Capítulo 15

—Te digo que es hora de volver a casa —dijo Helmsley por cuarta vez.

—No ahora que estamos tan cerca —siseó Stull—. Los muchachos del parque han vuelto a ver a esa chica que se parece a Morgan y la han seguido hasta Mayfair, a unas pocas calles de la residencia del conde. Te digo que las hemos localizado a las dos.

—Morgan es sordomuda —le espetó Helmsley—. No creo que acepten a una sordomuda en ninguna de esas residencias de Mayfair, da igual para qué. Si hasta los lacayos tienen que ser guapos como los lores, por el amor de Dios.

Stull lo fulminó con la mirada. Estaba de mal humor.

—Empiezo a creer que no quieres que encuentre a tus hermanas. Prefieres que anden vagando por los barrios bajos de Londres sin protección, cuando sabes que recibirían todos los cuidados estando conmigo. ¿Qué clase de hermano eres, Helmsley, que abandona la búsqueda ahora, cuando ya casi hemos dado con ellas?

Un hermano horrible, eso es lo que era. La pregunta era absurda viniendo de Stull. Pero por horrible que fuera, el hombre no era especialmente estúpido, y si él quería pagar sus deudas, tenía que encontrar a Anna y a Morgan, entregárselas y dejar que se las compusieran como pudieran. Las chicas eran condenadamente ingeniosas. Que llevaran casi dos años recorriendo el reino con poco más que calderilla para gastar lo demostraba.

Pero ¿de verdad quería estar presente cuando Anna se diera cuenta de lo que había hecho? ¿Cuando Morgan prorrumpiera en llanto? ¿Cuando se percataran del alcance de su traición?

—¿Qué me dices, Helmsley? —El barón lo miró con actitud beligerante—. Me incluiste en tus planes cuando el viejo murió. No creas que vas a poder librarte de mí así como así ahora. Le iré con el cuento al magistrado tan de prisa, que ni los lores podrán protegerte.

«“Quien con niños se acuesta, mojado se levanta”, solía decir el abuelo», pensó Helmsley.

—Yo no soy como tú, Stull —contestó Helmsley dejándose caer en una silla y fingiendo abatimiento—. Lo único que he hecho en este viaje ha sido ocasionarte gastos y disgustos. Uno también tiene su orgullo. —Lo miró con calculado gesto de humillación y vio cómo la flemática mente del otro lo captaba.

»Tú te has encargado de buscar a esos hombres para que vigilaran el parque y la casa del conde —continuó—. A ti fue a quien se te ocurrió sacar a Westhaven de la casa con la excusa del incendio y también ideaste solo el resto de los detalles del plan, mientras yo miraba.

—Puedo prescindir de ti si quieres —dijo Stull—. Si quieres regresar al norte, puedo ocuparme del asunto. Te avisaré cuando tenga a las chicas. Puede que sea mejor así.

Entornó sus ojillos de cerdo con suspicacia.

—No estarás pensando en denunciarme al magistrado, ¿verdad, Helmsley? Eres tú quien ha dilapidado la fortuna de tu abuelo y la dote de tus hermanas. No creas que se me va a olvidar como me acuses.

—Sé perfectamente que no puedo hacerlo, Stull —admitió él, negando con la cabeza—. Tú conoces mis turbios asuntos, y yo conozco los tuyos, y los dos sabemos qué es lo que nos beneficia a cada uno.

—Bien dicho —asintió el otro, y la fofa papada se le agitó con el movimiento—. ¿Qué tal si bajamos a comer algo? De todos modos, no puedes marcharte hoy. Hace un calor de mil demonios. Además, tienes que despedirte de esa preciosidad envuelta en muselina francesa que conocimos anoche.

—Puedo dormir hoy en la ciudad —convino Helmsley—. Partiré mañana temprano y dejaré este asunto en tus muy capaces manos.

—Es lo mejor —convino el barón, asintiendo con la cabeza—. Te avisaré cuando encuentre a las chicas.

—Los hijos pródigos han vuelto —comentó Dev con una sonrisa cuando Anna y el conde entraron por la puerta de atrás muertos de cansancio—. Westhaven —añadió, tendiéndole la mano a su hermanastro, pero entonces, tiró de su brazo y se fundió con él en un breve abrazo. Por encima del hombro del conde, Dev vio con perplejidad que Anna sonreía, moviendo imperceptiblemente la cabeza a un lado y otro.

—Me alegro de estar de vuelta —confesó Westhaven—. Gracias por quedarte al cargo de las cosas por aquí. Amery y su familia te mandan recuerdos.

—Te refieres a que Greymoor se ha acordado de que pujé más alto que él por la joven yegua que quería para su condesa y ha decidido que lo pasado, pasado está.

—Me dijo que te diera recuerdos —repitió Westhaven—, igual que Heathgate, que, como magistrado, nos ofreció su amable hospitalidad los días que hemos pasado allí, mientras se investigaban las causas del incendio. ¿Hay algo para comer?

—Iré a ver —dijo Anna—. ¿Por qué no vas a lavarte del polvo del viaje? Yo me ocupo de que os sirvan la comida en la terraza.

—¿Vienes a comer con nosotros? —preguntó él, poniéndole una mano en el brazo.

Los ojos de ella se encontraron con los suyos y vio que creía que ella no aceptaría, pero aun así se lo preguntaba. Anna asintió y se dirigió a la cocina, tratando de fruncir el cejo por haber cedido a sus insensateces. En Willowdale, había sido la invitada del marqués y la marquesa de Heathgate; el marqués era el magistrado local. La habían tratado como si fuera una invitada y como la respetada... ¿amiga?, ¿prometida?, del conde. Y no era nada de eso. Pero desde luego, no la habían tratado como se trataría a su ama de llaves. Anna les había seguido la corriente por una cuestión de modales, y porque tenía la sensación de que iba a ser el último episodio de su relación con Westhaven, unos pocos días irreales durante los cuales habían podido disfrutar libremente de la compañía del otro.

Por la noche, él entraba en su dormitorio, se colaba en su cama y, abrazados, charlaban hasta quedarse dormidos. Westhaven le habló de su infancia con los demás hijos del duque, retozando en las extensas tierras de Moreland, de la última vez que estuvo con su hermano Bart y de sus sospechas respecto al segundo nieto del duque.

Anna le contó cómo fue su infancia al amparo del amor de sus abuelos, rodeados de flores, invernaderos y un ejército de jardineros. Pero, sobre todo, escuchó. Escuchó su hermosa voz, grave y masculina, en la oscuridad. Escuchó a sus manos, la ternura y el sesgo posesivo de sus caricias en su piel desnuda. Escuchó a su cuerpo, que cada vez se le antojaba más familiar, tanto como el suyo propio, y la forma en que lo empleaba para expresarle su afecto y su protección. Escuchó también a su mente, la disciplina con que la usaba para proporcionarles todo lo necesario a quienes le importaban.

Y escuchó a su corazón, lo oyó rogarle en silencio y en vano, que confiara en sí misma.

—Y ahí va nuestra palomita —anunció el mugriento hombrecillo a un muchachito aún más mugriento, con una desagradable carcajada.

—Entonces, ¿vas a decírselo a ese cerdo gordinflón? —preguntó el chico, observando a la guapa chica con la cesta de flores en el brazo.

—Lo haré, sí, pero no hoy, amiguito. Paga bien, así que cuando lo vea esta noche, le diré que sigue sin aparecer y que me pague un día más. De todos modos, con este calor no podemos hacer otra cosa que vigilar a la sombra. Al menos que nos paguen por ello, ¿no te parece?

—Sí —respondió el chico con una sonrisa de oreja a oreja ante el razonamiento de su superior y retomó la vigilancia.

—Avisa al viejo Whit si la damita sale, y dile que esté preparado para relevarte mañana al amanecer.

—Utiliza usted la misma agencia de colocación que su excelencia, la duquesa —comenzó Hazlit, mirando al conde a los ojos sin vacilar—. De modo que comencé por ahí y al final encontré copias de las referencias que su ama de llaves les entregó hace dos años. Todas procedían de mujeres mayores, damas de alcurnia que ahora residen en York y sus alrededores, así que hice un viaje al norte.

—Hizo un viaje al norte —repitió Westhaven, temeroso de oír el resto, aunque necesitaba hacerlo.

—En su solicitud —continuó el hombre—, la señora Seaton puso que quería trabajar como ama de llaves o en una floristería, dato que me llamó la atención. Es una curiosa combinación de aptitudes. Cogí los dibujos y con eso, sumado a lo que ya sabía, le escribí a un colega que vive en York. A través de él, di con la respuesta a varias de mis preguntas.

—¿Qué dibujos?

—La señora Seaton va al parque de vez en cuando, como la inmensa mayoría de la gente en verano —contestó Hazlit, abriendo una carpeta de la que sacó un boceto a carboncillo que guardaba un asombroso parecido con Anna.

—Es muy bueno —señaló él, frunciendo el cejo. El investigador había sabido captar no sólo la apariencia de Anna, sino también su dulzura, su valentía y su determinación. Aun así, lo incomodaba pensar que la había dibujado sin que ella se diera cuenta.

—Quédeselos. —Un destello de compasión iluminó los austeros rasgos de Hazlit.

—Gracias —dijo Westhaven, dejando a un lado el retrato para centrar su atención en el hombre—. ¿Qué respuestas ha encontrado?

—Algunas —contestó—, pero no todas. Sobre ella, no pesa ninguna acusación que yo haya averiguado, ni en York ni en Londres, pero su hermano la está buscando. Se llama Anna Seaton James, es la hija mayor de Vaughn Hammond James y Elva James, Seaton de soltera, que murieron en un accidente de coche cuando Anna era pequeña. Su hermana, Morgan Elizabeth James estaba en el coche cuando se produjo el accidente, y perdió el oído. El heredero, Wilberforce Hammond James, era el único hijo varón y reside en la propiedad familiar, Rosecroft, en Yorkshire, siguiendo el curso del río Ouse en dirección al noroeste de la ciudad.

—Nieta de un conde —masculló él con el cejo fruncido—. ¿Por qué huyó de casa?

—Lo único que hemos podido averiguar mi colega y yo es que el viejo conde aseguró bien su dinero para que el heredero no pudiera dilapidar los fondos necesarios para las chicas y su abuela. Sin embargo, éste se las arregló para hacerlo. Me he tomado la libertad de reunir información sobre sus gastos.

—Qué celo en su trabajo —comentó Westhaven, cogiendo el taco de papeles que le tendía el investigador—. Dios santo —exclamó, hojeando los pagarés con las cejas levantadas—. Es una pequeña fortuna para los estándares de Yorkshire.

—Yo diría, y es sólo una especulación, que Anna sabe del menoscabo de las finanzas de la propiedad de su abuelo realizado por parte del actual conde, y que cometió el error de tratar de razonar con él. Además, la hermana menor resulta extremadamente vulnerable a la manipulación, y si un hombre es capaz de robarle a sus propias hermanas, probablemente no tenga escrúpulos en hacer cosas peores.

—Sugiere todo tipo de desenlaces sombríos, señor Hazlit —observó él—, aunque nada peor que lo que ya haya podido imaginar yo. ¿Alguna sugerencia?

—No las pierda de vista —contestó el investigador—. A los ojos de cualquiera, esas dos muchachas no serán nada más que unas frívolas por haberse fugado, y nadie considerará un secuestro que su hermano, un hombre con título, preocupado por las jóvenes desaparecidas, se las lleve. Puede llevarse a cualquiera de ellas y ni usted ni nadie podría hacer nada por impedirlo. Nada.

—¿Podría obligarlas a casarse contra su voluntad?

—Por supuesto. En el caso de Morgan en particular sería sencillo, puesto que está discapacitada por la sordera, y la opinión general es que los matrimonios se conciertan pensando en el bien de la mujer.

—La opinión general de los hombres —puntualizó Westhaven con una sonrisa—. Gracias de todos modos, Hazlit. Las convenceré para que no se aparten de mi lado y no habrá problemas.

El hombre se levantó y aceptó la mano que le tendía el conde.

—Mejor aún, case a la mujer con alguien que usted crea que sabrá cuidarla y mantener alejado a Helmsley. Sería una fácil solución.

—Usted no está casado, ¿verdad, señor Hazlit?

—En estos momentos no tengo ese estado civil —confirmó el investigador con una sonrisa que le daba un aspecto sorprendentemente aniñado—. Disfruto de las ventajas de ser soltero.

—Eso lo dice todo —concluyó él, acompañándolo a la puerta de la calle—. Los hombres de quienes se espera que sigan con la línea sucesoria, a veces también disfrutamos de ser solteros, mientras podemos. —Un destello asomó fugazmente a los ojos oscuros de Hazlit, pesar o tal vez compasión, pero no duró lo suficiente como para que Westhaven pudiera hacer una valoración más acertada.

—Que tenga un buen día, milord —le deseó el investigador y, mirando el enorme ramo de flores que reposaba en la mesa, añadió—: Espero que logre salvaguardar sus objetos de valor.

Westhaven se retiró a su estudio a escribir una nota para Val pidiéndole que regresara a casa lo antes posible, y otra para darle las gracias a Heathgate por su hospitalidad. A pesar de lo reveladora que había sido la conversación con Hazlit, tenía la impresión de que seguía habiendo información que sólo Anna podía desvelar.

Se quedó allí sentado largo rato, bebiendo su limonada dulce, contemplando las flores que adornaban la chimenea y reflexionando sobre cómo exactamente podía él mantener segura a Anna Seaton —Anna James— cuando sabía que tenía la maleta hecha, esperando encima de su cama, igual que la noche que los avisaron del incendio en Willow Bend.

Westhaven se alegró de ver aparecer a sus hermanos para cenar cuando comenzaba a oscurecer. Val, cargado con libros de música, ropa y su caballo, había llegado a la casa proclamando que el duque estaba ya lo suficientemente recuperado como para volverlos a todos locos.

Por su parte, Dev ardía en deseos de preguntar por el incendio de Surrey, pero cuando terminaron de cenar y dieron cuenta también de los dulces del postre, Westhaven les pidió que salieran a dar un paseo con él hasta los establos. Una vez allí, retirados de la casa y sus terrazas, les explicó lo que le había contado Hazlit y les pidió que lo ayudaran a vigilar a Anna y a Morgan para que no les ocurriera nada malo.

—Pero no puedes tenerlas vigiladas a todas horas —objetó Dev—. Son mujeres inteligentes y en seguida se darán cuenta de que tramamos algo.

—Hablaré con Anna esta noche —replicó él—. Tiene que entrar en razón. Y, si no, yo mismo la meteré en un coche con destino a Moreland y la mantendré allí encerrada hasta que acceda a casarse conmigo.

Val miró a Devlin.

—Así que la sangre ducal ha salido por fin y vas a seguir el ejemplo romano de secuestrar a la novia.

Su hermano suspiró.

—Me apetece tanto obligar a Anna a casarse, como a ella aceptar pronunciar los votos de esa forma. Si lo intentara, se harían realidad sus peores expectativas.

—Me alegra ver que lo entiendes. Espero que se te dé bien convencerla de que necesita guardaespaldas —dijo Dev—. Por lo menos Morgan no nos lo discutirá.

—Yo no estaría tan seguro —repuso Val con expresión preocupada—. He echado mucho de menos mi piano. Si me lo permitís, iré a desnudarle mi alma al arte mientras tú intentas que Anna entre en razón.

—Maldita sea. —Dev se quedó mirando al joven, y le sonrió a Westhaven—. Y yo desnudándole todo lo demás a las camareras de la Casa del Placer. ¿Quién de los dos crees que está en lo cierto?

—Ninguno —respondió él con una sonrisa—. En este tema, tengo que admitir que, en las cosas realmente importantes, es el duque quien más se ha acercado a la diana.

Devlin lo miró con curiosidad y se fue a guardar los caballos. Westhaven se quedó solo en el callejón, a oscuras, cuando, de repente, oyó que alguien lo llamaba en voz baja desde las sombras.

—Me ha avisado usted con muy poca antelación, señoría. —Hazlit escudriñó al conde de Westhaven a la luz de las velas en la biblioteca de éste. Era una habitación muy agradable, y el investigador se había fijado en su anterior reunión en que toda la casa se veía muy cuidada. Las flores de los ramos estaban recién cortadas, la madera bien pulida, las ventanas relucientes y no había ni una mota de polvo por ninguna parte.

—Le pido disculpas por lo tarde que es, Hazlit —dijo el conde—. ¿Puedo ofrecerle una copa?

—Sí, gracias. —Aceptó la bebida, en parte porque la calidad de la misma decía mucho de la persona, y también porque tenía la impresión de que Westhaven no se la ofrecía en un intento de manipulación, sino por una cuestión de buenos modales.

—¿Whisky o brandy?

—Lo que tenga —respondió él—. Supongo que estamos aquí para hablar del mismo asunto, ¿no?

—Así es —contestó el conde, dándole un generoso vaso de whisky—. A su salud.

—A la suya. —Hazlit dio un pequeño sorbo y se detuvo—. Muy bueno. No lo conozco.

—Es de una cosecha privada —le informó el conde con una sonrisa—. De la destilería del marqués de Heathgate. Se refiere a él como su «vintage para sobornos».

Hazlit asintió. No era la primera vez que tomaba aquel vintage, no muy a menudo claro, pero no pensaba admitirlo delante de un cliente.

—Un detalle. Y ahora, ¿en qué puedo servirle?

—¿Nos sentamos? —Westhaven señaló con la mano el sofá de cuero, de aspecto muy confortable, y Hazlit se acomodó en una esquina. El conde optó por una mecedora, con el vaso en la mano—. Soy consciente de que están vigilando mi casa, por delante y por detrás. He tenido una conversación muy interesante hace un rato, cuando he ido a darle las buenas noches a mi caballo. Me ha abordado un muchacho, leal a David Worthington, el vizconde Fairly, apostado en mis establos sin mi conocimiento.

El investigador asintió, mirándolo fijamente.

—Pero lo más llamativo —continuó Westhaven—, es que me ha informado de que mi casa está bajo vigilancia de un tal Whit y sus secuaces, que han sido contratados por dos caballeros procedentes del norte del país, uno de ellos muy obeso. —Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky—. Hace poco, compré una pequeña propiedad no muy lejos de la ciudad, se llama Willow Bend. Hubo un incendio en los establos la semana pasada y otros edificios colindantes fueron rociados con aceite de lámpara. Unos conocidos acertaron a pasar por allí por casualidad y, al ver los establos en llamas, pidieron ayuda y evitaron que toda la propiedad quedara reducida a cenizas.

»Afortunadamente, la casa no está aún habitada, y lo único que se ha perdido han sido los establos. Contraté a un investigador, que averiguó que dos hombres bien vestidos, uno muy corpulento, compraron una inmensa cantidad de aceite de lámparas el día antes de que ardieran mis establos, en el único sitio posible, antes de abandonar la ciudad en dirección a la campiña de Surrey.

—¿Sospecha que alguien ha enviado a esos hombres a buscar a la señora Seaton? — sugirió Hazlit.

Él lo miró a los ojos.

—Sospecho que uno de ellos es su hermano, el conde. ¿Se sabe si es un hombre corpulento?

—No lo es. —Hazlit sacó una pequeña libreta del bolsillo de su levita—. ¿Tiene usted una pluma?

Westhaven se acercó a su escritorio y le entregó una. El investigador se sentó en el sillón de la mesa con su bebida y dibujó la figura de un hombre bajo la atenta mirada del conde.

—Helmsley —dijo luego Hazlit lacónicamente, arrancando la hoja para hacer otro dibujo, esta vez del rostro del hombre. Mientras él dibujaba, Westhaven estudiaba el pequeño esbozo a tinta.

—Es alto —explicó Hazlit mientras dibujaba—. Mide más de un metro ochenta y con la mala vida que lleva, pronto se le hundirán los hombros, el estómago se le quedará fofo y se le llenará el rostro de arrugas. Aquí lo tiene.

Arrancó el segundo dibujo.

—Se parece un poco a su ama de llaves en los ojos y tal vez en la textura y el color del pelo.

—Así es. —El conde frunció el cejo—. ¿Es mayor que Anna?

—Sí. Pero no es el hombre corpulento que busca. Se nota que come bien, pero no es obeso.

—¿Podría llevarle este dibujo al que les vendió el aceite de lámpara? —sugirió Westhaven, cogiendo el segundo dibujo—. Y tal vez consiguiera una descripción del otro hombre.

—Claro que puedo. También podría viajar al norte de nuevo y hacer algunas pesquisas sobre él.

—Eso llevaría tiempo. —Se apoyó contra el brazo del sofá—. No hace falta que le diga que no repare en gastos. —Se perdió en sus pensamientos y Hazlit esperó pacientemente—. ¿Cree que la abuela de Anna estará en buen estado para viajar?

—No se la ha visto salir de la propiedad desde que murió su marido —respondió el hombre—. Eso no sugiere buena salud, pero también podría significar que es, literalmente, una prisionera.

Westhaven levantó la cabeza con brusquedad, y Hazlit tuvo la sensación de que su comentario acababa de colocar en su sitio una pieza más del rompecabezas.

—Si no podemos demostrar que el hermano de Anna está aquí, en Londres —dijo muy despacio—, quiero que viaje hasta allí y averigüe dónde demonios está. Creo que él constituye la principal amenaza para Anna, y tiene a su abuela para presionarla.

—¿Y el gordo? —preguntó Hazlit, levantándose—. Sabemos que está en la ciudad y que probablemente esté aguardando a la señora Seaton.

—¿Aguardando para qué? —musitó él—. ¿A que Helmsley llegue a la ciudad y ejerza su derecho legal de reclamar a sus hermanas, tal vez?

—Buena pregunta —apuntó el investigador—. Me llevaré los bocetos y quizá mañana tenga alguna respuesta.

—Se lo agradezco —dijo Westhaven, acompañando a su invitado hasta la puerta.

Luego, se quedó sentado en la biblioteca un buen rato, bebiendo té frío y mirando el boceto. Cuando Anna entró, lo guardó en un cajón y se levantó.

—Es tarde para que estés aún levantado —comentó ella, dirigiéndose a sus brazos. Él la besó en la mejilla y Anna protestó—. Y tienes los labios helados.

—Caliéntamelos entonces —bromeó, besándola en la mejilla de nuevo—. He estado bebiendo té frío y whisky, y posponiendo una conversación contigo.

—¿Sobre qué vamos a hablar? —preguntó, echándose hacia atrás para mirarlo con recelo.

—Sobre tu seguridad —contestó, tirándole de la cintura para que se sentara en el sofá—. Quiero pedirte una vez más que me dejes ayudarte. Tengo la impresión de que, si no lo haces, pronto podría ser demasiado tarde.

—¿Por qué ahora? —inquirió ella, buscando la respuesta en sus ojos.

—Tienes la carta de recomendación que me pediste —le respondió él—. Val me ha dicho que se la pediste y que te la dio. Y otra para Morgan.

—Una carta de recomendación no me sirve de nada si no la tengo yo.

—Anna —la regañó, acariciándole la muñeca con el pulgar—. Podrías habérmelo dicho.

—Ése no es el tema. ¿Por qué no puedes aceptar que debo resolver mis propios problemas? ¿Por qué tienes que meterte también en esto?

Westhaven le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí.

—¿No eras tú la que decía que tenía que apoyarme un poco más en mi familia? ¿Que tenía que dejar que mis hermanos me ayudaran en los asuntos del ducado? ¿Que tenía que darles a mi madre y a mis hermanas algo que hacer?

—Sí —lo corroboró, recostándose en el hombro de él—. Pero yo no soy el heredero del duque de Moreland. Yo no soy más que una ama de llaves, y tengo mis propios problemas.

—Lo he intentado —respondió él, besándole la sien—. He intentado de todas las maneras ganarme tu confianza, Anna, y no lo consigo.

—No —admitió ella.

—No me dejas elección. Mañana mismo tomaré las medidas oportunas para protegeros a ti y a tu hermana.

Anna se limitó a asentir y Westhaven no pudo evitar preguntarse qué era lo que no le estaba diciendo. Su única otra alternativa era lavarse las manos y no hacer nada por ella, pero eso no podía hacerlo.

—¿Subes a la habitación conmigo?

—Claro —accedió ella, dejando que la ayudara a ponerse en pie.

Él no dijo nada, no con palabras, no mientras se desnudaban y se acomodaban el uno entre los brazos del otro en la mullida cama. Pero cuando la comunicación pasó a ser a través del tacto, de los suspiros, los besos y las caricias, le dijo que la amaba y que daría su vida por ella.

Anna también le dijo que lo amaba, que siempre llevaría en el corazón los recuerdos que tenía de él, que nunca podría amar a otro.

Y le dijo adiós.

El día siguiente comenzó como siempre. Westhaven salió a montar a caballo con sus hermanos y Anna se fue con la cocinera a hacer la compra semanal. Como era su costumbre, se llevaron a dos lacayos consigo. Lo que ella no sabía era que el conde les había encargado a estos que la vigilaran y protegieran, no sólo que cargaran con los paquetes de la compra.

Cuando él y sus hermanos salieron de los establos, Westhaven no tardó en ponerlos a ambos al corriente de sus recientes descubrimientos.

—De modo que, mientras ese tal Whit se contente con estafar a los hombres que lo han contratado alargando la vigilancia todo lo que pueda, tendremos algo de tiempo. Pero es de vital importancia impedir que Anna se quede sola.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Dev, frunciendo el cejo.

—En el mercado, acompañada por dos lacayos a los que he ordenado que no la dejen ni a sol ni a sombra.

—Volvamos a casa por allí —sugirió Devlin—. Tengo un mal presentimiento.

Val y Westhaven intercambiaron una mirada preocupada. Ya fuera por influencia de su abuela irlandesa o por su instinto o por una simple cuestión de superstición, cuando Dev tenía una corazonada, no era sensato ignorarla.

Recorrieron al trote las calles, menos abarrotadas que otras veces por el calor. El mercado, sin embargo, bullía de actividad. Mujeres, niños y algún que otro hombre vagaba entre los puestos, en los que se vendían todo tipo de productos y artículos para la casa.

—Será mejor que nos separemos —sugirió Westhaven, dándole las riendas de su caballo a un muchacho junto con una moneda—. Dale un vuelta.

Val y Dev se internaron entre la multitud, y él sintió un escalofrío en la nuca. ¿Y si el golfillo espía de Fairly se equivocaba y Whit se había cansado de vigilar con aquel calor? ¿Y si Anna había elegido ese día precisamente para desaparecer de su vida? ¿Y si el gordo era un proxeneta y Anna se encontraba en ese mismo instante en una fétida bodega, rumbo al continente?

En ese momento, se produjo un alboroto entre la multitud a su izquierda y él sintió que lo empujaban. De pie, rodeada por un montón de gente que miraba boquiabierta el espectáculo, estaba Anna. Un hombre grande y obeso la agarraba de la muñeca. Westhaven retrocedió un paso y, llevándose los dedos a los labios, emitió un agudo silbido.

—Ven por las buenas, Anna —la instaba el hombre—. Seré bueno contigo y no tendrás que seguir sirviendo a los demás. No me hagas llamar a los guardias, muchacha.

Ella permanecía inmóvil, con la resistencia visible en su postura.

—Podemos pasar a recoger a la pequeña Morgan —continuó el gordo— y estar de vuelta en York en una semana. Os alegrará volver a ver a vuestra abuelita, ¿verdad que sí?

Oír el nombre de Morgan hizo reaccionar a Anna, que levantó la mirada, con los ojos brillantes, y entonces vio a Westhaven. Lo miró con una expresión desgarrada que él no tardó en descifrar: «Protege a mi hermana».

—Morgan no está conmigo —replicó con tono decidido—. Soy yo sola o nada, Stull. Si nos vamos a York ahora mismo, me iré contigo por las buenas, si no...

—Si no —repitió el hombre con tono desdeñoso, retorciéndole el brazo— nada. Te tengo bien cogida, Anna James, y ahora iremos a buscar a tu hermana.

Westhaven dio un paso al frente y le retorció la mano con que la sujetaba.

—Si no, más vale que se aparte, señor.

Stull se frotó la muñeca, observando al conde con agresividad.

—No sé qué le habrá dicho, amigo —dijo el barón con tono pretendidamente amistoso—, o lo que le habrá prometido, pero le agradecería que apartara las manos de mi esposa y permita que nos vayamos pacíficamente a casa, en Yorkshire.

Westhaven resopló y rodeó los hombros de Anna con un brazo.

—Si usted es su esposo, yo soy el rey. Ha estado acosando a esta mujer sin motivo y la ha tratado de un modo intolerable. Ella trabaja para mí y está bajo mi protección. Déjela en paz.

—¿Que la deje en paz? —gritó Stull—. ¿Que la deje en paz cuando he cruzado medio país para llevarla de vuelta a casa? Y, por si fuera poco, ha arrastrado a su pobre y confusa hermana con ella, de un lado a otro. Tengo un acuerdo matrimonial firmado y legalizado. Puede estar contenta de que no la demande por incumplir su promesa.

Él dejó que siguiera con su perorata hasta que llegaron Dev y Val. Sus hermanos se colocaron cada uno a un lado del vociferante personaje, acompañados por el alguacil, que observaba con el cejo fruncido.

—Señor —lo interrumpió entonces el conde con un tono de voz frío y cortante que sobrecogería a cualquiera con algo de sentido común—. Yo no veo que tenga en la mano ese contrato del que habla, y no es usted familia de esta dama. No trato con intermediarios y le aseguro que tampoco con pirómanos. —Le hizo una señal a Dev y a Val, que agarraron cada uno por un rollizo brazo al hombre—. Quiero que lo arresten por incendio provocado, alguacil, y que lo encarcelen sin fianza. Es posible que la dama aquí presente desee presentar además cargos contra él por agresión, pero ya le avisaremos cuando lo tenga bajo custodia.

—Andando —le ordenó el alguacil a Stull—. La palabra de su señoría tiene gran peso para mí, lo que significa que está usted arrestado, señor. Acompáñeme por las buenas y no habrá que emplear la justicia real contra sus orondas posaderas.

La multitud prorrumpió en carcajadas cuando Dev y Val, obedeciendo la orden de Westhaven, escoltaron amablemente al detenido tras el alguacil. Él se quedó con Anna, y con más dudas que nunca.

—Vamos —dijo, conduciéndola hasta su caballo, al que la ayudó a subir y montó él detrás. Era el joven castrado de Dev, que permaneció inmóvil como una estatua hasta que Westhaven le dio la orden de ponerse en marcha. Anna guardaba silencio y él tampoco estaba de humor para mantener una peliaguda conversación como aquélla a lomos de un caballo. La sujetó por la cintura y Anna se recostó suavemente contra su torso hasta que llegaron a los establos.

Cuando los mozos se llevaron el caballo, Westhaven la cogió a ella por la muñeca y la condujo al jardín trasero de la casa, deteniéndose sólo cuando apareció Morgan con una cesta en un brazo.

—¡Morgan! —Anna se soltó de su mano y corrió a abrazar a su hermana—. Oh, Dios mío, menos mal que estás bien.

La chica miró al conde con gesto interrogativo por encima de su hombro.

—Nos hemos encontrado con Stull en el mercado —le explicó él, observando el abrazo de las dos—. Tenía intención de llevarse a su prometida al norte por las buenas. No era mi intención permitírselo, claro.

—Gracias a Dios —dijo la joven en voz baja, pero clara.

Anna retrocedió un paso y parpadeó, sorprendida.

—¿Morgan? —preguntó, mirándola con detenimiento—. ¿Acabas de decir «gracias a Dios»?

—Sí —contestó ella, mirándola fijamente a los ojos—. Eso he hecho.

—Entonces, oyes y hablas —comentó Westhaven, perplejo—. ¿Cuánto tiempo llevas fingiendo no oír?

—Cuando fuiste a Willow Bend, Anna —explicó Morgan, rogándole que la comprendiera—, lord Val me llevó a ver a lord Fairly. Es médico, un médico de verdad, y me dijo que podía ayudarme. No quería decírtelo por temor a que fuera sólo temporal, pero llevo así ya días. La de cosas maravillosas que he oído...

—Me alegro tanto por ti —exclamó Anna, estrechándola de nuevo entre sus brazos—. Estoy muy feliz, Morgan. Háblame, por favor, háblame hasta que me sangren los oídos.

—Te quiero —dijo la chica—. Hacía años que quería decirlo. Te quiero, y eres la mejor hermana que podría tener una chica sorda.

—Yo también te quiero, y éste es el mejor regalo que podría recibir la hermana de una chica sorda —confesó ella, que estaba a punto de echarse a llorar.

—Venid conmigo las dos —ordenó el conde, rodeándolas a ambas con un brazo—. Por grato que resulte este acontecimiento, me temo que se avecinan problemas.

En vista de que las dos mujeres estaban llorando, tuvo que ser él quien impusiera un poco de sentido común, a menos que quisiera que descubrieran que también tenía un nudo en la garganta.

Las instó a entrar en su estudio, sirvió limonada para todos y reflexionó sobre la situación mientras Anna y Morgan se miraban como bobas, con una sonrisa de oreja a oreja.

—No se te olvide el azúcar —le advirtió Anna, volviéndose hacia él con aquella misma sonrisa—. ¡Oh, Westhaven, mi hermana oye! Sólo por eso ha merecido la pena todo lo que hemos vivido, ¿sabes? Si ella y yo no hubiéramos huido de York, no habría podido ir a ver a ese médico. Y si ahora oyes y hablas...

—Ya no resultará tan sencillo declararme incapacitada —terminó Morgan, sonriendo también ampliamente.

—A menos... —La sonrisa de Anna desapareció. Miró a Westhaven con gesto vacilante—. A menos que Stull y Helmsley convenzan a las autoridades de que has estado fingiendo tu discapacidad, lo cual no dejaría de ser bastante peculiar.

Él frunció el cejo profundamente.

—En vez de especular sobre el tema, ¿qué puedes decirme sobre ese contrato matrimonial del que hablaba Stull? ¿Es real?

—Lo es —contestó ella, sosteniéndole la mirada, y la sonrisa convertida en una mueca de asco—. Muy real. En realidad, son dos contratos. Uno me obliga a casarme con él a cambio de dinero que le pagará a mi hermano. El otro obliga a Morgan a casarse con él en caso de que yo no lo haga, a cambio del mismo dinero.

—De modo que vuestro hermano os vendió a ese cerdo. —Tenía sentido—. Pero tú no accediste a ir voluntariamente a su pocilga.

—Morgan tenía que venir conmigo o yo con ella —expuso Anna—. Stull acordó que, sin importar cuál de las dos se casara con él, proporcionaría hogar a la otra. Aunque me hubiera casado yo, no podría haber protegido a Morgan de sus garras.

—Es un depravado.

—Yo no habría rechazado a un pretendiente sin una razón —dijo Anna, levantando la barbilla—, sólo por su desafortunada afición a la cocina. Pero hasta las bestias tienen más honor que Stull.

—¿Y cómo lo sabes?

—La abuela contrató a una fregona de doce años —respondió ella con actitud de cansancio—. La niña casi murió desgarrada tratando de dar a luz al bastardo de Stull. El bebé no sobrevivió, y la madre de milagro. No era madura para su edad —Anna se detuvo y miró a Morgan—, y no tenía familia. Él la persiguió como una ave de presa y después la abandonó.

—¿Quién es ese hombre? Se comporta como si fuera de alto rango, al menos él lo cree.

—Hedley Arbuthnot, octavo barón Stull —contestó Anna—. Mi prometido.

—No estés tan segura —dijo él, mirándola con el cejo fruncido—. Quiero ver esos contratos porque, en primer lugar, no creo que un acuerdo matrimonial condicional pueda ejecutarse y, en segundo, no podemos olvidar el detalle de la coacción.

Y había además otros muchos aspectos legales, como el hecho de si Helmsley había formalizado los acuerdos en nombre de sus hermanas, y si Morgan era menor cuando lo hizo, o si él firmó en nombre de Anna, que no era menor, con lo que el acuerdo vinculaba a Helmsley, pero no a ella. Sin olvidar el asunto de la custodia del fideicomiso de las jóvenes. ¿Adónde había ido a parar el dinero?

Miró a Morgan.

—Mi hermano te acompañará a la mansión de los duques. Stull no sabe dónde estás, y tampoco sabe que has recuperado el habla y el oído. Es una ventaja que tenemos que aprovechar.

»Y tú —continuó, dirigiendo una implacable mirada a Anna—, irás a deshacer esa condenada maleta y te reunirás de nuevo conmigo aquí cuando termines. Y no se te ocurra huir. Dame tu palabra o pondré sobre aviso a todo el servicio de lo que pretendes y estarás vigilada todo el tiempo que no estés conmigo.

—Tienes mi palabra —afirmó con un hilo de voz, levantándose para irse, pero en el último momento se dio la vuelta y abrazó una última vez a Morgan.

Tras su marcha, se produjo un largo silencio. Él se sirvió un poco de whisky en la limonada.

—¿Qué es lo que no me ha dicho? —le preguntó a la chica, mirándola a los ojos.

—No sé qué es lo que le ha dicho.

—Prácticamente nada —admitió bebiendo un sorbo—. Que tiene secretos que está obligada a guardar y que no puede dejar que yo la ayude. Dios santo.

—Es cierto. Mi abuela nos hizo prometer que no le hablaríamos a nadie de nuestra situación. Anna y yo habíamos mantenido nuestra palabra hasta ahora.

Westhaven se pasó la mano por el pelo.

—¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Cómo pudieron obligar a Anna a casarse con ese cerdo detestable?

—Era un plan inteligente. —Morgan se levantó con un suspiro y se quedó mirando el jardín a través de las vidrieras, con los brazos cruzados—. Helmsley nos envió a la abuela y a mí a visitar a una amiga de ella y aprovechó para decirle a Anna que si no firmaba el condenado acuerdo, se aseguraría de que me declarasen incapacitada. Y a mí me dijo que si no lo firmaba, asfixiaría a la abuela con una almohada. Anna no sabe esto, pero yo no creo que Helmsley fuera capaz de hacerlo.

—Claro que lo sería. Ese hermano vuestro es un canalla. Y sospecho que no se le da bien el juego.

—Se le da muy mal. Hace dos años, estábamos endeudados hasta las orejas.

—Probablemente le contó algún cuento a tu abuela también —dijo él, con la mirada fija en su vaso—. ¿Qué crees que haría feliz a Anna?

—Volver a casa —respondió la chica—. Saber que la abuela está bien, volver a ver el jardín del abuelo, saber que yo estoy bien. Dejar de huir y de comprobar si alguien está siguiéndote, siempre fingiendo ser algo que no somos.

—¿Y tú, Morgan? —El conde se acercó a ella—. ¿Qué es lo que quieres?

—Yo sólo quiero que Anna sea feliz —contestó, tragando saliva y parpadeando muy de prisa—. Ella... ella era tan guapa, tan feliz y adorable cuando vivía el abuelo. En estos últimos dos años se ha visto obligada a trabajar muy duramente para que yo estuviera segura. Merece ser feliz, ser libre y... —Se echó a llorar, incapaz de decir todo lo que quería.

Él dejó el vaso en una mesa, se sacó el pañuelo del bolsillo y la estrechó entre sus brazos.

—Merece todo eso —convino, dándole suaves palmaditas en el hombro—. Y lo tendrá, Morgan. Te prometo que tendrá todo lo que quiere.

Cuando Val y Dev se reunieron con él en la biblioteca, menos de una hora más tarde, Anna seguía deshaciendo la maleta mientras su hermana se apresuraba a hacer la suya. Westhaven les explicó lo que sabía de la situación de las dos hermanas, complacido al oír que el magistrado había accedido a retrasar dos días la vista de Stull para fijar la fianza.

—Eso nos da tiempo para llevar a Morgan con los duques —dijo, mirando a Val—. A menos que tengas alguna objeción.

—No me corresponde a mí objetar —repuso el joven, frunciendo los labios—, pero resulta que estoy de acuerdo. A Morgan no le hará daño que la mimen un poco, y la duquesa se siente muy mal por haber puesto a Hazlit tras su pista. De esta forma, su excelencia expiará sus pecados y servirá de distracción para el duque de paso.

—Pero eso a ti te supone un problema —señaló Dev.

—¿Y eso por qué? —preguntó Val con el cejo fruncido.

—¿Cómo vas a hacerle creer a nuestro padre que eres un invertido si cada vez que Morgan entra en una habitación se te traba la lengua?

—La lengua, Dev, nada más. Si comprendieras el valor que hay que tener para ser sorda y muda en una sociedad que no lo es, a ti también se te trabaría la lengua al verla.

Dev miró a Westhaven, que observaba la conversación con expresión neutra.

—Los dos escoltaréis a Morgan a la mansión de los duques esta tarde —determinó éste—. De momento, prefiero que os quedéis aquí, vigilando a Anna.

—¿No te fías de ella? —preguntó Dev con tono de censura.

—Me ha dado su palabra de que no huiría, pero no estoy seguro de que Stull sea la única amenaza que tiene encima. Su propio hermano está implicado en los planes del barón y es a quien más beneficia que éste encuentre a Anna. ¿Dónde está y cuál es exactamente su participación en esta empresa?

—Buena pregunta —convino Devlin—. Tú ve a ver a los duques y deja a las damas en nuestras capaces manos.

Val asintió.

—Su excelencia se alegrará tanto de que les confíes la seguridad de una damisela en apuros, que terminará de recuperarse del ataque.

Él asintió, consciente de que su hermano tenía razón. Aun así, enviaba a la mansión ducal a Morgan porque sabía que su hogar era seguro, casi una fortaleza, lleno de sirvientes que no dejarían que un desconocido se acercara a la propiedad ni a los miembros de la familia. Además, estaba cerca, lo que simplificaría mucho las cosas si hubiera que ir a por Morgan para algo. Y, finalmente, Anna también lo consideraba un movimiento inteligente, por lo que, al menos a ese respecto, no discutiría con ella.

La encontró en su salón privado, tomando una taza de té. La odiosa maleta no se veía por ninguna parte.

—Salgo ahora para Moreland House —la informó él—, a pedirles asilo a sus excelencias. Se lo pediré en tu nombre también si quieres.

—¿Quieres que vaya con Morgan? —preguntó Anna, buscándole la mirada.

—No —contestó él—. Una cosa es pedirles a mis padres que protejan a Morgan cuando Stull ni siquiera sabe que está en la ciudad, y otra muy diferente pedirles que te protejan a ti, cuando yo estoy aquí para hacerlo y encima ya me he encarado con el enemigo, por así decirlo.

—Stull no es tu enemigo —repuso ella, bajando la vista—. Si no hubiera sido él, mi hermano habría encontrado a otro.

—No estoy tan seguro, Anna —replicó Westhaven, sentándose en una mecedora—. La sociedad de York es muy provinciana comparada con Londres. Apostaría que no había tantos hombres dispuestos a confabularse con tu hermano para arruinar el patrimonio de tu abuelo, encadenaros a Morgan y a ti a hombres repelentes y dejar a vuestra abuela enferma en la miseria.

—Un discurso muy crudo —comentó ella al cabo de un rato.

—Estoy enfadado, Anna —le dijo, levantándose de nuevo—. Me temo que se me ha terminado la diplomacia.

—¿Estás enfadado conmigo?

—Quiero estarlo, te lo aseguro —respondió él, recorriéndola con la mirada de arriba abajo—. Quiero estar furioso, quisiera tumbarte sobre mis rodillas y darte una azotaina hasta que me doliera la mano, quisiera zarandearte y gritarte, y tratar al personal con una aspereza digna de su excelencia.

—Lo siento —se excusó ella, bajando la vista a la alfombra.

—No estoy enfadado contigo —concluyó con tono serio—. Pero tu hermano y su compinche van a tener que responder de esto.

—Estás decepcionado conmigo.

—Estoy preocupado por ti —puntualizó él con tono cansino—. Tanto, que estoy dispuesto a ir a pedirle ayuda al duque, a tirar de todos los hilos necesarios y a pedir los favores que haga falta. Sólo una cosa, Anna.

Ella lo miró a los ojos, preparada para oír lo peor: haz la maleta, vete de mi vista y devuélveme las cartas de recomendación.

—Quiero que estés aquí cuando vuelva —dijo, con voz letalmente calmada—. Y espero que tengamos una larga charla cuando se haya resuelto este entuerto.

Ella asintió.

Westhaven esperó por si quisiera añadir algo, poner alguna objeción, alguna condición, pero, por una vez, su Anna tuvo el sentido común de no llevarle la contraria.

Se dio media vuelta y la dejó allí antes de que lo pensara mejor y empezara a discutir.