Capítulo 08

—Su excelencia no molestará a ningún invitado que esté bajo mi techo.

Anna se despertó al oír la voz de Douglas, más alta de lo normal, pero sin llegar a gritar, procedente del pasillo. Dios santo, el duque iba a encontrarla allí, con la cabeza apoyada en su...

Se levantó de un salto y sacudió el hombro del conde con firmeza.

—Milord —siseó—, despierte. —Westhaven gruñó y se volvió. Las mantas se escurrieron por su cuerpo desnudo, lleno de manchas rojas—. ¡Milord! —Él se puso en posición fetal, con el cejo fruncido.

—¡Gayle Tristan Montmorency Windham, despierte!

—Estoy despierto —dijo él, apartando las mantas automáticamente—, y me encuentro muy mal. Déjame solo, a menos que quieras verme hacer el ridículo.

—Su padre está aquí —lo informó ella, tirándole la bata.

—Apártate, Amery —bramó el duque con tono autoritario y desdeñoso—. No vas a impedir que me acerque a la cama de mi hijo enfermo o te acusaré ante el magistrado.

—De prisa. —Metió los brazos en la bata, súbitamente despierto al oír la voz de su padre—. Dame el libro —Le pidió a Anna y, en un acceso de fuerza desesperada, ocultó la bañera detrás del biombo. Ella arregló la cama, descorrió las cortinas y colocó dos sillas delante del fuego.

—Su hijo no es un bebé —repuso el vizconde con idéntico desdén—. No necesita que su padre venga a ver cómo se encuentra. Espere en el salón, por favor, como cualquier visita educada, aunque sea a estas horas tan intempestivas.

—Insultas a tus superiores, Amery —bramó el duque—, y no reconocerías el afecto de un padre aunque te dieras de bruces con él. Voy a ver a mi hijo. —La puerta se abrió de golpe. Anna levantó la vista del fuego de la chimenea, que estaba removiendo. Se incorporó, pero no soltó el atizador.

—Westhaven. —El duque se acercó a él con paso firme, y lo vio leyendo a Julio César junto al fuego—. ¿Qué haces aquí, perdido en mitad del campo, cuando deberías estar al cuidado de nuestros médicos personales?

—¿Le parece que estoy enfermo? —Se levantó y enarcó una ceja con actitud señorial en dirección a su padre, que no alcanzaba a su hijo en estatura—. O más enfermo de lo que habitualmente parezco, puesto que la fatiga es una compañera habitual cuando alguien tiene tantas cosas que hacer como yo.

Douglas ahogó un resoplido ante la respuesta, pero frunció rápidamente el cejo cuando dos corpulentos caballeros, que obviamente habían logrado traspasar la barrera de lacayos que los retenían en el vestíbulo, se abrieron paso en la habitación, tras él.

—Podemos examinarlo de inmediato, excelencia —dijo el más bajo de los dos, abriendo un maletín negro—. ¿Podría usted dejarnos solos, señorita?

—Fuera, muchacha —le ladró el duque.

—No respondo ante usted, milord —le espetó ella con idéntico tono—. Si su hijo estuviera enfermo, lo mejor para su salud sería que descansara, excelencia. Sugiero que se lleve a sus matasanos de aquí y espere en el salón, a menos que quiera que sea lord Amery quien tenga que llamar al magistrado para echar de aquí a unos intrusos.

El duque fulminó a su anfitrión con la mirada.

—Amery, su personal doméstico es insufrible.

—No, excelencia —intervino Westhaven con el mismo desdén que le había mostrado el duque a Anna—. Usted sí que es insufrible. Estoy aquí, visitando a mi sobrina. No hay ningún motivo para que venga a entrometerse, armando, como siempre, un drama a costa de los demás, para su entretenimiento personal. Le agradecería que saliera de aquí.

—¿Y yo? —preguntó Valentine entrando en la habitación—. Lo siento, Westhaven. No sé cómo su excelencia ha conseguido averiguar que estabas aquí. ¿Quieres que haga una demostración física de falta de respeto hacia nuestro padre?

—Eso tengo que verlo —dijo otra voz masculina desde el pasillo.

Un hombre alto, de cabello oscuro y ojos de azul hielo entró tranquilamente en la habitación detrás de lord Valentine.

—Greymoor —lo saludó Douglas, asintiendo con la cabeza, con los ojos chispeantes de diversión.

—Amery —lo nombró a su vez el otro.

—¿Qué hace él aquí? —bramó el duque, fulminando al recién llegado con la mirada—. Y supongo que el libertino de tu hermano cerrará la comitiva.

Greymoor le hizo una breve reverencia.

—Es posible que el marqués se una a nosotros en breve, pero se ha pasado la noche con un bebé afectado de cólicos, algo que este caballero de aquí con seguridad no ha hecho —dijo, enarcando una ceja en dirección al conde.

—Insisto en asegurarme inmediatamente de su estado de salud —espetó su padre—. Mujer, sal de la habitación o te obligaré por la fuerza.

—Como le pongas una mano encima, vas a ver si estoy enfermo o no, papá —terció Westhaven con suavidad.

Sin que nadie se lo dijera, Douglas, Valentine y Greymoor se unieron a Anna y al conde junto a la chimenea.

—No pienso tolerarlo —gritó el duque—. ¡Un hombre tiene derecho a conocer el estado de salud de su heredero!

—¡Abuelo! —llamó Rose desde la puerta—. ¡Debería darte vergüenza! En esta casa tenemos la norma de no gritar y también la de no correr por el establo.

Y, a juzgar por su tono, estaba claro que se suponía que los abuelos tenían que conocer y cumplir las normas.

—Rose —dijo el duque, bajando considerablemente el tono de voz—, si nos disculpas, muñequita, tus tíos y yo estábamos resolviendo un pequeño desacuerdo.

Ella se cruzó de brazos.

—Estabas gritando, abuelo, y no te has disculpado.

Para asombro de todos, el duque hizo un gesto de asentimiento hacia su hijo mayor y lord Amery.

—Caballeros, les pido disculpas por haber alzado la voz y molestado a mi nieta.

—Disculpas aceptadas —contestó Westhaven con los dientes apretados.

—Y ahora, muñequita, ¿quieres disculparnos?

—¿Papá? —preguntó la niña, volviéndose hacia su padrastro, que la esperaba con la mano tendida.

—No hace falta que te vayas todavía, Rose —le indicó. Ella se lanzó a sus brazos y él la levantó, apoyándosela en la cadera. El duque, frustrado a más no poder, salió hecho un basilisco de la habitación, chasqueando los dedos hacia sus médicos para que lo siguieran.

Greymoor cerró la puerta con llave. Val ayudó a su hermano a sentarse y Douglas dejó a Rose en la cama.

—El abuelo estaba enfadado —observó ella, saltando sobre el colchón—. Tenía el cuello rojo. Creo que sus médicos tendrían que examinarlo.

—No le deseo una apoplejía ni siquiera a él —comentó Douglas—. Rose, no saltes tanto, que te vas a dar con el dosel —la regañó, pero lo único que consiguió fue que la niña saltara más alto, tratando en efecto de alcanzar el dosel.

Val miró a su hermano con el cejo fruncido.

—No tienes buen aspecto, Westhaven —concluyó—. ¿Cómo demonios se ha enterado su excelencia de que estabas enfermo?

—No lo sé —respondió él con agotamiento.

—Espías —intervino Greymoor—. ¿Me vais a presentar a la otra encantadora dama de la habitación antes de meternos en ese tema?

—Discúlpame —se excusó Douglas—. Señora Anna Seaton, permita que le presente a Andrew Alexander, lord Greymoor. La señora Seaton está aquí mientras Westhaven se recupera.

—¿Y a mí qué? —intervino Rose, dejándose caer sobre el colchón—. A mí no me has hecho ninguna inclinación de cabeza, primo Andrew.

—Bájate de esa cama y hazme una reverencia como es debido y yo te responderé con una inclinación de la cabeza —contestó lord Andrew. La cogió en brazos cuando ella se disponía a realizar una elaborada reverencia—. Magic te echa de menos —le susurró al oído—. Ahora mismo le está diciendo a George cuánto.

—Oh, ¿puedo ir a ver a sir Magic antes de que te vayas? —chilló Rose, acurrucada alegremente contra el primo de su madre.

—Pues claro que sí, pero creo que antes hay asuntos importantes que discutir —señaló él, sentándose en la cama con la niña, al tiempo que miraba al conde con gran expectación—. Westhaven, ¿qué es lo que te pasa?

—Tiene la varicela —explicó Rose—. Ya sabes, cuando te llenas de granos y te pica todo y te quejas como un cascarrabias.

—Ya me había dado cuenta de que se porta como un cascarrabias —dijo Greymoor, asintiendo—. Debe de ser grave, Westhaven, porque tienes esos síntomas desde hace tiempo. Pero no veo los granos.

El conde subió la manga de la bata en respuesta, enseñando un fornido antebrazo cubierto de vello y granos.

—Pobre desgraciado —masculló lord Andrew—. Yo la pasé a los siete años.

—Parece que todos la hemos tenido menos Fairly —comentó Valentine.

Su hermano se sentó cansinamente.

—Al parecer me estoy recuperando, a pesar de no haber recibido los cuidados de ningún matasanos, pero creo que será mejor que alguien baje para impedir que su excelencia haga alguna de las suyas.

—Voy contigo, Douglas —se ofreció Greymoor—, para arbitrar el espectáculo entre el duque y tú. ¿Te quedas tú con Westhaven, Val?

—Claro. —El joven se levantó y le tendió la mano a Anna—. Le agradezco mucho los cuidados que le ha prodigado a mi hermano, señora Seaton —dijo, ayudándola a levantarse con una sonrisa especialmente cálida.

—¿Anna? —El conde le buscó la mirada y ella lo miró con curiosidad—. Yo también te doy las gracias.

Anna asintió con la cabeza y se fue sin decir nada.

—Vamos, Rose —dispuso Greymoor, cogiendo en brazos a su prima—. En el establo nos esperan dos guapos caballeros.

Val cerró la puerta tras la comitiva y miró a su hermano a los ojos.

—Ahora voy a hacer una incursión en el armario de Amery —explicó el joven—, pero cuando vuelva tenemos que hablar.

En cuanto su hermano se fue, Westhaven se dirigió al biombo aprovechando el inusual momento de soledad. Dios, ¿cómo había podido soportar Victor todos aquellos años de invalidez, sin intimidad, sin esperanzas, sin posibilidad de recuperación?

Con el mejor aspecto que cabía esperar, flanqueado por su hermano, su anfitrión y lord Greymoor, Westhaven pasó la siguiente hora tratando de buscar un equilibrio entre la necesidad de controlar a su padre con el respeto que le debía por ser su padre y por ser duque. Fue una hora larga y bastante desagradable, soportable sólo por la disposición de Greymoor a distraer de vez en cuando al duque con su insolente sentido del humor, y después, antes de que a su excelencia le diera una apoplejía, hablando de caballos.

Cuando los demás se fueron y dejaron al duque a solas con sus hijos, su excelencia miró fijamente a su heredero.

—Vosotros dos —dijo, negando con la cabeza—. No creáis que no valoro el interés que mostráis por nuestra pequeña Rose, pero sé que tramáis algo, y no descansaré hasta que averigüe qué es.

—¿Sabe la duquesa que ha salido corriendo con esta lluvia a molestar a Amery con una de sus manías? —preguntó Westhaven con tono de aburrimiento.

—No es necesario preocupar a tu madre sin necesidad.

—¿Y no fue precisamente una lluvia como ésta la que le provocó la pulmonía, excelencia?

—Calla, chico —siseó el duque—. No preocupes a tu madre, he dicho. O no dejará de darme la lata.

—Compórtese y no tendremos que irle con el chisme, excelencia. Pero como no lo haga, no nos quedará otro remedio.

—Que me comporte. —Su padre frunció el cejo—. Que me comporte. Y me lo dice un hombre adulto que no tiene amante, ni esposa, ni prometida... Que me comporte, me dice. Compórtate tú, Westhaven, y asegura la sucesión.

Y dicho esto, salió de la habitación con un aire de ducal altanería. Westhaven y Val pusieron los ojos en blanco. El silencio que se produjo después del sermón y la afectación del duque resultó profundamente reconfortante.

—Siéntate —sugirió Val—, ¿o prefieres volver a tu habitación?

—Debería subir —respondió su hermano—. Pero, Val, creo que nuestro padre está empeorando. Está cada vez más exaltado. Irrumpir de esta forma en casa de Amery... Gwen y Douglas habrían estado en su derecho si le hubiesen prohibido la entrada.

—Es el abuelo de Rose —dijo el joven cuando llegaron a la habitación—. Pero estoy de acuerdo. Desde que Victor murió, y después de su propia enfermedad, creo que está obsesionado con que nazcan herederos.

—Yo te propongo a ti.

—Y yo te propongo a ti —repuso Val—. ¿Nos sentamos?

—Sí. Me he quedado sin fuerzas. El descanso ayuda, pero el efecto es sólo temporal. Cuando me tumbo, me extingo como una vela.

—Te quitaré las botas. —Hizo que se sentara en una silla de brazos, le quitó las botas y después pidió desayuno para los dos.

—De modo que has pasado tres noches con la señora Seaton —comentó, como si tal cosa.

—Sí —admitió su hermano, cerrando los ojos—. Me he portado bien, Valentine. —A duras penas, pero lo había hecho—. Es una mujer decente, y yo no obligaría a una mujer a hacer nada.

—¿Obligarla tú? —Val enarcó las cejas—. Su excelencia os obligará a pasar por el altar ipso facto como se entere.

—A ella nadie la obligará a hacer nada, y a mí tampoco. Ya me lo hizo una vez, y no permitiré que vuelva a hacerlo.

—Te lo hizo y se lo hizo a Gwen, que tenía el apoyo de una numerosa familia, mucha más familia que la señora Seaton. Si puede burlar a Heathgate, Amery, Greymoor y Fairly, ¿qué posibilidades de ganar tendría una simple ama de llaves?

—Un pensamiento inquietante, Valentine —admitió él, frunciendo el cejo—, aunque su excelencia manipuló a Gwen para que aceptara mi proposición de matrimonio valiéndose, en gran parte, de amenazar a su familia. Si la señora Seaton no tiene familia, será menos vulnerable a sus maquinaciones.

—Habla con ella, Westhaven. —Val se levantó y fue a atender la llamada en la puerta—. Haz que comprenda a lo que se expone y lo desesperado que está nuestro padre por que se case su heredero. —Abrió la puerta y un lacayo entró con el carrito del desayuno.

Mientras comía tostadas, té y unas rodajas de naranja con su hermano, Westhaven consideró que éste tenía razón: si Anna Seaton ocultaba alguna debilidad o vulnerabilidad, sería mejor que se lo confesara, porque, si el duque las descubría, tarde o temprano se aprovecharía de ellas.

Y por mucho que sintiera que Anna y él podían hacer buena pareja, no la aceptaría como esposa bajo ningún concepto si era como resultado de la manipulación de su padre.

Westhaven se curó, aunque despacio, y tuvo que darle la razón a Douglas en lo de que lo que más necesitaba era dormir. Al tercer día, la lluvia cesó; al cuarto, durmió toda la noche de un tirón. Al quinto, comenzó a quejarse diciendo que tenía que volver a casa de inmediato cuando Rose lo persuadió para que la acompañara a los establos. Consiguió cepillar a su caballo y entretener a su sobrina contándole historias de su padre.

Pero la incursión en el establo, por breve que hubiera sido, lo había dejado agotado y, para gran irritación suya, necesitaba volver a la cama. Le dijo a Rose que hiciera dibujos de las historias que le había contado y se dejó caer en la cama.

Le parecía que había algo fuera de lugar, una sensación persistente y molesta. Se quitó la ropa y se tumbó en el colchón, pero el sentimiento no desaparecía.

«Anna», pensó, cuando se metió bajo las sábanas perfumadas. Llevaba dos o tres horas lejos de ella y notaba su ausencia. Razón de más, pensó, cerrando los ojos, para regresar a la ciudad, donde la rutina impediría que pudieran pasar períodos tan largos sin verse.

Desear acostarse con ella —incluso pidiéndole que se casara con él— no era lo mismo que desear estar con ella a sol y a sombra. Para desear tal cosa, un hombre tenía que estar loco por una mujer.