Capítulo 01

Gayle Windham, conde de Westhaven, disfrutaba relajadamente de lo que más placer le proporcionaba: la soledad, la paz y la tranquilidad.

Los mejores planes eran los más sencillos, pensaba, mientras se servía un dedo de brandy. Su hermano había tenido una idea brillante al sugerirle que lo que tenía que hacer era ocultarse a plena vista. Para un hombre soltero, por si fuera poco, heredero de un ducado, era una batalla perdida eludir a las resueltas debutantes de la buena sociedad y a sus depredadoras madres. Recibía invitaciones de todas partes y una norma básica de la etiqueta exigía que se dejara ver en todas partes.

«Pero este verano, no.» Sonrió complacido. Por una vez, pensaba quedarse a pasar el verano, aquel año especialmente abrasador, donde estaba, en los desiertos confines de Londres. No estaba hecho para el interminable rosario de fiestas, paseos en yate y demás reuniones sociales que tenían lugar en las residencias campestres de los miembros de la alta sociedad.

Su padre frecuentaba también ese ambiente y Westhaven sabía bien que era mejor no darle ventaja.

El duque de Moreland era un viejo taimado, resuelto y sin escrúpulos. Su objetivo en la vida era conseguir que su heredero se casara y tuviera hijos varones, pero Gayle se enorgullecía de ser más listo que él. Hasta el momento, su padre ya le había concertado un matrimonio que la familia de la dama en cuestión había impedido en el último momento. Con una vez bastaba. Era un hijo respetuoso y obediente, consciente de sus responsabilidades, un hermano en el que se podía confiar, un heredero que se ocupaba de las propiedades y de las inversiones en calidad de apoderado de su padre. Sin embargo, lo que no haría sería dejarse coaccionar para que se casara con una petulante muñequita a la que cubriría como si fuera un perro en celo para que le diera hijos.

El placer de pasar los días y las noches sin preocuparse por tener que asistir a algún aburrido acto público, empezaba ya a levantarle el ánimo, normalmente reservado. Se sorprendió fijándose en las cosas, en el aroma a rosas y madreselva que flotaba en el interior de su residencia urbana, o en el ramo de flores colocado dentro de una chimenea, apagada en esa época del año, con el mero propósito de alegrar la vista. Sus comidas a solas le resultaban más sabrosas. Dormía mejor entre las sábanas perfumadas de lavanda de su cama. Tarde por la noche, oía a algún vecino tocar el piano, y también ecos de risas procedentes de su propia cocina por la mañana temprano.

«Habría sido un monje ejemplar», pensó, contemplando el jarrón de rosas situado entre los morillos de la chimenea fría. Claro que los monjes no disfrutaban de excesiva soledad y no tenían acceso recreativo al bello sexo.

Una recatada exponente de este último entró en silencio en la biblioteca, le hizo una breve reverencia y se dispuso a rellenar de agua los jarrones de flores que adornaban la estancia. Westhaven la observó moverse en silencio y se preguntó cuánto tiempo llevaría trabajando en su casa. Era una mujer bonita, de movimientos elegantes, que despedía un aire de eficiencia.

La doncella se detuvo ante las flores de la chimenea, alargó la mano por encima de la rejilla protectora y llenó el jarrón. «¿A quién se le habrá ocurrido poner flores en una chimenea vacía?», se preguntó él distraídamente, pero entonces se dio cuenta de que la joven se estaba demorando demasiado en su tarea.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

No tenía intención de parecer irritado, pero así fue como debió de sonar, porque la chica dio un respingo y se encogió, atemorizada. Pero, sin embargo, no se enderezó, hizo una reverencia y le dejó a solas con su brandy.

—¿Ocurre algo? —preguntó de nuevo más despacio, consciente de que, a veces, el nivel de comprensión de los sirvientes era limitado. La joven dejó escapar un extraño sonido, algo así como un gimoteo, sin decir nada, tan sólo aquel indicio de consternación. Permaneció donde estaba, inclinada sobre la rejilla de la chimenea con la jarra de agua en la mano.

Westhaven dejó la copa en una mesa y se levantó de su sillón de orejas para ver qué pasaba. La doncella no cesaba de emitir aquel extraño sonido, que a él no le agradaba en absoluto. No era su tarea ocuparse del servicio, por el amor de Dios.

Al acercarse a la chimenea, la joven se encogió aún más, algo que a Westhaven le resultaba asimismo irritante, pero al moverse se percató del problema: los botones del vestido se le habían quedado pillados en la rejilla. La chica no era lo bastante alta como para poder dejar la jarra en el suelo, por lo que sólo disponía de una mano para liberar los botones, pero la necesitaba para sujetarse y no perder el equilibrio.

—Tranquila —le dijo él con delicadeza. No en vano tenía cinco hermanas y también una madre. Sabía que las mujeres tenían tendencia a dramatizar—. Te soltaré en un abrir y cerrar de ojos, pero tienes que estarte quieta y dejar esa jarra.

Tuvo que separarle los dedos del asa de la jarra, a la que la chica se aferraba con desesperación, pero seguía sin decir nada. Tan sólo piaba como un pajarillo atrapado.

—No debes ponerte nerviosa —la siguió tranquilizando al tiempo que la rodeaba con un brazo y deslizaba los dedos a lo largo de la rejilla—. Estaremos listos en un momento. La próxima vez, seguro que no se te olvida retirar la rejilla antes de echar agua a las flores.

Le llevó un buen rato. Había conseguido soltar uno de los botones y estaba pasando otro por los agujeros de la rejilla cuando los gimoteos de la chica se intensificaron y se convirtieron en gemidos en toda regla.

—Calla —dijo él—. No voy a hacerte daño. Ya casi he soltado todos los botones. Estate quieta...

El primer golpe le dio en los hombros y le hizo sentir una punzada de dolor al tiempo que notaba como si le rasgaran el fino lino de la camisa y también la piel. El segundo llegó a continuación, mientras rodeaba con los brazos a la joven en ademán protector. Y al tercer golpe, que recibió de forma certera en la nuca, todo se volvió negro.

Westhaven gimió de dolor y el sonido hizo que las dos mujeres se sobresaltaran y se volvieran hacia él.

—Por todos los demonios —masculló, apoyándose en los antebrazos, al tiempo que sacudía la cabeza a un lado y otro. Se incorporó lentamente, hasta quedar a cuatro patas, y seguidamente se puso en cuclillas sacudiendo la cabeza de nuevo.

Escudriñó la estancia con el cejo fruncido y entonces se percató de la presencia de la doncella y de la otra mujer. Se devanó los sesos tratando de encontrar la relación. Esa otra mujer era su ama de llaves, aunque era demasiado joven para el puesto. La señora... Todas las amas de llaves eran señora algo...

¿Sidwell? La miró fijamente, con concentración. Sommers... no. Seaton.

—Acérquese —le ordenó con voz áspera. Era una mujer fuerte, más bien alta, que se movía por la casa a paso de marcha. Ella se le acercó con cierta cautela—. Señora Seaton —continuó, frunciendo el cejo con cara de pocos amigos—, necesito su ayuda.

Ella asintió y se arrodilló a su lado. Por una vez, no se comportó como un general en campaña. Él le rodeó los hombros con el brazo, se detuvo un momento para dejar que se le pasara el dolor que ese simple movimiento le provocó en todo el cuerpo y, finalmente, se levantó despacio.

—A mi habitación —ordenó con un gruñido, apoyándose en la mujer pesadamente mientras se le pasaba el mareo. Gracias a Dios, ella no trató de entablar conversación y se limitó a abrirle la puerta de la habitación y luego a ayudarlo a sentarse en uno de los sofás que flanqueaban la chimenea de la alcoba contigua al dormitorio.

Se volvió entonces a la doncella, que también los había acompañado.

—Morgan, ve a buscar el botiquín, agua caliente y paños limpios de lino. De prisa.

La joven asintió y se fue, dejando la puerta ligeramente entreabierta.

—Estúpida —masculló el conde—. ¿Acaso cree que estoy en condiciones de hacerle a usted algo?

—No lo cree, lo hace para guardar las formas.

—Tengo derecho a mi intimidad —protestó él—. Además... —hizo una pausa, cerró los ojos y soltó lentamente el aire—, dado que ha intentado usted matarme, no creo que esté en condiciones de exigir, señora.

—No he intentado matarlo —lo corrigió el ama de llaves—. Sólo quería proteger a su empleada de lo que me han parecido avances inapropiados por parte de un invitado.

Él la miró sarcástico e incluso incrédulo, pero la mujer se mantenía de pie con total firmeza, con los brazos cruzados sobre el pecho y la convicción de sus palabras visible en sus ojos.

—Informé de que regresaría de Moreland hoy —dijo—. Y el cerrojo no estaba corrido. Se ha equivocado usted.

—No ha llegado correo en los últimos dos días, señoría. Parece que este calor ha alterado el funcionamiento normal de las cosas. Y en cuanto a lo otro, su hermano no se anda con sutilezas cuando viene a visitarlo.

—¿Ha creído que mi hermano estaba molestando a la doncella?

—Es muy amistoso, milord. —El pecho de la señora Seaton se elevó visiblemente al decirlo—. Y resulta fácil aprovecharse de Morgan.

Ésta apareció en ese momento, hizo una inclinación ante el conde y seguidamente depositó el botiquín en la mesita baja que había delante del sofá.

—Gracias, Morgan —dijo la mujer mirándola a los ojos al hablar y pronunciando las palabras con deliberada claridad—. Ahora trae una bandeja de té y unos bollos o unas galletas para acompañarlo, por favor.

¿Un bollo? A Westhaven le dieron ganas de reír. ¿Pensaba curarle el golpe de la cabeza con té y dulces?

—¿Le importaría sentarse en la mesa, milord? —preguntó el ama de llaves sin mirarlo—. Si no, no podré curarle la espalda y el... cuero cabelludo.

Maldita fuera su suerte, necesitó ayuda para levantarse, moverse y sentarse en la mesa de centro. Cada movimiento le causaba un penetrante dolor en la cabeza y los hombros. Por eso, apenas notó cuando la señora Seaton le desabrochó la camisa con destreza, le soltó los faldones, que llevaba metidos en los pantalones, y se la bajó por los hombros.

—Está destrozada, me temo.

—Las camisas se pueden reponer —contestó él—. Pero mi padre tiene planes para mí, así que será mejor que me cure.

—Ha sido golpeado con un atizador —dijo la mujer, inclinándose sobre él para estudiarle la herida de la cabeza—. Hay que mirar bien esa herida.

Cogió la camisa, la dobló y la aplicó contra la herida.

—Emplear la voz pasiva no le servirá, señora Seaton, puesto que ha sido usted quien me ha golpeado —dijo él apretando los dientes—. Por todos los santos, cómo duele.

Ella le puso la mano en la frente y siguió presionando el lino de la camisa estropeada contra la herida para contener la sangre.

—Ya va parando la hemorragia y las heridas de la espalda no tienen un aspecto muy malo —comentó.

—Qué suerte —masculló él. Que le sujetara la frente le había calmado el dolor considerablemente, pero había algo más: un aroma floral y fresco al mismo tiempo, una nota a menta y romero que lo trasladaba a los placeres del verano.

El ama de llaves le posó una suave mano en el hombro desnudo, pero al momento comenzó para él de nuevo la tortura, esta vez a causa de un desinfectante que escocía como un demonio.

—Ya casi he terminado —dijo ella con voz queda al cabo de unos momentos, pero Westhaven casi no la oía de lo mucho que le zumbaban los oídos. Cuando se le pasó el mareo, se dio cuenta de que estaba apoyándose en la mujer, con el rostro pegado a la suave curva de su cintura y los hombros encorvados contra su muslo.

—Ésta es la peor parte —dijo la señora Seaton apoyándole de nuevo la mano en el hombro—. Lo siento, de verdad. —Parecía sinceramente contrita viéndolo sufrir y ante la pérdida de su dignidad.

—Se me pasará.

—¿Quiere que le dé un poco de láudano? —le preguntó, arrodillándose a su lado con expresión preocupada—. Aunque no es lo más recomendable cuando se ha recibido un golpe en la cabeza.

—No es la primera vez que tengo dolor. Sobreviviré —contestó él—. Pero tendrá que ayudarme a ponerme una bata y acompañarme a recoger la correspondencia de la biblioteca.

—¿Una bata? —repitió ella, enarcando el elegante arco de sus cejas—. Llamaré a algún criado o al señor Stenson.

—No va a poder ser —contestó Westhaven tratando de sentarse en el sofá—. Stenson se ha quedado en Moreland, porque el ayuda de cámara de su excelencia tenía unos días libres y ni el mayordomo ni los criados estaban disponibles, pues libraban por la tarde.

Frente a semejante lógica, la señora Seaton lo rodeó por la cintura y lo ayudó a tomar asiento.

—Voy por esa bata —capituló, mientras él se quedaba allí sentado, mirándola salir de la estancia en busca de la prenda.

¿Tan difícil era echar una bata por encima de unos hombros masculinos desnudos?, pensó Anna. Sólo que, después de ver al conde, no le quedaba más remedio que puntualizar: unos hombros increíblemente musculosos, anchos y, sí, desnudos. Que Dios la ayudara.

No era la primera vez que se fijaba en su patrón en las semanas que llevaba trabajando en la mansión. Era un hombre atractivo, con su metro ochenta y pico largo de estatura, sus ojos verdes, su cabello castaño oscuro y unas facciones patricias que denotaban su origen aristocrático. Le echaba poco más de treinta años, pero no se había formado una opinión personal de él. Le veía ir y venir a todas horas, apenas visitaba el piso de abajo y se encerraba en la biblioteca con su secretario y otros caballeros durante largos ratos.

Le gustaba el orden, la intimidad y las comidas siempre a la misma hora. Consumía enormes cantidades de comida, pero nunca bebía en exceso. Iba a su club los miércoles y los viernes, y visitaba a su amante los martes y los jueves por la tarde. En su biblioteca, había ejemplares de Byron y Blake, que leía por la noche hasta tarde. Era goloso, y cariñoso con su caballo. Se le veía cansado a menudo, dado que su padre había dejado las finanzas del ducado en un estado absolutamente desastroso, antes de ceder las riendas a su heredero, y enderezar la situación reclamaba gran parte del tiempo del conde de Westhaven.

Éste parecía sentir una especie de exasperado afecto por el único hermano varón que le quedaba, Valentine, y todavía lloraba la pérdida de los dos que habían muerto.

No tenía amigos, pero conocía a todo el mundo.

Y lo presionaban para que se casara. De ahí su testaruda renuencia a abandonar Londres en mitad de la ola de calor más horrorosa que se recordaba en mucho tiempo.

Todos esos pensamientos pasaron por la mente de Anna en los minutos que tardó en buscar en el armario del conde una bata. Escogió una azul marino. Le había vendado la espalda, de modo que si la herida de la cabeza se abría y comenzaba a sangrar de nuevo, el tejido ocultaría la mancha.

—¿Servirá esto, milord? —preguntó, levantando la bata para enseñársela, cuando regresó al salón. Frunció el cejo—. Está usted muy pálido. ¿Puede ponerse en pie?

—Quíteme las botas antes —respondió él, poniendo uno de sus grandes pies sobre la mesa de centro.

Anna apretó los labios en señal de disgusto, pero dejó la bata en el sofá y se inclinó hacia adelante sobre la mesa para tirar de las botas. La sorprendió que no le quedaran tan ceñidas a la pierna como solían llevarlas los caballeros.

—Mejor —comentó él, moviendo los dedos desnudos cuando le quitó también los calcetines—. ¿Me ayuda? —añadió, tendiéndole el brazo en señal de que quería levantarse.

Anna lo rodeó con un brazo y lo ayudó a ponerse en pie despacio. Los dos se quedaron así de pie, unidos por su brazo un rato hasta que ella se inclinó hacia adelante y cogió la bata. Le metió primero un brazo por una manga y a continuación, con torpeza, el otro.

—¿Puede sostenerse en pie sin ayuda? —preguntó. Seguía sin gustarle lo pálido que estaba.

—Puedo —contestó él, pero Anna lo vio tragar saliva en señal de dolor—. Los pantalones, señora Seaton.

Con la sensación de que al conde las piernas se le iban a doblar de un momento a otro y se iba a caer, Anna no se atrevió a poner objeciones, pero mientras le desabrochaba con destreza el frente de los pantalones, se dio cuenta de que su intención era que lo desnudara. ¿Qué hombre pediría a una mujer a la que pretende acusar de intento de asesinato que lo despojara de su ropa?

—En algún momento antes de que reciba mi recompensa eterna, si no le es molestia.

Vio que él no parecía tan incómodo como ella por lo cerca que estaban, de modo que le bajó los pantalones por las caderas sin contemplaciones.

¡Dios bendito, no llevaba nada debajo! Se puso roja como un tomate y el conde la pilló desprevenida al rodearle los hombros para sujetarse, mientras sacaba primero un pie de la prenda y luego el otro, cuidadosamente. De nuevo, el dolor lo obligó a pararse y, por espacio de unos segundos, durante los cuales tomó aire despacio, se apoyó pesadamente en ella, echándole el aliento en la mejilla, con la bata abierta, exhibiendo su desnudez.

—Cuidado —murmuró Anna, atándole el cinturón para que la bata no volviera a abrirse, pero no pudo evitar ver...

Se puso aún más roja. Nunca dejaría de ruborizarse, ni aunque viviera tanto como la nana Fran, que le contaba historias de tiempos remotos en la cocina.

—A la cama, creo —dijo el conde con una voz que denotaba el esfuerzo que le costaba moverse.

Ella asintió y, pasándole el brazo por la cintura, lo ayudó a llegar al dormitorio contiguo y a la enorme cama con dosel.

—Paremos un minuto —murmuró, recostando en ella su poderoso cuerpo.

Anna lo dejó apoyado contra el pie de la cama mientras retiraba el cobertor.

—Probablemente le resulte menos incómodo boca abajo, milord.

Él asintió, concentrándose en el lecho con torva determinación. Anna se puso de pie a su lado a la altura del cabecero. Entonces, se dio la vuelta de modo que los dos quedasen de espaldas a la cama y se sentó junto a él.

El conde hizo otra pausa para recuperar el aliento sin soltarle los hombros.

—Mi correspondencia —le recordó.

Ella lo miró con el cejo fruncido, no muy convencida, pero terminó asintiendo.

—No se mueva, señoría, no vaya a ser que se caiga y vuelva a golpearse la cabeza.

Salió de la habitación con la sugerente forma de caminar que Westhaven asociaba con ella y él se quedó disfrutando de nuevo de la vista, mientras consideraba su consejo. Si muriera, su hermano Valentine no se lo perdonaría. De debajo de la cama, sacó el orinal con ayuda del pie, lo utilizó y después le puso la tapa con sumo cuidado, sujetándolo por el asa con los dedos de los pies y retirándolo.

Dios santo, pensó, sacudiéndose ligeramente el miembro, su ama de llaves había visto las joyas del ducado...

Debería estar indignado por haber sido objeto de su escrutinio, pero en vez de estar enfadado, lo divertía y sentía una vaga gratitud al saber que sería ella quien le proporcionara los cuidados que pudiera necesitar. Podría haber mandado llamar al médico, claro está, pero Westhaven odiaba a los médicos y seguro que la gente que trabajaba para él lo sabía.

Alargó el brazo por encima de la cama y recolocó las almohadas para poder ponerse de lado. El movimiento le provocó tal dolor en la espalda que cuando regresó el ama de llaves, seguía sentado en la cama.

La miró con una ceja arqueada.

—¿Té?

—No le hará daño —respondió ella—. También le he traído limonada fría, aprovechando que esta mañana han renovado las provisiones de hielo.

—Limonada, pues.

Sus habitaciones, de techos altos, se encontraban situadas en la parte trasera de la casa, resguardadas del sol. Estaban bastante frescas, probablemente porque habían dejado abiertos los ventanales del piso de arriba para que hubiese corriente.

La señora Seaton le entregó un vaso alto, helado, del que él bebió con cautela. Lo había endulzado generosamente, así que dio un sorbo más grande.

—¿Y usted no bebe? —le preguntó, observando cómo se movía por la habitación.

—Es usted mi patrón —respondió ella, cogiendo de la mesilla una jarra, con la que llenó el jarrón con flores de la ventana—. Sus rosas están sedientas.

—Así que es usted quien ha convertido mi casa en una floristería —contestó Westhaven mientras se terminaba la limonada.

—Sí. Tiene usted una casa muy bonita, milord. Las flores hacen que se vea aún más bonita.

—¿Me despertará si me quedo dormido más de una hora? —le preguntó, incapaz de llegar a la mesilla para dejar el vaso en la bandeja.

Ella se lo quitó de la mano y lo miró a los ojos.

—Vendré cada hora hasta el amanecer para comprobar cómo se encuentra, milord, pero como no ha tomado té ni tampoco ha cenado, creo que será mejor que coma algo antes de descansar.

Él echó un vistazo a la bandeja en la que su ama de llaves había subido un plato con un bollo grande y dulce, que parecía lleno de frutos rojos.

—La mitad —dijo Westhaven, asintiendo cauteloso—. Y siéntese, por favor —añadió, dando unas palmaditas en el colchón—. No soporto tener a mi lado a una mujer que no deja de moverse.

—A veces habla como su padre, ¿lo sabía? —dijo ella, partiendo en dos el bollo para sentarse a continuación junto a él—. Autoritario.

—Querrá decir ridículo —contestó él, mirando el dulce con aire escéptico antes de darle un mordisco.

—No es ridículo, aunque sus maquinaciones sí lo sean a veces.

—Mi ama de llaves es muy diplomática —comentó él sonriéndole con ironía— y prepara unos bollos pasables. Podría comérmelo entero en vez de tirar la mitad.

—¿Quiere mantequilla en esa mitad?

—Un poco. ¿Qué sabe usted de las maquinaciones de mi padre?

—Los chismorreos corren entre el servicio —respondió ella encogiéndose de hombros, pero entonces se debió de dar cuenta de que se estaba excediendo, porque se dedicó a untar la mantequilla sin decir nada más. Luego añadió—: Se dice que lo espía cuando usted acude a sus citas.

—Lo que es ridículo —respondió el conde— es pensar que ese viejo lobo pueda engañar a las jóvenes damas que me abordan en todas las reuniones sociales a las que asisto, señora Seaton. Las pobrecillas se lanzan de cabeza al matadero con la esperanza de llegar a convertirse en mi duquesa algún día. No lo permitiré. —Y en cuanto a lo de que lo espiara cuando iba a visitar a su amante, pensó con gesto sombrío... Por el amor de Dios—. Pese a sus maquinaciones, seré yo quien elija esposa. ¿No ha traído más que uno de estos bollos? —preguntó, señalándola con el último trozo de dulce que le quedaba.

—Ante la lejana posibilidad de que le parecieran pasables, le he subido dos. ¿Un poco más de mantequilla? —preguntó ella, sacando el segundo bollo de una cesta forrada de lino.

Al mirarla, vio la diversión que brillaba en sus ojos y sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Un pelín. Y un poco más de limonada tal vez.

—No va a presentar cargos contra mí, ¿verdad? —preguntó la señora Seaton despreocupadamente y a continuación frunció el cejo como si se le hubiera escapado.

—No se me ocurre una idea mejor —contestó él, aceptando el segundo bollo—. Decirle a todo el mundo que el heredero de Moreland ha sido reducido por su propia ama de llaves, porque ésta creía que estaba molestando a una doncella en su propia casa.

—Eso ha sido lo que ha ocurrido. Y no ha estado bien por su parte, milord.

—Señora Seaton —contestó él, fulminándola con la mirada—. No me dedico a acosar a las mujeres que están bajo mi protección. Los botones del vestido se le han quedado pillados en la rejilla de la chimenea y no podía soltarse sola. Eso es todo.

—¿Los botones? —repitió ella, llevándose la mano a la boca. A juzgar por su expresión, Westhaven vio que su explicación arrojaba una luz muy diferente sobre las conclusiones que había sacado por sí misma—. Milord, le ruego que me disculpe.

—Me pondré bien, señora Seaton —contestó él, casi sonriendo al verla tan afligida—. Pero la próxima vez, pregúnteme: «¿Qué hace, milord?», y así nos ahorrará esta incómoda situación. —Le entregó el vaso—. De todos modos, me voy a vengar.

—¿Se va a vengar?

—Se lo aseguro. Soy un paciente horrible.

Al anochecer, Anna se estaba quedando dormida cuando oyó que el conde la llamaba desde la otra habitación.

—¿Milord?

—Sí, soy yo, y no gritaré dentro de mi propia casa para que me haga caso el servicio.

Qué duque tan insufrible iba a ser, pensó ella con irritación, mientras se ponía en pie y se dirigía al dormitorio.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó con toda la suavidad de que fue capaz.

—Detesto emplear pluma y tintero estando acostado —dijo, mirándola por encima de unas gafas con montura metálica—. ¿Le importaría acercarme la lámpara del escritorio y ayudarme?

—Por supuesto. —Anna fue a la alcoba por la lámpara del escritorio, pero cuando regresó, se dio cuenta de que necesitaba también una silla en que posarla.

—El extremo de la cama servirá. —El conde gesticuló con impaciencia. Anna se permitió mirarlo con mal humor, mucho mal humor dado lo impropio de su petición, pero, aun así, se quitó las zapatillas, se subió a la cama y se sentó con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en uno de los postes.

—¿Sabe leer y escribir? —preguntó él, mirándola de nuevo por encima de las gafas.

—En francés, inglés y latín y también un poco de alemán, gaélico, galés e italiano.

Westhaven enarcó las cejas un momento ante su ácida contestación. Luego, le dio unos minutos para que se acomodara y entonces comenzó a recitar en voz alta un memorándum para el administrador de una de sus propiedades en el que elogiaba la evolución de una cosecha de heno especialmente abundante y sugería que diera prioridad a la construcción de las acequias para regadío mientras el maíz maduraba.

Otra carta trataba de una provisión de vino de Oporto que había que enviar a Moreland a petición del duque.

En otra le daba el pésame a la viuda de uno de sus arrendatarios. Y así sucesivamente, hasta que tuvieron un buen montón de cartas cuando estaban a punto de dar las doce de la noche.

—¿Está cansada, señora Seaton? —le preguntó cuando Anna se detuvo a afilar la pluma.

—El trabajo de amanuense no es agotador, milord —contestó ella, y era verdad. El conde tenía una voz preciosa, un profundo tono de barítono que perdía su habitual altanería cuando se concentraba en comunicar algo mediante consonantes nítidas y redondas y vibrantes vocales que denotaban la refinada educación que había recibido desde la cuna.

—Ya podría ser mi secretario tan amable como usted —contestó el conde—. Si no está cansada, tal vez pudiese traerme algo de beber de la cocina. Hablar tanto rato seca la garganta. De lo contrario, no se lo pediría.

—¿Desea que le traiga algo más de la cocina? —preguntó ella.

—Tal vez uno de esos bollos —aceptó él—. Aún estoy viendo si soy capaz de digerir la comida, pero he conseguido no vomitar el que he comido antes.

—Los que se ha comido antes. Han sido dos —dijo ella por encima del hombro.

La dejó que dijera la última palabra, o dos, y también se permitió disfrutar contemplándole el trasero otra vez. Le echaba menos de treinta años. Las campañas militares en Córcega habían dejado una gran cantidad de viudas por todo el país. Tal vez su ama de llaves fuera uno de esos casos.

Pero además de joven, se acababa de dar cuenta de que era una mujer bonita. Cierto que no lo subrayaba de ningún modo, ninguna mujer del servicio doméstico con dos dedos de frente lo haría. Pero para su ojo experto, bajo los sosos vestidos de la señora Seaton se ocultaba una espléndida figura, que además había podido notar ante la obligada cercanía de hacía unos minutos. Tenía un pelo brillante, de color castaño oscuro con algunos reflejos rojizos y otros dorados, y unos ojos de un gris suave y luminoso. Sus facciones le resultaban ligeramente exóticas, con rasgos propios del este, mediterráneo tal vez, puede que hasta de raza gitana. Era la antítesis de su amante, una mujer menuda, de cabello rubio y ojos azules, que se movía con soltura en los márgenes de la alta sociedad.

Se preguntó con el cejo fruncido por qué había escogido a una mujer tan pequeña como receptora de sus atenciones íntimas, cuando a él le iban más las mujeres altas. Claro que encontrar una amante, independientemente de su constitución física, no era tarea fácil. Debido a su posición, no era hombre inclinado a frecuentar burdeles y tampoco lo atraía entablar relaciones con viudas ansiosas, consciente de que tratarían de llevarlo al altar tan rápido como las jóvenes casaderas.

De modo que su único recurso era Elise, al menos cuando ésta estaba en la ciudad.

Sin dejar de fruncir el cejo, cogió una carta de su hermano, que se había quedado en Moreland mientras el duque y la duquesa pasaban dos semanas de vacaciones allí. Valentine era más feliz en el campo, tocando su piano a todas horas o montando a caballo.

Pero pese a lo que se pudiera pensar, su hermano no era ningún frívolo, y había añadido una posdata a su informe: «Renfrew está arando, si no ya sembrando, las tierras que tienes arrendadas en Tambray durante tu ausencia. No puedo evitar preguntarme quién se quedará con la cosecha».

La casa que tenía alquilada para Elise estaba en la calle Tambray y el barón Renfew era uno de esos jóvenes lores juerguistas y fogosos que gustaban mucho a las damas. Determinó dejar que Elise disfrutara con él, puesto que el acuerdo que tenía con ella era algo fundamentalmente práctico. Cuando los dos coincidían en la ciudad, él esperaba que ella estuviera disponible, para lo cual se citaban previamente. En caso contrario, Elise era libre de divertirse como y donde quisiera, igual que él.

Eso cuando tenía tiempo y ganas, algo que no ocurría últimamente.

—Su bebida, milord. —El ama de llaves depositó una bandeja a los pies de la cama y le tendió un vaso.

Él miró la bandeja y a continuación la miró a ella con gesto pensativo.

—Creo que será más agradable tomarlo en la terraza, señora Seaton.

—Como desee, milord. —Volvió a dejar el vaso en la bandeja y fue a abrir las cristaleras, para regresar a continuación hacia la cama.

Westhaven se volvió cuidadosamente de lado y esperó a que se sentara con él en la cama y le pasara el brazo por la cintura.

—¿Qué es ese aroma? —le preguntó, deteniéndose cuando ella se estaba levantando ya.

—Lo fabrico yo misma —contestó la mujer, mirándolo por encima del hombro—. En su mayor parte consiste en lavanda y algún otro aroma. Creo que este año me ha salido especialmente bien.

Él se inclinó un poco y la olisqueó para hacerse una opinión.

—Lavanda y algo dulce —decidió, pasando por alto lo atrevido de su gesto—. ¿Lirios?

—Puede ser —respondió la señora Seaton sonrojándose, con la mirada baja—. Los detalles varían según el olfato de cada uno y los olores que flotan en el ambiente.

—¿Quiere decir que depende de lo que lleve puesto? No lo había pensado. Hum.

La olisqueó de nuevo brevemente y acto seguido enderezó los hombros y se dispuso a levantarse, pero para su gran fastidio, tuvo que apoyarse un momento en ella para no caer.

—Adelante —le dijo cuando la cabeza dejó de darle vueltas. Minutos después, salían a la oscuridad de la noche estival de su terraza.

—Madreselva —dijo él, sin venir a cuento, impulsado tan sólo por la brisa nocturna.

—También lleva un poco —contestó la señora Seaton acercándose a una tumbona de mimbre acolchada.

La terraza daba al jardín trasero y la brisa transportaba hasta ellos el aroma de las flores.

—Siéntese conmigo —pidió el conde acomodándose en la tumbona. La señora Seaton, que ya se marchaba, se detuvo, y algo en su postura lo alertó de que se había excedido con el imperativo—. Por favor —añadió, incapaz de contener el tono divertido que asomó a su voz.

»No nació para servir —dijo a continuación, cuando su ama de llaves tomó asiento en una mecedora de mimbre.

—Pequeña nobleza —respondió ella—. Muy pequeña.

—¿Hermanos?

—Una hermana más joven y un hermano mayor. ¿Limonada, milord?

—Por favor —respondió él, recordando de pronto que la había hecho bajar dos pisos en mitad de la noche hasta la cocina para ir a buscarla.

Era una noche sin luna, oscura como boca de lobo, de modo que cuando la señora Seaton cogió el vaso de la bandeja, tuvo que palpar con la mano libre buscando la de él para dárselo.

—Tiene la piel caliente —afirmó, con tono preocupado. Alargó el brazo de nuevo, esperando sin duda encontrarle la frente para ver con el dorso de la mano si tenía fiebre, pero en vez de la frente se topó con la mejilla—. Le pido disculpas —se apresuró a decir, retirando la mano—. ¿Cree que es posible que tenga fiebre?

—No tengo —respondió Westhaven lacónicamente, dejando la limonada en la mesa. Entonces le buscó la mano y se la llevó él mismo a la frente—. No estoy más caliente de lo normal en estas circunstancias.

Sintió, o al menos creyó sentir, que su ama de llaves le apartaba el pelo hacia atrás antes de tomar asiento. Seguro que sólo había sido un gesto maternal y era muy posible que la prolongada ausencia de Elise tuviera la culpa de que él hubiera visto en ello algo mucho menos inocente.

—¿Qué tal su cabeza, milord?

—Me duele a rabiar. La espalda me arde y no creo que vaya a poder montar a ninguno de mis castrados castaños en un tiempo. Me ha pegado fuerte, teniendo en cuenta que lo más que podría haber estado haciendo supuestamente era tocar a esa chica.

Su ama de llaves bostezó silenciosamente mientras él relataba los hechos.

—¿Tanto la aburre mi compañía, señora Seaton? —No se había ofendido, pero tampoco había pretendido que su tono resultase tan melancólico.

—Mi jornada de trabajo ha sido larga, milord. El miércoles es el día de hacer la compra en el mercado y la cocinera y yo nos pasamos el día colocándolo todo después, aprovechando que los hombres no están y así no nos molestan.

—Entonces está cansada —concluyó él—. Vaya a descansar, señora Seaton. El sofá de mi alcoba servirá, así podré llamarla si la necesito.

Ella se levantó, pero vaciló un instante, como dispuesta a echarle un sermón sobre el decoro, la decencia y otras virtudes conocidas sólo por el servicio.

—Vaya, señora Seaton —la instó él—. Me gusta la soledad y tengo muchas cosas en las que pensar. No me quedaré dormido aquí fuera y a usted le vendrá bien cerrar un poco los ojos al menos. Si no fuera mi ama de llaves, sabría que el conde de Westhaven no tiene necesidad de acosar a las mujeres que están a su servicio.

Eso último debió de aplacarla o frenar en parte sus intenciones, porque se fue de la terraza dejándolo con su limonada y sus pensamientos.

Su aroma, pensó él, se fundía a las mil maravillas con la brisa nocturna. Le entraron ganas de mordisquearla, para ver si también sabía a lavanda, rosas y madreselva. Hizo memoria, tratando de recordar cuándo había contratado a la preciosa, más joven de lo que debería y más protectora de lo necesario, señora Seaton. Tal vez a principios de primavera, cuando tomó la decisión de abandonar la residencia urbana del duque, so pena de terminar estrangulando a su querido padre y al interminable cortejo de jóvenes primas que su madre hacía desfilar ante él para que se decidiera por alguna yegua de cría.

El asunto en sí se le antojaba de lo más degradante. Comprendía a sus padres. Después de perder a dos de sus hijos varones, estaban desesperados porque los otros dos hijos legítimos que les quedaban tuvieran descendencia. Comprendía que Val prefiriera los hombres —o que lo fingiera al menos— para no tener que aguantar la insistente persecución del duque. Y también comprendía que Devlin tardara años en recuperarse de las heridas de Waterloo y de la guerra de la independencia española.

Lo que no comprendía era de dónde iba a sacar él tiempo para encontrar a una mujer a la que pudiera tolerar no sólo en la cama, sino también para que fuera la madre de sus hijos y lo acompañara todos los días a la mesa del desayuno, cuando las responsabilidades del ducado no le dejaban ni un minuto libre.

—¡Westhaven! —Elise recorrió por la habitación con los brazos abiertos para recibirlo con un entusiasta abrazo—. ¿Me has echado de menos? —preguntó, estrujándolo contra su generoso pecho y besándolo en la mejilla—. Yo creía que me iba a morir sin ti. —Apretó el pecho contra uno de sus bíceps—. Un mes es mucho tiempo, ¿no crees? Estoy segura de que has sido muy malo en mi ausencia, pero ahora estoy aquí y no hace falta que aúlles a la luna por no tenerme.

Le tiraba de la ropa mientras hablaba incansablemente y Westhaven se impacientó. El deseo era algo físico, igual que la fatiga, el hambre o la agitación. Él se ocupaba de satisfacerlo, habitualmente dos veces por semana, en ocasiones más, en los últimos tiempos menos. Que no le hubiera importado lo más mínimo que Elise se ausentara de la ciudad para asistir a una fiesta en una mansión campestre durante todo un mes había sido una señal levemente alarmante.

Pero ahora ella estaba de vuelta, después de un mes, y las ropas de él se amontonaban a gran velocidad en el suelo.

—Elise —dijo, sujetándole las manos—, sabes que no me gusta el desorden.

—Pero sí te gusta estar desnudo —bromeó ella, agachándose para recoger la camisa, el chaleco y el pañuelo del cuello, que echó de cualquier manera sobre el respaldo de una silla. Acto seguido, lo empujó al diván para poder quitarle las botas—. Y a mí me gusta desnudarte.

Como una furia rubia, terminó de despojarlo de sus ropas con un entusiasmo que normalmente no demostraba.

—Has engordado —comentó, cuando le sacó los pantalones y los lanzó a la silla con el resto de prendas—. Ya no estás tan flacucho, Westhaven. Vaya, vaya, veo que te alegras de verme.

Su miembro viril se alegraba de verla, eso sí. Lo bastante como para admitir que un mes había sido período de celibato suficiente, cuando Elise hizo que se tumbara de espaldas en su ridícula cama roja.

—Deja que te paladee. —Ella, que no se había quitado la bata, se encaramó a la cama y se arrodilló a su lado.

Aquello sí que era una novedad. A Elise le gustaba que fuera su protector, le gustaba pensar que el heredero de un ducado la había elegido para que satisficiera sus deseos físicos. Sin embargo, ni él ni el sexo le gustaban especialmente, factores que, al principio, a Westhaven le habían molestado, aunque no más que a ella. En muchos aspectos, resultaba más sencillo que no se hubiera desarrollado un vínculo personal entre ambos.

Elise realizó varias pasadas con la lengua a lo largo de su miembro, una sensación más provocadora y excitante que todo el resto de su repertorio de juegos preliminares. No obstante, hasta el momento no se había mostrado muy proclive a hacerle ese tipo de caricias, por lo que, normalmente, él se conformaba con juegos más pedestres cuando estaba con ella. El lapso de tiempo que había transcurrido desde la última vez que se vieron y las entusiastas caricias de su boca consiguieron minar su habitual autodisciplina.

—Me voy a derramar dentro de tu boca, Elise —le advirtió al cabo de unos minutos—. Cuando me chupas así, me provocas de una manera...

—Ah, no, ni hablar —replicó ella, levantando la cabeza bruscamente, con una expresión de alarma en el rostro. Se abrió entonces la bata y se tumbó en la cama, a su lado—. No vas a ser tú el único que se divierta.

Abrió de buena gana las piernas para dejar que él se acomodara entre ellas.

—Me voy a ocupar de ti, Elise —dijo él, acariciándole el cuello con la nariz. A ella no le gustaba mucho que la besara en la boca, pero sí llevaba bastante bien que le dedicara atenciones a sus pechos.

—Sí —convino Elise, arqueándose contra él—. Aunque no es que te estés dando mucha prisa. —Lo dijo medio en broma, pero su tono dejó traslucir un dejo malhumorado y descortés que lo empujó a prescindir de los preliminares y, sin más preámbulo, buscar la entrada de su cuerpo con la punta de su miembro.

—Supongo —dijo, mientras se mecía buscando la penetración completa—, que has tenido un poco abandonados los placeres físicos.

—Así es —contestó ella, rodeándole la cintura con las piernas, que enlazó a su espalda por los tobillos—. Y ahora, hazme el amor sin descanso y deja de cotorrear.

A su miembro le parecía una buena idea, pero a aquella parte de él que permanecía siempre alerta, considerando los pros y los contras, algo en la actitud de Elise se le antojaba fuera de lugar. Su entusiasmo no parecía exactamente fingido, pero tampoco era... cálido.

—Más fuerte —lo instó ella, flexionando las caderas para acoger sus embestidas—. Hoy quiero sexo duro, Westhaven.

¿Duro? ¿Y eso de dónde demonios había salido? Él hizo lo que le pedía y embistió con más fuerza, sintiendo con ello cómo se intensificaba su propia excitación. Pero los talones de Elise clavándosele en la espina dorsal lo distrajeron, permitiéndole contener el orgasmo mientras oía cómo se acercaba el de ella.

—Oh, Dios... —Elise elevaba las caderas desesperadamente, con una pasión bienvenida, si bien poco característica en ella—. Maldición, Westhaven...

Se arqueó contra él con más intensidad hasta que se notó próximo al clímax. Sin embargo, se contuvo hasta que ella hubo alcanzado el suyo, y entonces sí se retiró para salir de ella.

Elise lo apresó con fuerza con las piernas.

Con un súbito tirón, Westhaven se libró de ella y se echó hacia atrás.

—¿Qué demonios haces? —bramó, poniéndose en cuclillas, jadeante de excitación insatisfecha mientras Elise clavaba en él los ojos, vidriosos de pasión y rabia.

—¿Por qué? —respondió ella con un grito—. ¿Por qué no podías derramarte por una vez como los demás hombres sin pensarlo todo tanto? Tú no puedes fornicar sin más, Westhaven. ¡Tú tienes que ser un maldito duque hasta en esto!

—Pero ¿qué diablos te pasa? —preguntó él, mirándola con incredulidad—. Conoces las condiciones que puse a nuestro acuerdo y...

La miró a la cara y entonces se dio cuenta.

—Oh, Elise. —Se sentó de espaldas a ella, respirando entrecortadamente—. Dejaste que Renfrew plantara la semilla de un bastardo en tu vientre y esperabas poder hacerlo pasar como mío. —No le hizo falta mirarla a los ojos para saber que acababa de caer en otro complot de su padre para obligarlo a casarse. Renfrew era alto, de ojos verdes y pelo castaño, y fogoso como un macho cabrío.

—Su excelencia me prometió... —lloriqueó ella con voz queda—. Su hombre de confianza me dijo que si me quedaba embarazada, el duque se ocuparía de que nos casáramos.

Westhaven negó con la cabeza con exasperación.

—Elise, mi padre no consentiría en el matrimonio cuando le dijera que el hijo es de Renfrew.

—¿Y cómo iba a saber que eso era así?

—No soy estúpido, Elise, y nunca he derramado mi semilla dentro de ti. Mi padre me creería. Al menos en eso —contestó, poniéndose en pie.

—¿Adónde vas? —Se sentó y se cubrió con la bata, como si no quisiera que la viera desnuda.

—A darme un baño de agua fría, supongo —contestó él, recogiendo su ropa—. ¿Qué prefieres, diamantes, esmeraldas o rubíes?

—Todo —respondió ella, cruzándose de brazos—. Me has dado mucho trabajo, Westhaven.

—¡No me digas! —replicó, momentáneamente desconcertado, pero una vez superada la impresión, siguió vistiéndose—. ¿Y cómo ha sido eso?

—Esto es sólo sexo. —Elise barrió el aire con el brazo a su alrededor—. Pero no deja de ser sexo con otra persona.

—¿Crees que no sé que eres una persona? ¿No me he encargado de darte placer? —preguntó Westhaven, con más curiosidad de la que le gustaría admitir.

Ella le dirigió una mirada de reticente afecto.

—Probablemente, hoy has salido de casa con la lista de cosas que debías hacer: cambiar la herradura de la pata derecha trasera de tal caballo; redactar un borrador con las condiciones necesarias para dirigir el universo; visitar a Elise; reunirte con los amigos en el club. Excepto que tú no tienes amigos. También tendrías apuntado besar a Elise en la mejilla y desnudarla cuidadosamente al llegar. Juguetear con sus pechos, tumbarla, meterle tu miembro y sacudirte durante cinco minutos después de doblar cada prenda de ropa con sumo cuidado. —Luego, levantando las manos, añadió—: Olvida lo que he dicho.

—¿Juguetear, Elise? —repitió él, sentándose a su lado en la cama—. Te noto decepcionada conmigo, pero decir que he jugueteado contigo me parece demasiado fuerte. Y dado que es así como te sientes, tal vez sea mejor que no vayas a ser mi duquesa, ¿no te parece?

—Sí —contestó ella, asintiendo—. Posiblemente te habría matado, Westhaven, aunque no eres tan mal tipo, debajo de toda esa fachada.

—Una grandilocuente forma de mostrarme tu aprobación. —Se levantó y se volvió para mirarla—. ¿Qué vas a hacer? Renfrew tiene posibles, pero es un juerguista.

—No lo sé, pero te agradecería que me dieras un tiempo para decidir.

—Tómate todo el tiempo que necesites. —La abrazó, un gesto simple y afectuoso que se le antojó oportuno en ese momento—. Creo que me abstendré de amantes por un tiempo y la casa está alquilada para lo que queda de año, de modo que puedes hacer uso de ella.

—Muy generoso. Y ahora vete de aquí —dijo Elise, apartándolo—. Me abstendré de hombres con título. Me buscaré un ciudadano bien situado y haré que se case conmigo, con hijo bastardo y todo.

—Ahora en serio, Elise. —Se detuvo y la obligó a mirarlo a los ojos—. Te ayudaré económicamente si tienes al bebé. Dejarás que lo haga —añadió, poniendo toda su aristocrática autoridad en su expresión y ella se encogió visiblemente ante su mirada.

—Lo haré —contestó, asintiendo y tragando saliva.

—Entonces, adiós. —Westhaven le hizo una inclinación con la cabeza, como si acabaran de bailar un vals, y la besó en la mejilla.

Salió de la coqueta casita de su amante pensando que debería estar furioso con ella, pero, sobre todo, con su padre. Lo cierto era que el duque simplemente había cubierto una posibilidad lógica: si estaba teniendo relaciones con una mujer, la probabilidad de que ésta se quedara embarazada no era ni mucho menos peregrina.

Pero ¿Elise, madre? Por el amor de Dios... Su excelencia se estaba volviendo senil.

Mentalmente, añadió a su lista de tareas pendientes unas cuantas más: enviar un regalo de despedida a Elise, diamantes, esmeraldas y rubíes si era posible; reemplazarla; redactar un borrador de carta para su excelencia censurando su intento de soborno para que le endosaran a un bastardo.

¿Se habría dado Westhaven cuenta del plan de Elise si Val no lo hubiera puesto sobre aviso?

Debería casarse de una vez, pensó mientras subía los escalones de su casa. Pero si encontrar una amante había sido tarea tan ardua, encontrar a una mujer digna de convertirse en su duquesa y su esposa iba a ser prácticamente imposible.

—El hijo pródigo ha vuelto. —Una potente voz masculina resonó por todo el vestíbulo de entrada de la casa.

—¿Valentine? —Sonrió a su hermano menor, que aguardaba apoyado contra el marco de la puerta de la biblioteca—. ¿Has abandonado la vigilancia de nuestro padre? ¿Has dejado a nuestras hermanas desprotegidas?

—He venido sólo el fin de semana. —Se apartó de la puerta y le tendió la mano—. Estaba preocupado por ti, y su excelencia, el duque, ha quedado a cargo de su excelencia, la duquesa. No creo que haya problemas por unos días.

—¿Preocupado por mí?

—Renfrew va por ahí fanfarroneando. —Val se volvió para entrar en la biblioteca seguido por su hermano—. Y se me ocurrió que quizá no entendiste lo que te decía en mi nota.

—Elise y yo hemos llegado a un acuerdo amigable, aunque caro, de separación. Iré a ver a Renfrew dentro de un tiempo, para sugerirle discretamente que, en caso de que acceda al santo sacramento del matrimonio antes que yo, le haré llegar un pequeño obsequio con mis mejores deseos.

Val silbó.

—Elise está jugando sus cartas de un modo desesperado. Esa chica es una descarada.

—Renfrew y ella se entenderían —comentó su hermano—, y yo llevaba un tiempo ya buscando la manera de deshacerme de Monk’s Crossing. Cada año tengo que sacar un par de semanas para acercarme por allí, y no puede decirse que andemos escasos de propiedades.

—¿Por qué no vendes las que no estén vinculadas? En ese intento tuyo por tenerlo todo bajo control y conocer en todo momento las perversas ocurrencias de su excelencia, te sometes a un esfuerzo agotador, Gayle.

—Ya he vendido varias propiedades de baja productividad. Debería esforzarme más por mantenerte al corriente de esas cosas, puesto que eres el siguiente en la línea de sucesión.

—Ya —contestó Val, levantando una mano—, bueno. Prestaré atención si insistes, pero, por favor, no se te ocurra sugerirle a su excelencia que todo esto me interesa lo más mínimo.

Westhaven sonrió al tiempo que se acercaba al aparador para servir un dedo de brandy para cada uno.

—Pero yo sé que sí te interesa. ¿Qué tal van las manufacturas?

—No las considero manufacturas, pero vamos tirando.

—¿El negocio va bien entonces? —preguntó Westhaven, confiando en no ofender a su hermano.

—Resulta difícil predecir el éxito de un negocio en los años inmediatamente posteriores a décadas de guerra —contestó Val, aceptando el brandy—. La gente quiere divertirse, sólo quiere ver cosas bonitas, olvidar sus preocupaciones, y una forma de conseguirlo es a través de la música. Pero por otra parte, el dinero escasea.

—En algunos estratos —convino Westhaven—. Pero otras organizaciones, como escuelas, iglesias o asambleas rurales, no son tan susceptibles de sufrir esa escasez de dinero, y todos ellos siguen comprando pianos.

—Es verdad. —Val se llevó el vaso a la sien en un remedo de saludo marcial—. No había pensado en ello, puesto que nunca he actuado personalmente en ese tipo de lugares, pero tienes razón. Esto reafirma mi profunda convicción de que tú estás mejor preparado que yo para asumir el ducado.

—¿Porque he tenido una idea mínimamente útil? —preguntó Westhaven, acercándose al cordón del timbre.

—Porque piensas en las cosas. Siempre estás pensando y siempre en profundidad. Antes creía que eras un poco torpe.

—Y lo soy, comparado con el resto de la familia, pero también tengo mis virtudes.

—Eso no te lo crees ni tú. Puede que no seas tan sociable como el resto de los hermanos, pero nosotros carecemos de esa habilidad tuya para concentrarnos en un problema hasta tenerlo rendido a nuestros pies.

Westhaven dejó el vaso a un lado.

—Puede ser, pero basta de echarnos flores mutuamente cuando podríamos estar tomando bollos y limonada.

—Viajar da mucha sed, y hace un calor de mil demonios, incluso en Moreland. Y hablando de flores, el buen tiempo le ha venido muy bien a tu casa —dijo, señalando con la cabeza los floreros dispuestos por toda la habitación.

—Mi ama de llaves —contestó él, acercándose a la puerta para pedir el té—. La señora Seaton es...

—¿Sí? —Vio que Val lo observaba con detenimiento, como sólo podría hacerlo un hermano atento a las sutilezas.

—Se puede mantener la casa limpia y ordenada —continuó Westhaven—, o se puede hacer de ella un lugar acogedor. La señora Seaton hace las dos cosas.

Se había dado cuenta después del incidente con el atizador de la chimenea, a principios de semana. Los detalles se hacían evidentes con sólo prestar un poco de atención: las ventanas no estaban limpias, sino relucientes; la madera resplandecía y olía a limón y cera de abejas; las alfombras tenían siempre aspecto de estar recién sacudidas; no había ni rastro de polvo en toda la casa, nada fuera de lugar. Y a un nivel más sutil, se percibía una suave fragancia que flotaba en el aire de todas las habitaciones.

—Y se nota que también te está alimentando bien —comentó Val—. Ya no se te ve tan flaco: has perdido tu aspecto de hambriento.

—Se debe a poder vivir tranquilamente en mi propia casa unos meses. Su excelencia agota a cualquiera y, aunque las quiero, nuestras hermanas pueden acabar con la paz de cualquier hombre.

—Su excelencia es un ejemplo de comportamiento infantil —comentó Val, dejando el vaso vacío en el aparador—. Creo que haces bien limitándote a ser hermano y conde, y mejor aún actuando como apoderado de nuestro padre, de forma que sus absurdos impulsos no puedan hacer demasiado daño. Un golpe de efecto perfecto por tu parte, Westhaven.

—A un precio muy alto.

—Pero no has tenido que casarte —señaló Val—. Así que no ha pasado nada.

—El tema no quedará resuelto hasta que me presente ante él con varios nietos legítimos, y puede que ni aun así esté contento. —Mientras hablaba, se dirigió hacia las cristaleras que daban a la terraza.

—Algún día morirá —dijo su hermano—. De hecho, el invierno pasado estuvo a punto.

—Más que la pulmonía, lo que casi estuvo a punto de acabar con él fueron esos matasanos, sangrándolo incesantemente. —Westhaven echó un vistazo al joven por encima del hombro y frunció el cejo—. Valentine, si alguna vez enfermo gravemente, prométeme que no dejarás que se acerque a mí esa caterva de matasanos y carniceros. Bastará con una enfermera bonita y un poco de licor de uso medicinal. Lo demás, que quede en manos del Todopoderoso. —Se volvió de nuevo hacia la terraza y observó a la señora Seaton, que apareció con varias cestas y las tijeras de podar, dispuesta a cortar algunas de las flores que trepaban a lo largo del murete bajo del jardín.

—Eso es someterme a una gran presión —dijo Val con una sonrisa—. ¿De verdad crees que no haría todo lo que estuviera en mi mano para mantenerte con vida, a pesar de que tú desearas lo contrario?

—Entonces esperemos que siga disfrutando de buena salud.

La señora Seaton llevaba la cabeza descubierta, su pelo oscuro recogido en un grueso moño en la nuca. Él sabía que, a la luz de la lumbre, en ese pelo se veían reflejos rojizos.

La limonada llegó poco después, acompañada de unos bollos de gran tamaño, pan recién hecho con mantequilla, carne en filetes, queso, fruta cortada en trozos y un ramillete de violetas en la misma bandeja. Pulcramente presentados sobre un paño de lino había cuatro trozos de mazapán glaseado con forma de frutas.

—¿Así es como se sirve el té en tu casa últimamente? —preguntó Val, enarcando una ceja—. No me extraña que estés más gordo. Me mudaré de inmediato contigo, siempre y cuando me prometas que afinarás el piano.

—¿Sabes?, deberías hacerlo —dijo Westhaven. Se estaba sirviendo la comida en un plato al decirlo, pero las palabras no le salieron con el tono despreocupado que había querido darles—. Sé que no te gusta vivir en la mansión ducal y yo tengo espacio más que suficiente.

—No me gustaría abusar, pero es una invitación muy generosa —contestó su hermano, sirviéndose un plato él también.

—No es generosidad. Lo cierto es que... que me vendría bien la compañía. Echo de menos tu música, la verdad. Un vecino o alguien de por aquí toca por las noches. Disfruto escuchándolo, pero no eres tú. Creía que me iba a resultar más difícil controlar a su excelencia cuando viviera yo solo, pero me ha sorprendido mucho lo poco que se esfuerza por eludirme.

La puerta se abrió sin llamar y la señora Seaton entró en la habitación.

—Le ruego que me disculpe, señoría. Lord Valentine. —Se detuvo con la cesta apoyada en la cadera—. Creía que no regresaría de su cita hasta más tarde, milord.

«De juguetear con los pechos de mi amante», pensó Westhaven enarcando una ceja.

—Señora Seaton. —Val se levantó sonriendo, como si supiera que tenía delante a la responsable de que la residencia de su hermano tuviera un aspecto más alegre y saludable—. La felicito por las viandas que ha enviado con el té y el maravilloso aspecto que presenta la casa.

—Señora Seaton. —El conde se levantó más despacio, en una demostración de buenos modales que nadie esperaría ante una ama de llaves.

—Señorías —contestó ella haciendo una reverencia, pero frunció el cejo al erguirse—. Perdone la libertad, pero me he dado cuenta de que se ha levantado despacio. ¿Está usted bien?

Westhaven miró a Val como diciéndole que no preguntara.

—¿Es que mi hermano no está bien de salud? —inquirió éste, sonriendo de oreja a oreja—. Dígame.

—Sólo me di un golpe en la cabeza —explicó él—, y me atendió la señora Seaton en vez de los médicos.

Ella seguía frunciendo el cejo, pero el conde continuó, impidiéndole que pudiera contestar.

—Atienda sus flores, señora Seaton, y le reitero las felicitaciones de mi hermano: un té de lo más agradable.

—Nos jugaremos a los dados quién se come el mazapán —le dijo Val a su hermano.

—No hace falta —comentó la señora Seaton por encima del hombro—. Puesto que a su señoría le gusta, tenemos una buena provisión en la cocina. También hay pasteles de crema y chocolatinas, aunque normalmente lo reservamos para después de la cena. —Cambió las flores de días anteriores por las que acababa de cortar, envolviendo la estancia en una bruma fragante a rosa, lavanda y madreselva.

Val miró al conde.

—Quizá acepte tu generosa invitación, Westhaven.

—Sería un honor —contestó éste distraído, aunque no le pasó inadvertida la mirada especulativa de su hermano. La señora Seaton tarareaba algo de Händel. Westhaven estaba casi seguro de que era el Mesías. En ese momento, la mujer se dio la vuelta y les dedicó una resplandeciente sonrisa a los dos, seguida de una leve inclinación.

—¿Señora Seaton? —La voz del conde la detuvo a dos pasos de la puerta.

—¿Milord?

—Avise a la cocina de que mi hermano y yo cenaremos en casa esta noche. Una cena informal. Y así seguirá siendo hasta próximo aviso.

—¿Lord Valentine ha venido de visita?

—Así es. Se quedará en la habitación azul. —Westhaven se inclinó de nuevo hacia la bandeja en la que seguía habiendo cuatro trozos de mazapán.

—¿Me permite sugerir que se quede mejor en la verde? —preguntó la señora Seaton—. Tiene unos techos más altos y está situada en la parte trasera de la casa, donde hará menos calor y estará más tranquilo. Además, también tiene balcón.

El conde consideró la posibilidad de reprenderla por llevarle la contraria, pero se había mostrado muy educada al hacer la sugerencia, y era cierto que las habitaciones de la parte trasera de la casa siempre eran más cómodas, pese a tener un tamaño más reducido.

—Como usted diga —respondió, despidiéndola con la mano.

—Una ama de llaves inusual —comentó Val cuando se cerró la puerta.

—Lo sé. —Westhaven se preparó un sándwich y comprobó de nuevo que su hermano no hubiera engullido todo el mazapán—. La verdad es que es un poco descarada, pero hace muy bien su trabajo. Me recuerda a su excelencia, la duquesa.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Val, preparándose también él un sándwich.

—La rodea una aura indomable —contestó Westhaven entre bocado y bocado—. Me golpeó con un atizador al creer que era una visita que trataba de propasarse con una doncella. Me hizo ver las estrellas.

—Por todos los santos. —Su hermano dejó de masticar y añadió—: ¿Y no llamaste a los guardias?

—Las apariencias engañaban, y ella no sabía que yo nunca acosaría a una doncella.

—Y en caso de que se te hubiera ocurrido alguna vez, a partir de ahora lo pensarás dos veces —dijo Val, echándole un vistazo al mazapán.

—¿Y qué me dices de ti? —Westhaven hizo una pausa para mirar a su hermano. Éste también había heredado la estatura y los ojos verdes de los Windham, aunque los suyos eran un poco más oscuros que los de Westhaven, de un color verde jade, y Val tenía además el pelo casi negro.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntó el joven, untando mantequilla en un bollo.

—¿Has acosado a alguna doncella últimamente?

—Conocí a una mujer muy interesante en Little Weldon, mientras hacía un recado para el vizconde Fairly al comienzo de la Temporada —respondió Val—. Pero no, me preocupa más despistar a su excelencia que aliviar mis deseos sexuales.

—Intenta no pasarte en la labor de despiste —le advirtió su hermano—. Hay quienes no toleran la diferencia.

—Desde luego que los hay —convino Val—, y son precisamente los que se preguntan qué sentirían al permitirse hacer algo intrépido de vez en cuando. Pero no temas, Westhaven. Hablo con afectación, río con nerviosismo y coqueteo, pero no me desabrocho los pantalones.

—Pues parece que los míos también se van a quedar cerrados —respondió él, frunciendo el cejo al tiempo que alargaba la mano hacia el mazapán.

Dio un mordisco al dulce con forma de melón maduro y ahogó un resoplido de incredulidad. Sus pantalones permanecerían abrochados y lo único con lo que juguetearía durante un tiempo sería con los... pulgares.