Capítulo 06

—Ven. —El conde le tendió la mano y cogió la cesta y las mantas—. Tenemos que hablar y la biblioteca tiene más luz que la cocina.

Habían tenido que correr a la cocina cuando una tormenta de verano los pilló durmiendo la siesta, y el cambio del apacible descanso a la carrera a toda velocidad había desorientado a Anna. Le dio la mano, pero le daba miedo escuchar lo que él quería decirle. Las palabras podían producir mayor impacto que los golpes, y sabía que a ella le iban a hacer daño y a él, las suyas probablemente lo iban a poner furioso.

Cuando llegaron a la biblioteca, Westhaven cogió los cojines del banco situado debajo de la ventana y entre éstos y las mantas formó una especie de nido en el suelo. Sacó la botella de champán de la cesta y, tras abrir una ventana, se sentó encima de la manta con las piernas cruzadas y miró a Anna mientras ésta se movía inquieta de un lado a otro.

—Toma un poco —dijo, levantando la botella—. Podemos beber a morro de la botella, como bárbaros, si no te resulta ofensivo.

Anna se sentó con él y le dio un trago a la botella.

—Guárdeme el secreto —le pidió—. La señora Seaton no bebe.

—Tampoco Westhaven —contestó él, siguiendo su ejemplo—. Es el heredero de un maldito duque, ya sabes.

En ese momento, Anna sintió que acababa de robarle un pedacito del corazón. El pelo mojado se le rizaba a la altura del cuello, llevaba la ropa desaliñada y estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo de una habitación vacía, bebiendo champán de la botella. En aquella postura, con aquella pinta de desharrapado y una chispa de humor en los ojos verdes, el conde de Westhaven despertó su cariño.

—Me gusta esa mirada que tienes, Anna —señaló—. Resulta muy prometedora para un hombre obligado a quedarse en casa sin nada que hacer.

—Es un hombre lujurioso —dijo ella sin sorprenderse.

—No especialmente —replicó él, pasándole la botella—. Al menos, no más que otros hombres de mi misma edad y posición. Pero sí te deseo a ti, querida dama.

Su expresión se suavizó y la diversión se transformó en una ternura que ella no le había visto antes.

Anna dejó a un lado la botella.

—Esa mirada no promete nada bueno para una ama de llaves que quiere mantener intacta su insignificante reputación.

El conde sacó el cepillo de pelo de la cesta y le quitó un lazo que llevaba atado al mango.

—Hemos venido en un carruaje descubierto, Anna, y te llevaré de vuelta a la ciudad en cuanto escampe la lluvia. No tocaré ni tus delicados tobillos.

—Ése no es el problema, y lo sabe.

—Vamos a tener una larga charla, lo presiento. Al menos, deja que te peine como es debido. Así no veré tu mirada fulminante mientras lo hago.

—No lo culpo por lo que ha ocurrido fuera —confesó ella, dándose la vuelta para ponerse de espaldas.

—Me alegro —admitió él, besándola en el cuello—. Quisiera culparme a mí mismo, pero en estos momentos estoy demasiado contento con mi vida, ¿sabes? Puede que dentro de uno o dos días me avergüence, pero yo no contaría demasiado con ello, Anna.

Ésta percibió la inusual diversión en su voz y pensó: «Soy capaz de poner esa sonrisa en sus labios sólo por compartir con él unos minutos de placer».

—Tampoco yo estoy avergonzada —reveló, tratando de mentir—. Bueno, sólo un poco, pero si seguimos así, las cosas se volverán inmorales y no me gustaría que eso ocurriera. Por usted y por mí, porque no somos gente inmoral.

—No serás mi amante —repuso Westhaven, hundiéndole los dedos en el pelo con suavidad—. Y tampoco parecías entusiasmada con la idea de convertirte en la esposa de nadie.

Anna cerró los ojos.

—He dicho que dependería de quien fuera mi esposo, pero, en general, la idea de casarme no me ilusiona especialmente.

—¿Por qué no? —preguntó él, procediendo a peinarla con el cepillo, con movimientos lentos pero firmes—. Tener marido tiene sus ventajas.

—Dígame una.

—Te proporciona placer —contestó Westhaven bajando la voz—. O debería. Te da hijos. Envejece contigo y te supone consuelo, compañía y amistad. Comparte tus preocupaciones y alivia tus penas. Está bien tener a alguien así a tu lado, un marido.

—¡Ja! —Anna quería darse la vuelta por encima del hombro para mirarlo, pero con él sujetándole el pelo no podía.

»Tu marido es dueño de ti y de lo que le dé tu cuerpo —replicó—. Tiene derecho a exigirte relaciones íntimas en cualquier momento y lugar, y a pegarte si te niegas, o, simplemente, porque considere que te hace falta una paliza. Literalmente, puede vender a tus hijos sin pedirte opinión al respecto. No es necesario que sea fiel y, así y todo, tú tienes que permitirle acceso a tu cuerpo, al margen de que te atraiga, física o moralmente, o de que carezca de moral sin más. Algo muy peligroso y desagradable, un marido.

El conde guardó silencio detrás de ella mientras le hacía una trenza.

—¿Tus padres eran felices? —preguntó luego.

—Creo que sí y mis abuelos sí lo fueron.

—Igual que mis padres y mis abuelos —manifestó él, sacándose el lazo del bolsillo para atarle la trenza—. ¿No confías en saber elegir al marido que yo he descrito en vez de la pesadilla de la que tú hablas, Anna?

—La elección de marido no suele estar en manos de una mujer, y el comportamiento de un hombre cuando la corteja y cuando su esposa está embarazada de su tercer hijo al cabo de unos pocos años no tiene por qué coincidir.

—Una ama de llaves ve las cosas desde una perspectiva curiosa y desagradable. —Se inclinó hacia adelante y la abrazó—. Pero Anna, ¿qué me dices de mis padres? El duque y la duquesa siguen llamando la atención cuando abren un baile con un vals. Bailan bien, tanto que se mueven como uno solo, y se comportan de igual modo en la vida. Mi padre adora a mi madre y ella sólo ve sus virtudes.

—Son felices —convino ella—, pero ¿a dónde quiere llegar? También son muy afortunados, como los dos sabemos.

—No quieres ser mi amante —repitió él—, y eres reacia a casarte, pero ¿qué me dices de ser duquesa?

Se lo dijo cerca del oído, envolviéndola con su calor y su fragancia, y Anna no pudo reprimir el estremecimiento que la recorrió al oír la pregunta.

—La mayoría de las mujeres no pondrían objeción a convertirse en duquesa, pero fíjese en sus padres —dijo, con la voz más calmada que pudo—. Si yo tuviera que convertirme en la duquesa de su padre, acabaría causándole algún tipo de lesión física.

—¿Y en mi duquesa? —susurró él, posando los labios en la unión de su hombro con el cuello—. ¿Te resultaría algo muy peligroso y desagradable?

Ella escuchó y comprendió que le estaba haciendo una pregunta hipotética, no que le estuviese proponiendo matrimonio. En ese momento, el corazón se le partió. Se le rompió en mil dolorosos pedazos dentro del pecho y un dolor sordo partió desde allí hasta el centro de su cuerpo, como si de repente se hubiera convertido en una anciana.

Y aunque sí le estuviera proponiendo matrimonio, no estaba en situación de aceptar.

—¿Anna, cariño? —insistió él, acariciándole el cuello con la nariz—. ¿Crees que yo sería un bruto odioso y autocrático?

—No lo sería —contestó, tragando el nudo que se le había hecho en la garganta—. La mujer que se convierta en su esposa será muy, muy afortunada.

—Entonces, ¿me aceptas? —le preguntó, estrechándola contra sí, rodeándole la clavícula con el brazo.

—¿Que si yo lo acepto? —Se sentó y se volvió—. ¿Me está proponiendo matrimonio?

—Te estoy proponiendo matrimonio —respondió él—. Si me aceptas por esposo, me gustaría que fueras mi duquesa.

—Que Dios nos asista —exclamó Anna entre dientes, levantándose abruptamente para acercarse a la ventana.

Él se levantó despacio.

—Eso no es aceptar.

—Me hace un tremendo honor —confesó mecánicamente—, pero no puedo aceptar tan generosa oferta, milord.

—No me llames milord —la regañó—. Y menos después de lo que hemos hecho.

—Tendrá que aguantar que lo llame milord y a mí me llamará señora Seaton hasta que encuentre otro trabajo.

—No sabía que eras una cobarde, Anna —comentó él con más decepción que rabia en la voz.

—Aunque fuera libre para aceptar —repuso, volviéndose hacia él—, tendría mis dudas. —Esa vez no empleó el tratamiento de respeto porque no quería enfadarlo sin motivo, pero estaba presente en su tono, y era evidente que él lo percibiría.

—¿Qué te haría dudar?

—No soy adecuada para ser duquesa y apenas nos conocemos.

—Eres tan adecuada para ser duquesa como yo para ser duque —dijo él—, y pocas parejas con título se conocen tan bien como tú y yo nos conocemos a estas alturas, Anna Seaton. Sabes que me gusta el mazapán y la música y mi caballo. Yo sé que te gustan las flores, la belleza, la limpieza y los olores agradables.

—Sabe que le gusta besarme y que a mí...

—¿Sí?

—Que a mí también me gusta besarlo a usted —admitió ella con una media sonrisa.

—Dame un poco de tiempo —le rogó, como un aristócrata que se rebaja a pedir una oportunidad, no como un pretendiente insistente—. Crees que no serías adecuada para ser duquesa y que no nos conocemos bien. Deja que te convenza de que te equivocas.

—Quiere que sea su amante —replicó—, pero no aceptaré su dinero.

—Te estoy pidiendo que me des la oportunidad de ganarme un lugar en tu corazón, Anna. Nada más —puntualizó él con toda la paciencia del mundo.

¿Le estaba pidiendo que tuvieran una aventura? Debería negarle incluso eso, pero era una tentación demasiado grande.

—Lo pensaré, aunque creo que será mejor que busque otro trabajo. Y, sea como sea, no debe ponerse en evidencia haciéndome objeto de sus atenciones.

—Yo mismo te escribiré una entusiasta carta de recomendación —dijo el conde con ojos insondables—, pero tienes que prometerme lo que queda de verano para tratar de hacerte cambiar de opinión.

—Escriba la carta —asintió ella con el corazón roto— y que la guarde lord Valentine. Le prometo que no buscaré otro trabajo durante el verano, a menos que me dé motivos para ello.

—No te trataré irrespetuosamente y jamás dejaría que una mujer cargara con un bastardo mío, Anna.

Ella se encogió de dolor al ver su mirada de frustración.

—Si me quedara embarazada de usted, nos veríamos forzados a casarnos. No creo que ninguno de los dos quiera que se dé semejante circunstancia.

La expresión del conde cambió, tornándose pensativa.

—Entonces, ¿te casarías conmigo si te dejara embarazada?

Anna se dio cuenta demasiado tarde de la trampa que se había tendido ella sola y se sentó en el banco de la ventana con un suspiro.

—Lo haría —admitió—, lo que indica lo reacia que seré a permitir que se produzca la ocasión.

Él se sentó a su lado y le cogió la mano, y Anna se dio cuenta de que barajaba la información que acababa de darle y también de la que se estaba guardando.

—No soy tu enemigo y nunca lo seré —sentenció él, haciendo dibujos sobre sus nudillos.

Ella asintió sin discutir. Westhaven le rodeó los hombros y la estrechó contra sí.

—No es mi enemigo —admitió Anna, dejándose abrazar—. Pero no puede ser mi marido ni mi guardián.

—Seré tu discreto pretendiente durante el verano y ya veremos adónde llegamos. Es lo que hemos acordado —repuso con tono decidido, como si acabara de meditar el desafío que se le presentaba y estuviera listo para conseguirlo.

—Lo hemos acordado —dijo Anna, consciente de que, aunque dedicara todos sus esfuerzos en conseguir su objetivo, el conde no lograría nada en unas pocas semanas. Pero ella necesitaba ese tiempo para pensar y trazar un plan.

Y a la vez lo necesitaba para llorar y atesorar momentos agridulces como aquél, cuando la abrazaba y la reconfortaba y le recordaba todo lo que nunca podría tener.

Permanecieron así, sentados el uno al lado del otro, durante largo rato, oyendo el golpeteo de la lluvia contra los cristales. Al cabo de un rato, Westhaven se levantó y miró a su alrededor.

—Tengo que ir a ver cómo está Pericles. Creo que tendría que traer leña para encender fuego, porque no parece que vaya a escampar.

—¿Encender fuego? Aún quedan horas de luz por delante —comentó ella, aunque el tiempo que habían pasado fuera había sido más que una siesta y la tarde estaba ya avanzada—. Podríamos llegar a la ciudad si salimos en las próximas dos horas.

Él frunció los labios, reacio a discutir. Anna dejó el tema, consciente de que viajar bajo aquella lluvia estropearía el carruaje. Regresó empapado, y dijo que el caballo estaba muy contento, comiendo heno y viendo llover desde el establo.

Pasaron la siguiente hora trasladando otras mantas que tenían en el carruaje, así como el botiquín y, en vista de que la lluvia no cesaba, llenaron de leña las cajas preparadas a tal efecto en la biblioteca. Westhaven partía troncos de la provisión que había en el porche de atrás, mientras Anna los llevaba al interior de la casa. Estuvieron así hasta que las cajas de madera situadas a ambos lados de las chimeneas estuvieron llenas, pero dejaron fuera madera suficiente para la próxima vez que alguien necesitara encender fuego.

El conde regresó a la biblioteca donde Anna había colocado ya los troncos dentro del hogar, pero sin encenderlos.

—No debería tener frío —masculló él—. Acabo de pasarme una hora partiendo leña, cosa que no hacía desde hacía años, pero, sin embargo, tengo un poco de frío.

Anna pensó que no era normal, pues ella no tenía frío y no había estado partiendo leña, claro que el conde se había mojado al ir a ocuparse de su caballo, mientras que ella estaba seca. Menos mal que había encontrado yesca y mecha para encender el fuego dentro de la caja, porque, si no, él tendría que volver a salir y mojarse de nuevo, ahora que empezaba a secarse.

—Encenderé un fuego —anunció, ajena a la sonrisa que el comentario despertó en el conde.

—Y yo voy a ver si encuentro mazapán.

—Debería haber mucho —dijo Anna desde el hogar—, y limonada, aunque no creo que esté fría.

Encontró el mazapán, del que cogió dos trozos, y también la limonada.

—¿Y dónde vamos a dormir? —preguntó de repente, echando un vistazo a la habitación mientras masticaba el dulce.

—En casa, espero.

—No había planeado que lloviera —reconoció él, acompañando las palabras con una mirada apaciguadora.

—No, pero si nos quedamos aquí a pasar la noche los dos solos, mi reputación quedará hecha añicos.

—¿Y ni aun así te casarías conmigo?

—Inglaterra es grande. Una reputación destrozada en Londres se puede enmendar en Manchester.

—¿Te irías?

—Tendría que hacerlo.

—No te le permitiría, Anna —dijo él con el cejo fruncido—. Si sufrieras algún perjuicio a causa de esta situación, te proporcionaría ayuda económica.

—¿Como hizo con Elise? —preguntó ella, sentándose en el hogar—. Me parece que no.

—Voy a ver a mi caballo otra vez y a traer el resto de las cosas del coche, por si sigue lloviendo.

Anna lo dejó marchar, consciente de que en parte salía para enfriar los ánimos. Seguro que estaba enfadado con ella y con la situación.

Westhaven comprobó que el caballo estaba bien y salió de los establos. Se quedó bajo el saliente de la entrada y decidió masturbarse. Se bajó los pantalones y se cogió el miembro. Le escocía la garganta de tanto hablar y le dolían los músculos de haber estado partiendo leña. Anna estaba quisquillosa, porque no le hacía gracia que se hubieran quedado aislados allí y él iba a empezar a perder los estribos de un momento a otro. No estaba en su mejor momento.

Pero entonces se miró el miembro en la mano y sonrió al recordar los placeres obtenidos horas antes. Anna Seaton poseía una vena lasciva que acabaría imponiéndose. Culminó con varias pasadas y terminó con un par de caricias afectuosas antes de abrocharse los pantalones. Iba a convencer a su ama de llaves de que cambiara la cofia por una diadema de piedras preciosas, y estaba dispuesto a utilizar aquella vena apasionada suya contra sí misma si era preciso.

Preparó un buen montón de heno para Pericles y le llenó un cubo de agua de la cisterna; después, sacó el resto de las provisiones del coche. De camino a la casa, comenzó a trazar el plan de seducción de su futura esposa. Se detuvo a coger una rosa justo cuando el cielo se abría y descargaba un nuevo aguacero.

Cenaron las sobras de la comida, compartieron la limonada y hablaron al calor del fuego, mientras la luz del día comenzaba a disiparse. Él le acarició la espalda, le cogió la mano y evitó tocar el tema de que iban a tener que pasar la noche en la casa vacía.

Anna se levantó de los cojines y se estiró.

—Supongo que ha llegado el momento de admitir que vamos a pasar aquí la noche. La cuestión es dónde exactamente.

«Gracias a Dios», pensó él. Su Anna se estaba tomando las cosas con pragmatismo, aunque no le hiciera demasiada gracia la situación.

—Se me ocurre que en la habitación de matrimonio —sugirió él—. La cama probablemente se construyera ahí dentro y se ha quedado en la casa. La habitación está bastante limpia, aunque hará frío sin un fuego.

—Podemos subir leña para caldearla —opinó Anna—. Habida cuenta de que la otra alternativa que tenemos es dormir aquí, en el suelo, con unas pocas mantas, probablemente estemos mejor en esa cama.

—Lo estaremos, sí —convino él, pensando que, a pesar de que estaban junto al fuego, seguía sintiendo un frío que le helaba los huesos—. Y con los músculos agarrotados después de haber estado partiendo leña, la cama me atrae.

—A la cama entonces —dijo ella con resignación, cogiendo un montón de troncos de la caja. Tuvieron que hacer varios viajes para subir la madera, las mantas y las provisiones al dormitorio. Las sombras que anunciaban la llegada inminente de la noche se habían apoderado de la casa cuando terminaron.

Westhaven salió por un cubo de agua a la cocina, mientras Anna buscaba las sábanas en los cajones de la cama.

—Tu agua —anunció cuando regresó, al cabo de unos momentos—. Veo que tú también has conseguido un buen botín.

—La cama está hecha. —Anna le sonrió—. Tenemos jabón y toallas, pero las únicas mantas son las que hemos traído nosotros.

—Será suficiente —comentó él, bostezando, mientras se arrodillaba junto al cajón abierto—. ¿Qué te parece si tú te quedas con el camisón y yo cojo la bata?

—Como desee, pero le agradecería unos minutos de intimidad, y...

—¿Y? —la instó, quitándose las botas de nuevo; a la tenue luz de la lumbre, al final del día, se le antojó una situación especialmente íntima.

—No me tocará esta noche. Y no esperará que yo lo toque.

—¿Con tocar te refieres a que me des sin querer con la rodilla en la espinilla o a lo que ha pasado esta tarde? —le preguntó, mirándose las botas.

—A lo de esta tarde. Intentaré no darle una patada.

—No te voy a pedir que hagas nada —confesó él, mirándola seriamente—, pero me gustaría. —Dejó las botas a un lado y se levantó para permitirle la intimidad que le había pedido para lavarse y prepararse para acostarse.

Cuando regresó, miró hacia la cama y vio que Anna estaba fingiendo dormir. Tenía toda la intención de cumplir la promesa que le había hecho de comportarse con decoro cuando se metiera en la cama. Estaba más cansado de lo normal, teniendo en cuenta que no había hecho mucho más que conducir hasta allí, pasear y charlar con Anna.

Sin embargo, estaba exhausto; debía de haber cogido algo de frío bajo la lluvia. Le costaba mantener los ojos abiertos. Pero así y todo, no iba a desperdiciar la oportunidad de atormentar a la que pretendía que fuera su duquesa, de modo que se quitó la camisa, los pantalones, los calcetines y la ropa interior, y llevó el cubo hasta la chimenea, para que la luz del fuego lo iluminara mejor ante los ojos curiosos de Anna.

La verdad era que le resultaba agradable estar desnudo en la misma habitación que ella. Encontró la toalla y el jabón junto a la chimenea, donde Anna los había dejado, y comenzó a lavarse muy despacio. Cuando terminó, apagó las dos velas, dejó la bata a los pies de la cama y se metió en ella, a su lado.

Al cabo de varias horas, Anna se despertó en la oscuridad, sintiendo la mano de Westhaven descendiendo desde su cadera hasta su nalga y ascendiendo de nuevo. El crujido y el movimiento de la vieja cama sugería que estaba haciendo algo más que mover la mano, y su respiración, lenta pero audible, reforzaba la teoría.

«Se está dando placer otra vez.» Anna se preguntó si todos los hombres tendrían ese apetito sexual, mientras el movimiento de la mano iba dejando un rastro cálido en su propia piel. ¿Qué otros trucos para atormentarla encontraría si decidiera volverse hacia él y empezar a besarlo o, simplemente, dejar que la abrazara?

El conde empezó a respirar entrecortadamente, suspiró y siguió jadeando y, de repente, su mano se detuvo. Lo notó cambiar de postura en la cama y, al final, quedarse quieto bajo las mantas. A continuación, la misma mano con que se había dado placer la rodeó por la cintura y Anna sintió el calor de su torso junto a la espalda. Westhaven le dio un beso en la mejilla y se acurrucó contra ella, que se quedó perpleja y curiosamente complacida al mismo tiempo.

No podía permitirle las libertades que claramente deseaba, pero el conde jamás imaginaría que, para ella, dormir acurrucada junto a él de aquella forma era un verdadero regalo. Durmió plácidamente, sin soñar con nada, en los brazos del hombre con quien no podía casarse, mientras la lluvia golpeaba contra los cristales.

Si el conde hubiera dormido con la bata, Anna habría tardado más en diagnosticar la dolencia que lo aquejaba. Se despertaron tarde; el día se abrió paso de forma entusiasta a través del cielo gris, en medio de una lluvia constante, pero iluminaba pobremente la lóbrega casa. La primera impresión de Anna fue que hacía demasiado calor. Estaban en verano, pero con el cambio de tiempo, la casa estaba bastante fresca.

Se dio cuenta entonces de que Westhaven seguía pegado a ella y que el calor que sentía emanaba de su cuerpo. Se volvió y lo obligó a ponerse de espaldas.

—Me siento como si me hubiera caído de Pericles y éste me hubiera pasado por encima. Qué calor hace en esta cama. —Se incorporó y apartó las mantas, pero tuvo que sentarse de nuevo en el borde de la cama para recobrar el equilibrio, como si se hubiera mareado—. No, me siento peor que eso, aunque no parece que a ti te ocurra lo mismo.

Sin pensarlo, Anna rodó sobre el colchón para responder y entonces lo vio levantarse, desnudo como vino al mundo, en busca del orinal.

—Buenos días a usted también —farfulló, poniéndose otra vez de lado. Se sentía reacia a mostrar la misma despreocupación que él respecto al hecho de estar desnudo. El conde regresó entonces a la cama, bebió un poco de agua y frunció el cejo.

—Seguramente compraré la casa —reflexionó en voz alta—, pero esta cama va fuera. Nunca me había levantado tan poco descansado.

Anna volvió a ponerse de lado, dispuesta a echarle un sermón sobre los condes que no mantienen las manos quietas, pero se quedó callada de repente. Westhaven estaba sentado en la cama, recostado contra las almohadas, con el vaso de agua en el regazo.

—Oh, Señor —susurró ella, echándose la trenza hacia atrás.

—No me llames señor —gruñó él—. No estoy de humor.

—No —dijo Anna, poniéndose de rodillas—. Quería decir Dios mío. —Tendió la mano y le tocó el torso, lo que hizo que él bajara la mirada hacia su propio cuerpo.

—Anoche miraste —afirmó—. No se puede decir que no me hayas visto desnudo antes, Anna Seaton.

—No es eso —dijo ella, retirando la mano y pasándola a continuación por el estómago—. Oh, Señor.

—Oh, Señor, ¿qué?

—Usted... —empezó, sentándose en la cama, y negando con la cabeza, sin poder dar crédito—. Ha cogido la varicela.

Se produjo un silencio de incredulidad y, a continuación, el conde resopló con irritación.

—¿Cómo voy a tener la varicela? —replicó—. Sólo los niños cogen la varicela, y yo no soy un niño.

—Pero no la pasó de pequeño —contestó Anna, mirándolo a los ojos—. O no la tendría ahora.

Él se miró el torso con cara de pocos amigos. Estaba salpicado de puntitos rojos. No muchos, pero los suficientes para saber que no estaban ahí cuando se acostó la noche anterior. Se miró los brazos y vio más puntitos.

—Es por culpa de Tolliver —declaró—. Haré que lo deporten a una colonia penal, y a Sue-Sue con él.

—Tenemos que llevarlo a casa —decidió Anna, arrastrándose hacia el borde de la cama—. En los niños, la varicela es una enfermedad incómoda, pero no suele ser grave. En el caso de los adultos, puede complicarse.

—¿Vas a hacer viajar a un hombre enfermo durante varias horas bajo esta condenada lluvia? —preguntó, mirándola primero a ella y luego los puntitos de su estómago—. Maldita sea.

—Tenemos pocas medicinas aquí y lo peor no ha llegado aún. Lo mejor sería volver a casa.

—¿Y si nos despeñamos por una cuneta con el barro que se habrá formado, Anna? —le espetó él—. Moriré por la varicela o bien con el cuello roto.

Ella le dio la espalda y se acercó a la ventana a ver si había mejorado algo el tiempo. Al conde no le faltaba razón, aunque podría haberlo dicho de una manera menos cruel. Llovía a cántaros, y había estado haciéndolo gran parte de la noche.

—Lo siento —se disculpó él, acercándose al borde de la cama—. Estar enfermo me pone de mal humor.

—No es para menos, con esta situación. ¿Hay algún pueblo cerca lo bastante grande como para que tengan médico o boticario?

Westhaven cogió la bata y se la puso, pero incluso algo tan simple parecía dolerle.

—«Cerca» es un término relativo. A un kilómetro y medio, en dirección opuesta a Welbourne, hay un pueblo con iglesia, pero está en dirección contraria a Londres.

—Welbourne es donde vive su sobrina.

—Anna, no. —Se levantó de la cama agarrotado y se detuvo con una mueca de dolor—. No pienso molestar a Amery y a su mujer. Como recordarás, ella y yo estuvimos prometidos durante un breve y desgraciado tiempo. Son los últimos que quiero que me vean en este estado.

—Pues yo prefiero que lo vean así a que lo vean salir en un féretro.

—¿Insinúas que soy demasiado arrogante para aceptar ayuda?

—Testarudo —contestó ella, cruzándose de brazos—. Y asustado de admitir que está verdaderamente enfermo.

—A lo mejor eres tú quien está preocupada, Anna. Seguro que la varicela no puede ser tan grave —replicó, sentándose de nuevo en la cama, pero sosteniéndole la mirada.

Anna levantó el mentón.

—¿Quién ha dicho que nunca se había despertado sintiéndose tan mal?

—Poco descansado —la corrigió él. Sin embargo, considerando su estado físico, se encontraba fatal. Ni la peor resaca que recordaba de sus tiempos de universidad podía comparársele, tampoco la gripe, ni el brazo que se rompió a los trece años. Se sentía como si le hubieran estirado al máximo todos los músculos del cuerpo, le hubieran roto los huesos y aplastado los órganos vitales, y tenía otra vez ganas de orinar, con una urgencia febril que confirmaba que estaba enfermo.

—A Welbourne entonces —convino con un suspiro—. Pero sólo para pedirles prestado un carruaje como es debido y un tiro de caballos que aguante. No pienso consentir que Amery se alegre al verme así, ni tampoco su esposa, la vizcondesa.

Los cinco kilómetros hasta el pueblo fueron una odisea, para ellos y para el caballo. Durante la hora que tardaron en vestirse, cargar y enganchar el coche, su estado ya había empeorado. En el coche se apoyó en Anna y empleó la poca fuerza que le quedaba para permanecer erguido en el asiento.

No hablaban. A él sólo le preocupaba no perder la conciencia, mientras que ella trataba de guiar lo mejor posible al caballo, cosa que hacía a un ritmo lento y torpe. Cuando vio la verja de entrada a Welbourne, casi le dieron ganas de llorar de alivio. A pesar de la ropa mojada de ambos, notaba que la fiebre de Westhaven iba en aumento y era consciente de que el viaje hasta allí le estaba costando Dios y ayuda.

Los establos estaban cerrados a cal y canto, pero Anna ni siquiera llegó al patio. Guió a Pericles hacia la casa e hizo que se detuviera ante la puerta.

—Westhaven —dijo, zarandeándolo con fuerza—. Hemos llegado. Siéntese. Bajaré yo primero y lo ayudaré.

Él obedeció en silencio, pero estuvo a punto de caerse sobre ella cuando trataba de ayudarlo a apearse. Casi perdieron el equilibrio dos veces en los escalones de la entrada principal, con lo que Anna jadeaba a causa del esfuerzo cuando por fin llegaron al porche.

La puerta se abrió antes de que pudiera llamar.

—Por el amor de Dios, pasad.

Se vio aligerada de su carga cuando un hombre rubio, vestido con chaleco y en mangas de camisa, se echó sobre los anchos hombros el brazo libre del conde. Afortunadamente, era tan alto como éste y mucho más capacitado para aguantar su peso que ella.

—Tú —le gritó a uno de los lacayos—. Ocúpate de Pericles. Asegúrate de que coma un buen salvado. Y usted —añadió, clavando unos feroces ojos azules en Anna—: Siéntese antes de que se caiga.

Atónita, ella siguió con la mirada a Westhaven, conducido medio a rastras hasta un saloncito y depositado en un sofá.

—Ha cogido la varicela —explicó, cuando por fin pudo hablar—. Quería venir hasta aquí sólo para que nos prestaran un vehículo cerrado con el que poder regresar a la ciudad.

—Douglas Allen —se presentó él con una reverencia—. Vizconde Amery, a su servicio —añadió, tirando del cordón del timbre, con la vista puesta en el hombre que chorreaba agua sobre su sofá—. ¿Westhaven?

—¿Amery? —contestó éste con voz cavernosa, en la que, sin embargo, se apreciaba el tono orgulloso.

—Si insistes en viajar en ese estado, enviaré en el acto una nota a su excelencia con chismorreos sobre ti. Además, te presentaré como un mal ejemplo ante Rose, pero lo peor es que la vizcondesa se preocupará. Y dado que ella es el único sustento que actualmente tiene mi heredero, no me gustaría nada que se preocupara. ¿Me he explicado con claridad?

—Dios santo... —masculló Westhaven, mirando como un miope a su anfitrión—. Hablas en serio.

Amery enarcó una ceja.

—Tan serio como la varicela, complicada con una pulmonía, y todo ello unido al orgullo y la arrogancia de los Windham.

—¿Douglas? —Una mujer alta con el pelo de un caoba oscuro entró en el salón. En sus bonitas facciones había una expresión de curiosidad que de inmediato se convirtió en preocupación.

—Guinevere —habló su marido, rodeándole la cintura sin reparo alguno—. En ese sofá está tu antiguo prometido, que ha venido a pegarnos la varicela.

—Oh, Westhaven —exclamó ella, acercándose, pero Anna tuvo el suficiente aplomo como para levantarse y colocarse entre el conde y lady Amery.

—Milady —dijo, haciéndole una reverencia—. Su señoría me ha informado de que hay un bebé en la casa, así que será mejor que no se acerque demasiado al conde.

—Tiene razón —convino Amery frunciendo el cejo—. Yo he pasado la varicela.

—Y yo también —comunicó Guinevere, pero regresó junto a su marido—. Y Rose. Douglas, no puedes dejar que viaje en este estado.

—Utilizar la tercera persona cuando ésta está presente y consciente es grosero e irritante —recriminó Westhaven con voz áspera desde el sofá.

—Pero divertido —dijo Amery, acercándose a su visitante. Le puso el dorso de la mano en la frente y se arrodilló para mirarlo más de cerca. Aunque los dos tenían la misma edad, los gestos del vizconde era curiosamente paternales—. Estás ardiendo, aunque no hace falta que te lo diga. Sé que no tienes en gran estima a ningún médico, pero ¿quieres que mande a buscar a Fairly?

—¿Se lo notificarás al duque? —preguntó él, buscando su mirada.

—Aún no, pero sólo si te quedas aquí como un niño bueno y te recuperas antes de que mi honradez supere a mi caridad cristiana —contestó el vizconde, mirando a su mujer.

—Ve a buscar a Fairly —aceptó Westhaven—, pero sólo a él, no a esos condenados matasanos que se creen que atienden bien a su excelencia.

—No insultaría a Fairly de esa manera —repuso Amery, levantándose—. Ni siquiera para irritarte.

Mientras él le arrancaba el permiso para llamar al médico, lady Amery consultó algo con el lacayo y, finalmente, se volvió hacia Anna.

—Lo siento —se disculpó la mujer, sonriendo—. No me he enterado bien. ¿Usted es...?

—La señora Seaton —respondió ella, haciéndole una nueva reverencia—. Anna Seaton. Soy el ama de llaves de la residencia urbana de su señoría y lo he acompañado a Willow Bend, una finca situada a cinco kilómetros de aquí, que está pensando comprar.

—Bonito lugar —murmuró el vizconde—, pero lo primero es lo primero.

—Podemos instalar al enfermo en el dormitorio de la parte de atrás —dispuso Guinevere—. Además, ya está preparado. Me parece que a los dos les vendrá bien un baño caliente y algo de comer. Estoy segura de que podremos encontrar ropa seca para usted; somos de la misma estatura.

—Vamos, Westhaven —dijo el vizconde, ayudándolo a ponerse de pie—. Vamos a llenarte de jarabes asquerosos y a murmurar encantamientos junto a tu cama hasta que te recuperes, por el bien de tu cordura. Será mejor que veas a Rose ahora, o se meterá en tu habitación cuando te sientas aún peor y se pondrá a leerte cuentos.

Eso debería haberlo hecho estremecer, pensó él mientras Amery lo arrastraba e insultaba de camino al dormitorio. Estar allí con el hombre que había impedido que se casara con Gwen y tan enfermo que literalmente se sentía incapaz de tenerse en pie era una situación que le debería parecer una de sus peores pesadillas.

Pero mientras Douglas le quitaba la ropa mojada y lo instaba a meterse en una bañera de agua caliente y perfumada, para después obligarlo a tragarse un mejunje de sabor asqueroso, Westhaven se dio cuenta de lo seguro que se sentía allí.

—Querrá que avisen a su hermano —dijo Anna, bebiendo un sorbo de té, profundamente agradecida.

—Le mandaremos un mensaje al tiempo que mandamos a buscar a Fairly —respondió Gwen, pasándole un plato con un bollo untado de mantequilla.

—Que el mensaje sea cifrado.

—¿Cómo dice? —Gwen dejó la taza y esperó a que se lo explicara.

—Es por el duque —respondió Anna—. Su excelencia tiene espías por todas partes y si le deja una nota diciendo que Westhaven está gravemente enfermo donde cualquiera pueda leerla, el duque se presentará aquí en menos que canta un gallo, dando órdenes y sembrando el caos.

—Le aseguro que no hará tal cosa —replicó Douglas desde la puerta del salón, con una expresión que podría describirse como de diversión—. En esta casa, su excelencia no va a conseguir nada con sus intrigas. ¿Puedo tomar un poco de té, cariño? —preguntó, sentándose junto a su esposa y poniendo un brazo sobre el respaldo del sofá.

—¿Cómo está Westhaven? —quiso saber Gwen, sirviendo una taza de té para su marido.

—Duerme, pero incómodo. Creía que quizá estuviera usted equivocada, señora Seaton, puesto que no tenía signos de varicela en la cara, pero he comprobado que su diagnóstico es certero al verle el resto del cuerpo.

—Yo sufrí un acceso especialmente virulento de niña —explicó Anna—. No corro peligro si le hago de enfermera.

—Yo puedo ayudar —se ofreció el vizconde—, y lo haré de buena gana. Pero tú, mi amor, será mejor que te mantengas apartada de la habitación del enfermo.

—Lo haré —se conformó Gwen—. Por el bien del bebé y porque bastante castigo es para Westhaven que tú lo veas en tan miserable estado. No hace falta que encima lo vea yo también.

Anna bebió de su té, observando sus sonrisas, miradas y caricias.

—El conde dijo que fue un compromiso desgraciado.

—Para los tres —convino lady Amery—. Menos mal que duró poco. Ha hecho lo correcto trayéndolo aquí. Es de la familia y no le echamos la culpa de lo que pasó, como tampoco nos alegramos de que esté enfermo.

—Su enfermedad es grave —dijo Anna—. Al menos en adultos. Y, además, las enfermedades en general lo ponen nervioso. Sinceramente, yo impediría que los médicos se le acercaran si eso es posible.

—Ese hombre tiene orgullo de sobra —señaló Douglas, llenándose de nuevo la taza de té.

Su mujer observaba divertida, pero no dijo nada.

—No es orgullo, milord —repuso Anna—. Está asustado.

—Asustado. —El vizconde frunció los labios, pensativo—. ¿Por lo que le ocurrió a su hermano Victor?

—No exactamente —respondió Anna, tratando de organizar sus pensamientos, sus sentimientos, de forma coherente—. Él es ahora el heredero, y morir significaría incumplir sus obligaciones. Por muy poco que disfrute con ellas, no querría imponérselas a lord Valentine, como tampoco querría que su familia sufriera. Además, en su vida se ha encontrado con más médicos incompetentes que la mayoría, tanto los que trataron a su hermano como los que trataron a su excelencia la pasada primavera.

—No lo había visto de esa forma —admitió Douglas, echándole otro vistazo a su mujer—. ¿Guinevere?

—Manda llamar a David —propuso ella—. Sabrá manejar al conde y tratarle la varicela.

—Hablamos del vizconde Fairly —le explicó Douglas a Anna—. Es familia de mi esposa y amigo mío. Es un médico excelente y confiamos en él, igual que Westhaven, según parece.

—Sí —afirmó ella—. Y si no pudiera atenderlo Fairly, toleraría que fuera... —se detuvo, tratando de recordar los nombres—, Pugh, Hamilton y había un tercero, pero no me acuerdo.

—Fairly lo sabrá —le aseguró el vizconde—. Pero ¿cómo es que Westhaven y usted han aparecido en nuestro hogar a estas horas? Seguro que él no sería tan estúpido como para aventurarse a salir de la ciudad con la que está cayendo.

Gwen se mostró repentinamente fascinada con su taza de té, mientras Anna se sentía como una mariposa clavada a una tablilla, bajo el escrutinio de los firmes ojos azules de lord Amery.

—Salimos de la ciudad ayer —explicó, consciente de que aquel hombre no toleraría mentiras—. Y la lluvia nos cogió en Willow Bend. Esta mañana lo he convencido para que viniéramos aquí, cuando ha terminado admitiendo que estaba enfermo.

—Tonterías —replicó el vizconde, cruzando una pierna sobre la otra. Debería haber parecido un gesto un tanto femenino, pero en él resultaba... elegante—. Westhaven, que es un hombre discreto y sensato, se presentó aquí con usted ayer por la tarde, mucho antes de que cayera la noche, ¿verdad que sí, Guinevere?

—Así es —asintió ella, removiendo su té plácidamente—. Estuvo muy callado durante la cena, aunque Rose estaba encantada de verlo.

El vizconde dedicó a Anna una mirada indescifrable.

—La niña se vuelve loca por completo cuando está con alguien a quien quiere. Se parece a su mamá. ¿Más té, señora Seaton?

Le sirvió una taza bajo la cariñosa mirada de su esposa, y Anna pudo percibir el amor que sentían el uno por el otro, casi tan grande como la gratitud que sentía ella por los dos. «Algún día, quiero amar tanto a un hombre que incluso verlo servir té a un invitado sea motivo de complacencia con él y con mi vida, porque él formará parte de ella.»

—Fairly no puede atenderte —dijo Douglas, agitando una nota delante de Westhaven—. No sabe si tuvo la varicela de pequeño.

—Maldita sea. ¿Cómo puedes no saber si alguna vez has estado lleno de motas como un leopardo y te sentías como la última víctima de ese animal?

—Hasta que cumplió seis años, lo crió su madre en Escocia y no puede consultárselo. No se acuerda de haberla pasado, por eso prefiere ser cauteloso. —Se sentó a los pies de la cama y escrutó al enfermo.

—¿Qué miras? —preguntó el conde con tono irritado—. ¿Me va a estallar la cabeza?

—No, aunque me gustaría verlo. Fairly describe con detalle los cuidados que requieres, en especial para controlar la fiebre, y desaconseja vivamente que te sangren. Y además no debes rascarte.

—No me pica —reconoció Westhaven—. Me duele. —En ese momento, se preguntó cómo estarían tratando a Anna el vizconde y su mujer. Douglas era un fanático, al menos en lo que se refería a los modales y el decoro, aunque no hubiera tenido escrúpulos en quebrantar unas cuantas normas —bastantes en realidad— para impedir que Gwen se casara con él.

—¿Quieres que te gane a una partida de cribbage? —ofreció Douglas—. O tal vez prefieras que te mande a Rose.

—Ha estado aquí antes. Me ha dejado esto —dijo, mostrándole un osito de peluche.

—El señor Oso —asintió el vizconde—. Presidió mi habitación cuando cogí la gripe en Sussex. Un buen tipo, este señor Oso. Aunque no sirve para dar consejos.

—Para eso tenemos a Rose. —Westhaven casi sonrió—. Me ha dicho que obedezca a su madre y me pondré mejor.

—Desobedecer a Guinevere sería como intentar desobedecer a una fuerza de la naturaleza. Uno corre peligro mortal si lo hace. Es una mujer formidable.

—Habría sido una duquesa formidable —apostilló él, que se dio cuenta de inmediato de lo que había dicho—. Perdona.

—Lo habría sido —convino Douglas—, pero tiene un magnífico gusto para los maridos y es mi anillo el que lleva.

—¿Te molesta que esté aquí? —le preguntó Westhaven al oso de peluche, mirándolo a los botones que le servían de ojos.

—No te hagas ilusiones. —El vizconde se levantó y se dirigió hacia un pequeño escritorio, del que sacó una baraja de cartas y el tablero de cribbage—. Gwen me ha explicado que te ofreciste sólo porque suponías que tendría libertad para rechazarte. Pero también dice que te habrías esforzado por que hubiera sido un matrimonio feliz y yo la creo. Corta. —Colocó el tablero y la baraja encima de la cama.

—¿Y ya está? —Westhaven sacó un dos mientras Douglas dejaba boca abajo la carta que quería descartar—. ¿La habría hecho feliz y todos tan contentos?

—Si para ella lo ocurrido en el pasado no tiene ya importancia, ¿por qué iba a tenerla para mí, si mi futuro con Rose, el pequeño John y Guinevere resulta empalagoso de lo feliz que es?

—Crib —entonó él, pensando las palabras de Douglas.

¿Cómo sería afrontar un futuro que pudiera describirse sin avergonzarse como empalagoso de lo feliz que era?

El vizconde se dedicó al juego con la misma seriedad con que se tomaba cualquier cosa que hacía en la vida y terminó dándole una paliza. Cuando se llevó el tablero, a Westhaven le pesaban los párpados, y Douglas decidió iniciar una retirada estratégica. Unos toques en la puerta anunciaron la llegada de Anna, para su turno junto a la cama del enfermo, lo que permitió al vizconde irse en busca de su mujer.

—Ya veo que se ha echado un amigo —dijo Anna señalando el oso.

—Es un oso guardián, según Rose. —Se acercó el peluche a la cara y frunció el cejo, pensativo—. Parece un tipo digno de confianza, aunque un poco reservado.

—Se parece al vizconde.

—¿A Douglas? —El conde sonrió ante la comparación de Anna—. No lo subestimes, como hicimos mi padre y yo. Parece el típico puritano que se ocupa de sus tierras y adora a su mujer, pero tanto Heathgate, Greymoor o Fairly prestan atención cuando Douglas se digna tocar un tema.

—Parece que adora a su vizcondesa, pero creo que es un hombre protector en general.

—¿Protector? —Westhaven meditó sobre la palabra, pero su cerebro estaba tan endeble como el resto de su persona—. Puede ser. Desde luego, adora a Rose y estrangularía a cualquiera que se atreviera a hacerle daño.

—Pero parece que le falla algo la memoria —comentó Anna, abriendo una botella de loción y oliendo el contenido—. Y lo mismo parece sucederle a su mujer.

—¿De veras? Eso es nuevo. Los dos hacen gala de una arrolladora agudeza mental.

Anna tapó de nuevo la botella.

—Si alguien les pregunta, dirán que vinimos a cenar anoche, y que, aunque usted estuvo un poco callado, Rose se alegró mucho de verlo.

Él enarcó las cejas bruscamente y a continuación las hundió en un profundo cejo.

—¿Te lo ha dicho Gwen? —preguntó, debatiéndose entre la sorpresa y la gratitud.

—No —contestó Anna con tono de incredulidad—. Se le ha ocurrido lord Amery.

—Al final terminó casándose con el mejor.