Capítulo 09
Una semana en casa de lord Amery hizo que Westhaven cambiara visiblemente su forma de proceder con el objeto de su encaprichamiento, que no locura. En Surrey había mantenido las manos quietas por necesidad y esa disciplina forzada le había procurado extrañas recompensas.
Por ejemplo, Anna sí lo había tocado, y de una manera en que una ama de llaves jamás habría tocado a su patrón. Lo había bañado, afeitado, cepillado el pelo, vestido y desvestido, incluso había dormitado junto a su cama. Cedió a otros el cuidado personal del enfermo una vez remitió la fiebre, pero el daño ya estaba hecho.
O al menos, pensaba él mientras se ponía una bota, tenía la impresión de que había ganado terreno.
Había tenido también oportunidad de observarla durante largos ratos y de fijarse atentamente en cómo se relacionaba con los demás. Cuanto más la veía, más perplejo se sentía. Fruto de su observación, había ido reuniendo pequeñas pistas que no cuadraban con el hecho de que fuera una simple ama de llaves.
—¿Por qué demonios frunces el cejo de esa forma?
Devlin St. Just entró despreocupadamente en su dormitorio, ataviado con ropa de montar y su encantadora sonrisa de costumbre.
—Estoy pensando en una dama —respondió él, mirando debajo de la cama en busca de la otra bota.
—¿Y por eso frunces el cejo? ¿Qué buscas debajo de la cama, Westhaven? ¿A tu dama?
—La dichosa bota —contestó él, encontrándola—. He mandado a Stenson a Brighton, con Val, para tener un poco más de intimidad, pero lo malo es que ahora no encuentro mis cosas. —Se puso la bota, se reclinó y sonrió—. ¿A qué debo el placer de esta visita?
—Val me ha enviado a echarte un ojo —respondió Dev, sentándose a los pies de la cama—. Dijo que lo de llevarse a Stenson era un truco para que tu verdadero estado de salud no llegue a oídos del duque.
—Todavía me estoy recuperando de la varicela —admitió—. Resulta bastante obvio cuando estoy sin ropa. Por eso envié a Stenson con Val.
—Su excelencia ha venido a interrogarme —explicó su hermanastro, tumbándose en la cama y apoyándose en los codos—. Pero al no saber nada, como de costumbre, no he podido decirle nada. Parecía especialmente furioso contigo, Westhaven. ¿Estáis peleados?
—Creo que el calor no le sienta bien —dijo él, buscando el pañuelo del cuello. Llamaría a su ama de llaves, que parecía saber siempre dónde estaba su ropa, pero con Dev en la cama no había posibilidad.
—Aguantaría mejor el calor si aligerara un poco su atuendo —afirmó Devlin—. Iba vestido con toda la formalidad del mundo, a las dos de la tarde, con este bochorno. Me sorprende que la duquesa lo deje salir así.
—Prefiere no meterse —explicó Westhaven, encontrando dos pañuelos limpios dentro del ropero—. Hazme el nudo, ¿quieres? Nada llamativo —añadió, tendiéndole el pañuelo de lino.
Dev se puso en pie.
—¿Adónde vas? Levanta el mentón.
Le hizo un nudo sencillo, elegante y perfectamente simétrico en cuestión de segundos.
—A los muelles, por desgracia —contestó Westhaven, buscando ahora el chaleco.
—¿Por qué por desgracia? —preguntó su hermanastro, observándolo revolver en el ropero.
—Con este calor, el hedor es insoportable —respondió él, cogiendo un chaleco ligero de color verde y dorado con estampado de cachemir.
—No lo había pensado. Y yo que creía que ser el heredero se limitaba a bailar con todas las damas-florero de la alta sociedad y gritarle a su excelencia cada dos por tres para que lo dejara a uno en paz.
—Supongo que no querrás acompañarme... —aventuró Westhaven, tratando de localizar el alfiler.
—No he experimentado el placer olfativo que suponen los muelles en un día de calor abrasador. Habrá que remediar mi ignorancia —declaró Dev, cogiendo un alfiler del tocador—. Estate quieto.
Le sujetó el pañuelo hábilmente con él y luego se echó hacia atrás para apreciar mejor el efecto.
—Servirá —dijo, asintiendo—. Como intentes ponerte la levita antes de que lleguemos, te repudiaré por lunático.
—No puedes repudiarme. Has sido legalmente reconocido.
—Pues entonces le iré con el cuento a la duquesa —replicó Dev, cogiendo su propia levita— y le diré que has estado enfermo.
—Por el amor de Dios, Dev. —Se detuvo y lo fulminó con la mirada—. No lo digas ni en broma. Fairly dice que, a veces, un caso grave de varicela en un adulto puede producir pérdida de la capacidad reproductiva. El duque hará que me desnuden y me estudien a fondo.
—No lo hará, porque tú no se lo permitirás. Ni yo tampoco. Ni Val.
—No desestimo que fuera capaz de emplear la fuerza —dijo Westhaven mientras salían—. Te ha parecido que estaba furioso, Val y yo creemos que está obsesionado.
—Le da miedo morir —sugirió Dev—, y quiere que su legado quede asegurado. Y también quiere agradar a la duquesa.
—Posiblemente —admitió su hermanastro al llegar a los establos—. Pero ya basta de hablar de este tema tan deprimente. ¿Qué tal está tu querida Bridget?
—¡Ay de mí! —contestó Dev, poniendo los ojos en blanco—. O bien he caído en desgracia a sus ojos o se ha buscado otro objeto de sus atenciones que le gusta más.
—¿Cuál de las dos opciones? Quiero los detalles sucios.
—No lo sé. —Devlin se bajó las mangas y luego volvió a remangárselas—. A mi Bridget la estaba esperando un posible señor Bridget en Windsor. Uno no puede tener la conciencia tranquila sabiendo que ha obstaculizado el desarrollo del amor verdadero. Lo único que le faltaba era una modesta dote.
—¿Le has proporcionado una dote a tu furcia? Eso demuestra que eres un Windham —concluyó Westhaven—. Aunque no lleves el apellido, posees la incapacidad de su excelencia de tratar mal a una mujer por la que te preocupas.
—Puede que eso sea lo único bueno que tiene —dijo Dev—. Hola, cariño —saludó a Morgan, que salía de los establos con un gatito en la mano.
Ella les hizo una ligera reverencia, pero siguió su camino en su habitual silencio.
—¿Es retrasada?
—En absoluto. —Westhaven montó a Pericles y esperó a que Dev hiciera lo propio con su caballo, utilizando el escalón de madera dispuesto a tal fin—. No habla, o al menos no con claridad, y oye sólo un poco, o eso dice Val. Pero es muy trabajadora y el resto del servicio la adora. Llegó con mi ama de llaves hace unos meses.
—¿La que te acompañó durante tu estancia en casa de Amery? —preguntó Dev con estudiada despreocupación.
—La misma —contestó él, mirándolo como diciendo que su tono no lo engañaba—. ¿Qué quieres saber exactamente que no has sido capaz de sonsacarle a Val?
—¿De dónde la has sacado? Yo quiero una igual.
—La convencí para que trabajara para mí con mi enorme encanto —respondió Westhaven con sequedad.
—En realidad eres encantador —dijo su hermanastro cuando ya iban al trote—. Lo que pasa es que no sabes flirtear.
Westhaven le sonrió, agradeciéndole la comprensión y el apoyo. Le agradeció también que lo acompañara el resto de la tarde, porque Dev estaba muy versado en la mecánica del envío de mercancías a y desde Irlanda, motivo por el que tenía que ir a los muelles.
—Me alegra sobremanera que hayamos solucionado este asunto —manifestó Westhaven de vuelta en los establos de su casa—. No sabía que exportases ganado a Francia.
—Ahora que las campañas militares en Córcega se han acabado y olvidado, ha aumentado la demanda de animales en el continente. Cuando invadieron Moscú en 1812, los franceses alardeaban de tener una caballería compuesta por cuarenta mil cabezas. En un año, tenían menos de dos mil monturas adecuadas, tirando alto. Puedo encontrar un comprador para cada uno de mis animales sólo por el hecho de que tenga cuatro patas y use riendas.
—Qué emprendedor. ¿Tienes planes para cenar? —le preguntó su hermanastro, desmontando—. De hecho, ¿qué piensas hacer ahora que no tienes ama de llaves?
La expresión de Devlin se ensombreció, pero no antes de que Westhaven pudiera ver las sombras que asomaron a su mirada. Dev había estado en la guerra y había vuelto a casa, gracias a Dios, pero como veterano de las últimas grandes contiendas, la de la independencia española, los Cien Días y Waterloo entre ellas, también había dejado pedacitos de su alma diseminados por todo el continente.
—Si estás pensando en una visita a la Casa del Placer, voy a tener que declinar tu invitación —dijo.
—No soy muy aficionado —reconoció Westhaven, negando con la cabeza—. A juzgar por lo que cuenta Val, el lugar ha perdido un poco de lustre. Sea como sea, no te estaba sugiriendo que saliéramos de parranda, sino que te mudaras aquí, con Val y conmigo.
—Muy generoso por tu parte —admitió su hermanastro, frunciendo los labios en actitud pensativa—. Tengo al menos tres caballos que necesitan establo y ejercicio regular si quiero venderlos la próxima primavera en perfecto estado.
—Tenemos sitio de sobra —declaró Westhaven—. Confieso que tengo curiosidad. ¿Tanta demanda tienen tus animales como para que puedas vivir de los beneficios de las ventas?
—No son sólo las ventas —puntualizó Dev, aunque era una pregunta demasiado personal—. Pero te agradecería que echaras un vistazo a las operaciones cuando tengas tiempo, si no te importa. Estoy seguro de que con los contactos comerciales que tú tienes, encontrarás formas de sacar rendimientos que a mí se me habrán pasado por alto.
Westhaven lo miró, pero su hermanastro era un maestro a la hora de ocultar sus emociones. Sus palabras no sugerían en modo alguno que la petición no fuera casual.
—Me encantaría.
—Podrías hacerle el mismo ofrecimiento a Val, ¿sabes? —sugirió Dev, desmontando—. Importa instrumentos musicales de todos los países del continente y tiene dos fábricas diferentes de pianos, pero no quiere comentarte sus dudas en el tema de los negocios para no molestarte.
—¿Para no molestarme? ¿Y tú, Dev? ¿Tú tampoco quieres molestarme?
Éste lo miró de frente y asintió.
—No te envidiamos la carga que tienes que soportar. Y no queremos añadirte más preocupaciones.
—Entiendo —masculló él, frunciendo el cejo—. Y eso es lo único que seríais para mí, ¿no? Una carga. ¿Acaso no sabías tú mucho más que yo sobre el puerto de Rosslare? ¿O sobre el horario del ferry de Calais?
—Westhaven, queremos aliviarte, no aumentar tu tarea.
—¿Milord? —Anna Seaton apareció ante ellos, con aquella absurda cofia tapándole el precioso cabello y una actitud vacilante.
Él no se había dado cuenta de su presencia por culpa, en parte, de la consternación que sentía en esos momentos a causa de sus hermanos.
—Señora Seaton —le dijo con una sonrisa—, le presento a mi querido hermano, Devlin St. Just. St. Just, mi ama de llaves, florista y enfermera ocasional, la señora Anna Seaton.
—Milord —contestó ella, haciéndole un pequeña reverencia, mientras St. Just inclinaba la cabeza con una tenue, si bien no muy cálida, sonrisa.
—No soy lord, señora Seaton, puesto que nací en el lado equivocado de la cama ducal, pero su excelencia me reconoce como suyo.
—Y yo le acabo de ofrecer vivir en esta casa —añadió Westhaven, buscando la mirada de Dev—. Si quiere.
Se produjo un silencio en una atmósfera cargada de emociones.
—Sí que quiere —contestó Dev al fin con una gran sonrisa—. Hasta que me eches.
—Puede que tardes un poco en acostumbrarte a que Val toque a todas horas —le advirtió Westhaven—, pero la señora Seaton nos cuida a las mil maravillas, incluso con este calor infernal.
—Hablando de lord Valentine... —terció Anna.
—¿Sí? —preguntó él, entregándole al mozo de cuadra las riendas de Pericles. La miró con una ceja enarcada: más que ridícula, la cofia era atroz, y Anna parecía tensa.
—Ha escrito. Dice que regresa de Brighton mañana —explicó—, y le advierte que es posible que haya que buscarle otra tarea al señor Stenson.
—Yo me ocupo de él —se ofreció Dev—. Mi antigua ama de llaves no sabía coser, así que el señor Stenson tendrá trabajo para los próximos días.
—Eso servirá. ¿Algo más, Anna?
—Supongo que la cena será para dos, milord, y en la terraza.
—Sí, y tráiganos un poco de limonada mientras llega la hora de cenar. ¿En qué habitación instalaremos a mi hermano?
—Sólo hay una libre, la de la parte de atrás, milord. Nos da tiempo a prepararla para esta noche.
Él asintió y, con eso, Anna se retiró, pero Westhaven no pudo apartar los ojos de ella hasta que franqueó la verja del jardín. Cuando miró de nuevo a su hermanastro, se encontró con que éste lo observaba con curiosidad.
—¿Qué?
—Cásate con ella —dijo Dev sin más—. Es demasiado guapa para ser ama de llaves y se expresa demasiado bien para ser una furcia. Su excelencia no podrá intimidarla y se ocupará de que tengas sábanas limpias y buena comida el resto de tus días.
—Dev —Westhaven ladeó la cabeza para mirarlo—, ¿lo dices en serio?
—Totalmente. Tienes que casarte, Westhaven. Yo lo haría por ti si pudiera, pero es lo que hay. Esta mujer es perfecta, y posee un nivel de educación muy superior al de una ama de llaves normal y corriente, eso te lo aseguro.
—¿En qué te basas para decir algo así?
—Para empezar, en su estatura —respondió Devlin mientras entraban en la casa—. La servidumbre no suele ser alta y no tienen los dientes tan cuidados. Su dicción es impecable, no sólo adecuada. Posee el cutis y los modales de una dama. Y mira sus manos, hombre. Se diferencia a una dama de otra que no lo es por sus manos, y ella tiene las de una dama.
Westhaven frunció el cejo y no dijo nada. Dev había llegado a la misma conclusión que él mientras se recuperaba en casa de Amery. Anna era una dama, por más que llevara cofia y limpiara el polvo de su casa.
—Pero ella dice que su abuelo era comerciante —señaló, cuando llegaron a la cocina—. Cultivaba flores para venderlas y Anna se pasa el día poniendo ramos por toda la casa. Además, tenemos una despensa bien surtida y una buena provisión de mazapán para mí. Pero hay sitio para los dulces que más te gusten, porque no me haría gracia que te comieras los míos.
—Dios no lo quiera —masculló Dev cuando Westhaven apareció con un plato de galletas.
—Tenemos permiso para picar antes de cenar —señaló éste—. Coge la jarra, el azucarero y dos vasos.
Dev hizo lo que le decía y lo siguió a la terraza, en sombra. Westhaven sirvió un vaso alto de limonada para cada uno y endulzó el suyo generosamente.
—No bebía limonada desde que era pequeño —comentó Devlin después de un sorbo—. Es refrescante.
—Sabe mejor con más azúcar. Val añade té frío a la suya. Prueba la mía.
—Yo ya he tenido la varicela, así que puedo hacerlo —dijo Dev, bebiendo del vaso de su hermanastro—. Dame el azucarero.
Pasaron una agradable velada, charlando sobre las perspectivas matrimoniales de sus hermanas, la fiesta que iba a celebrarse en Moreland y el estado del gobierno británico.
Cuando Westhaven se quedó solo en la biblioteca, se sorprendió preguntándose por qué no les había ofrecido también a sus hermanos que vivieran con él en la ciudad. Así habrían podido estar cerca de sus hermanas sin necesidad de vivir en la mansión ducal, y le habrían hecho compañía.
Anna le había hecho compañía en Welbourne, pero en la semana que llevaban en la ciudad, se había vuelto invisible. Cuando él entraba en una habitación, ella salía. Cuando se sentaba a comer, ella estaba en cualquier otro sitio. Cuando se retiraba a sus aposentos, ella ya había pasado por allí para limpiar y ordenar.
El pestillo de la puerta se deslizó suavemente y, como si la hubiera invocado con sus pensamientos, Anna entró descalza, con bata y camisón.
—Anna. —Se levantó y ella vio que se había fijado en su semidesnudez.
—Milord —dijo. El conde se le acercó a grandes zancadas, con el cejo fruncido.
—¿Qué he hecho, Anna, para que me llames por el título?
—No puedo saber con seguridad si está solo —contestó, parpadeando rápidamente al comprender su error táctico—. Y, además, no me parece bien tanta familiaridad.
—Ah —exclamó él, retrocediendo hasta apoyarse en el escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Podemos discutir este cambio de actitud por tu parte? Llevas evitándome desde que regresamos a la ciudad y no se te ocurra negármelo.
—Ya no está enfermo —contestó, levantando la barbilla—. Y es capaz de vestirse solo.
—No te creas —replicó él con un resoplido—. Y dime, ¿cómo se supone que voy a cortejarte si nunca estamos en la misma habitación? ¿Cómo voy a convencerte de que te cases conmigo si siempre te las compones para que haya alguien más presente cuando me lo propongo? No estás jugando limpio, Anna.
Ella lo miró con recelo, tratando de darle una respuesta que no lo enfadara. De haber sabido que estaba allí, a solas en la oscuridad, habría salido corriendo en dirección opuesta. O al menos eso esperaba.
—Ven aquí —le ordenó Westhaven suavizando el tono, al tiempo que le tendía una mano.
—Se tomará libertades —repuso Anna, cruzándose de brazos—. Y sabe que no estoy de acuerdo con este cortejo. Ya le advertí que no iba a conseguir nada.
La dificultad, admitió para sí, era que ella no había hecho ningún intento de buscarse otro trabajo, otra identidad, otra vía de escape. Se había limitado a hacer sus cosas, como una de las ovejas gordas y lanudas de su abuelo: cortar flores, airear sábanas y repetirse que pronto presionaría a su señoría para que le diera la carta de recomendación, que pronto le explicaría la situación a Morgan, que pronto acudiría a las agencias de colocación para interesarse por las vacantes.
Había pasado ya una semana y no había hecho nada. Siete días deseando al hombre que no tenía que desear.
—Voy a tener que esforzarme, ¿eh? —dedujo Westhaven con una tenue sonrisa. Se apartó entonces del escritorio y se acercó a ella en silencio—. Así es como debe ser.
La rodeó con los brazos y Anna inclinó la cabeza, consciente de que, más que sus besos y sus caricias, el consuelo que le ofrecían aquellos brazos tenía el poder de paralizarla. Era cálido, vital y fuerte, y aunque su objetivo no era protegerla, la ilusión de que pudiera hacerlo le resultaba irresistible.
—Déjame abrazarte —susurró—, o sufriré una recaída para que tengas que cuidarme más de cerca.
—No puede sufrir una recaída.
—Lo cierto es que sí —murmuró él, acariciándole la espalda—, pero Fairly dice que no es muy habitual. Relájate, Anna, sólo quiero sentirte en mis brazos, ¿de acuerdo?
Ella no podía permanecer tensa, no cuando sus grandes manos la acariciaban con tanta delicadeza. La tocaba como tocaría a un caballo inquieto, escuchando con las manos lo que su cuerpo le decía inconscientemente.
—Tienes que comer más —le dijo él—. Yo he cogido peso gracias a ti, pero tú no te has cuidado mucho.
—Perdió peso durante la enfermedad —lo corrigió ella con un tono más calmado de lo que había sido su intención—. Y tenemos que parar.
—¿Y eso por qué?
Anna sintió sus labios en la sien y se dejó caer sobre él pesadamente.
—Porque me gusta demasiado y después me besará y sus manos comenzarán a vagar sin control y yo querré dejar que lo hagan.
—Eso es bueno —admitió él con diversión y algo más en su tono de voz. Algo que denotaba que no estaba tan relajado como podrían hacer pensar sus caricias—. Es cierto que quiero besarte. Hace días que lo deseo, pero te has mostrado esquiva como un gato salvaje. —Le rozó la mejilla con los labios y Anna sintió cómo se desmoronaban sus ya débiles defensas.
—No debe —dijo, acurrucándose contra su pecho como si él pudiera protegerla de las intenciones perversas que en sí mismo llevaba.
—Pues yo creo que si debo —la contradijo Westhaven con suavidad—. Nunca antes había conocido una dama que necesitara tanto que la besaran.
Sus labios avanzaban por su mandíbula, provocándole sensaciones en el cuello. El conde era un hombre espantoso... Anna dejó caer la cabeza hacia un lado, jurándose que la próxima vez lo haría mejor. No dejaría que le hiciera nada más que abrazarla. Pero por el momento...
Era una desvergonzada. Su hermano le había dicho que era testaruda, rara y desagradecida, y a todos esos calificativos ahora tenía que añadir el de que era una desvergonzada. No debería confundir al conde de aquella manera, no debería darle esperanzas, no debería disfrutar dándole esperanzas. Pero cuando la tocaba, la soledad, las preocupaciones y el miedo se esfumaban, llevándose consigo su honor y su sentido común. La Anna que quedaba confiaba en él, estaba prendada de él y dispuesta a todo con él.
—Eso es —la animó el conde, acariciándola suavemente con los dientes—. No pienses, sólo deja que te proporcione placer, que nos proporcione placer a ambos.
—Westhaven... —susurró ella, tratando de ponerle fin, de ponerlo en su lugar. Le había dicho que nunca la forzaría y que pararía si se lo pedía.
Pero era incapaz de obligarse a hacerlo, pensó con desesperación, mientras sentía sus labios sobre los suyos.
Intentó contenerse, mantener una actitud distante frente a sus caricias y sus besos, pero carecía de experiencia en cuestiones de contención sexual. Le acarició el cuello y la mandíbula con las manos, apretándose descaradamente contra su cuerpo, sin pensar en otra cosa que no fuera la necesidad de estar más cerca de él, y entreabrió los labios en un suspiro.
—Eso no, por favor... —Apartó los labios de los suyos cuando Westhaven comenzó a mecer las caderas contra ella, pero permaneció entre sus brazos, con la frente apoyada en su esternón—. Tiene ganas y en seguida querrá hacer indecencias conmigo.
—Me encantaría hacer indecencias contigo, Anna.
—No puedo permitirlo —lloriqueó ella—. Usted desconoce las circunstancias de mi vida. Esto es un disparate. Tenemos que parar.
—Pronto —le aseguró él—. Tu virtud está a salvo, Anna. Deja que te dé placer.
—Quiere hacer indecencias —lo acusó nuevamente, agarrándose con fuerza a su cintura.
—No me quitaré la ropa a menos que me lo pidas —respondió el conde con un tono de voz más firme que el suyo.
—¿Me lo promete? ¿Ni siquiera se desabrochará los pantalones? —Levantó la cara para mirarlo a la luz del fuego.
—No me desabrocharé los pantalones —aseguró él con la mirada firme como una roca y tal vez una chispa de humor en sus ojos verdes—. Deja que te abrace y te dé placer.
Si no se bajaba los pantalones, razonó Anna, no sentiría la tentación de abandonarse al deseo, no sentiría la tentación de tocarlo, de explorar su miembro masculino tan curiosamente duro y delicadamente suave al mismo tiempo con los dedos... y los labios y la lengua. No perdería la cabeza, siempre y cuando se dejara los pantalones puestos.
Se inclinó y lo besó, y en ese momento él la cogió en brazos, se dio la vuelta y la sentó en una esquina de su enorme mesa escritorio.
—Así —dijo, arrastrando hasta ella una silla y un cojín para que apoyara los pies—. Si necesitas sujetarte a algo, sujétate a mí.
Anna lo hizo mientras él la besaba con inconfundibles intenciones. Le metió la lengua en la boca con el mismo ritmo perezoso con que empujaba con las caderas. Se acopló mejor entre sus piernas abiertas y, al hacerlo, una sensación de calor y anhelo comenzó a abrirse paso en el estómago de Anna. Pasó uno de los brazos en la mesa, por detrás de ella, para que apoyara la espalda, pero su mano libre vagaba libremente por su cintura, dejando un rastro de fuego y deseo a su paso.
—Tócame, Anna —dijo con un susurro áspero, insistente y seductor—. Tócame como quieras.
A ella le gustó deslizar las manos por su torso, pero el delgado lino de la camisa que llevaba no era lo que anhelaba tocar. Sin separar los labios de los suyos, le sacó la camisa de los pantalones y le acarició las costillas. El contacto con la cálida piel le produjo una especie de alivio indescriptible.
—No pares —la instó él, mientras ella disfrutaba tocándole los flexibles músculos de la espalda con la otra mano. Tocarlo así, piel contra piel, la apaciguó y excitó al mismo tiempo. Necesitaba tocarlo, no tenía suficiente con lo que encontraban sus manos.
—Dios bendito —siseó Westhaven cuando Anna le localizó un pezón. Ella se detuvo y él le mordisqueó el cuello—. Dios bendito, qué bien sienta. —Cambió la postura de sus caderas y Anna contuvo un gemido al sentir su dura virilidad contra su sexo, provocándole una descarga de deseo ardiente que le recorrió todos los órganos vitales.
—Esto también me gusta —murmuró él, repitiendo el movimiento, sin intentar desabrocharse los pantalones—. Separa las piernas, cariño. Haré que te sientas aún mejor.
Anna obedeció cuando comprendió lo que quería decir Westhaven, y continuó resiguiendo ansiosamente los contornos y los puntos más sensibles de su torso, su cuello y su abdomen, para aprendérselos de memoria. Quería probarlo con la boca, pero aquella dichosa camisa...
—Fuera la camisa —dijo, antes de aspirarle enérgicamente la lengua con su boca. Se encontraba en un estado de absoluto frenesí, aunque no sabría decir por qué. «Más —pensó—. Por favor, Dios mío, por favor, más.» Se separaron sólo lo que Westhaven tardó en quitarse la camisa por la cabeza, pero, luego, se zambulló de nuevo en la boca de Anna.
Sus manos descendieron por la espalda de ella hasta coger el camisón y la bata, y subírselo todo hasta el regazo.
«Bien», pensó Anna, que sólo deseaba estar lo más cerca posible de él. Y cuando Westhaven se resituó entre sus piernas, lo único que pudo hacer fue atraerlo hacia sí, confiando en que encontrara aquel punto de su cuerpo donde tanto placer sentía cuando se lo rozaba con su miembro duro.
—Utilízame —gruñó él—. Suéltate para obtener la culminación.
Anna no encontraba sentido a sus palabras, pero meció las caderas contra su cuerpo en busca del acoplamiento perfecto de antes.
—No encuentro... —jadeó, tratando de expresarse con palabras, mientras las manos de Westhaven descendían.
—Yo sí puedo —le susurró él, deslizando los dedos entre sus pliegues íntimos. Sabía tocarla con infernal sabiduría, suave, seductora, enloquecedoramente. Entonces varió el ángulo de la mano, de forma que su pulgar presionara en el punto justo, y le proporcionó algo de alivio introduciéndole la punta de un dedo en el cuerpo.
—Westhaven —jadeó—. Oh, Dios bendito, ¿qué está...?
Pero con la mano libre le había abierto la ropa hasta encontrarle un pezón y en ese momento se lo apretó con suavidad. Eso bastó. Que comenzara a estimularle el pecho, la punta del dedo en su sexo, algo de presión con el pulgar y su cuerpo se convulsionó en espasmos de placer mientras se le aferraba con su carne.
Culminó en silencio, durante varios minutos de absoluto abandono. Cuando todo terminó, se abrazó lánguidamente a él, sin aliento, estremeciéndose aún con los últimos coletazos del orgasmo, la mejilla apretada contra el corazón de Westhaven.
Westhaven sólo deseaba hundir su furiosa erección en aquella cueva húmeda y cálida de Anna y embestir como un toro salvaje, pero sus instintos le decían que no era el momento. Había encontrado demasiada ignorancia en las reacciones de ella, demasiado poca capacidad de anticiparse y manejar sus propias respuestas.
Demasiada inocencia.
La abrazó contra su pecho y le acarició el pelo, tratando de prestarle atención a ella en vez de a los gritos clamorosos de su impaciente miembro.
—No acierto a comprender qué es lo que ha pasado —susurró Anna.
—¿Nadie te había dado placer antes? —Le besó la sien, incapaz de reprimir una sonrisa. Puede que no fuera una virgen recién salida de la escuela, pero le complacía saber que él había sido el primero que le había proporcionado aquello. Un marido ejercía su derecho, un amante daba placer.
—Placer —dijo ella, poniendo voz a sus pensamientos con tono ebrio—. Un intenso placer.
—Eso espero —confesó el conde, riéndose suavemente—. Hacía tiempo, ¿verdad?
Le colocó el pelo detrás de la oreja y la miró detenidamente. El desconcierto de su expresión, unido a la confianza que mostraba dejándose abrazar de aquel modo, le despertó un profundo cariño por ella que se le extendió por todo el pecho.
—A mí también me gustaría disfrutar un poco de lo que has disfrutado tú —le susurró, estrechándola con más fuerza—. ¿Me concederás ese favor?
—¿Concederte? —Era evidente que Anna aún no podía pensar, pero Westhaven estaba decidido a no jactarse de ello.
—Deja que me derrame encima de ti —le explicó con un tono íntimo, preludio del placer que tenía que llegar—. Podemos hacerlo en el sofá. —Al no encontrar objeción por su parte, la levantó de la mesa y la tendió sobre el largo sofá—. Encantadora —musitó, tumbándose encima.
Al fin estaba sobre ella, pensó, dándole gracias a Dios. La cubrió con su cuerpo semidesnudo cuidando de no aplastarla. Le buscó los labios con los suyos y su pecho con la mano, y creyó oírla decir «maravilloso», acompañado de un suspiro, al tiempo que elevaba las caderas, frotándose de nuevo contra él.
—Despacio —murmuró, mordisqueándole el lóbulo—. Te he prometido que no me quitaré la ropa a menos que me lo pidas. Tú tendrás que cumplir tu parte.
A menos que quisiera que se derramara en la ropa interior, como un adolescente. Pero Anna le tiraba ya de la bragueta de los pantalones y le sacaba el miembro.
—Mucho mejor —observó él con un hilo de voz, sintiéndose aún más excitado.
Se tomó su tiempo, aunque había transcurrido una larga y frustrante semana; para los dos por lo visto. Había un toque de venganza en la languidez con que le hacía el amor. Besándola con lentitud y dulzura, fue dejando caer el peso de sus caderas sobre ella gradualmente, su miembro alojado un poco más abajo del vientre de Anna. Sin embargo, ella también se tomó la revancha en cierta forma, acariciándole libremente la espalda, el pecho, el pelo, el rostro. Westhaven gimió en voz baja cuando le encontró los pezones y no tan silenciosamente cuando empezó a chuparle uno mientras le acariciaba el otro con la mano.
—Ay, cariño, no voy a poder... Dios mío, Anna...
Ella apartó la boca, pero no desistió por completo. Westhaven la notó cambiar el ángulo de sus caderas para atraparlo mejor contra sí mientras con los brazos lo instaba a dejar caer todo su peso sobre ella.
—Me gusta —susurró, besándole la mejilla—. Me gusta sentir tu peso sobre mí, me gusta que me rodees, tenerte encima.
Envalentonado por el tono ronco de su voz, así como por sus palabras, comenzó a empujar con más ímpetu, apartando con determinación las ganas de enterrarse en el cuerpo cálido de Anna. La lengua de ésta encontró su pezón de nuevo, pero esta vez él arqueó la espalda para facilitarle la labor.
—Tu boca, Anna —dijo con voz ronca—, por favor... Dios bendito.
Ella le rodeó la cintura con las piernas mientras lo succionaba y lo empujaba entusiasta por el trasero, para que se pegara más a su cuerpo. Cuando notó el reguero de la caliente semilla en el estómago, lo abrazó con más fuerza, hasta que Westhaven se apoyó en los codos y la miró a la luz de la lumbre.
Se mantuvo suspendido sólo un momento, hasta que Anna deslizó la mano por detrás de su nuca y lo animó a dejarse caer. Capituló a su silencioso requerimiento y poco después su respiración se acompasaba con la suya, como si llevaran años haciendo el amor por la noche. Ella le trazó dibujos en la espalda, le hundió los dedos en el pelo y le mordisqueó de vez en cuando el lóbulo de la oreja.
—Uno de los dos tendrá que levantarse. Propongo que seas tú —dijo él.
—Lo haría de buena gana —repuso Anna medio adormilada.
—Entonces, supongo que tendré que ser yo. —El conde suspiró y se incorporó, primero sólo con los brazos y luego bajó los pies al suelo. Se quedó allí un segundo, de pie junto al sofá, contemplando la figura medio desnuda, desmadejada en el sofá, tanto rato que, cohibida, Anna hizo ademán de cerrar las piernas.
—No —ordenó él, aunque su tono no sonara como una orden—. Por favor. Estás preciosa. —Pero se alejó al percibir que las defensas de ella se debilitaban y que necesitaba un momento. Antes de regresar, se subió los pantalones, aunque no se los abrochó. Para su deleite, Anna no se había tapado, ni se había incorporado, ni abandonado su pose de sensual abandono.
—Permíteme. —El conde se sentó junto a ella y comenzó a limpiarla con su pañuelo humedecido. Lo hizo de una forma muy sensual, acariciándole el estómago con la suave tela, y también debajo de los pechos y por encima de su sexo. Cuando Anna hizo ademán de ajustarse el camisón para taparse un poco, él le hizo una leve presión en la cara interna del muslo.
—Permíteme —repitió. Retomó las pasadas con el pañuelo y ella cerró los ojos, pero su sonrojo resultaba evidente incluso a la luz de la lumbre.
—Anna Seaton. —Se inclinó un poco y le rozó justo encima del corazón con los labios—. La de placeres que podríamos compartir tú y yo... —No dijo nada más, pues lo cierto era que lo había afectado mucho lo que acababan de hacer. Dejó a un lado el pañuelo y, abriéndole el camisón y la bata aún más, se tumbó sobre ella de nuevo.
No tenía ganas de subir a su habitación, no tenía ganas de ocuparse de la correspondencia pendiente ni de servirse un brandy y llevárselo a la terraza de su cuarto. Era totalmente impropio de él, pero lo único que quería era quedarse allí con Anna, abrazándola y dejándose abrazar por ella.
El sentimiento era mutuo, sospechaba, por la forma en que veía que le rodeaba los hombros. Lo besó en la mejilla y lo instó a apoyar la cabeza en su hombro. Westhaven hizo lo que le pedía y se mantuvo despierto a fuerza de voluntad.
La situación con Anna estaba siendo más complicada de lo que a él le habría gustado. Con Elise a esas alturas ya se habría ido de su casa. Su amante le había prestado un servicio, pero visto en retrospectiva, ni siquiera podía denominarse así. Nunca le había acariciado la cabeza de ese modo, dibujándole círculos sobre la piel. Nunca le había apretado las nalgas para atraerlo hacia sí. Elise nunca le había lamido el pezón, probablemente no lo habría hecho aunque él se lo hubiese pedido.
Y Westhaven no se lo habría pedido nunca, ni en un millón de años. De eso estaba seguro.
«No deberías tener que pedirlo.» Podía oírselo decir a Anna con voz amarga, aun sabiendo que en realidad se lo estaba diciendo él mismo.
Anna era diferente. Pero no sabía hasta qué punto cuando le propuso que se casaran. Ella mantenía las distancias, o lo intentaba, para terminar capitulando con dulce abandono, dejándolo absolutamente desorientado de tan inmenso como había sido el placer experimentado.
—¿Cariño? —Se apoyó en los antebrazos y le apartó un mechón de pelo de la frente—. ¿Cómo te sientes? Estás muy callada, y eso preocupa a cualquier hombre.
—Me he... quedado sin palabras —dijo ella, sonriéndole. Y Westhaven sabía a lo que le estaría dándole vueltas aquella cabecita suya en ese momento: que debería estar enfadada por el giro que habían dado los acontecimientos, preocupada, consternada y debería sentir pronto todo eso. Pero aún no, no cuando su cuerpo yacía lánguidamente, complacida consigo misma y con él.
La besó en la frente.
—Confío en que te hayas quedado sin palabras en el buen sentido.
—Oh, sí —admitió ella, suspirando y estirándose, al tiempo que acercaba la pelvis a él con el movimiento.
—De eso nada. —Sonrió Westhaven, acariciándole el cuello con la nariz. Empezó a descender hasta ponerse de rodillas y se metió uno de los pezones de Anna en la boca. Ésta le abrazó la cabeza y suspiró de nuevo.
»La próxima vez —dijo él, descansando sobre el esternón de ella—, sabré exactamente por dónde empezar. Tienes unos pechos muy sensibles, querida. Le dan a uno muchas ideas.
—De eso nada.
—¿Cómo que de eso nada? —repitió Westhaven, mirándola con perplejidad.
—Que no habrá una próxima vez —aclaró Anna—. Esto ha sido un desliz.
Él se apoyó en los brazos y la miró reflexionando sobre sus palabras e ignorando los planes que tenía su miembro, totalmente diferentes.
—Tenemos que discutir este asunto y para eso tendrás que estar decentemente vestida.
—¿Ah, sí?
Se apartó de ella y trató de hacerse el fuerte al oír la decepción en su voz.
—Sí, lo harás. —Se sentó a su lado y comenzó a arreglarle la ropa, pero se detuvo para acariciarle el vello púbico con el pulgar—. Cuando esa próxima vez que he mencionado se presente, esa vez de la que no vamos a hablar, pondré mi boca aquí —y subrayó sus palabras cerrando los dedos sobre su sexo—. Disfrutarás mucho, pero ni la mitad que yo.
Ella pareció sorprendida y después intrigada, mientras se abrochaba los botones y se ataba los lazos, y él llegó a la conclusión de que era tan virgen en el terreno del sexo oral como en el de los orgasmos. El señor Seaton, que Dios tuviera en su gloria a semejante perezoso, desconsiderado, inepto, poco imaginativo y egoísta, tenía toda la culpa.
—Arriba —dijo, ayudándola a sentarse. A continuación, se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo. Ella apoyó la cabeza contra su pecho y le buscó el estómago desnudo con la mano.
Westhaven bostezó soñoliento.
—Si vamos a tener una discusión seria, debería ponerme la camisa.
—No es necesario —le aseguró ella—. No tardaré mucho en decirte que todo esto tiene que terminar.
—¿Ya estamos otra vez, Anna? —Se inclinó a besarle la sien y aprovechó para inhalar su fragancia.
—Acordamos que no buscaría otro trabajo hasta finales de verano —le recordó ella. El resplandor del rostro de Westhaven se fue difuminando con cada una de las lacónicas palabras—. No dije nada de que fuera a convertirme en tu ramera.
—Si fueras virgen, después de esto seguirías siendo casta.
—Pero a este paso no seguiría siéndolo mucho tiempo.
Él experimentó un genuino desconcierto.
—No te obligaré a nada, Anna.
—No tendrás que hacerlo —le espetó ella—. Abriré las piernas con la misma avidez que esta noche.
—Lo cual es muy agradable, pero nos estamos adelantando, Anna. ¿Por qué no puedes dejarte llevar y disfrutar con mis insinuaciones? Ésa es la cuestión. Si tienes un motivo de peso, marido, pavor a copular, algo, aparte de tu estúpida convicción de que los condes no se casan con sus amas de llaves, entonces consideraré seriamente la posibilidad de desistir —dijo él, subrayando cada palabra con pequeños besos en el cuello.
—Aparta los labios de mí, por favor. —Anna se irguió, pero no se levantó del sofá—. No puedo pensar. No puedo diferenciar el bien del mal cuando empiezas a besarme y a tocarme por todas partes. Sé que no lo haces adrede, pero me siento impotente, perdida, y... No tienes ni idea de lo que quiero decir, ¿verdad?
—La verdad es que sí —reconoció él, instándola a apoyar la cabeza en su hombro de nuevo—. No te imaginas lo mucho que me sorprende cuánto han avanzado las cosas entre nosotros, Anna, y no me sorprendo con facilidad.
—Entonces, razón de más para que dejes este asunto del cortejo que pareces decidido a llevar a cabo —resopló ella.
—No puedo estar de acuerdo contigo. —Le rozó nuevamente la sien con los labios de forma totalmente inconsciente—. Y todavía no me has dado una razón de peso por la que no puedas casarte conmigo. ¿Has jurado pronunciar los votos sagrados?
—No.
—¿Te da pavor la idea de copular conmigo?
Ella escondió la cara contra su hombro y masculló algo.
—Me lo tomaré como un no. ¿Estás casada?
—No. —Pero como era lo que quería oír e insistía en oír, no se percató de la leve vacilación de su respuesta.
—Entonces, ¿por qué, Anna? —Le mordisqueó suavemente el lóbulo—. Han sido mis dientes, no mis labios, te lo aviso. No hemos llegado al final como amantes y ya debes saber que podríamos proporcionarnos mucho placer mutuo. ¿Por qué sigues jugando a este juego?
—No es un juego. Hay asuntos que debo mantener en secreto, asuntos de los que no hablaré contigo ni con nadie, que me impiden comprometerme contigo como debería comprometerse una esposa.
—Ah. —Westhaven escuchó atentamente y percibió la determinación en su voz—. No voy a meterme en tus asuntos, pero haré todo lo que esté en mi mano para convencerte de que confíes en mí. Cuando un hombre se casa, los bienes de una mujer pasan a ser suyos, pero también sus preocupaciones.
—Ya te he dado mi razón —insistió ella levantando la cabeza para mirarlo—. ¿Me vas a dejar en paz ahora? ¿Abandonarás esta idea tuya de cortejarme?
—Saber que guardas secretos me reafirma en mi idea de que deberíamos casarnos. Yo compartiré tus preocupaciones, lo sabes.
—Eres un buen hombre —concedió ella, acariciándole la mejilla, con una expresión entre solemne y triste—, pero no puedes ser mi marido y yo no puedo ser tu mujer.
—Me conformaré con ser tu pretendiente, como hemos acordado, pero ahora, Anna Seaton, trataré de ganarme también tu confianza. —Le besó la palma de la mano para dar énfasis a sus palabras—. Una última pregunta —dijo sin soltarla—. Si no tuvieras esas obligaciones que guardas en secreto, ¿considerarías seriamente que te cortejara?
Lo animó que no le respondiera con un «no» inmediato, que le ofreciera aquella migaja de confianza, lo animó que hubiesen compartido una experiencia íntima por primera vez, pero eso también le resultaba preocupante.
—Lo consideraría —admitió—. Pero eso no es lo mismo que aceptarlo.
—Lo entiendo. —Le sonrió—. Ni siquiera un duque puede dar por descontada a su duquesa.
Anna se quedó dormida en la seguridad que le daban aquellos brazos, con el cuerpo apoyado en el suyo, los labios contra su sien. Mientras la llevaba a su habitación, Westhaven pensó que para insistir tanto en que no habría una segunda vez, Anna se había mostrado bastante reticente a poner fin a la situación.
Era una buena señal, pensó, besándola en la frente mientras la arropaba. Lo único que tenía que hacer ahora era ganarse su confianza y compartir con ella aquellas preocupaciones que estaba decidida a soportar sola. Era una ama de llaves, por amor de Dios, no podían ser preocupaciones muy complicadas.
Anna se despertó a la mañana siguiente con una sensación de dulzura, de placeres robados que no llegaba a lamentar del todo y, lo más incongruente, de esperanza. Esperanza de que pudiera encontrar la manera de salvar la situación con Westhaven y que no acabaran como enemigos. El conde estaba haciendo exactamente lo que le dijo que haría: darle placer, un placer inimaginable, un placer que atesoraría en el recuerdo mucho después, cuando ya no tuviera nada que ver con él, y que se ocuparía de no ensuciar con una amarga despedida.
Y bajo ese sentimiento, bajo las alas de la razón y la obligación, había otra esperanza que no reconocía: la de que, tal vez, no tuviera que abandonarlo, ni a finales de verano ni nunca en un futuro cercano. No podía casarse con el conde, eso lo aceptaba, pero abandonarlo podría resultarle igual de imposible. Y ¿qué otra salida le quedaba?
Anna era una mujer práctica por naturaleza, de modo que se obligó a dejar todas esas cuestiones para otro momento. Se levantó de la cama, se vistió y se dispuso a ocuparse de sus tareas. Pero los recuerdos de la noche anterior llenaban su cabeza y se le olvidó ponerse la cofia.
También se le olvidó regañar a Morgan por llevar ramitas de heno pegadas a la falda y a punto estuvo de olvidar poner más cantidad de azúcar en el primer vaso de limonada del conde. No es que estuviera buscando encontrarse con él, pero anhelaba verlo.
Aquel hombre y sus ideas de cortejo eran la irritación personificada.
—Carta para usted, señora. —John le entregó un sobre delgado y ajado, procedente de una remota casa de postas en Yorkshire, y Anna sintió que toda la alegría del día se convertía en miedo.
—Gracias, John. —Asintió con una expresión de calma mientras se dirigía hacia el salón de su habitación. Rara vez cerraba la puerta, pues le parecía que aquella zona era uno de los pocos lugares donde los sirvientes podían reunirse con intimidad, sobre todo, porque el señor Stenson jamás pondría uno de sus mojigatos pies en su alfombra.
Sin embargo, esta vez cerró antes de sentarse a leer la carta. Después, se sentó en el sofá y se quedó mirando la chimenea vacía, tratando de armarse de valor.
En vista de que era inútil seguir posponiéndolo, rompió el sello con cuidado y leyó el breve contenido: «Ten cuidado, podrían haber descubierto tu paradero».
Sólo una frase de advertencia, gracias a Dios. Anna lo leyó varias veces y después rompió en mil pedazos el papel y el sobre, los envolvió en un trozo grande de papel y lo echó todo a la chimenea para quemarlo luego, por la noche.
«Ten cuidado, podrían haber descubierto tu paradero.»
Una advertencia, pero como era lógico, vaga. Era posible que hubieran descubierto su paradero o no. ¿A qué se refería exactamente con paradero? ¿Sur de Inglaterra? ¿Londres? ¿Mayfair? ¿La casa de Westhaven? Consideró las posibilidades y decidió suponer que la carta quería decir que las habían seguido hasta Londres, lo que significaba que era posible que también hubieran descubierto que había adoptado la profesión de ama de llaves y que Morgan estaba con ella.
Eso significaba que el desastre la amenazaba peligrosamente y ponía fin de golpe y porrazo a todas sus absurdas fantasías de seguir coqueteando con el conde durante el resto del verano. Cogió sus instrumentos de escritura y redactó tres cartas de solicitud de empleo para tres agencias de colocación que conocía de cuando Morgan y ella pasaron por Manchester. También podía probar en Bath, decidió, y tal vez asimismo en Bristol. Una ciudad portuaria tenía unas posibilidades de las que carecían las ciudades de interior.
Sin una orden expresa de su cerebro, Anna retomó los cálculos, racionales y desprovistos de sentimentalismo, de alguien que está acostumbrado a ocultar su rastro. Le dolería separarse de nana Fran y del conde, y llevarse a Morgan de aquel sitio que se había convertido en un hogar, pero se dijo que si la encontraban, sería mucho peor y para mucho más tiempo.
Echó un vistazo a su alrededor, repasando mentalmente las cosas que había llevado consigo y las pocas pertenencias que había adquirido en su estancia en Londres. No podía olvidársele nada que pudiera delatarla, pero tampoco podían llevarse demasiadas cosas cuando se marcharan.
Lo había hecho dos veces antes, hacer el equipaje y huir, porque una huida era lo que tenía que considerar que era aquello. Tendría que avisar a Morgan y sabía que a la chica no iba a gustarle nada aquel giro de los acontecimientos. Anna no podía culparla, porque allí, en la residencia del conde, no la trataban como una bestia muda. Los demás sirvientes se mostraban protectores con ella y Anna tenía la sospecha de que lord Valentine sentía lo mismo.
No era manera de vivir, pero Anna se había devanado los sesos y no había otra alternativa. Cuando se les terminaran los escondites en Inglaterra, tendrían que pensar en la posibilidad de viajar a América, aunque no le hiciera ninguna gracia tener que irse tan lejos.
—Disculpe, señora. —John estaba en la puerta, sonriéndole, lo que quería decir que no la buscaba porque el conde la estuviera llamando, menos mal—. La comida está servida, ¿o prefiere que le traiga una bandeja?
—Ahora voy, John. —Anna sonrió—. Un momento.
Terminó con la correspondencia y la guardó en su ridículo. No quería que el resto de la casa supiera que estaba enviando cartas a agencias de colocación, mucho menos en otras ciudades. No quería que supieran que estaba triste, que se iban a ir, con o sin la carta de recomendación de Westhaven.
Comió sin sentir nada, como si estuviera congelada por dentro, y sintiendo a la vez un extraño nerviosismo. En los pocos meses que llevaba en aquel trabajo, había llegado a adorar aquella casa, y se enorgullecía de lo bien cuidada y lo bonita que estaba. Quería al personal del servicio, a excepción de Stenson, pero incluso éste se dedicaba a sus tareas con esmero. Eran buenas personas, que llevaban una vida desprovista de duplicidad y engaños. Una vida en la que ella no estaba destinada a encajar durante mucho tiempo.
—¿Morgan? —murmuró cuando se levantaron—. ¿Podemos hablar un momento?
La joven asintió. Anna entrelazó un brazo con el de ella y la llevó al jardín de atrás, el único lugar donde podían hablar con intimidad. Cuando llegaron allí, se volvió y miró a Morgan a los ojos.
—He recibido una carta de la abuela —le anunció lentamente y con claridad—. Nos advierte de que podrían habernos seguido hasta Londres. Tenemos que irnos, Morgan, y pronto.
La chica la miró alegre al principio al pensar en su abuela, recelosa al comprender que podían ser malas noticias y, finalmente, agitada y confusa. Frunció el cejo y negó con la cabeza.
—Yo tampoco quiero irme —dijo Anna, sosteniéndole la mirada—. No lo haría si tuviéramos otra elección, de verdad, pero no la hay, y lo sabes.
Morgan la fulminó con la mirada y agitó el puño.
—Pelea —articuló en silencio—. Di la verdad.
—¿Que pelee con qué? —le espetó ella—. ¿Que le diga la verdad a quién? ¿En un tribunal? Los tribunales están dirigidos por hombres viejos, Morgan, y las leyes no nos protegen. Y si nos hubiésemos empeñado en seguir en Yorkshire, no habríamos llegado a los tribunales, y lo sabes.
—Aún no —articuló la joven, que mantenía su mirada incendiaria—. No tan pronto.
—Llevamos aquí meses —dijo Anna con un suspiro—, y claro que no podemos irnos de inmediato. Necesito una carta de recomendación de su señoría y tengo que encontrar un trabajo.
—Vete sin mí.
—No me voy a ir sin ti —replicó ella, negando con la cabeza—. Eso sería una estupidez.
—Separémonos —insistió Morgan—. Sólo necesitan a una de las dos.
Anna se quedó mirándola sin dar crédito. Morgan acompañó la articulación de la última frase de un leve susurro casi audible.
—No dejaré que caiga sobre ti —resolvió Anna, abrazándola, pero decidió no hacer aspavientos por sus palabras—. Y sí, tendremos que pelear.
—Díselo a lord Val —sugirió Morgan, de forma menos audible—. Díselo al conde.
—No podemos confiar en lord Val ni en el conde. Ellos también son hombres —Anna negó con la cabeza—, por si no te habías dado cuenta.
—Me he dado cuenta —repuso la joven con una leve sonrisa—. Unos hombres muy guapos.
—Morgan Elizabeth James —dijo Anna con una sonrisa—, qué vergüenza. Puede que sean guapos, pero no pueden cambiar las leyes y tampoco podemos pedirles que incumplan la ley.
—Odio esto —se lamentó la chica, apoyando la cabeza en el hombro de Anna. Levantó la cabeza lo suficiente para que su hermana leyera sus labios—. Echo de menos a la abuela.
—Yo también —dijo ella, abrazándola más fuerte—. Volveremos a verla, te lo prometo.
Morgan negó con la cabeza y se separó con expresión resignada. Habían empezado con aquella locura hacía más de dos años, «hasta que se nos ocurra algo». Dos años, tres puestos de trabajo y muchos kilómetros más tarde seguía sin ocurrírseles nada mejor. Los años en los que una joven de buena familia —aunque aparentemente no pudiera oír ni hablar— debería estar pensando en hombres guapos y bailes, Morgan los había pasado barriendo chimeneas, cargando con cubos de carbón y cambiando sábanas.
Anna la observó marchar con el corazón triste por la decepción de su hermana, pero también por la suya propia. Dos años era mucho tiempo sin ver la casa de uno, siempre mirando por encima del hombro, vigilando que no te hicieran daño. Se suponía que no iba a ser tanto tiempo, pero cuando pensaba en el tiempo que le quedaba de vida, Anna seguía viéndose huyendo, escondiéndose y abandonando cosas y personas que le importaban.