Capítulo 07
—Ay, ay, ay —dijo Douglas, torciendo el gesto mientras cerraba la puerta de la habitación—. ¿La señora Seaton te ha dejado ahí desnudo, donde te puede dar la corriente?
—No —respondió Westhaven con un suspiro, tratando de recordar dónde estaba el orinal—. Tenía calor y ese camisón tuyo pica como un demonio.
—Detrás del biombo —le indicó el vizconde—. Verás una silla horadada y un orinal. Te dejo solo o te ayudo, como quieras.
—Ni una cosa ni otra —contestó él, cruzando la habitación hacia el biombo bajo la mirada impasible de Douglas.
—Me parecía que habías ganado peso —observó Douglas—. Al mirarte ahora de cerca veo que estaba en lo cierto. Estabas demasiado delgado.
—Lo estaba, sí —convino, bostezando detrás del biombo—. Pero Anna..., la señora Seaton ha puesto orden en mis comidas. Parte del problema era la falta de inspiración de mi cocinera.
—¿Y tu ama de llaves la inspira?
—Anna... la señora Seaton habló con la cocinera de la duquesa, que se enorgullece de conocer los gustos de todos y cada uno de los miembros de la familia. Los menús resultaron interesantes. —Salió de detrás del biombo, echó un vistazo a la cama y cobró fuerzas—. Y luego me sermoneó diciéndome que cuando no comía ofendía al personal de la cocina.
—A la cama. —Douglas lo agarró del brazo lleno de granitos sin ceremonias y lo aupó para que se subiera al lecho—. Estate quieto —añadió, metiéndole el camisón por la cabeza. Luego lo miró—. Estás enfermo —concluyó con un suspiro—. Será mejor que te quedes en la cama y te comportes como es debido. Esta noche y mañana van a ser peores, con toda seguridad, pero después empezarás a sentirte mejor.
—¿Douglas? —Westhaven se sentó al borde de la cama y, para su sorpresa, Amery se sentó a su lado.
—¿Hum?
—Cuando cortejabas a Gwen —empezó a decir, buscando el oso entre las almohadas—, ¿te pasaba...?
—¿Que si me pasaba qué? —lo instó el otro a continuar—. La señora Seaton regresará de un momento a otro con tu infusión, y esperemos que algo de comer, así que será mejor que lo escupas, porque te cuida con verdadero celo.
—¿Eso hace?
—Sólo se ha apartado de tu cama para comer —respondió Douglas—. ¿No querías preguntarme algo?
—Cuando cortejabas a Gwen —lo intentó nuevamente—, ¿sentías una necesidad casi constante...? Quiero decir, ¿te pasaba que siempre estabas pensando en...?
—Aprovechábamos todas las oportunidades para fornicar —lo interrumpió el vizconde—. Y cuando no podía estar dentro de ella, la abrazaba o le cogía la mano, o me limitaba a mirarla como un hombre hambriento delante de un festín que no podía permitirse. La situación era de lo más molesta, porque yo había llegado a un punto en la vida en que todas las pasiones, incluida la carnal, se me hacían imposibles.
—¿Por qué me lo cuentas? No puede resultarte fácil explicármelo precisamente a mí.
—Me estoy entrometiendo —reconoció Douglas, mirándolo con una chispa de diversión en sus ojos azules—. Mi mujer me ha dado permiso, así que no es tan malo como si lo estuviera haciendo a sus espaldas.
—¿Que te estás entrometiendo?
—Sí, al alentar lo tuyo con la señora Seaton —le aclaró el otro—. Creo que haríais buena pareja.
—Yo también. Pero ella no opina lo mismo.
—Pues tendrás que hacer que cambie de opinión, y si eso implica una recuperación muy lenta, no lo dudes y hazlo. No en vano eres el heredero de Moreland, no se pueden correr riesgos con tu salud.
El conde sonrió de medio lado.
—Una lenta recuperación... Dios mío. No tenía ninguna posibilidad contigo, ¿verdad?
—Eso esperaba —dijo Douglas, levantándose—. Aunque te aseguro que me diste un buen susto y por tu culpa tuve que acelerar los planes que tenía para Guinevere. Nunca fuiste mi enemigo, ni tampoco el de ella. Digamos que el duque era una molestia para todos.
Dicho esto, salió de la habitación y entró Anna con una bandeja. Se quedó con el paciente cuando el vizconde se fue, y pasó la siguiente hora obligándolo a comer, tratando de que estuviera lo más cómodo posible y luego dejó que dormitara hasta que se despertó al amanecer.
—¿Anna? —preguntó con voz cavernosa.
—Estoy aquí —dijo ella, levantándose de la silla para ir a sentarse junto a él en la cama.
—Me encuentro fatal.
—Le ha subido la fiebre —observó, poniéndole el dorso de la mano en la frente—. Ahora que está despierto, podría refrescarlo con la esponja, si quiere. Eso además le calmará el picor.
Él asintió, y Anna fue a buscar toallas, la esponja y la palangana. Lo destapó para poder lavarlo, dejándole cubierta sólo la parte inferior del cuerpo.
—Fairly ha mandado esto, hamamelis y otras infusiones de hierbas que le aliviarán.
Él suspiró al notar el contacto de la esponja fría sobre la piel. Anna se la pasó repetidamente por la espalda, los brazos, los hombros y los costados, y después movió las mantas para refrescarle las piernas y los pies. Repitió el proceso una y otra vez hasta que Westhaven se sintió más cómodo. La fiebre cedió. Entrada la mañana, podía decir que, al menos, no estaba peor.
Llamaron discretamente a la puerta y entró el vizconde con aspecto descansado, listo para emprender el nuevo día.
—Buenos días, señora Seaton, ¿o debería llamarla Anna? —preguntó—. Y buenos días a ti también, Westhaven. —Le puso la mano en la frente y frunció el cejo—. Mejor de lo que creía.
Mandó a Anna con Gwen y se quedó a solas con él.
—¿Cómo es que tu fiebre responde únicamente a sus cuidados? —inquirió.
—Cállate —contestó Westhaven, cansado—. Ha puesto algo en el agua, por si te interesa. Creo que ayuda.
Cuando Douglas terminó de cambiar las sábanas de la cama y sacó a Westhaven del baño, éste se quedó nuevamente adormilado. Lo obligó a tomar un poco de infusión de corteza de sauce, lo tapó bien y lo dejó durmiendo apaciblemente junto con su osito guardián prestado.
El día siguiente se convirtió en un mosaico de breves actividades y siestas. Val envió un mensaje para comunicar que se acercaría en breve, y Westhaven le escribió una nota a su excelencia diciéndole que había ido a ver a Rose. Ésta hizo una visita a su tío, pero él no aguantaba más de quince minutos sin usar el orinal o dormir una pequeña siesta.
La tarde pasó igual de despacio que el resto del día, con Anna, que primero lo ganó al cribbage y después le leyó una traducción de las invasiones de Britania, de Julio César. Él cayó en una duermevela en la que era consciente de su voz, pero no entendía lo que decía. Se despertó cuando Anna dejó de leer, pero al mirarla vio que también ella tenía los ojos cerrados y el libro en el regazo, boca abajo. Al verla tan cansada, volvió a dormirse sin molestarla.
Pasaron mala noche los dos, Westhaven despertándose a ratos, con accesos de fiebre, y Anna cuidándolo como mejor sabía. Refrescarlo con la esponja ayudaba, aunque no tanto como les hubiera gustado a ambos.
—Creo que se encontraría mejor si lo metiera entero en un baño de agua fría —dijo ella cuando dieron las dos de la madrugada.
—Eso implicaría tener que moverse y, ahora mismo, hasta respirar me duele, Anna.
—Pero si conseguimos bajarle la fiebre, no le dolerá tanto.
—Si insistes...
Hizo un monumental esfuerzo para sentarse al borde de la cama, pero necesitó de la ayuda de ella para meterse en la bañera, dentro del agua. En menos de diez minutos le castañeteaban los dientes, aunque, al tacto, el agua estaba casi tibia. Anna lo sacó de la bañera, lo envolvió en una toalla e hizo que se sentara delante del fuego mientras le secaba el pelo con otra toalla.
—Entonces, ¿mañana por la noche me sentiré ya mejor?
—Debería —contestó ella—. Aunque en los adultos, esta enfermedad puede ser más complicada que en los niños.
—¿Tienes hijos? —le preguntó desde debajo de la toalla con que le estaba secando la cabeza.
Ella se quedó parada, pero contestó con toda la calma que pudo.
—No. ¿Y usted?
—Ninguno. Pero cásate conmigo, Anna, y podrás tener todos los hijos que quieras.
De hecho, le gustaría tener hijos con ella, pensó, sintiendo, entre otras varias incomodidades, que se le despertaba el miembro.
—No me casaré con usted —dijo de pie, detrás de él. Westhaven notó la primera pasada del cepillo en el pelo—. Pero debería tener hijos. Será un padre excelente y los niños le harán bien.
—¿Y cómo es eso? —quiso saber él, cerrando los ojos para disfrutar más intensamente de la sensación del cepillo acariciándole con suavidad el cuero cabelludo—. Mi padre no es precisamente un ejemplo que quiera seguir.
—Fanfarronadas —repuso ella, quitándole importancia con un gesto de la mano—. Usted lo pinta como un aristócrata pomposo, prepotente y anticuado, pero a mí me parece que se tomó muchas molestias para poder acceder a su nieta.
—Exageradas molestias —dijo Westhaven—. Te regalaría los oídos con los detalles, pero casi no puedo mantener los ojos abiertos. —Cuando Anna dejó el cepillo, se levantó como pudo pero al sentarse en la cama la cogió de la mano y se la puso en la frente—. Debo confiar en ti y en Amery cuando me decís que la enfermedad está siguiendo su curso, aunque no creo que esté mejorando mucho.
—Tampoco está empeorando.
—Cierto. —Cerró los ojos e inspiró la fragancia a rosas que emanaba de ella—. Si empeorase, prométeme que no dejarás que los matasanos de su excelencia me toquen.
Anna se inclinó y le dio un beso en la frente.
—No dejaré que su padre lo moleste. Pero creo que, en caso de que necesitara protección frente a las intrigas de su padre, lord Amery y su esposa lo harían mejor incluso que la propia guardia de la reina.
—Pues, pensándolo bien, tienes razón. Dormiré más tranquilo ahora.
Anna lo arropó cuidadosamente, luego le puso la mano en la frente y le apartó el pelo de la cara. Cuando su respiración se aquietó al quedarse dormido, apagó las velas, alimentó el fuego y se echó la otra manta de la habitación por encima de los hombros. Al doblarse para apoyar la mejilla en la cama, notó que el conde le rozaba el pelo con una caricia lenta y repetida. La ternura del gesto los apaciguó a los dos y Anna se quedó dormida en seguida.