Epílogo

Anna Windham, condesa de Westhaven, disfrutaba sin prisa de lo que más placer le proporcionaba: la paz y la tranquilidad de la noche, y la expectativa de gozar de la compañía de su esposo en exclusiva en su enorme cama conyugal.

—Puedo esperar, Anna. —La voz de él tembló un poco ante la falsedad. Los preciosos ojos verdes le brillaban de nerviosismo y deseo—. Han pasado sólo unos meses. Tienes que estar segura —le dijo, de pie junto a la cama, mirándola.

—Ha pasado una eternidad —contestó Anna—. Y por una vez, parece que tu heredero quiere dormir. Ven aquí.

Abrió los brazos y, en menos que canta un gallo, Westhaven se quitó la bata y se tumbó sobre ella.

—Te he echado mucho de menos, esposo mío.

—Estoy aquí. Siempre lo estaré, pero no hace falta que nos apresuremos. Has tenido un bebé, me has dado un heredero y debes prome...

Ella lo besó en silencio y él le devolvió el beso, pero estaba hecho de ducal flema.

—Anna, te prometo que tendré cuidado. Nos lo tomaremos con calma, pero necesito que me digas...

Le rodeó la cintura con las piernas y comenzó a frotar su sexo húmedo contra la maravillosa erección de él.

«Tomárselo con calma. Menuda tontería.»

—No me va a pasar nada —le susurró, lamiéndole el lóbulo de la oreja—. Ya verás cómo no.

Se dejaron caer en el insondable éxtasis de la unión íntima y descubrieron que, efectivamente, no pasaba nada malo. Que todo era muy bueno, mejor que bueno.