sus ojos no traicionaran sus emociones, pero le resultaba muy difícil, puesto que los ojos era lo que empleaba para expresar lo que no podía decir con palabras. Estaba algo más que encaprichada con aquel hombre, con su amabilidad y su generosidad, la aceptación de su discapacidad y el cariño que sentía hacia los suyos. Era como debería ser un hermano: decente, generoso, considerado y alegre.

—¿Quieres que lo intente yo? —le preguntó, levantando el tubo. Tenía la forma cónica y retorcida de un cuerno de los que se empleaban antiguamente para beber. Tomó suavemente a Morgan por los hombros y le apartó el pelo hacia un lado. Ella notó el extremo del tubo dentro de la oreja.

—Hola, Morgan. ¿Me oyes?

Ella se volvió hacia él, boquiabierta.

—Te oigo —susurró, incrédula—. Oigo tus palabras. Dime más cosas. —Se volvió otra vez y esperó a que le volviera a poner la trompetilla en la oreja.

—Intentémoslo con el piano —sugirió Val, y Morgan oyó lo que decía, o mucho más de lo que oía antes. No podía verle la boca cuando le hablaba a través de la trompeta, lo que significaba que oía. Notaba una especie de cosquilleo en el oído y mucho más.

—Lo recuerdo.

—No se te ha olvidado hablar —comentó él a través de la trompeta—. Creía que quizá se te habría olvidado. Ven, deja que toque algo para ti.

La cogió de la mano y fueron corriendo hacia la casa, dejando a sir Walter Scott olvidado sobre el heno. La llevó directamente a la sala de música, cerró la puerta y Morgan se sentó en lo que ella consideraba su taburete. Era alto, como los taburetes de las casas de cerveza, y se sentó junto al piano. Val cogió la trompeta y posó el orificio ancho de salida sobre la tapa del mismo. Luego se inclinó para acercar el oído al orificio estrecho del otro extremo.

—Inténtalo así.

Morgan se sentó en el borde del taburete y acercó el oído al tubo con cuidado. Val tomó asiento entonces en el banco y comenzó a tocar un movimiento lento de Beethoven, buscando la mirada de ella al cabo de varias notas.

—¿Lo oyes?

La joven asintió, con ojos resplandecientes.

—Entonces, escucha esto —dijo, antes de lanzarse a tocar un jubiloso movimiento final del mismo compositor.

Morgan soltó una carcajada, un sonido oxidado y algo áspero de felicidad y placer que hizo que Val tocara con más entusiasmo. La chica se acomodó mejor en el taburete con la trompeta en el oído y los ojos cerrados, y se dejó llevar.

Se equivocaba. No estaba enamorada de Val Windham. Lo que sentía por él era un respeto que rayaba la adoración. Él le había llevado la música y la sensación ya olvidada de la voz humana a los oídos. Tan sólo con un simple tubo de metal y pensando en ella.

—Dios bendito. —Dev miró a Westhaven, que estaba al otro lado de la biblioteca—. ¿A qué se debe el prodigio?

Su hermanastro levantó la vista de la correspondencia y se concentró en los alegres acordes que resonaban por toda la casa.

—Está contento —contestó sonriendo—. No lo había oído tocar con esa alegría desde la muerte de Victor. Tal vez no lo haya oído tocar con tanta felicidad nunca... Suele mantenerse alejado de Beethoven, pero si no estoy equivocado, eso es lo que está tocando. Dios mío...

Dejó las cartas y se limitó a escuchar. Val era capaz de improvisar tonadas tan tiernas y melodiosas que harían llorar a cualquiera y podía ser también un consumado músico de cámara. Su teclado destilaba distinción, humor y elegancia. Se sabía todas las canciones de borrachos villancicos, himnos y tonadas populares, pero aquello era una interpretación impetuosa, rebosante de emoción y sentimiento.

«Y lo toca a las mil maravillas», pensó Westhaven, asombrado. Sabía que su hermano tenía mucho talento y que era trabajador, pero en aquellos momentos se dio cuenta de que era asimismo brillante. Mejor que cualquier otro Windham en cualquiera que fuera la disciplina, conmovedoramente dotado.

—Dios mío, qué bien toca —exclamó Dev—. Mejor que bien.

—Si su excelencia pudiera oír esto —comentó Westhaven—, no volvería a hablar con desprecio de nuestro hermano menor.

—Calla —lo interrumpió Devlin, frunciendo el cejo—. Sólo escucha.

Val siguió tocando, una pieza tras otra, en un recital de alegría exuberante. En la cocina, los preparativos para la cena se detuvieron. En el jardín, dejaron de arrancar las malas hierbas. En los establos, los mozos se detuvieron a escuchar, maravillados, apoyados en sus horcas. Poco a poco, la música se fue suavizando hasta adoptar un tono de serena belleza y una alegría más calmada. Cuando los últimos rayos del sol de la tarde atravesaban los jardines traseros, el piano calló finalmente, pero toda la casa había recibido el influjo de la alegría de Val.

En la sala de música, el joven notó una sensación extraña en el pecho al ver cómo Morgan le sonreía. Se preguntó si sería lo que experimentaban los médicos cuando salvaban una vida o traían a un nuevo ser al mundo, un júbilo y una humildad tan enormes que lo desbordaban.

—Gracias —susurró ella con una radiante sonrisa—. Gracias, gracias.

Le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza. Él le devolvió el abrazo. Había momentos en que las palabras sobraban, y al tener aquel delgado cuerpo contra el suyo, Val sólo podía dar gracias a Dios por habérsele ocurrido comprar aquella trompetilla. Soltó a la chica y vio que le devolvía el aparato.

—Quédatelo —le indicó él, pero ella negó con la cabeza.

—No puedo —respondió con claridad.

—Pues tenlo aquí —sugirió Val—. Al menos, puedes usarlo cuando hablemos o cuando quieras oírme tocar. —Lo dejó encima del piano, confuso y no poco dolido al ver su reticencia a aceptarlo. La primera vez que se le ocurrió que podía serle útil, fue al ver a un grupo de viejas damas paseando por Brighton, con sus trompetillas colgando del cuello con una cadenita.

Morgan asintió con solemnidad, pero guardó el aparato dentro del banco del piano, donde nadie pudiera verlo.

—¿No quieres que lo sepan los demás? —adivinó Val.

—Aún no —contestó ella, mirando fijamente la tapa del banco—. Una vez pude oír —añadió, bajando tanto la voz que Val tuvo que inclinarse para escucharla—. Estábamos atravesando los Apeninos cuando me ocurrió, algo cambió aquí dentro —dijo, señalándose la oreja izquierda—. Pero a la mañana siguiente, al despertar, volvía a no oír otra vez. ¿Podemos probar de nuevo mañana?

—Claro que podemos. —Val sonrió al comprender—. El oído se te abrió debido a la altitud. Cuando descendisteis, se volvió a cerrar.

Ella lo miró confusa y desvió la vista.

—Aunque no pueda oír mañana... —encorvó los hombros al pensar en la horrible posibilidad—, te doy las gracias por lo de hoy, lord Valentine. Jamás olvidaré tu amabilidad.

—Ha sido un placer —repuso él con una sonrisa radiante—. ¿Dejarás que lord Fairly te eche un vistazo?

—Un vistazo nada más —convino, encorvando aún más los hombros—. Nada de tratamientos. ¿Vendrás conmigo?

—Iré. Westhaven confía en él. Eso debería darte seguridad.

—Tendrá que ser pronto —añadió Morgan, mordiéndose el labio.

—Iré a buscarlo en los próximos días. Últimamente casi siempre está en casa y yo me vuelvo loco por sus pianos.

La joven asintió y se marchó, pero su alegría se empañó al recordar los planes de Anna. Había pasado casi una semana desde que recibieron la carta de la abuela; una semana muy agradable a pesar del calor. Morgan sabía que el conde tenía algo que ver con el buen humor de su hermana. Ésta seguía preocupada —Anna había nacido para preocuparse—, pero también tarareaba de vez en cuando y la abrazaba cuando no había nadie delante, y sonreía cuando se quedaba con la mirada perdida en el vacío, pensando en algo.

Dios bendito. Morgan se detuvo en seco. ¿Qué iba a decirle a Anna? ¿Cuándo se lo iba a decir? Dejaría pasar uno o dos días más, porque la mejoría podía ser ilusoria. A veces, notaba que oía mejor cuando había tormenta, pero una vez cambiaba el tiempo, volvía a su estado anterior. Peor que la pérdida de oído era la pérdida del habla.

No se había dado cuenta de lo relacionadas que estaban las dos cosas hasta que dejó de oír. Perdió la capacidad de regular el volumen de su voz y lo mismo susurraba que, lo que era aún peor, gritaba cuando creía que estaba hablando a un volumen normal. Al final se dio por vencida, hasta el punto de que le daba miedo intentar hablar de nuevo; los patrones del habla le resultaban irreconocibles a sus labios, a sus dientes, a su lengua.

Pero todo eso podía cambiar a partir de esa fecha, pensó. Si la trompeta seguía funcionando al día siguiente, todo podría cambiar.

Anna se levantó de la cama pensando en lo bien que había ido la semana. Había amanecido un nuevo, aunque achicharrador, día de verano, y había disfrutado mucho decorando Willow Bend. El conde había elegido unos muebles sorprendentemente bonitos y cómodos, adecuados para una casa de campo que también podría hacer las veces de vivienda principal, servir no sólo como retiro veraniego.

Él le había hecho algunas sugerencias sobre los planes decorativos del tipo «evita el morado, por favor» o «nada de alusiones a Egipto. Mis hermanas ya tienen bastante imaginación», pero a Anna eso no le había parecido extraño. Al conde le gustaban las cosas sencillas, alegres y confortables, igual que a ella. Los muebles eran fáciles de combinar, de limpiar y mantener, y lo mejor, cómodos para la vida diaria.

Y cuando sentía un aguijonazo de envidia al pensar que otra mujer, una mujer a la que Westhaven quería, iba a vivir en Willow Bend, Anna lo ignoraba. Como ignoraba el nerviosismo que le producía la advertencia de su abuela. Llegó a un pacto consigo misma: seguiría ocupándose de la decoración de Willow Bend hasta que llegaran las cartas de las agencias. Disfrutaría de las atenciones del conde hasta que tuviera que irse. Dejaría en paz a Morgan hasta que supiera con certeza cuándo y dónde irían...

Parecía que su vida se componía de una serie de pactos consigo misma que no podía cumplir, mientras en la casa la vida seguía su curso sin que tuviera que prestarle atención.

Los varones Windham habían cogido la costumbre de salir a montar a caballo por el parque por la mañana temprano. A veces se llevaban a Pericles y otras dos monturas más jóvenes, y otras, dejaban al caballo descansando en el establo, con una buena ración de heno. Los jinetes regresaban hambrientos y de buen humor.

Devlin St. Just poseía una capacidad innata para bromear y tenía un sentido del humor contagioso. Cuando en la residencia sólo estaban lord Val y el conde, parecía como si su pena compartida hubiera expulsado todo lo demás. Con la llegada de Devlin St. Just, las bromas, los juegos de palabras, los chistes y las insinuaciones maliciosas fluían entre los tres hermanos. Para Anna, el humor era el equivalente conversacional de un ramo de flores. Agradaba a la vista y dotaba de calidez y belleza un espacio vacío.

Sin embargo, el coronel St. Just la miraba con un brillo calculador en los ojos que no poseían ni el conde ni lord Val. El hombre era bastardo y medio irlandés, lo que habría sido motivo para que lo tuviera muy difícil en la vida, pero su padre era duque, por lo que era bien aceptado en sociedad.

Aceptado, pero no bien recibido, pensó Anna. Esa diferencia confería a St. Just una naturaleza más dura que sus hermanos. De algún modo, era un marginado y por eso Anna quería tenerle simpatía, pero sus ojos verdes se mostraban distantes cuando la miraba y ella no podía evitar recelar.

Aun así, apoyaba al conde, estaba orgulloso del talento musical de Val y le caía bien al personal. Siempre dejaba limpio su plato, coqueteaba desvergonzadamente con nana Fran y cantaba de vez en cuando para la cocinera con una melodiosa voz de barítono. En una palabra, era encantador, incluso con Morgan, que normalmente salía de la estancia tan rápido como ella misma cuando el coronel empezaba con sus disparates.

—Hola, querida mía. —Westhaven entró tranquilamente en su salón privado y volvió la mirada hacia la puerta como si pensara cerrarla.

—Buenos días. —Anna se levantó sonriendo a su pesar, porque allí estaba el más guapo de los hermanos Windham, el heredero, y deseaba casarse precisamente con ella—. ¿Qué te trae por mi salón en este bonito día?

—Tenemos que hablar de un asunto doméstico. —Su sonrisa se difuminó un poco—. ¿Puedo sentarme?

—¿Voy a por el servicio de té? —preguntó ella, frunciendo el cejo, al darse cuenta de que él quería ponerse cómodo, lo que no estaría bien por muchas razones.

—No, gracias. —El conde se sentó en el sofá del centro y apoyó el brazo a lo largo del respaldo, cruzando un tobillo sobre la rodilla contraria—. ¿Cómo vas con el proyecto de Willow Bend?

—He pedido cortinas, alfombras, espejos y piezas menores de mobiliario, como mesillas de noche, escabeles y cosas por el estilo —respondió ella, aliviada al comprobar que era un tema simple—. Te va a costar una pequeña fortuna, te lo advierto, pero creo que te complacerá el resultado.

—Complacer es bueno. ¿Cuándo estará lista?

—Ya han entregado gran parte de las cosas. El resto debería llegar en los próximos días. Creí entender que había cierta urgencia.

—Así es. Quiero que quede todo listo antes del otoño, época en la que mi querido padre me arrastra al campo a cazar.

—Si no quieres cazar, será mejor que organices algo con tus hermanos, así, cuando tu padre te llame, ya tendrás planes.

—Me pondré a ello ahora mismo.

—¿Y has hecho algo sobre el tema del mayordomo? Stenson está más necesitado que nunca de supervisión.

Él estalló en una carcajada ante sus palabras y se levantó negando con la cabeza.

—Selecciona a unos cuantos candidatos —ordenó—. El requisito más importante que deben cumplir es que sean capaces de mantenerse firmes ante las maniobras de persuasión del duque. Estaré disponible el lunes y el miércoles, el martes tengo citas todo el día. Espero que me acompañes a Willow Bend el jueves.

—¿Yo? —Anna se levantó también, asaltada por los recuerdos. Westhaven bebiendo champán de la botella, sentado en el suelo del salón, su mano deslizándose sobre la piel desnuda de su trasero en la oscuridad, la rosa que cortó para ella...—. No creo que sea sensato.

—Claro que lo es —la contradijo él—. ¿Cómo voy a saber qué mesa y qué cortinas corresponden a cada habitación si no?

—Puedo escribírtelo o puedo ir cuando tú no estés —sugirió.

—Soy el dueño, Anna —repuso, mirándola con consternación—. ¿Y si no estoy de acuerdo con alguna de tus decisiones? ¿Tendremos que ir allí varias veces en días alternos hasta que resolvamos nuestras diferencias?

Ella admitió que era una estupidez, pero no lo dijo en voz alta.

—No tendrás miedo, ¿verdad? —preguntó él, ladeando la cabeza con el cejo fruncido—. No hay muchas probabilidades de que volvamos a quedarnos allí atrapados por otro monzón, pero podemos llevar el coche grande si así te sientes más segura.

—Esperemos a ver qué tiempo hace. —Quería asegurarse de todo—. ¿Quién trasladará las cosas?

—Los habitantes del pueblo están dispuestos a obedecer las órdenes del conde a cambio de dinero. Gran parte del trabajo habrá que hacerlo antes de que lleguemos, pero quiero que veas el resultado final.

—Muy bien. El jueves, pues.

—Y también quería preguntarte por qué te quedas callada cuando St. Just está presente. —Se acercó un poco más a ella y esperó la respuesta.

—Al coronel no le hago mucha gracia. Es una opinión que ha dejado clara de forma tácita y está en su derecho.

—Le gustas —dijo él, bajando la cabeza para darle un beso en la mejilla—. Puede que no confíe en ti, pero lo más probable es que, simplemente, me envidie porque yo te vi primero.

Anna enarcó las cejas, atónita, pero el conde desapareció rápidamente, atraído sin duda por el olor a beicon, bollos y tortilla del salón del desayuno, pero especialmente por el sonido de la risa de sus hermanos.