Capítulo 05

—La propiedad se llama Willow Bend1 —explicó el conde mientras salían de los establos a la luz grisácea del amanecer—. Deberíamos llegar en menos de dos horas, contando con las paradas de refresco para Pericles.

—¿La ha visto antes? —preguntó Anna, disfrutando de la brisa en el rostro, mientras el caballo salía a la calle y empezaba a trotar.

—Sólo dibujos, por eso es necesario que haga este viaje. Aunque te advierto que estoy tentado de comprarla sólo por lo cerca que está. No hay demasiados terrenos en venta en los alrededores de Londres, y la ciudad se va extendiendo poco a poco cada año.

Iban recorriendo kilómetros a medida que hablaban, desafiándose mutuamente de vez en cuando, compartiendo puntos de vista y observaciones la mayor parte del tiempo. Cuando estuvieron lo bastante lejos de la ciudad, él detuvo el carruaje para que el caballo descansara.

—¿Damos un paseo? Pericles no se moverá de ahí hasta el Día del Juicio Final, o hasta que no quede ni una brizna de hierba.

La ayudó a bajar y después le quitó las riendas al caballo para que pudiera pastar a gusto.

—Se toma la comida muy en serio —comentó Anna.

—Como todos los varones Windham.

—Entonces, me alegro de haber traído una cesta bien repleta.

El conde le ofreció el brazo y ella lo aceptó, dándose cuenta en ese momento de que, en todos los meses que llevaba trabajando en su casa, era la primera vez que paseaban así, el uno junto al otro.

—Hace una mañana preciosa —dijo Anna, recurriendo al tema del tiempo—. Después de tanto ruido y tanto viento, esperaba que anoche nos lloviera un poco.

—Cayeron unas gotas. Val duerme en la terraza y me ha dicho que las notó.

—¿Y adónde iba esta mañana?

—A ver a nuestra sobrinita Rose —respondió el conde, deteniéndose ante una cerca de madera—. De haber sido posible, habría pospuesto este viaje para ir con él, pero hay más posibles compradores interesados en Willow Bend.

—O eso le ha dicho el agente.

—Repetidas veces y con mucho énfasis. Si me hubiera coordinado mejor con Val, podría habernos acompañado gran parte del trayecto. Welbourne no queda lejos de Willow Bend.

—¿Le gustan los niños? —La parte superior de la cerca estaba bastante nivelada, de modo que Anna se sentó en ella. La sonrisa se borró del rostro del conde cuando se sentó a su lado.

—Los bebés me intimidan bastante, porque se le pueden caer a uno al suelo y romperse, pero sí, me gustan. No soy especialmente simpático, al contrario que Val, pero eso a los niños no les importa. Ellos buscan una mirada honesta, igual que un buen caballo.

—Pero ¿Rose no estaba precisamente fascinada con usted?

—Más bien su madre, con quien su excelencia habría querido que me casara. Pero ella no era para mí y, a la manera de los niños, Rose lo entiende tan bien como yo.

Guardaron silencio, sentados juntos, hasta que Anna sintió que él posaba la mano sobre la suya y la dejaba allí.

—Hoy voy a llamarte Anna, y tú vas a permitir que lo haga, por favor. Seremos amables y simpáticos el uno con el otro y olvidaremos que yo soy conde y tú mi ama de llaves. Disfrutaremos de una agradable mañana en el campo y no fruncirás el cejo ni me reñirás. ¿Te parece bien?

—Compartiremos una agradable mañana en el campo —convino ella, que no quería más que apoyar la cabeza en su hombro. Pero era un impulso desvergonzado y a él le daría una idea equivocada.

—Y sellaremos nuestro acuerdo con un beso —añadió el conde, bajándose de la cerca para quedar de pie delante de ella.

Le dio tiempo a escapar si quería, a bajar de la cerca y alejarse de él después de echarle uno de sus habituales sermones, pero se quedó donde estaba, quieta como un ratoncillo, mientras Westhaven le enmarcaba el rostro con las manos desnudas y acercaba los labios a los suyos. Apoyó un pie en la cerca y se inclinó mientras su boca cubría por completo la de ella.

El sentido común de Anna trataba de rebelarse, pero el conde no tenía prisa. Se dedicó a explorar sus labios carnosos con los suyos, a recorrer con la nariz la línea donde le comenzaba el cabello para pasar de nuevo por la boca en dirección al cuello.

El sentido común de Anna soltó un gemido de desesperación y finalmente guardó silencio, porque le estaba gustando; le gustaba que le recorriera el cuello con la nariz y después la besara debajo de la oreja, en el lugar donde el cuello y el hombro se juntaban. A él también debía de gustarle, porque se pasó varios minutos memorizando el sabor de su nuca y su garganta, los puntos donde tenía cosquillas y podía aliviarla con su lengua y sus labios.

Anna se meció contra él, rodeándole el cuello con una mano para sujetarse, deseando haber pensado —como el conde sí lo había hecho— en quitarse los guantes. Ella no sabía nada del comportamiento impúdico, lo único que sabía era que le gustaba. Le gustaba sentirse tan viva cuando él la tocaba, le gustaba la forma en que se le encogía el estómago cuando lo olía y paladeaba su sabor. Le gustaba sentir su cuerpo largo y musculoso tan cerca del suyo.

Anna sintió que una horquilla del pelo le caía por la mejilla y se echó hacia atrás.

—Oh, Dios —exclamó mirándolo, atónita al ver el fuego que brillaba en sus ojos verdes—. Dios, Dios, Dios.

El conde bajó la vista, le recorrió la curva del seno con un dedo y desprendió la horquilla, que se había enganchado en el vestido. Se la entregó sonriendo, como si la estuviera obsequiando con una flor.

—Puede que yo esté jadeante —le dijo, ofreciéndole el brazo—, pero creo que, a estas alturas, Pericles habrá descansado lo suficiente.

Ella aceptó el brazo y lo miró con cautela. Sentir su dedo deslizándose por su pecho le había bastado para que el corazón le martilleara contra las costillas. Dios bendito, aquel hombre sabía tocar a una mujer, y no parecía afectarle a la respiración, por mucho que él dijera lo contrario.

—Estás muy callada, Anna —comentó, cuando subieron al carruaje y salieron al camino.

—Estoy abrumada —respondió ella—. Creo que debo de ser una desvergonzada, milord... ¿Cómo quiere que lo llame?

Él espoleó a Pericles para que fuera al trote.

—Hoy puedes llamarme como quieras. ¿Por qué dices que eres una desvergonzada?

—Debería haberlo reconvenido, haberle pedido que se comportara debidamente, haberlo reñido por sus deslices —contestó, entusiasmándose con el tema—. Por nuestros deslices. Pero mi autocontrol me ha abandonado y lo único que quiero es...

—¿Lo único que quieres es...? —la instó a continuar, sin apartar los ojos del camino desierto.

—Es olvidarme del sentido común —terminó. El conde iba a su lado, muy serio, y Anna empezó a sentirse incómoda después de su confesión—. Compartir más deslices con usted.

—A mí me gustaría que lo hicieras, Anna —repuso él sencillamente—. Si te apetece tener un desliz conmigo, yo también disfrutaré.

—Eso no puede conducir a nada —dijo ella pesarosa—, excepto a que cometamos mayores imprudencias.

Él la miró, pero no mucho rato, porque tenía que prestar atención a la carretera.

—¿Por qué no nos dedicamos a disfrutar de las horas que decidamos pasar juntos? No haré nada que no quieras que haga, Anna, ni hoy ni nunca. Pero en lo que respecta a hoy, pienso disfrutar de tu compañía al máximo y no lo haré pensando en si eso conducirá a algo más o tan sólo será un recuerdo de las agradables horas que pasé en tu compañía.

Ella reflexionó en silencio sobre sus palabras. Si Victor, el hermano de Westhaven, pudiera haber tenido una mañana así, si pudiera haber respirado el aire puro sin toser, ¿se habría inquietado por unos cuantos besos que no conducían a nada o habría aprovechado las horas como el regalo que eran? Consciente de que podría morir en la siguiente batalla, ¿lord Bartholomew habría puesto reparos o habría metido una botella de vino en la cesta de la comida?

—Ahora es usted el que está muy callado —observó al cabo de un rato.

—Hace una hermosa mañana —señaló él con una sonrisa, incluyéndola a ella en aquella hermosura—. Estoy bien acompañado y ante nosotros se presenta una agradable tarea. Estar lejos de la ciudad, de Tolliver y la infernal correspondencia, y de los repugnantes dedos de Stenson es motivo suficiente para estar contento.

—Yo no podría soportar que me tocara alguien que no me gustase —comentó Anna con una mueca.

—Por eso hago todo lo posible por mantenerme lejos de sus manos y le grito como el duque cuando hace algo que me gusta —dijo Westhaven—. Va mejorando, pero dime, Anna, ¿acabas de admitir indirectamente que te gusto?

Ella inspiró bruscamente y vio en su expresión que, aunque estaba bromeando, al mismo tiempo la tanteaba.

—Pues claro que me gusta. Me gusta demasiado y no está bien por su parte obligarme a admitirlo.

—Pues voy a hacer aún otra cosa peor: dime exactamente por qué te gusto.

—¿Habla en serio?

—Sí. Si quieres, yo haré lo mismo después, aunque sólo tenemos unas pocas horas de tiempo y es posible que mi lista se alargue mucho más.

«Está coqueteando conmigo», pensó Anna, incrédula. A su manera seria y avasalladora, el conde de Westhaven acababa de coquetear con ella. Una liviana sensación se extendió por el centro de su cuerpo, una mezcla de calidez, diversión y placer culpable.

—Está bien —cedió, asintiendo enérgicamente—. Me gusta que sea tímido, y honrado en los asuntos importantes. Me gusta que sea amable con Morgan y con sus animales, y también con la anciana nana Fran. Tiene toda la paciencia del mundo con su excelencia y adora a su hermano. Pero también es terrible y puede ser decidido cuando las circunstancias lo requieren. Creo que también es romántico, una proeza en un hombre que pasa la mitad del día rodeado de documentos comerciales. Pero sobre todo me gusta porque es bueno. Cuida de quienes dependen de usted, está agradecido por lo que posee y no tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo.

El conde guardó silencio de nuevo.

—¿Quiere que siga? —preguntó Anna, sintiéndose de pronto incómoda.

—No creo que puedas hacerme más cumplidos —dijo él—. El hombre que describes es un dechado de virtudes. Me gustaría conocerlo.

—¿Lo ve? —Anna le dio un golpecito en el hombro—. No tiene una opinión demasiado buena de sí mismo. También puedo decirle lo que me irrita de usted, si así se siente mejor.

—¿Yo te irrito? —Enarcó las cejas—. Esto va a ser interesante. Primero me das las buenas noticias, para prepararme para otras verdades más desagradables, así que oigámoslas.

—Es orgulloso —comenzó Anna con tono pensativo—. Cree que su padre no es capaz de actuar correctamente y no es capaz de pedir ayuda a sus hermanos o a su madre para hacer cosas que los afectan de forma directa. Me pregunto si tiene algún amigo de verdad.

—Eso me ha dolido, Anna. Me ha dolido de verdad. Sigue.

—Ha olvidado lo que es jugar, divertirse, aunque tampoco lo culpo por no disfrutar de lo que le rodea. Aprecia las cosas, pero no se mima, no se da caprichos.

—Entiendo. ¿Y qué tipo de caprichos debería permitirme?

—No soy yo quien debe decidir eso —respondió ella—. El mazapán parece haber surtido efecto, creo, y los dulces en general. Se da el capricho de escuchar música ahora que lord Valentine está en su casa. Usted es el más adecuado para juzgar qué otras cosas le causan placer.

Él tomó un sendero umbrío, flanqueado por enormes robles a ambos lados, en cuya base crecían vigorosos rododendros.

—Eras tú —dijo—. Antes de que llegara Val. Creía que era un vecino quien tocaba el piano por las noches, pero eras tú. ¿Tocabas para mí?

Anna desvió la vista hacia los árboles y asintió.

—Me pareció que alguien tenía que hacerlo. Nana Fran me dijo que cantaba usted maravillosamente y que toca bastante bien, pero que dejó de hacer ambas cosas cuando Bart murió.

—La vida no cambió a mejor para ninguno cuando Bart murió.

Se detuvieron ante una preciosa mansión de estilo Tudor, con techado nuevo y resplandecientes ventanas divididas con parteluces. Pericles soltó un resoplido que se parecía mucho a un suspiro, pero el conde no bajó del carruaje.

—Antes de que Bart se fuera —explicó, jugueteando con las riendas—, me dijo que no iría a la guerra si yo se lo prohibía. Ésa fue la palabra que empleó... «prohibir». Me pidió permiso y, conociendo su temperamento y su tendencia a dramatizar, me surgieron dudas respecto a su alistamiento, pero no lo detuve. Veía que discutir día a día con nuestro padre los estaba matando a los dos. Bart estaba cada vez más salvaje, más furioso, y el duque estaba tan perplejo con su adorado heredero que dolía verlo.

—Si tuviera que hacerlo de nuevo, ¿le daría permiso?

—Sí —contestó él, asintiendo con la cabeza al cabo de un momento—. Pero primero le diría a mi hermano que lo quería y puede que así no hubiera tenido que irse.

—Él lo sabía —apuntó Anna—. Igual que usted sabe que él lo quería a usted. Sólo trataba de apañárselas lo mejor posible en una situación en la que cualquier elección conllevaba un importante coste.

Se produjo un silencio entre los dos, durante el cual Anna se maravilló de lo dado que era aquel hombre a la introspección y lo bien que lo ocultaba.

—Dejemos este tema tan difícil a un lado —sugirió él—, y vayamos a echar un vistazo a la propiedad, ¿de acuerdo?

Como estaba deshabitada, llevaron a Pericles a un amplio compartimento destinado a los carruajes y a los establos, y lo dejaron bien provisto de heno y agua.

Después, se dirigieron hacia la terraza trasera, donde el conde dejó la cesta de la comida, que había sacado del carruaje, y se inclinó para levantar un ladrillo del escalón. Debajo estaba la llave que abría la puerta de atrás. Con un gesto, le indicó a Anna que pasara delante.

—Me gusta lo que veo —confesó ella, dejando el chal doblado en la encimera de la cocina. Al volverse para dejar asimismo los guantes, se encontró con el conde justo detrás.

—A mí también —dijo él, mirándola directamente a los ojos con expresión firme, inquisitiva incluso.

Al mirar aquellos ojos, Anna tuvo que admitir que se había estado engañando. Era una buena chica, pero una parte de sí había ido hasta allí para comportarse impúdicamente con él, puede que sólo un poco, para lo que el conde estaba acostumbrado, pero para ella iba a ser más de lo que jamás habría imaginado.

Sin embargo, él no hizo ademán de tocarla. Anna frunció el cejo hasta que se dio cuenta de su intención: estaba esperando a que fuera ella quien lo tocara, a que hiciera lo que quisiera con él.

El conde se limitaba a permanecer de pie, con los brazos caídos a los costados, observándola, hasta que ella cubrió la distancia que los separaba, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la frente en su clavícula.

—¿Esto es todo lo que quieres hacer, Anna? —le preguntó, rodeándola con los brazos e instándola a que se dejara caer sobre él—. ¿Un simple abrazo? Si es así, lo entenderé.

—No es un simple abrazo —repuso ella, feliz al sentir aquellos músculos flexibles y aquellos huesos grandes pegados a su cuerpo—. Lo abrazo a usted, percibo su olor, la cadencia de su respiración y la calidez de sus manos. Para mí, nada de eso es simple.

Permaneció allí, sintiendo cómo la acariciaba, memorizando los planos y los ángulos de su espalda, sintiendo cómo reflexionaba sobre sus palabras según calaban en él.

—Veamos primero la casa —sugirió el conde—. Después podemos ir a ver los edificios anejos y las tierras antes de que haga demasiado calor.

Ella asintió, no sin recelo.

—Anna —continuó cuando se separó de ella—, jamás te haría daño. Y te he traído aquí para que me ayudes a valorar la propiedad, no para convertirte en mi amante.

—¿Su amante?

—No me he expresado bien —se apresuró a decir él, cogiéndola de la mano—. Olvida que lo he dicho.

Anna dejó que la sacara de la cocina y juntos recorrieron las diversas despensas, bodegas, lavaderos y cuartos de los criados, situados en la planta baja. No hablaron hasta que llegaron a la biblioteca.

—Esta habitación era el orgullo del anterior propietario —reveló el conde—, y he de admitir que, para ser la biblioteca de una casa de campo, es una estancia magnífica.

Los techos tenían tres metros y medio de alto por lo menos y había ventanas de suelo a techo en dos de las paredes. Dos inmensas chimeneas de piedra adornaban las otras dos paredes, ambas con el hogar elevado y repisas de castaño delicadamente talladas.

—Una madera muy bonita —señaló él, acariciando una de las repisas—. Más cálida a la vista que el roble, y mucho más ligera, pero casi igual de resistente.

Anna observó su mano acariciar las vetas de la madera tallada y sintió un escalofrío.

—Yo nunca sería la amante de un hombre, ¿sabe?

Se sentó en el hogar y lo miró. En algún momento del recorrido por las distintas habitaciones, el conde se había quitado la levita y el chaleco y se había remangado la camisa. Había prescindido también del pañuelo del cuello, porque hacía calor, pero la informalidad de su atuendo le quedaba bien, se lo veía guapo de una forma diferente.

—¿Por qué no? —preguntó él, que no pareció sorprendido ni ofendido. Se sentó a su lado en la fría piedra del hogar y la miró de reojo.

—No es por mi apreciada virtud, si es lo que está pensando —dijo ella, abrazándose las rodillas.

—Se me había pasado por la cabeza que valorabas tu reputación.

—Y así es —convino Anna, apoyando la mejilla en las rodillas y mirándolo con el cejo fruncido—. Pero sólo hasta cierto punto. Lo que no me atrae de ser la amante de un hombre es el dinero.

—¿Desprecias el dinero? —inquirió él y, aunque lo dijo con tono despreocupado, Anna detectó cierto desafío.

—Le aseguro que no, pero ¿cómo puede aceptar un hombre intimar con una mujer a la que paga para que finja interés? Se me antoja una farsa insoportable y degradante, tanto para uno como para el otro.

—¿Degradante en qué sentido? —preguntó divertido, o entretenido al menos.

—Si una mujer permite libertades sólo porque se le paga para que lo haga, es el dinero lo que valora, no los besos, o las caricias, o qué sé yo —contestó ella.

El conde intentó no sonreír.

—La mayoría de los hombres sólo buscan ese «qué sé yo» precisamente, Anna. Les importa poco el dinero que gastan o lo que tengan que soportar para conseguirlo.

—Entonces, la mayoría de los hombres son fácilmente manipulables y dignos de lástima. Empiezo a sospechar que el sagrado vinculo del matrimonio se creó para proteger a los hombres, en vez de al bello sexo.

—Así pues, ¿tienes tan poco interés en casarte como en ser la amante de nadie?

—Depende de quién fuera mi esposo —contestó Anna, levantándose para ir a mirar por la ventana—. Esta habitación es muy bonita, luminosa y acogedora. Me veo perfectamente acurrucada bajo una de esas ventanas, leyendo a sir Walter Scott o a John Donne.

—Vamos a ver el resto de la casa —sugirió él, entrelazando los dedos con los suyos. Anna se fijó en que, al menos cuando estaba lejos de su casa de la ciudad, al conde le gustaba el contacto físico. Se comportaba como cuando estaba con su hermano: le ponía la mano en el brazo, le enderezaba el cuello de la camisa, le daba palmaditas en la espalda, lo trataba con inmenso afecto en todo momento. Lo mismo con nana Fran; la besaba en la mejilla y la abrazaba, y dejaba que ella lo tratara con idéntica familiaridad.

A ella, Anna, le cogía la mano, le ofrecía el brazo, le ponía la mano en la espalda, le retiraba el pelo de la cara y le hacía infinidad de caricias despreocupadas.

Despreocupadas para él, pensó, consciente de que estaba siendo más boba de lo normal en una mujer de veinticinco años. Aquellos pequeños gestos le resultaban dulces y atractivos, es decir, la tenían fascinada y hacían que deseara estar demasiado cerca de él.

Una vez fuera, él la ayudó a pasar las cercas, cogió una margarita silvestre y se la colocó detrás de la oreja, le robó un pequeño beso debajo de la espaldera cubierta de rosas y la estrechó contra sí mientras exploraban los jardines.

—¿Se comportaba así con Elise? —le preguntó, cuando se sentaron en un banco de madera a la sombra, cerca de la rosaleda.

—Por el amor de Dios, Anna —exclamó él, mirándola con consternación—. Un hombre no habla de su amante con mujeres decentes.

—No me refiero a cómo se comportaba Elise. Me refiero a usted.

—Cuando veía a Elise en alguna reunión social —respondió con los ojos fijos en la casa, más allá del jardín—, nos comportábamos de forma cordial. De vez en cuando bailaba con ella, pero a Elise no le entusiasmaba, porque soy demasiado alto.

—¿Que es demasiado...? —Anna frunció el cejo—. No es demasiado alto.

—Tal vez puedas demostrarme que tienes razón, bailando conmigo alguna vez.

Ella lo miró ladeando la cabeza y llegó a la conclusión de que bromeaba.

—Entonces, cuando coincidían en una reunión, se comportaban como meros conocidos. ¿Y cuando le apetecía pasar un rato con ella por la mañana, por ejemplo?

—Si no nos encontrábamos por casualidad en alguna reunión social, la veía por las tardes, con cita previa —contestó, apoyando el brazo en el respaldo del banco con un suspiro.

—¿Sólo con cita previa? —La sorpresa de Anna lo dejó aparentemente perplejo.

—Tú sabes que en mi rutina semanal estaban las visitas que le hacía —respondió él con suavidad—. Concertar las citas le permitía planear el resto de sus actividades, digámoslo así.

—¿El resto de sus actividades? ¿Y era eso lo único que usted quería de ella? ¿Una hora de su tiempo dos veces a la semana, concertadas con antelación para crearle el menor inconveniente posible?

—Más o menos —admitió Westhaven, desconcertado ante su indignación.

—¿Y eso es lo que significa la pasión para usted? Supongo que así le daba libertad para buscar algún otro par de anchos hombros que le gustaran cuando usted no la «importunaba».

—Visto en retrospectiva, he de admitir que había ciertos indicadores de que la situación distaba mucho de ser la ideal, pero no vamos a seguir discutiendo el tema, Anna Seaton. Y para tu información, no es eso lo que significa la pasión para mí. —Le tomó la mano entre las suyas y guardó silencio. Asunto zanjado.

—Merece más que ser tolerado unas cuantas horas a la semana a cambio de dinero. Cualquier buen hombre lo merece.

—Agradezco que lo pienses —admitió él con tono divertido—. ¿Vamos a ver qué encontramos en esa cesta de comida que has traído? Pesaba una tonelada, cosa que está muy bien, porque empiezo a notar el hambre.

Cambio de tema.

—Vamos a necesitar la manta del coche, creo —dijo ella, deseosa de dejar el asunto de su antigua amante—. No he visto mesa ni sillas dentro de la casa.

—Me parece que el mobiliario se subastó la pasada primavera —comentó el conde, ayudándola a levantarse—. ¿Qué opinas de la casa hasta el momento?

—Es bonita, apacible y no está demasiado lejos de la ciudad. Lo que he visto hasta ahora me ha encantado, pero ¿quiénes serán sus vecinos?

—¿Lo ves? Eso es algo que no me habría parado a pensar, y para una viuda sería algo importante. Haré averiguaciones, aunque sé que mi sobrina vive a menos de cinco kilómetros de aquí por la carretera que hemos cogido.

—Ese detalle le gustaría a su tía, sin duda —dijo Anna mientras entraban en la cocina.

—A Rose tampoco le importaría. Se lleva bien con todo el mundo, incluso con su excelencia.

—Usted lo ve sólo como padre. Tal vez sea distinto como abuelo.

Cogieron las dos mantas que había en el coche y atravesaron el césped en dirección al lugar que había inspirado el nombre de la propiedad, un claro cubierto de hierba, desde el que se veía el recodo de un manso riachuelo, con magníficos sauces en ambas orillas; sus largas ramas colgantes acariciaban la superficie mansa del agua, convirtiendo el paraje en un mágico rincón íntimo.

—Perfecto para chapotear —observó Anna—. ¿Le escandalizaría?

—No, si no te importa que me desnude para bañarme... —respondió él sin alterarse.

—Qué hombre tan pícaro. Apuesto a que sus hermanos y usted lo hacían a menudo en Moreland cuando eran pequeños.

—Sí. —Desplegó una de las mantas y la extendió en el suelo, a la sombra—. Moreland ha crecido mucho generación tras generación, hasta convertirse en la inmensa propiedad que es hoy en día, con las decenas de miles de hectáreas que componen los terrenos colindantes y que contienen varios lagos, arroyos y hasta una cascada. Aprendí a cazar, a pescar, a nadar y a montar a caballo jugando allí con mis hermanos.

—Suena idílico.

—¿Y dónde creciste tú? —preguntó él, sentándose en la manta—. No pensarás quedarte de pie, ¿verdad?

Anna se sentó en la manta, a su lado, y se dio cuenta de lo extraña que estaba siendo su noción del tiempo ese día. Unos cuantos besos, un recorrido por la propiedad y de vuelta en la casa de la ciudad, había pensado. No se le había pasado por la cabeza que hablarían y hablarían y hablarían, ni que disfrutaría con ello tanto como con los besos.

—Páseme la cesta —le pidió—. Preparé los platos. Hay limonada y vino.

—¡Que Dios nos asista! ¿Vino en un día laborable cuando ni siquiera es mediodía, señora Seaton?

—Me encanta el vino blanco bien frío —admitió ella—. Y también el tinto fuerte.

—Espero que hayas metido algo de lo que te gusta en la cesta. Hemos hecho un largo camino para conformarnos con unas tortas de avena quemadas.

—Nada de tortas de avena quemadas —replicó ella, rebuscando con cuidado en la cesta, de la que sacó fresas, queso en rebanadas de pan untadas con mantequilla, pollo frío y unos trocitos de mazapán.

—¿Y qué tenemos aquí? —El conde miró dentro y sacó una botella alta—. ¿Champán?

—¿Qué? Yo no lo he metido —dijo Anna, levantando la vista.

—Detecto la sutil mano de nana Fran. Una copa, por favor.

Ella se le entregó mientras él descorchaba la botella. Anna bebió con desvergonzado deleite el líquido espumoso que rebosó de la copa y luego se la tendió a él, que bebió de la misma sin cogerla con la mano y le sonrió.

—Servirá —declaró—. Perfecto para un cálido día de verano.

—Sírvame una copa entonces.

—Como desees —convino él, sirviéndole una y otra para él.

Para sorpresa de Anna, se quitó las botas y los calcetines antes de beber o empezar a comer.

—Sé de buena tinta que el calor extremo es peligroso y que no se deberían llevar prendas innecesarias, o eso es lo que me dicen los lacayos cuando no llevan el uniforme completo. —Acto seguido, bebió un sorbo de su copa para ocultar la sonrisa.

—No he sido yo la que les ha dicho tal cosa, aunque probablemente sea un buen consejo.

—Entonces, ¿llevas enaguas y pololos? —le preguntó, moviendo arriba y abajo las cejas con diversión.

—Será mejor que deje de beber champán si con sólo dos sorbos pierde toda su decencia.

—No llevas —concluyó, preparándose un sándwich—. Mujer sensata, porque parece que hoy va a hacer más calor que ayer.

—Está empezando a apretar, pero también se ven algunas nubes.

—Falsas esperanzas —repuso, mirando al cielo—. No recuerdo un verano tan temprano y tan cálido como éste. Parece que casi no hayamos tenido primavera.

—En el norte hace mejor tiempo. Los inviernos son atroces, pero siempre hay primavera, el verano es tolerable y el otoño, maravilloso.

—De modo que te criaste en el norte.

—Así es. Y ahora mismo lo echo mucho de menos.

—Yo también echo de menos Escocia en estos momentos, o Estocolmo. Pero esta comida es fabulosa y la compañía aún mejor. ¿Más champán?

—No debería —dijo ella; sin embargo, los ojos se le fueron a la botella fría y las gotas de condensación que resbalaban por el cristal—. Pero está tan rico...

El conde rellenó las copas de los dos.

—Éste es un día para disfrutar, no para pensar en lo que deberíamos o no deberíamos hacer, aunque esté pensando que debería comprar la casa.

—Es preciosa. Lo único que me hace dudar es el camino de entrada flanqueado de robles. El suelo se cubrirá de hojas en otoño.

—Y los jardineros las barrerán —argumentó él, encogiéndose de hombros—. Luego, los niños podrán saltar en las pilas de hojas y desperdigarlas de nuevo por el suelo.

—Un buen plan. ¿Se va a comer esas fresas?

Él se detuvo un momento, miró el plato y cogió una fresa roja y jugosa.

—Las compartiré contigo —dijo, tendiéndole la fruta, pero la apartó cuando Anna tendió la mano.

Consciente de lo que pretendía, ella se echó hacia atrás y se quedó quieta mientras él se la acercaba a la boca. Entonces la mordió y al tiempo que la dulzura de la fresa estallaba dentro de su boca, se encontró con la copa de champán en los labios.

—De verdad que no he sido yo quien ha metido el champán —insistió, tras dar un sorbo.

—He sido yo —confesó él—. Nana Fran me ha jurado que no revelará que me ha ayudado.

—Lo adora —dijo Anna con una sonrisa—. Se acuerda de más travesuras de «sus chicos» de las que imagina.

—Lo sé —contestó Westhaven, tumbándose sobre los codos—. Cuando Bart murió y empezaba a contar historias sobre él, tenía que salir de la habitación. Me sentía furioso con ella. Ahora aprovecho cualquier oportunidad para escucharla.

—El dolor de la pérdida cambia. Yo me acuerdo de que, cuando mi madre murió, me pasé horas en su armario, porque olía a ella.

—Perdiste a tus padres cuando eras bastante joven, has dicho. Y que os crió tu abuelo.

—Sí, el padre de mi padre. Nos dio el cariño de un padre, puede que más, porque había perdido a su único hijo.

—Lo siento, Anna. Yo no he dejado de hablar de los dos hermanos que perdí, pero era adulto cuando ocurrió. No había pensado que tú perdiste a tus padres. —No sacó el tema del difunto señor Seaton y ella le estuvo muy agradecida.

—Fue hace mucho tiempo —puntualizó—. Mis padres no sufrieron. El carruaje en el que viajaban se despeñó por una cuneta embarrada y se partieron el cuello. El pobre caballo, sin embargo, tuvo que esperar varias agónicas horas a que le disparasen.

—Santo Dios —exclamó él con un escalofrío—. ¿Ibas tú también en el coche?

—No, pero muchas veces he deseado haber estado allí.

—Anna... —comenzó a decirle con tono de preocupación y, de repente, a ella le pareció muy interesante el fondo de su copa vacía.

—Me he puesto tonta por culpa del alcohol.

—Calla —la riñó él, gateando hasta su lado. La estrechó entre sus brazos y la obligó a tumbarse junto a él, con la cabeza apoyada en su hombro. Ella se acurrucó y sintió frío donde su cuerpo no estaba en contacto con el suyo.

—A Val le dio por llorar el otro día —continuó él con un suspiro—. A veces se me olvida lo sensible que es, porque se oculta tras esa enorme bestia negra suya y trata de no molestar a los demás. Cuando Bart murió, se pasó días al piano, y sólo la insistencia de nuestra madre consiguió evitar que el duque descargara su ira sobre él.

—Su familia no lo ha pasado bien. Cualquiera pensaría que la posición social y la riqueza aseguran la felicidad, pero a juzgar por lo ocurrido con los Windham, es obvio que no es así.

—Pero al menos no estamos en la miseria —señaló el conde, trazando círculos en la espalda de ella—. Yo personalmente no tengo ningunas ganas de ser pobre.

—Hay pobres y pobres. En algunos aspectos, yo tengo más libertad que usted, y la libertad es una forma de riqueza.

—Lo es, pero no veo que tú disfrutes de ella en abundancia —observó él.

—Oh, sí que lo hago —repuso Anna, sentándose y apoyando la barbilla en las rodillas levantadas—. Puedo dejar de trabajar en su casa mañana mismo e irme a Bath a dirigir la casa de alguna de las brujas que viven allí. Puedo responder al anuncio de algún americano con plantaciones de tabaco que busca esposa o irme a vivir con los indios nativos de América. Puedo meterme monja en un convento escocés o viajar a la recóndita África como misionera.

—Y yo, pobre de mí, no tengo ninguna de esas opciones —se lamentó el conde con una sonrisa.

—No las tiene —convino ella, sonriéndole de oreja a oreja—. Usted tiene que cargar con Tolliver, con Stenson y con su excelencia, y apenas recuerda ya lo placentero que es que su ama de llaves le endulce la limonada.

Westhaven entrelazó las manos detrás de la cabeza.

—Hay un placer que podrías permitirme, Anna.

Seguía llamándola por su nombre de pila, pensó ella, utilizándolo como una caricia, el recordatorio de que conocía su sabor.

—Hay muchos placeres que podría permitirle —arguyó con cautela—, pero pocos los que le permitiré.

—Entonces, ¿tendré que ganarme tus favores? —le preguntó, sonriendo—. Si es así, permíteme éste: entre el calor y los paseos, la integridad de tu peinado corre peligro. Deja que te peine.

—¿Que le deje que...? —Anna parpadeó varias veces y lo miró desconcertada.

—Solía peinar a mi madre cuando era pequeño y después a mis hermanas. Lo he hecho una o dos veces con Rose, pero a ella le gusta un peinado que sólo su padrastro y su madre parecen saber hacer.

—Quiere peinarme —dijo Anna, como para sus adentros—. Un favor inusual.

—No tanto. No requiere desnudarse, ni caricias, ni miradas lascivas.

—Está bien —admitió, más perpleja que alarmada; claro que estaba con un hombre que ponía hora y lugar a sus momentos de pasión. Buscó su ridículo en la cesta y sacó de él un cepillito con mango de hueso.

—Muy bonito —observó él, acariciando las púas con el pulgar—. Y ahora, siéntate —le ordenó, incorporándose en la manta y dando unas palmaditas a su lado. Anna hizo lo que le pedía y de repente notó que cambiaba de postura de manera que quedó sentada entre sus rodillas dobladas.

—¿Le parece decente? —murmuró ella.

—Bebe otra copa de champán —sugirió él—. Te parecerá insoportablemente decente.

Guardaron silencio y Anna sintió que le iba quitando poco a poco las horquillas y las iba amontonando a un lado. Una vez suelto el moño bajo que llevaba, dejó que la trenza le cayera por la espalda.

—Me gusta esta parte —dijo—. Cuando sueltas la trenza, y una resplandeciente cuerda se convierte en una madeja enmarañada de rizos sedosos. ¿Cómo haces para tenerlo tan fragante?

Anna notó que se inclinaba para olerle el pelo y se le aceleró el corazón.

—Preparo un jabón con aroma de rosas.

Le costó un triunfo formular esa única frase de forma coherente. Los dedos de él penetraban entre los mechones sueltos de su cabello y ascendían para masajearle el cuero cabelludo y la nuca. El contacto era perfecto: deliberado, experto y competente, sin emplear demasiada fuerza. Acarició el cabello que le caía por la espalda, provocándole un estremecimiento de placer en la espina dorsal, y entonces sintió que cogía toda la melena en las manos y se la echaba a un lado.

—Es precioso —le susurró al oído—. Te prohibiré que vuelvas a ponerte esas horrendas cofias que llevas en la casa.

Le acarició la nuca con el pulgar, después sintió algo más blando y su aliento en la piel.

«Dios santo, sí», pensó Anna, dejando caer la cabeza hacia adelante. Él se le acercó más, para poder besarle mejor el cuello, y ella ladeó la cabeza para permitirle mejor acceso.

—Oh, Anna —murmuró, depositándole un beso en la mejilla y descendiendo a continuación por su garganta. Tenía la boca abierta contra su piel, como si la hubiera consumido o le hubiera hincado los dientes en la carne. Entonces se detuvo y la estrechó contra su pecho, dejando caer una rodilla para poder echarse las piernas de ella sobre el muslo.

Anna parpadeó varias veces seguidas, con la espalda apoyada en la rodilla que él tenía levantada.

—Nada de eso —la riñó—. Estoy viendo que vas a ponerte a pensar, Anna Seaton, y no es momento de pensar.

Sin darle tiempo a parpadear de nuevo, bajó la boca y devoró ansiosamente la suya. Su lengua buscaba, exigía, prometía. Oh, Dios, las cosas que prometía el conde con sólo un beso.

Le bajó la mano por el brazo y la cerró en torno a la de ella, que reposaba sobre su regazo, mientras la estrechaba aún más contra sí. Envuelta en su aroma, Anna sintió calor, no el del verano abrasador, sino otra clase de calor, uno limpio, intenso y desconocido que le recorría las venas. Y con él llegó el deseo, deseo por aquel hombre y su cercanía. Se pegó a él y le devolvió el beso, imitando los movimientos de su lengua, embistiendo para salir a continuación.

De repente, los labios del conde desaparecieron y notó que apoyaba la frente en la suya, respirando agitadamente contra su mejilla.

—Dios mío, Anna —exclamó, tomando aire profundamente y soltándolo despacio—. Dios bendito y todopoderoso.

—¿Qué? —preguntó ella, sintiéndose insegura de repente, preguntándose si habría hecho algo mal.

—Túmbate —ordenó él, posándola de espaldas en la manta y tendiéndose a su lado. Entrelazó los dedos con los suyos y se los apretó—. Tengo que recuperar el aliento.

Pero no lo hizo, sino que se quedó allí, mirándola con el cejo fruncido, como tratando de desentrañar un frustrante misterio.

—Anna —dijo, con el cejo aún más fruncido—, quiero hacer el amor contigo.

—¿No era eso lo que estábamos haciendo?

—Seré más claro: quiero fornicar contigo. Urgentemente.

—Urgentemente —repitió ella, aún perpleja.

—Aquí. —Le cogió la mano y, tumbándose de espaldas, la posó sobre su visible erección—. Te deseo.

Anna no se apartó, como debería haber hecho, sino que ahuecó la palma contra su miembro.

—Esto tiene que ser muy incómodo —comentó, consciente de lo que tenía entre los dedos. Debería sentir asco, pero en cambio, se sentía fascinada.

—Como sigas así, aumentará la urgencia —le advirtió él.

Ella siguió con el movimiento, pero se puso de lado para mirarlo a la cara.

—¿Y después qué? —preguntó, deseando con todas sus fuerzas desabrocharle los pantalones, consciente de que no sería capaz.

—No soy un violador —contestó Westhaven, cerrando los ojos—. Pero querré derramar mi simiente. De una forma avasalladora.

Anna se pasó un buen rato pensando y acariciándolo perezosamente. Él comenzó a ondular las caderas de forma casi imperceptible mientras ella investigaba, tratando de buscar razones para levantarse y zambullirse en el arroyo.

—¿Qué significa eso? —inquirió Anna, utilizando las uñas para hacerse sentir mejor a través del tejido.

—Oh, por el amor de Dios —exclamó él cerrando los ojos y apartándole las manos. Ella pensó que iba a meterse en el agua o, al menos, que se levantaría y se iría de allí furioso, pero, en vez de eso, se desabrochó los pantalones, se los bajó hasta las caderas y se levantó la camisa hasta las costillas.

—Cariño, por favor —le rogó, cogiéndole la mano y colocándosela alrededor de la erección—. Ayúdame a culminar y terminemos con esto.

Para su asombro, él la acompañó en el movimiento colocando la mano sobre la suya, mientras ella observaba, inspeccionando desvergonzadamente algo que no había visto a la luz del día y tan de cerca en toda su vida. La piel que lo cubría era suave, lisa y sonrosada, sobre todo alrededor de la cabeza del pene, que le pareció sorprendentemente grueso, duro y caliente al tacto.

—Así —la animó él con voz ronca—. Dios mío, sí, justo así.

El conde movía las caderas en dirección opuesta a la caricia y cerró los dedos con más fuerza sobre los suyos. Mientras él arqueaba la espalda y apretaba la mandíbula y los músculos del cuello, ella pensó distraídamente que aquello tenía que dolerle.

—Dios mío, Anna, no pares —le pidió, justo cuando ella iba a decir algo—. Qué gusto... Dios, qué gusto —dijo, al tiempo que su aliento se convertía en un largo gemido y un líquido viscoso de color blanquecino brotaba rítmicamente de su miembro y se derramaba sobre el estómago del conde y sus propios dedos.

Él detuvo la mano, pero sus dedos siguieron entrelazados.

—Oh, Dios mío —exclamó con un suspiro, abriendo los ojos—. No tenía intención de que ocurriera nada de esto, Anna. ¿Tenemos una servilleta a mano?

Ella le entregó una sin decir nada, absorta en su miembro, que iba relajándose poco a poco.

—¿Puedo soltarlo ya?

—Puedes —respondió, frunciendo el cejo. Acto seguido se limpió y tiró la servilleta.

—¿Duele? —le preguntó Anna, asintiendo con la cabeza y Westhaven la miró con detenimiento.

—No habías hecho esto antes.

—No sabía que uno podía hacerlo —contestó ella, sin apartar la vista de su pene—. O dos. Parecía que estuviera incómodo.

—La excitación posee un elemento de incomodidad hasta que se satisface, pero entonces es de lo más placentero. —No se movió para cubrirse y Anna no dejó de mirar.

—No todo el mundo llegaría a esa conclusión viéndolo a usted —comentó—. Pero ahora no está... excitado.

—No —admitió, sonriendo con dulzura, complacido—. Pero si sigues mirándome de esa manera, pronto lo estaré otra vez.

—¿Puedo tocarlo?

—Con cuidado. Satisface tu curiosidad como desees.

Anna no quería hacer más preguntas, pues sentía que ya le había revelado suficiente ignorancia a un hombre que estaba de vuelta de algo tan extraño para ella que no lo alcanzaba a comprender.

De modo que dejó que sus dedos hicieran las preguntas. Le recorrió el pene de arriba abajo, lo movió a un lado y otro, manipuló el prepucio y exploró los testículos con el cejo fruncido y un gesto de perplejidad en el rostro, mientras el conde aguardaba con los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo una siesta.

—Está... agitándose de nuevo —observó, señalando con una mano sus genitales.

Él abrió los ojos y sonrió.

—Eres un tesoro. Deja que te abrace.

Al ver que vacilaba, la arrastró hasta tumbarla a su lado, la rodeó con el brazo y le colocó la cabeza sobre su hombro. Entonces levantó las caderas para subirse los pantalones, pero se dejó la bragueta abierta, cubriéndose sólo a medias.

—Si lo tocara de nuevo, ¿ocurriría lo mismo de antes?

—¿Contigo? Por lo menos podría hacer esto tres veces. Pero los hombres necesitamos un tiempo para recuperarnos. ¿Anna...?

—¿Hum? —Su mano reposaba sobre su miembro pero sólo eso, no la movió ni prosiguió con su exploración.

—Gracias —le dijo, cerrando los ojos—. Hay mucho más que decir al respecto, y pronto lo haré, pero de momento, gracias.

Anna no sabía qué decir, porque también ella le estaba agradecida. Habían compartido algo impúdico, íntimo y peligroso, pero era como había dicho. Tenía la ropa puesta y su virtud no se había visto comprometida. Le había proporcionado conocimiento, de su cuerpo y de sí mismo, pero no había exigido que ella le diera lo mismo.

Tal vez lo hiciera, pensó Anna. Tal vez se refería a eso con lo de que había mucho más que decir al respecto. Esperaba que no fuera el caso, porque por mucho que quisiera, no podía permitirse el lujo de concederle tales libertades, no si en algo valoraba su libertad.