Capítulo 12
—Te oigo pensar —susurró Westhaven poco después.
—Lo que has hecho —dijo Anna, tan acurrucada contra él que no podía verle la cara—. ¿Es...?
—¿Legal? —le preguntó con una sonrisa, en paz con toda la creación—. Sí, al contrario que otros placeres íntimos. ¿Bíblico? En absoluto. ¿Qué quieres saber?
—Si lo hacías con tu amante.
—Por todos los santos, Anna. —Se apoyó en los brazos y la miró con el cejo fruncido—. ¿A qué se debe esta fascinación tuya por una mujer a la que ni siquiera conoces?
—No es por ella —contestó, mirándolo a los ojos sonrojada—. Sino por ti. ¿Es algo que a los hombres les gusta hacer o te gusta hacerlo a ti?
—Cuando eres joven —comenzó él, apartándole el pelo de la frente—, es algo que quieres experimentar, porque es impúdico y prohibido, y te han dicho que gusta mucho a las mujeres que te permiten hacerlo. Pero no, no me había ofrecido a hacérselo a otra mujer. Existe toda una comunidad invisible de mujeres que se dedican a educar en el sexo a los universitarios. Yo me ejercité con ellas y dejé que ellas se ejercitaran conmigo, excepto en esto.
—¿Y has disfrutado?
—He disfrutado proporcionándote placer —respondió con una sonrisa—, y aprendiendo cómo reaccionas estando contigo, cuando te abandonas al placer. Hay mujeres, Anna, que jamás experimentarán la pasión como tú. Eres maravillosa, así que sí, he disfrutado mucho haciendo eso contigo.
Ella guardó silencio mientras él anticipaba la que sería la cuestión con la que iba a sonrojarse a continuación.
—Yo también he disfrutado dándote placer con mi boca. Es... muy íntimo.
—Implica confianza —respondió Westhaven, pensando en ello por primera vez en años—. Por parte de los dos.
Ella asintió y cerró los ojos.
«Confías en mí —era lo que él quería decirle—. Tal vez no por completo, pero sí algo.» Quería que Anna lo admitiera en voz alta, aunque no lo hiciera para sí misma, pero no quería resquebrajar la intimidad a la que había aludido. En vez de soltarle un sermón, empezó a besarla. Seguía relajado y perezoso.
—¿Quieres que te...? —empezó ella, pero él la interrumpió tapándole la boca con la suya.
—Yo lo haré, aunque no sea igual. Tú relájate. No quiero que se te irrite la piel.
La estrechó con fuerza entre sus brazos y se meció contra ella. Anna estaba aprendiendo cómo se movía el cuerpo de Westhaven cuando buscaba placer y onduló el suyo al mismo ritmo. Cuando elevó las caderas buscando afianzar el contacto entre los dos, él enterró el rostro en su cuello.
En cuestión de minutos, Westhaven notó que su excitación crecía y sintió la corriente cálida que le recorría la columna vertebral y las extremidades. No trató de contenerla, no se le enfrentó, dejó que vibrara mientras se sacudía varias veces más contra Anna. Luego se quedó inmóvil y suspiró entrecortadamente.
—Dios mío, Anna —exclamó, incorporándose ligeramente—. Me desarmas.
Y dicho esto, se levantó y atravesó desnudo la habitación para coger un pañuelo de la chaqueta, que mojó y con el que se limpió cuidadosamente. Luego lo aclaró en la palangana y lo escurrió. Regresó entonces a la cama y se sentó junto a ella, para limpiarle los restos de su semilla que habían caído sobre su piel, mirándola a los ojos.
—Siento un gran afecto por ti, puede que más que eso. Si tienes algún problema, Anna, me gustaría que me dejaras ayudarte.
—No puedes ayudarme —contestó, con expresión indescifrable.
Westhaven no dijo nada. Se encaramó a la cama y se tumbó a su lado, con las manos entrelazadas debajo de la cabeza. No debería haber dicho nada. Afecto, por el amor de Dios. ¿Qué mujer quería oír algo así? Sentía afecto por Elise, por el poni de Rose, George. Era como decir que no la amaba, algo que mucho se temía que no fuera cierto.
Es decir... Rehuyó el tema y se concentró en el reconocimiento de Anna de que era cierto que tenía problemas. Decidió que estaban progresando. Habían pasado de guardar secretos a tener problemas. Dev tenía razón, lo que significaba que tendría que empezar a tomarla un poquito en serio cuando decía que se iba a ir. ¿Qué clase de problemas podía tener una ama de llaves joven, guapa y bien educada?
Recordó que tenía un hermano. Le correspondía a un hombre proteger a su hermana, pero ¿dónde estaba esa alma noble cuando Anna más lo necesitaba? Aunque un hermano no tenía derechos cuando había un marido.
—Por favor, dime que no tienes un marido vivo —le suplicó, mirándola.
—No tengo un marido vivo —respondió ella. Y esta vez, él sí prestó atención y enarcó una ceja con expresión escéptica.
—Es la verdad —insistió Anna—. Estamos fornicando, no cometiendo adulterio.
Él sonrió con ironía.
—Querida mía, no estamos fornicando.
—Aún —respondió ella con idéntica sonrisa.
—¿Eres una delincuente? —preguntó él, dándole vueltas al tema.
—No se me ha acusado de nada, que yo sepa —contestó Anna—, y deja ya de interrogarme, Westhaven. Yo también siento afecto por ti.
Se sentó y se abrazó las rodillas. Él tenía la sensación de que trataba de contenerse las lágrimas. No había nada más dañino para la estima de un hombre en plena seducción, que ver a una mujer llorar. Alargó la mano y le acarició la elegante espalda.
—Sientes afecto, pero aun así te vas a ir.
Anna asintió una vez, de espaldas a él, y Westhaven percibió que a ella se le estaba rompiendo el corazón. La arrastró hacia sí de nuevo y la acunó mientras lloraba.
Una vez guardada la cesta de la comida, Anna esperó junto a los establos a que él ensillara y colocara a Pericles ante el carruaje.
—Un penique por lo que estás pensando —ofreció Westhaven en voz baja. Estaba a escasos centímetros de ella, pero en los establos no había nadie más que un mozo de cuadra joven, y para su gran deleite, Anna se dejó abrazar.
—Este sitio es maravilloso —dijo ella—. Eres digno de elogio por preocuparte de esta forma por el bienestar de una hermana.
Él percibió el tono nostálgico, casi de desesperación presente en su voz, y supo con absoluta seguridad que el hermano de Anna Seaton la había decepcionado o no se había portado bien con ella. Empezó a dar nuevamente vueltas al plan que había empezado a urdir un rato antes para descubrir sus problemas y poder ayudarla.
—Quiero a mis hermanas. Cualquier hombre debería querer a una hermana.
—No todos los hermanos son así —repuso ella, apartándose—. Algunos quieren más a su dinero o su whisky o sus ostentosos hábitos de vida en la ciudad. A veces, ser la hermana de alguien no es mucho mejor que ser la esposa de alguien.
—Es cuestión de elegir al hermano correcto —replicó él, sonriendo—, o al marido correcto. Lo he pasado muy bien contigo aquí, Anna. Espero que tú también.
—Incluso entre lágrimas, me ha alegrado estar aquí contigo, Westhaven —confesó, con profunda resignación—. Créeme, aunque sea lo único que creas de mí.
La ayudó a subir al coche, dándole vueltas al comentario. Estaban a mitad de camino de la ciudad, Anna abrazada descaradamente a él a pesar del calor, cuando su cerebro despertó de su estupor.
«Incluso entre lágrimas porque tiene que abandonarme, se ha alegrado de estar aquí conmigo.» «Créeme, aunque sea lo único que creas de mí, cuando encuentre el valor para irme.» Eso era lo que había querido decir.
El agradable día de verano se tornó ominoso de repente, y Westhaven sintió frío donde Anna no estaba en contacto con él.
Morgan estaba de pie junto a Val tras salir de la casa del vizconde Fairly y oía. Éste había conseguido un milagro. Le había limpiado los oídos con sumo cuidado y explicado que tenía tejido cicatrizado que complicaba el proceso natural y que su sentido del oído había quedado dañado para siempre. Morgan creyó que estaba loco, porque ella lo oía perfectamente.
—Suena alto —dijo maravillada—. Pero también es un sonido dulce. Como tu música. Los sonidos se entremezclan para decir algo.
—Demos un paseo hasta casa atravesando el parque —sugirió Val, ofreciéndole el brazo—. Ahora puedes oír los pájaros cantar, el agua del Serpentine, a los niños jugando... Nunca me había parado a pensar en lo alegres que son los sonidos de un parque.
—Y hay tantos... —Morgan inspiró profundamente y echó a andar a su lado—. No quería ir a ningún sitio si no lo conocía bien, porque no podía pedir indicaciones, por lo que me limitaba a los lugares a los que Anna o cualquier otra persona me llevaba. No podía perderme ni necesitar ayuda.
—Todo eso va a cambiar a partir de ahora. Puedes perderte varias veces al día, sólo por el placer de oír las indicaciones de la gente. ¿Te duelen los oídos?
—No me duelen, pero, después del tratamiento del doctor Fairly, noto como si me vibraran, como si tuvieran sonidos dentro. No sabes lo contenta que estoy de oír tu voz, lord Valentine.
—Val —contestó él en seguida—. Me gustaría oírte pronunciar mi nombre.
—Valentine Windham —dijo ella, sonriendo—. Músico y amigo de criadas duras de oído.
—¿Le has preguntado a Fairly si la cura es temporal?
—Lo es. Si no me cuido los oídos, podría dejar de oír otra vez, sobre todo si dejo que un matasanos me hurgue y me haga sangre, lo que produciría más infecciones y nuevas cicatrices. Me ha dado una jeringa para limpiarme y su tarjeta, por si tengo alguna duda. ¿Cómo conociste a ese hombre?
—Por amigos comunes —contestó él—. En circunstancias no especialmente alegres.
—¿Tiene algo que ver con la intromisión de tu padre?
—Nana Fran ya ha estado hablando. —El joven puso los ojos en blanco.
—Siempre está hablando. He aprendido a leer los labios estando con ella, y cuando la gente cree que no oyes, a menudo dicen cosas que no deberías oír.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Val, fijándose en que la voz de Morgan iba subiendo de tono, adoptando la entonación y las inflexiones de una persona que podía oír.
—Los criados siempre están diciendo cosas subidas de tono, pero nana Fran y la cocinera no son mejores —respondió la chica.
—¿Ha hablado alguien mal de su excelencia?
—No que yo sepa. —Morgan frunció el cejo—. El personal es leal al conde en su mayoría, puesto que les ha proporcionado empleo cuando su excelencia estaba dejando que los miembros jóvenes se fueran, se lo he oído decir. —Morgan suspiró y se colgó un poco de su brazo—. Puedo oírlos. Me voy a pasar un buen rato de rodillas esta noche, todas las noches. Me pregunto si volveré a cantar algún día.
—¿Te gusta cantar?
—Me encanta —dijo ella con una resplandeciente sonrisa—. Solía hacerlo con mi madre, y, a veces, nos acompañaba Anna, pero ella ya era adolescente cuando mi voz empezaba a normalizarse, y el canto no fue nunca su mayor talento.
—Entonces, ¿sois parientes? —preguntó Val, pero en ese momento, la joven le soltó el brazo—. Morgan —la riñó él—, Anna llegó a la casa contigo, ha admitido delante de Westhaven que ya te conocía antes de que perdieras el oído, y Dev os ha visto conversar muy seriamente.
Morgan se dio cuenta demasiado tarde de que el habla le había jugado una mala pasada. Sordomuda, nadie podía preguntarle nada. Nadie podía hacerla responsable de saber esto o aquello.
Val la miró según se acercaban al parque.
—Dev dice que Anna guarda secretos, y me temo que tiene razón. Son secretos tuyos también, ¿verdad?
—Es complicado y no me corresponde a mí explicarlo —contestó, hablando muy despacio—. Ésa es en parte la razón por la que no debes decirle a nadie que ahora oigo.
—No me gusta mentir, Morgan. Sobre todo a mi hermano y, para colmo, en lo referente a su personal de servicio.
—El conde me contrató sabiendo que no podía hablar ni oír —señaló la chica—. No le estarás engañando porque me guardes el secreto. Y si te sirve de consuelo, yo no se lo voy a decir ni siquiera a Anna.
—¿Crees que se va a disgustar cuando lo sepa?
—No. —Morgan negó con la cabeza y sonrió de oreja a oreja—. Puedo oír, cuando muevo la cabeza. —Y movió la cabeza otra vez, pero luego su sonrisa se apagó—. Volviendo al tema de Anna y yo... En estos últimos dos años, ella ha sido para mí el único nexo de unión con un mundo que ya no podía oír. Le debo más de lo que puedas imaginar y, por el hecho de haber tenido que cuidar de mí, ha tenido que cuidar también de sí misma. Ella podría haber renunciado a ello, pero no lo hizo porque yo tenía muchas necesidades. Es posible que haya aceptado trabajos que para ella no eran en absoluto deseables. Sea como fuere, no quiero desvelarle que puedo oír de nuevo hasta que sepa que será definitivo.
—Eso lo entiendo —dijo Val—. ¿Cuánto tiempo crees que te costará aceptar que has vuelto al mundo de los que oyen?
—¡Oh, escucha! —Morgan se detuvo, sonriendo de nuevo—. Son gansos y están gritando. Qué sonido tan maravilloso, absurdo e indigno. También hay niños y gritan de alegría. Oh, Valentine...
La forma en que pronunció su nombre, con asombro, felicidad y gratitud, iluminó lugares en su interior que llevaban oscuros desde que murió el hermano al que más unido estaba. La música que bullía dentro de él cuando la miraba escuchar las risas de los niños no era refinada y elegante. Era sonora, rebosante de júbilo y de una imparable e infinita gratitud.
Morgan había visto a hermanos destruidos por las garras de horribles enfermedades o muertos en duelos absurdos en una taberna provinciana; a veces, la mano de un pianista de talento hería de un modo insoportable, pero aun así Morgan también podía oír la risa de los niños.
Val se sentó a su lado largo rato, a tomar el aire y el sol, simplemente a escuchar los sonidos del parque, de la ciudad, de la vida.
—Caballeros. —Westhaven se dirigió a sus hermanos a su regreso de su paseo matinal—. Necesito vuestra ayuda.
Val y Dev intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Cuenta con ella —dijo Devlin.
—Lo que sea —añadió Val—. Donde sea. Cuando sea.
Westhaven se entretuvo con las riendas del delgado castrado de pelo castaño que le había asignado Dev. Había esperado bromas o muestras de curiosidad de sus hermanos, pero su respuesta incondicional lo pilló por sorpresa.
Dev sonrió con más ternura que humor.
—Te queremos y sabemos que eres lo que media entre su excelencia y nosotros. Di.
—Me alegra saber que el sentimiento es recíproco —observó él, mirando el cielo despreocupadamente.
—Sospecho que vamos a hablar aquí del tema que requiere nuestra ayuda, porque no quieres que nadie pueda oírte en casa, ¿es así?
—Muy perspicaz —señaló Westhaven—. El asunto es la señora Seaton. Como sugirió Dev, no es exactamente lo que parece. No la persigue un marido, ni está acusada de haber cometido un delito, pero oculta algo y no quiere decirme qué es. Afirma que se trata de un asunto confidencial que la obligará a dejar el trabajo en mi casa en un futuro próximo.
Devlin enarcó una ceja.
—Quieres que averigüemos qué es y que nos deshagamos de ello.
—No tan de prisa. —Westhaven sonrió a su amenazador hermanastro, el que, con mayor probabilidad, resolvería el problema con los puños o una navaja—. Antes de que empecemos a escuchar detrás de las puertas, creo que tendríamos que poner en común lo que sabemos.
Una vez en la casa, se encerraron en la biblioteca con limonada y té frío para Val. Tras una hora de discusión, la información que tenían se resumía en unos pocos hechos, la mayor parte de los cuales procedía de la agencia que había recomendado a la señora Seaton.
Anna había llegado desde el norte del país hacía dos años y era el tercer puesto de ama de llaves que tenía. Primero trabajó para un anciano hebreo, al que siguió un rico comerciante durante un breve espacio de tiempo, antes de que entrara a formar parte del personal del conde seis meses atrás. Morgan la había acompañado en todos los trabajos. Anna había contado que tenía un hermano y una hermana, y que cuando se quedó huérfana, la crió su abuelo, el florista.
—Pues el negocio le tenía que ir muy bien —observó Dev—. ¿No te dijo Anna que sabía varios idiomas? Los tutores, sobre todo los tutores para damas, cuestan dinero.
—También toca el piano —recordó Westhaven—. Eso significa más dinero, para el instrumento y las clases.
—Me pregunto si Morgan no será la hermana que Anna menciona —sugirió Val en voz baja.
—Supongo que podría ser. —Westhaven frunció el cejo—. No se parecen mucho, pero eso les ocurre a muchas hermanas.
—Se ríen igual —dijo el joven, sorprendiendo a sus hermanos mayores con el comentario—. ¿Qué? Morgan sabe reír, no es tonta.
—Lo sabemos, pero resulta extraño que te hayas fijado en ese detalle —comentó Westhaven, percatándose de que su hermano se mostraba muy protector con la criada—. Eso me recuerda que Anna dijo que sus padres murieron en un accidente. El coche en el que viajaban se despeñó por un terraplén cuando iban a ver un poni para su hermana pequeña. Y luego vas tú y dices que Morgan perdió el oído después de un accidente de coche, después de quedarse largo rato en agua fría. Creo que las piezas encajan, Val.
Dev recorrió el borde del vaso con el dedo.
—Hay que enviar a alguien al norte a buscar a un florista bastante acaudalado, posiblemente fallecido hace dos años, aunque también puede ser que aún viva, con tres nietos, cuyo hijo murió en un accidente de coche que, además, hizo quedarse sorda a una de sus nietas. ¿Cuántos hombres puede haber de esas características?
—No descartes un título —apuntó Val con voz queda.
—¿Un título? —repitió Westhaven con una mueca, al pensar con desmayo que tal vez había estado retozando con la hija de un duque. Las cosas cuadraban.
—Anna bromeó un día sobre mi... amaneramiento público —explicó Val.
—¿Te refieres al ceceo y el uso de eufemismos? —preguntó Dev con una sonrisa de oreja a oreja.
—Y etcétera. —Val asintió, agitando una mano al mismo tiempo—. Dijo algo así como que yo no era más invertido que ella, nieta de un conde. Me acuerdo de ese detalle porque la duquesa es nieta de un conde.
—Podemos tenerlo en cuenta —dijo Westhaven—. Al fin y al cabo, prácticamente la mitad de lo que tenemos es intuición. ¿Algo más?
—Sí. —Dev se levantó del sofá y se estiró—. Supongamos que averiguamos quién es realmente nuestra ama de llaves, que descubrimos que es sospechosa de algún tipo de delito y logramos que se olvide el tema. ¿Vamos a hacer todo esto sólo para asegurarte tu provisión de mazapán en un futuro próximo? Hay maneras más sencillas de conseguirlo.
Westhaven se levantó de la mesa.
—Vamos a hacerlo porque el duque empezará a hacerse las mismas preguntas dentro de poco y sus métodos no serán discretos, ni cuidadosos, ni delicados.
—¿Y los nuestros sí? —inquirió Val, levantándose también.
—Totalmente. Tienen que serlo o no servirá de nada el esfuerzo. Si alguien se enterase de que estamos husmeando en el pasado de Anna Seaton, podría aparecer por aquí, y eso no puedo permitirlo.
—Muy bien. —Dev se rascó las costillas y asintió—. Encontraremos a ese florista y haremos las averiguaciones sin hacer ruido.
—No diremos ni pío —convino Val, a quien el estómago le gruñó ruidosamente en ese mismo instante—. Pero antes tengo que desayunar.
—Nos vendrá bien a todos —admitió Westhaven con una sonrisa—. Seguiremos hablando de esto luego, pero sólo si estamos seguros de que no nos oyen. —Abrió la puerta y salió hacia el salón del desayuno, dejando a sus dos hermanos mirándose con consternación.
—Así que tenemos que meter la nariz discretamente en los asuntos personales de una ama de llaves. ¿Por qué? —Val miró a su hermanastro, esperanzado.
—Tú también te has fijado en cómo ha evitado responder, ¿no? —Dev se frotó la barbilla—. Un chico listo. Intuyo que vamos a ser sus cómplices en el rescate de una damisela en apuros, porque, por una vez, está delegando el trabajo sucio en alguien mientras él se dedica a la parte divertida.
—Ha elegido un extraño momento para volverse humano.
—No pensaba que el ama de llaves fuera de tu gusto. —Devlin sonrió ampliamente y le rodeó los hombros con un brazo—. Me parecía que estabas encaprichado de la doncella callada, que, pese a que es sorda, se pasa horas sentada en la sala de música viéndote tocar.
—Vamos a desayunar —gruñó Val, dándole un codazo en las costillas para quitárselo de encima. Un chico listo de verdad. Bastante malo era ya andar siempre esquivando a los espías que el duque tenía entre el personal del servicio... Ahora tendría que poner a Morgan sobre aviso de las sospechas de Dev.
Había pasado una semana desde su excursión a Willow Bend y, durante todo ese tiempo, Anna tenía la impresión de que el conde la evaluaba con la mirada, igual que haría con su oponente en duelo o en una partida de cartas con mucho dinero en juego. La escudriñaba, pero no volvió a proponer excursiones al campo ni a sacar el tema del matrimonio. Guardaba las distancias, pero no apartaba los ojos de ella si coincidían en una habitación.
Anna intentaba convencerse de que era mejor así, que Westhaven se mantuviera apartado y que la vida siguiera su agradable rutina en la casa. Los tres hermanos continuaban saliendo a montar por la mañana temprano y luego desayunaban juntos. Después, el conde se encerraba con Tolliver durante gran parte de la mañana, mientras Val se dedicaba a su piano y Dev pasaba el tiempo en los establos o en las subastas de caballos. De vez en cuando, los tres comían juntos en casa, pero lo normal era que se reunieran para cenar.
También se había fijado en que, de vez en cuando, se iban juntos a la biblioteca después de cenar, para tomarse un brandy, jugar a las cartas o, simplemente, charlar. Siempre con la puerta cerrada con llave.
Dado que al conde no se le había ocurrido cerrar con llave cuando ellos dos estaban desnudos allí dentro, Anna no podía evitar preguntarse de qué hablarían que requiriese tal grado de intimidad. Algo que no querían que llegara a oídos del duque, sin duda.
Pero, aun así, le dolía un poco que Westhaven no se lo hubiera contado, que no la tocara.
Pero la vida continuaba. Había recibido una carta de la agencia de Manchester en la que le decían que no colocaban a candidatos de Londres a menos que éstos se mudaran a la zona. Bath tenía dos puestos vacantes en casas de caballeros solteros de cierta edad, con un calendario social bastante activo en ambos casos. Anna sabía que uno de ellos tenía fama de libertino lascivo y supuso que el pelaje del otro sería parecido. Todos los días esperaba que llegaran noticias más esperanzadoras y así estaba cuando John apareció con una carta.
Sin embargo, un vistazo al sobre le bastó para saber que no iban a ser buenas noticias. Una nueva misiva procedente de la casa de postas de Yorkshire no podía augurar nada bueno.
«Estoy muy preocupada por vosotras. Un hombre ha estado haciendo sutiles preguntas, y estoy segura de que lo siguieron cuando regresó al sur. Tened mucho cuidado.»
Un hombre había estado haciendo preguntas... Santo Dios, y ella lo había propiciado con su reticencia, por haberle mencionado a su condenada señoría que tenía secretos, pero negándose a darle los detalles. El conde estaba recurriendo a las tácticas de su padre y con ello sólo estaba causando más problemas, poniéndola en una situación aún más peligrosa de lo que imaginaba. El miedo con el que Anna vivía día y noche se convirtió en rabia e indignación ante semejante exhibición de prepotencia. Salió del salón hecha una furia, con la carta en la mano, y casi se dio de bruces con Devlin St. Just.
—¿Dónde está? —preguntó con un siseo.
—¿Westhaven? —El coronel retrocedió un paso, pero no apartó las manos de los brazos de ella—. ¿Le ocurre algo? ¿Puedo ayudarla? —inquirió, mirándola con recelo, fijándose sin duda en que no llevaba cofia y en la mirada de determinación de sus ojos.
—¿Usted? —contestó ella con incredulidad y no menos desprecio—. ¿Con su forma de pavonearse, sus comentarios desdeñosos y sus amenazas? Ya ha ayudado bastante. ¿Dónde está?
—En la biblioteca —respondió St. Just bajando las manos y haciéndose a un lado para dejarla pasar.
—¿Está enfadada contigo? —se interesó Val saliendo de la cocina con unas galletas en la mano.
—No empecé con buen pie con ella, de lo que sólo yo tengo la culpa —reconoció Dev—, pero es Westhaven quien tendría que estar rezando.
—Asientos de primera fila, ¿eh? —Val le dio una galleta y subieron detrás de Anna.
—¿Me concede un minuto, milord? —solicitó Anna con voz calmada, pero sus ojos no tenían la misma expresión.
Una mirada le bastó a Westhaven para saber que se avecinaba tormenta.
Se levantó del escritorio.
—¿Nos disculpa un momento, Tolliver?
Al ver la actitud del ama de llaves, el secretario se fue, tras echarle al conde una mirada de compasión.
—¿Quieres sentarte? —le ofreció él en tono cordial, mientras se dirigía a la puerta y cerraba con llave.
—No tengo ningunas ganas de sentarme —le espetó ella—, y ya puedes abrir la puerta, Gayle Tristan Montmorency Windham.
Una extraña emoción lo recorrió al oír su nombre completo en sus labios, emoción que le hacía muy difícil adoptar su expresión de discutir algo serio. Pero sí tuvo el aplomo suficiente para mantener la puerta cerrada con llave y se volvió hacia ella.
Anna estaba de pie, bellísima y asombrosamente enfadada. Estaba furiosa con él.
—¿Qué he hecho que te ha ofendido tanto?
—Tú... —Avanzó hacia él, apretando la carta en la mano—. Has ordenado que me investiguen. Y gracias a ti, milord, lo que podría haber sido un movimiento bien calculado para cambiar a un puesto similar, va a ser una huida impetuosa y torpe. No puedo creer que hayas hecho algo así a mis espaldas, sin decirme una sola palabra.
—¿Qué dice esa carta? —preguntó Westhaven, perplejo. Sí, quería que la investigaran, pero aún no había encontrado la manera de hacerlo discretamente.
—Dice que un hombre anda haciendo preguntas sobre mí donde yo vivía antes —contestó ella en voz baja, agitando el papel—. Y que lo han seguido de vuelta hasta aquí.
—Yo no he contratado a ese hombre —respondió él, frunciendo el cejo—. Aunque estoy bastante seguro de saber quién ha sido.
—¿No has sido tú? —preguntó Anna, envarada.
—Estoy intentando encontrar la mejor manera de ayudarte. Soy consciente de que tus circunstancias implican ciertos secretos y por eso no he querido proceder hasta saber que podía hacerlo con toda discreción.
Observó las emociones que cruzaron por los ojos de Anna: rabia al oírle admitir que quería que la investigaran, asombro ante su sinceridad y, finalmente, alivio al comprobar que su intuición no se equivocaba.
—Su excelencia —dijo, olvidando el enfado y las ganas de confrontación—. Ese metomentodo de padre que tienes, con la complicidad de esa sabandija de Stenson.
—Despediré a Stenson antes de que termine el día —le aseguró Westhaven—. Y voy a pedirle explicaciones a mi padre. Sólo te ruego una cosa, Anna.
Ella le sostuvo la mirada sin rechistar, todavía disgustada, pero aparentemente dispuesta a dirigir su rabia hacia otro lado.
—Quiero que estés aquí cuando vuelva —le pidió, sosteniéndole la vista.
Ella resopló, asintió una vez y bajó la mirada.
—Espera aquí —insistió, acercándose a ella y abrazándola. Anna lo dejó hacer de buena gana, para gran alivio de Westhaven, y lo abrazó con fuerza—. No hagas la maleta, no avises a Morgan, no empeñes la plata y no dejes que te entre el pánico. Espérame aquí y trata de encontrar el modo de confiar en mí. Inténtalo al menos.
Una vez se aseguró de que estaba más calmada, abrió la puerta y se encontró a sus dos hermanos apoyados en la pared de enfrente, comiendo galletas tranquilamente.
—Vosotros, cuidad de Anna y de Morgan. No me esperéis para las comidas. —Y se fue corriendo, pidiendo a gritos que ensillaran a Pericles y dejando a una temblorosa Anna entre Dev y Val.
—Menudo chasco —exclamó Dev, pasándole a Anna una galleta—. No hemos podido oír nada, y eso que estábamos seguros de que ibas a echarle una buena bronca al conde. Nadie abronca a Westhaven, ni la duquesa, ni el duque, ni siquiera Pericles.
—Rose podría —especuló Val, pasándole a Anna su vaso—. Vamos —añadió, rodeándole los hombros con un brazo—. Te enseñaremos a hacer trampas al cribbage, mientras tú nos cuentas qué nos hemos perdido.
—Yo ya sé hacer trampas al cribbage —contestó ella, taciturna, mirando la galleta y el vaso que le habían puesto en las manos.
—¿Ahora enseñan eso en la escuela de amas de llaves? —preguntó Dev, cerrando la puerta tras de sí—. Pues entonces te enseñaremos canciones verdes de rugby. Va a llorar, Val. Ten preparado tu pañuelo.
—No voy a llorar —repuso Anna muy tiesa. Pero entonces ahogó una especie de sollozo y al momento le pusieron delante dos pañuelos con iniciales bordadas. Ella ocultó la cara en el musculoso hombro de Val y prorrumpió en un sonoro llanto, mientras Dev se hacía cargo de la bebida y las galletas.
—Madre. —Westhaven se inclinó para besar la mano de la duquesa—. Debería haberle hecho más caso.
—A una madre le encanta oír hablar así a un hijo, independientemente del asunto de que se trate —admitió ella—, aunque me temo que en este caso no sé a qué te refieres.
—Intentó decírmelo el día que estuvo en casa. —Westhaven se pasó la mano por el pelo—. Su excelencia está montando otra de las suyas, ¿verdad?
—Con frecuencia lo hace —contestó la duquesa—. Pero no pretendo advertirte de nada en particular, tan sólo de la necesidad de proceder con discreción con tu personal de servicio y tus actividades personales.
—Mi ama de llaves, quiere decir —dijo él, enarcando una ceja—. Por algún motivo, ese viejo bastardo se ha enterado de la existencia de Anna Seaton y le ha echado los perros.
—Westhaven —le recriminó la mujer, mirándolo con expresión fría—. No permitiré que hables de tu padre de esa manera.
—Está bien —se retractó él con expresión inescrutable—. Eso sería un insulto para mi hermanastro, que es un hombre muy honrado.
—¡Westhaven! —exclamó la duquesa más alarmada que insultada.
—Perdóneme, madre —se disculpó él con una inclinación de cabeza—. Mi enfado es con mi padre.
—Bueno —anunció el duque, deteniéndose en la puerta del salón para dar más fuerza dramática a su entrada—. Ya puedes dejar de buscar. Aquí me tienes.
—Ha mandado que investiguen a Anna Seaton —lo acusó su hijo—, y con ello ha puesto en peligro su seguridad.
—Pues cásate con ella —le espetó su padre—. Un marido puede proteger a su esposa, sobre todo si es rico, con título, inteligente y tiene contactos. Tu madre me ha asegurado que no tiene objeción al matrimonio.
—Entonces, ¿no lo niega? ¿Se hace idea del daño que causa con sus sucios trucos, sus arteras maniobras y estúpidas manipulaciones? La pobre está aterrorizada, casi paralizada de miedo por ella y por un familiar más joven que vive con ella, usted se mete en su vida como si fuera Dios todopoderoso, decidido a dirigir la existencia de todo el mundo.
El duque entró en la habitación con el rostro enrojecido.
—Una afirmación muy valiente en boca de un hombre que no ha sido capaz de encontrar esposa después de casi diez años buscando. ¿Qué demonios te pasa, Westhaven? Sé que tienes cubiertas tus necesidades de mujeres, y también sé que mantienes una relación con esa tal señora Seaton. Es atractiva, accesible y está en edad de tener hijos. Se me debería haber ocurrido investigarla, para buscar una forma de obligarla a pasar por el altar.
—Ya ha intentado la coacción antes —lo acusó Westhaven—, y gracias a que Gwen Allen es una mujer decente, su familia no nos ha destrozado por completo en represalia por lo que hizo. Me avergüenzo de ser su hijo y aún más de ser su heredero. Me pone en evidencia y tengo la esperanza de que me desherede si no encuentro una maldita yegua de cría.
—¡Gayle! —Su madre se puso de pie con cara de horror—. Por el amor de Dios, discúlpate, por favor. El duque no ha mandado que investiguen a la señora Seaton.
—Esther... —Su excelencia intentó hablar, pero su mujer sólo tenía ojos para su furioso hijo.
—Ya lo creo que lo hizo —le espetó Westhaven—. Los mismos truquitos de siempre, como con Gwen y con Elise y con sabe Dios cuántas debutantes timoratas y viudas intrigantes. Estoy más que harto, madre, y ésta ha sido la gota que ha colmado el vaso.
—Esther —repitió el duque.
—Calla, Percy —dijo la duquesa, mirando a su hijo con desconsuelo—. Su excelencia no ha mandado que investiguen a la señora Seaton —volvió a decir y, bajando la vista, añadió—: He sido yo.
—Esther. —El duque ahogó un gemido y cayó como un saco encima de un sofá—. Por amor de Dios, ayúdame.
—Trabajaba para alguno de esos encopetados de Londres —informó Eustace Cheevers a su patrón—. Se llamaba Benjamin Hazlit, y hace muchos trabajos para las clases altas de la ciudad. Nunca revela el nombre de quienes le pagan, pero es alguien muy bien situado.
—¿Con título? —preguntó el conde de Helmsley con los labios apretados.
—Lo más probable —respondió Cheevers—. En el sur, la gente discrimina más. Alguien que trabaja para la aristocracia no lo hace para ciudadanos normales o simples caballeros. Las oficinas de Hazlit están excelentemente situadas, sus caballos son de primera y los trajes se los hacen los mejores sastres. Yo diría que es un hombre con título, sí.
—Eso limita el cerco a la zona de Mayfair, ¿no? —dedujo el conde con tono de condescendencia, como si cualquier tonto pudiera llegar a esa conclusión.
—No necesariamente —contestó Cheevers—. Es cierto que Mayfair rebosa dinero y títulos, pero los alrededores tampoco están mal y hay otros barrios bastante decentes, aunque menos ricos.
Manteniendo su expresión de absoluta deferencia, Cheevers pensó que cualquier conde que se preciara habría vivido en la ciudad en algún momento de su vida. Pero era obvio que aquel joven noble, bueno, más bien de mediana edad, no había recibido la pátina de la urbe. Mejor no decir nada, pensó, conteniendo un suspiro de resignación. En York se decía que era mejor cobrar por adelantado si Helmsley te ofrecía un trabajo.
Las cosas no eran así cuando vivía el viejo conde. Entonces, la propiedad estaba rebosante de flores, mujeres felices y las facturas siempre se pagaban. Ahora, la mayoría de los jardineros habían dejado de trabajar en la casa y en las paredes había zonas más claras, en los lugares que antes ocuparon valiosas pinturas. El sendero de entrada a la mansión estaba descuidado, las cercas se estaban cayendo, las fuentes estaban secas y nadie había vuelto a ver a la condesa viuda desde que sufrió una apoplejía hacía casi dos años. Adónde habían ido las nietas, también era un misterio.
—¿Y eso es todo lo que has averiguado? —preguntó Helmsley con desdén, levantándose—. El nombre de ese hombre y que es un investigador profesional que trabaja para clientes ricos. ¿Nada más?
—Está todo en el informe —contestó Cheevers, levantándose—. Tendrá su dirección, los nombres de aquellos con quienes habló y lo que le dijeron. No creo que haya averiguado nada importante. Por estas tierras, la gente suele desconfiar de la gente fina de la ciudad.
—Eso es cierto. —El conde asintió con la cabeza con expresión astuta.
Cheevers lo miró y se preguntó qué estaría tramando, pero fuera lo que fuese, no auguraba nada bueno para alguien. Helmsley era un hombre que podría haber sido atractivo. Era alto, de facciones elegantes y abundante pelo oscuro que dejaba empezar a entrever alguna que otra cana. Cheevers, experto en evaluar a las personas, diría que tendría treinta y tantos. Sin embargo, parecía más viejo, porque empezaban a notársele los efectos del abuso de la comida y la bebida. Su nariz presentaba ya un aspecto bulboso y se dejaban ver en ella unas finas arañas venosas. Tenía la cintura fofa y reaccionaba con lentitud. Pero era la mirada mezquina y atormentada de sus ojos grises lo que revelaba la clase de hombre que era, un matón a quien le gustaba intimidar a los demás.
«¡Ahí te quedas!», pensó, marchándose de la casa. Había trabajos que hasta el más tacaño hijo de Yorkshire se alegraba de acabar.